«Soy negra, pero hermosa»
SANTA-PECADORA:
(/Ct/01/05) PEDRO/ROCA-ESCAN
Detengámonos en este lugar para pensar más despacio, antes
de sacar las consecuencias relativas a la moralidad concreta del
cristiano en la Iglesia, con un ejemplo, en el problema fundamental
del ser de la Iglesia en este mundo. Es la figura de Pedro, a quien,
en Mt 16,19, se le promete el mismo poder que, en Mt 18,18,
transmite el Señor a toda la comunidad de los apóstoles, y que
cifra consiguientemente y de manera ejemplar, la esencia de la
Iglesia. Al discutir la cuestión sobre si la promesa del primado en
Mt 16,17ss está relatada por el evangelista en su adecuado lugar
histórico, hay exegetas que llaman la atención sobre el hecho de
que, pocos versículos después, el Señor apostrofa como Satanás
a Pedro que quería retraerlo de su pasión (16,23). Como quiera
que esta escena está históricamente atestiguada por los paralelos
para su emplazamiento en Cesarea de Filipo (/Mc/08/33), sería
imposible poner la palabra sobre el primado a la misma hora y
hacer que dentro de un breve espacio de tiempo llame el Señor a
Pedro "roca de la Iglesia" y «Satanás»; ambas cosas habrían de
situarse más bien en ocasiones cronológicamente separadas. En
nuestro contexto no podemos intentar decidir esta cuestión
exegética. Prescindiendo por completo del problema de la
localización histórica de la promesa del primado, podemos afirmar
independientemente que, para el pensamiento bíblico, la
simultaneidad de «roca» y "Satanás" (y skandalon = piedra de
tropiezo) no tiene de suyo nada de imposible. Al contrario, para
ese pensamiento que sabe de la necedad de Dios, de la victoria
de la fuerza de Dios por la flaqueza de los hombres, del triunfo de
Dios por la catástrofe de la cruz, semejante paradoja es
típicamente característica. Este pensamiento que, como hemos
dicho, llama al rey de Babilonia «siervo de Dios» (Jer 25,29) y le
atribuye, por tanto, el nombre honorífico del Mesías, porque él, el
reprobado, es utilizado por Yahveh como instrumento con que
hace historia; este pensamiento, digo, está muy lejos de la sutileza
de una lógica demasiado humana. La imagen que la Biblia
comunica es más bien ésta: si se trata sólo de Pedro, si por él
hablan la «carne y la sangre», en tal caso puede ser Satanás y
piedra de tropiezo. Pero si no hablan por él la carne y la sangre, si
Dios lo toma a su servicio, entonces puede ser realmente, como
instrumento de Dios, una «roca cósmica». Esto no es expresión de
su prestación propia ni de su propio carácter, sino "nomen officii,
nombre no de un merecimiento, sino de un servicio, de una
elección y encomienda divina, de que nadie es capaz por razón
puramente de su carácter, y menos que nadie este Simón
que, por su carácter natural, es cualquier cosa menos roca. Que
él precisamente sea declarado roca, es antes que nada la
paradoja fundamental de la virtud divina que opera en la flaqueza.
Por sí mismo, es el Pedro que se hunde, porque le falta fe (Mt
14,30); por el Señor y por la gracia del Señor, es la roca sobre
que estriba la Iglesia. Toda la figura de Pedro está definida por
esta dialéctica que brilla de la manera más impresionante allí
donde la encomienda es más alta: la colación del primado en Juan
(21,15-17) está situada sobre el fondo de las pasadas
negaciones. La promesa en Lucas (22,31s) va unida con la
predicción inmediata de la negación, y la promesa en Mateo
aparece al contraluz de su designación como Satanás y piedra de
tropiezo. Se trata siempre de promesa de fuerza divina en medio
de la debilidad humana, de suerte que Dios es siempre el que
salva, y no el hombre, es siempre el "no obstante" de la gracia,
que no se deja desarmar por la incapacidad del hombre, sino que
en ella cabalmente consigue la victoria del amor de Dios, que no
se deja vencer ni siquiera por el pecado del hombre.
Todavía hay que añadir otra idea. Por una recaída en la
arbitrariedad del pensamiento humano, que no quiere percibir la
gracia, sino que fantasea un secreto triunfo del hombre, nos
hemos acostumbrado a separar bonitamente en Pedro la roca y
las negaciones: negar, niega el Pedro prepascual; roca, lo es
Pedro después de pentecostés, del cual nos forjamos una imagen
extrañamente idealizada. Pero, en realidad, Pedro es ambas cosas
a la vez: el Pedro prepascual es ya el que pronuncia la confesión
de los que han permanecido fieles en medio de la apostasía de la
masa, el que corre al encuentro del Señor sobre las aguas del
mar, el que dice las palabras de insuperable belleza: «Señor, ¿a
quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna y nosotros hemos
creído y conocido que tú eres el santo de Dios» (Jn 6,68s). El
Pedro después de pentecostés sigue, por otra parte, siendo el
que, por temor a los judíos, niega la libertad cristiana (Gál 2,11ss).
Siempre a la par roca y piedra de escándalo.
¿Y no ha sido fenómeno constante a través de toda la historia
de la Iglesia que el papa, el sucesor de Pedro, haya sido a par
petra y skandalon, roca de Dios y piedra de tropiezo? De hecho,
importará al creyente aguantar esta paradoja del obrar divino, que
confunde siempre su soberbia, esta tensión entre roca y Satanás,
en que se compenetran de manera inquietante los contrastes más
extremos. Lutero conoció con opresora claridad el factor
«Satanás» y no dejaba de tener alguna razón en ello; su pecado
estuvo en no aguantar la tensión bíblica entre Cefas (petra) y
Satanás, que pertenece a la tensión fundamental de una fe, que
no vive del merecimiento sino de la gracia. En el fondo, nadie
debía haber entendido mejor esta tensión que quien acuñó la
fórmula del "simul iustus et peccator", la fórmula del hombre justo y
pecador en una pieza.
Acaso quien formulara de manera más dramática esta
conciencia de la tensión de la Iglesia entre Cefas y Satanás, fue el
donatista Ticonio. Habla de que la Iglesia tiene un lado derecho y
otro izquierdo; la Iglesia sería, a par, el Cristo y el Anticristo,
Jerusalén y Babilonia, y se le aplicaría la palabra del Cantar de los
cantares: «Soy negra, pero hermosa» (/Ct/01/05), palabras en
que también Orígenes hallaba expresada la paradójica tensión,
fundamental en la existencia de la Iglesia (In Cant. hom. 2,4
(Baehrens 8,47); sobre Ticonio cf. el primer art. de este volumen,
part. p. 22-28). En realidad, aquí no hizo Ticonio sino extremar
pensamientos que pueden encontrarse en toda la tradición de los
padres y que, a su manera, críticamente limitados, fueron también
aceptados por Agustín. Lo que ahí aparece claro una vez más es
que no pueden separarse sencillamente la «Iglesia» y «los
hombres en la Iglesia»; la abstracta pureza sin mácula de la
Iglesia, que de este modo destilaría, no tiene sentido alguno real
histórico. La Iglesia vive por medio de los hombres en el tiempo y
en el mundo presente y, a pesar del misterio divino que lleva
dentro de sí, vive de manera verdaderamente humana. Hasta la
institución como institución conlleva la carga de lo humano;
también la institución conlleva la inquietante arbitrariedad de lo
humano para poder ser piedra de tropiezo. ¿Quién no lo sabe? Y,
sin embargo, y precisamente así la Iglesia es la santa, la
pecadora, testimonio y realidad de la gracia de Dios que por nada
puede ser vencida, de su misericordia siempre mayor, que nos
ama en medio de nuestra indignidad. Precisamente en su flaqueza
es y será siempre la Iglesia Evangelio de Dios, buena nueva de la
salvación divina, que trasciende todo nuestro entender y esperar.
Como término de esta reflexión, citemos, en representación de
otros muchos, dos textos de la cristiandad medieval para mostrar
cuán profundamente vivo siguió el conocimiento del oscuro
misterio de la Iglesia y cuán abierto estaba el ánimo al lenguaje
profético en un tiempo que gustamos de idealizar como el tiempo
del más puro esplendor de la cristiandad. En Guillermo de
Auvernia, el gran teólogo y obispo de París, encontramos estas
serias palabras: «...¿quién no quedaría fuera de sí de espanto, si
contemplara a la Iglesia con una cabeza de asno o al alma
creyente con dientes de lobo, cola de cerdo, mejillas surcadas y
pálidas, con una cerviz de toro y en todo lo demás de tal
corrupción y monstruosidad que todo el que lo viera quedaría
petrificado de horror? ¿Quién no llamaría e imaginaría tan
espantosa deformación antes bien Babilonia que no Iglesia de
Cristo, quién no la llamaría más bien desierto que ciudad de
Dios?... Por causa de este espantoso monstruo de los réprobos y
carnales, que inundan con tanta muchedumbre a la Iglesia, que de
pura paja quedan los otros cubiertos e invisibles en ella, llaman los
herejes a la Iglesia ramera y Babilonia y, si se mira a los réprobos
y a los cristianos de mero nombre, podrían con razón sentir y
hablar así, si no extendieran estos nombres de ignominia a todos
los cristianos. Esposa no lo es ya, sino un monstruo de forma y
fiereza espantosa..., y es evidente que, en tal estado, no puede
predicarse de ella: «Eres toda hermosa y en ti no hay mancha
alguna» (Dante hace sentarse a la meretriz de Babilonia en lugar
de Beatriz en el carro de la Iglesia y fornicar con un gigante, el rey
de Francia).
Gerhoh von Reichersberg, el teólogo reformista oriundo de
Baviera, confiesa ser un triste espectáculo que «en medio de ti,
Jerusalén, viva un pueblo casi enteramente babilónico»; y hace
decir a la Iglesia: «Yo, la Iglesia, no me miro a mí misma como
pura, a la manera de los novacianos y cátaros, sino que sé
cuántos pecadores tengo dentro de mí y no rehúso la penitencia,
sino que digo: «Perdónanos nuestras deudas». ¿Es en absoluto
signo de mejores tiempos que los teólogos de hoy no se atreven
ya a hablar en ese tono? ¿O no es más bien signo de menguado
amor, al que no se le quema ya el corazón en santo celo por la
causa de Dios en este mundo (2Cor 11,2), un amor que se ha
hecho romo y no se atreve ya a abrazar el sufrimiento por la
amada y a causa de la amada? El que no se siente ya movido por
la defección del amigo, no sufre por ella y no lucha por su retorno,
ese tal ya no ama ¿No habrá de aplicarse también esto a nuestra
relación con la Iglesia?
El testimonio del cristiano
¿Cuál será, pues, la actitud del cristiano ante la Iglesia que vive
históricamente: de crítica (por amor de la pureza de la Iglesia), de
obediencia callada (por razón de su misión divina) o cuál otra?
Querríamos decir con entera sencillez: el cristiano amará a la
Iglesia, todo lo demás se sigue de la lógica del amor. Dilige et
quod vis, fac: el lema es también aquí válido. Pero, aunque de
hecho, no hay que salirse en el fondo de esta regla y la decisión
de si será lo mejor hablar o callar, aceptar sin murmurar o luchar
juntos con fe y celo por encontrar el mejor camino de la Iglesia en
el tiempo, y a la postre sólo puede hallarse partiendo del motivo
cierto del amor a la Iglesia, el teólogo querría de buena gana
saber algo más preciso, interrogar sobre la estructura de este
sentire ecclesiam, de este "sentido-eclesial", para lograr una
flecha indicadora del camino algo más clara, aun cuando en el
momento de tomar la decisión se apele siempre al yo con su fe,
esperanza y caridad personales y no sea posible refugiarse
limpiamente en una regla objetiva.
Afirmemos por de pronto que la Iglesia ha recibido la herencia
de los profetas, la herencia de quienes sufrieron por causa de ]a
verdad. Ella misma ha entrado en la historia como Iglesia de los
mártires, ha asumido en su totalidad la función profética de sufrir
por la verdad. De donde se sigue que lo profético no puede estar
muerto en ella, sino que en ella tiene más bien su verdadera
patria. Ahora pudiera sentirse la tentación de que, en la Iglesia, lo
profético ha logrado la victoria y ha perdido, por ende, su función
crítica. Pero esto significaría desconocer a fondo la esencia de la
historia humana y la manera particular como existe en el mundo la
nueva alianza, es decir, el Espíritu y lo divino. Y es así que ya
antes hemos visto que el sacar a la Iglesia de Babilonia, su
transformación de ramera en esposa, de piedra de escándalo en
roca fundamental no es simplemente un acontecimiento único, de
muy atrás olvidado, en los orígenes de su historia, sino que la
Iglesia es siempre llamada de nuevo, está por decirlo así en todo
momento al principio y el passa; el tránsito de la forma de
existencia mundana a la novedad del espíritu, sigue siendo
siempre su ley fundamental de vida. El misterio pascual es la
forma permanente de la existencia de la Iglesia en este mundo.
La Iglesia vive siempre del llamamiento del Espíritu, en la crisis
del paso de lo antiguo a lo nuevo. No es azar que los grandes
santos no sólo tuvieron que luchar con el mundo, sino también con
la Iglesia, con la tentación de la Iglesia a hacerse mundo, y bajo la
Iglesia y en la Iglesia tuvieron que sufrir; un Francisco de Asís, un
Ignacio de Loyola, que, en su tercera prisión durante veintidós
días en Salamanca, aherrojado entre cadenas con su compañero
Calixto, permaneció en la cárcel de la inquisición, y todavía le
quedaba alegría y fe confiada para decir: «No hay en toda
Salamanca tantos grillos y esposas, que yo no pida más aún por
amor de Dios». No cedió un ápice de su misión, ni tampoco de su
obediencia a la Iglesia.
Si resumimos todo lo hasta aquí expuesto, tal vez pueda
formularse en síntesis la actitud del cristiano entre la libertad del
testimonio y la obediencia de la aceptación, en dos polaridades
fundamentales.
Primera. El cristiano sabe que el grito de los profetas ha
alcanzado la victoria en la Iglesia de una manera que supera y
transforma maravillosamente la perspectiva profética -no porque el
hombre cumpla definitivamente la alianza, sino por la libre bondad
de Dios, que es propicio a los hombres a pesar de su defección y
sólo pide de ellos que acepten esta gracia y bondad fiel y
humildemente. El cristiano sabe que el carácter definitivo del
nuevo pueblo de Dios, que es la Iglesia, no se funda en un estado
de prestaciones humanas, sino en la misericordia divina, a la que
no podrá ya quebrantar ningún desfallecimiento humano. En este
sentido, reconoce en la Iglesia lo definitivo de la promesa divina y,
a la vez, el lugar donde es llamado a la obediencia. Ello pone a su
crítica y a su protesta una barrera infranqueable. Pero sabe
también que esta Iglesia, cabalmente porque vive del «no
obstante» de la gracia divina, vive siempre en medio de la
tentación y del desfallecimiento; sabe que la Iglesia abarca en
todo momento la tensión abismal entre roca y piedra de
escándalo, y hasta entre «petra» y «Satanás». Ahí radica la
tensión existencial que trasciende todo ingenio humano y sólo
puede ser dominada por la fe, tensión a que es llamado el
cristiano en su obediencia a la Iglesia.
Es evidente que, de este modo, la obediencia precisamente
como obediencia entraña también un segundo deber: el deber del
testimonio, el deber de luchar por la pureza de la Iglesia contra la
Babilonia en la Iglesia, que se da no sólo entre los laicos, no sólo
entre los cristianos particulares, sino hasta dentro del verdadero
centro de la eclesialidad, y hasta debe darse en aquel misterioso
«ser menester» con que comenzó la Iglesia: «¿No era menester
que Cristo padeciera todo eso para entrar así en su gloria?» (Lc
24,26). Y es claro que este testimonio será precisamente también
en la Iglesia un testimonio de dolor, que encierra
desconocimientos, sospechas y hasta condenación. Sin embargo,
la verdadera obediencia no es la obediencia de los aduladores
(los que son calificados por los auténticos pro£etas del Antiguo
Testamento de «profetas embusteros»), que evitan todo choque y
ponen su intangible comodidad por encima de todas las cosas. Es
la obediencia que en el testimonio del dolor sigue siendo
obediencia; la obediencia que es, a la vez, veracidad y está
animada por el fuerte celo de la caridad, es la verdadera
obediencia que ha fecundado a la Iglesia a lo largo de los siglos y
la ha sacado una y otra vez de la tentación babilónica al lado de
su Señor crucificado.
Una educación para el "sentire ecclesiam" deberá conducir
cabalmente a esta serena obediencia, que procede de la verdad y
conduce a la verdad. Lo que necesita la Iglesia de hoy (y de todos
los tiempos) no son panegiristas de lo existente, sino hombres en
quienes la humildad y la obediencia no sean menores que la
pasión por la verdad; hombres que den testimonio a despecho de
todo desconocimiento y ataque, hombres, en una palabra, que
amen a la Iglesia más que a la comodidad e intangibilidad de su
propio destino.
Segunda. Pero puede también mirarse todo el problema desde
un punto de vista más moral. El que se siente impulsado a un
testimonio crítico, tendrá que considerar antes toda una serie de
puntos de vista. Tendrá que preguntarse si tiene la necesaria
certeza que legitima esa actitud, y deberá hacer un examen tanto
más cuidadoso cuanto más alta sea la realidad contra la que se
dirige, en la escala de las certidumbres teológicas. Esta escala
significa, efectivamente, una gradación del interés que toma la
Iglesia como Iglesia en una causa o en una tesis y,
consiguientemente, una gradación también en el llamamiento a la
adhesión o en el espacio que se deja libre para la crítica. Es
evidente que, ante las verdades propiamente de fe como tales,
toda crítica enmudece; es igualmente evidente que toda
proposición que está por bajo del dogma de fe, es teóricamente
variable y objeto, por ende, de la crítica. Sin embargo, antes de
que un hombre se enfrente críticamente a una de las otras
proposiciones, tendrá que aplicarse a fondo y duramente a sí
mismo la crítica; y en unos tiempos de relativismo, de escepticismo
y de opiniones orgullosas, es sin duda saludable para el hombre
que haya un lugar en que, en medio del caos de las opiniones
humanas, se encuentre con una autoridad, que no le llama a la
discusión, sino que le pone en la actitud del oír y obedecer. He ahí
un límite que debe ser bien pensado; junto a él está el otro de que
es menester también tener consideración con la fe de los
hermanos débiles, con el mundo incrédulo que nos rodea, y hasta
con la flaqueza de la propia fe, que puede extinguirse con harta
facilidad, si uno se retrae tras la barrera de la crítica y cae
finalmente en el resentimiento de lo desconocido.
Hay que decir, por otra parte, que frente a estos miramientos
que acabamos de mentar, hay un derecho propio de la verdad
frente a la caridad y hay una ordenación superior de la verdad por
encima de la utilidad, ordenación de la que fluye la estricta
necesidad del carisma profético y de la que puede nacer para el
particular el deber del testimonio franco. Si siempre hubiera de
esperarse a decir la verdad hasta que no pueda ser malentendida
ni se pueda abusar de ella, jamás se podría proclamarla. Síguese
que las limitaciones indicadas no pueden conducir en la Iglesia a
condenar definitivamento al silencio al elemento profético. Su
sentido es ordenarlo en la trabazón del cuerpo de Cristo, en que
vige la ley de la verdad al igual que la ley de la caridad. Una vez
más nos encontramos sin una regla absoluta, y debemos
contentarnos a la postre con el llamamiento a la decisión
obediente que nace del conocimiento de la fe.
Tercera. Renunciamos aquí a plantear las cuestiones concretas
sobre la manera de esta «palabra libre en la Iglesia», sobre la
parte, por ejemplo, de los laicos, sobre la significación del conjunto
para la reIación entre laicos y sacerdotes, sacerdotes y oficio y
otras semejantes, a fin de sentar una última afirmación
fundamental. Hasta aquí hemos partido siempre del individuo y de
su relación con el todo. Pero ahora podemos establecer una
afirmación sobre el «todo», sobre la misión de la institución y del
oficio: la Iglesia necesita el espíritu de libertad y franqueza en
medio de su vinculación a la palabra: «No extingáis el espíritu»
(1Tes 5,19) -el imperativo vige para todos los tiempos-. ¿Quién no
recordará aquí el relato de san Pablo sobre su choque con Pedro:
«Empero, cuando vino Cefas a Antioquía, le resistí cara a cara,
porque era reprensible... Pero, cuando vi que no andaban
derechos conforme a la verdad del Evangelio, dije a Ce£as
delante de todos: si tú, que eres judío, vives a lo gentil y no a lo
judío, ¿cómo compeles a las gentes a judaizar?» (Gál 2,11-14). Si
fue flaqueza de Pedro negar la libertad del Evangelio por miedo a
los adeptos de Santiago, su grandeza estuvo en aceptar la
libertad de san Pablo que le «resistió cara a cara». La Iglesia vive
hoy todavía de esta libertad, que le conquistó el camino hacia el
mundo de la gentilidad.
Pero ¿dónde podría darse hoy día algo semejante?
Actualmente no se podrá reprochar a la Iglesia, como lo hizo a la
de su tiempo Guillermo de Auvergne, que ostente tal corrupción y
monstruosidad, «que cualquiera que la vea quede petrificado de
espanto». Tampoco se podrá decir «que el carro de la Iglesia no
corra hoy día ya hacia adelante, sino hacia atrás», «que los
caballos corran hacia atrás y lo arrastren consigo». Pero ¿no
habrá que reprocharle que, por exceso de solicitud, declara
demasiado, reglamenta demasiado y que tantas normas y
reglamentos han contribuido más bien a abandonar al siglo a la
incredulidad, que no a salvarlo de ella; en otras palabras, que a
veces pone harto poca confianza en la fuerza victoriosa de la
verdad, que vive en la fe; que se atrinchera tras seguridades
externas, en lugar de confiar en la verdad que vive en la libertad y
no necesita de tales precauciones?
Hoy tal vez tendríamos que recordar una vez más que la
franqueza, la parresia, es una de las actitudes del cristiano que
más se mientan en el Nuevo Testamento. La franqueza fue la que
hizo a Pedro presentarse y predicar delante de los judíos (Act
2,29; 4,13.29.31), destacando realmente en los orígenes de la
Iglesia. ¿Qué significaría para el camino de la Iglesia en el mundo,
si en un siglo que tiene sed de libertad, que por el señuelo de la
libertad se ha salido de la Iglesia, madurara de nuevo en ella con
toda su fuerza y hasta con todo su resplandor la palabra en que
san Pablo vertiera un día la preciosa experiencia de la fe: "Donde
está el Espíritu del Señor, allí está la libertad» (2Cor 3,17)?
JOSEPH
RATZINGER
EL NUEVO PUEBLO DE DIOS
HERDER 101 BARCELONA 1972.Págs.
285-295
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