SANTIDAD Y PECADO EN LA IGLESIA
1. I/SANTA-PECADORA:
EI Antiguo Testamento era alianza de Dios, se fundaba en la
promesa y elección divinas. Su templo, su sacerdocio, su culto
emanaban de institución divina, su derecho era derecho divino y
su realeza tenía promesa de perpetuidad. ¿Se puede atacar un
culto que Dios ha instituido? ¿Cabe rebelarse contra un
sacerdocio que es iuris divini? ¿Puede predecirse el fin de una
institución que tiene de Dios promesa de perpetuidad? Cristo lo
hizo. Cristo predijo el fin del templo y lo realizó anticipadamente
por una acción profética simbólica, pues tal fue evidentemente el
sentido de la expulsión de los mercaderes del templo, a la que se
unió el anuncio del nuevo templo, no construido por mano de
hombres (/Mc/11/11-19 par.; Mc 14,58, 15,29s par; Jn 2,19). Los
cristianos raras veces se imaginan lo enorme de este acto; para
ellos la antigua alianza es cabalmente alianza antigua, que pasaría
a su debido tiempo a la nueva alianza. Pero la cosa no es tan
evidente. Mientras subsistió, la alianza era alianza, no antigua
alianza; la única alianza que Dios había concluido en este mundo.
Que un día se hiciera y hasta tuviera que hacerse antigua, no era
cosa en manera alguna clara y menos aún cuando las promesas
proféticas de una nueva alianza (Jer 31,31ss) -que por lo demás
no ocupaban el primer plano de la conciencia de Israel- se habían
hecho con pleno sentido escatológico, con miras al mundo
venidero de la paz de Dios (Is 11). En este eón, la thora era
palabra de Dios; y el culto del templo, de ordenación divina.
Atacarlo tenía que parecer a la conciencia de Israel lo que
parecería al cristiano un ataque a la ordenación sacramental de la
cristiandad.
Jr/PERSECUCION PROFETA/QUÉ-ES: Sin embargo, había una
diferencia a la que puede llevarnos la siguiente reflexión. Junto al
templo y su sacerdocio oficial hereditario estuvieron desde el
principio los profetas que Dios llamaba por libre elección. Junto a
la institución, al culto y a la ley, estuvo desde el principio la palabra
libre que Dios se había reservado en Israel, la palabra de los
profetas. La trágica figura del profeta Jeremías, que una y otra vez
fue encarcelado como hereje, atormentado como rebelde contra la
palabra y la ley de Dios, perseguido y condenado a muerte, que
finalmente acabó en el oscuro anonimato como deportado, hizo
ver como nadie a la posteridad, la esencia y la enorme carga de la
misión profética. El sentido de la profecía no consiste en realidad
tanto en determinadas predicciones, cuanto cabalmente en la
protesta profética: la protesta contra la suficiencia de las
instituciones, que sustituyen la moral por el rito y la conversión por
las ceremonias (cf. por ejemplo, Is 58) 3. El profeta es el testigo de
Dios que, contra la interpretación arbitraria de la palabra divina
por los hombres, contra la oculta y abierta tergiversación del
llamamiento divino en coraza del amor propio, establece el poder
propio de Dios y defiende la palabra de Dios contra los hombres.
Así, pues, en el Antiguo Testamento se dio una crítica, atacada y
rechazada por el elemento oficial, pero reconocida a la postre una
y otra vez como verdadera voz de Dios; crítica que podía subir de
punto hasta extremos insospechados, hasta designar al impío rey
de Babilonia, que destruye el templo, como "siervo de Dios"
(/Jr/25/09), con lo que la destrucción del templo, centro y corazón
de Israel, aparece ya francamente como «servicio de Dios» frente
al culto divino, harto complacido en sí mismo, que se realizaba en
el interior del templo.
El primer gran ensayo de una teología cristiana, el discurso del
diácono Esteban en /Hch/07/01-53, continúa esta línea; este
discurso hace ver efectivamente que Dios no está de parte de la
institución, sino del lado de los que sufren y son perseguidos a lo
largo de toda la historia, y demuestra la legitimidad de Jesucristo
cabalmente por insertarlo en la línea de los perseguidos, en la
línea de los profetas. Cabalmente el hecho de que le rechazaran
los jerarcas y hubiera de sufrir por razón de la palabra, testifica,
según Esteban, que fue profeta y cumplimiento de los profetas. En
realidad, pudiera decirse, historia en mano, que Jesús no es
propiamente el cumplimiento de los profetas porque en él se
cumplieran unas predicciones aisladas, sino más bien porque vivió
hasta el fin la línea espiritual profética, la línea por lo cual es
rechazado el orgullo de las instituciones sacerdotales. Porque, en
lugar de los sacrificios del templo puso definitivamente y para
siempre su propio cuerpo, la entrega de sí mismo (Hb/10ss
siguiendo el Sal 40 transido de espiritualidad profética) y así
destruyó verdaderamente el templo (Jn 2,19).
Puede percibirse otro eco, aun cuando ya muy atenuado, de
esta teología harto poco considerada del discurso de Esteban,
cuando los padres de la Iglesia ven en las palabras de Mal 1, 10s
una predicción profética del sacrificio de la misa. Esas palabras
que predicen una oblación pura desde la salida del sol hasta su
puesta, se sitúan al final de la profecía en Israel, como último
crepúsculo de la gran crítica profética contra el culto de siglos
anteriores y recogiendo esa misma crítica. En este sentido, el
fondo de tales palabras no puede separarse de la corriente
profética de que nacieron. Pertenecen a la línea profética, que
corre por decirlo así como contra-tema junto a los sacrificios del
templo en la doble gran fuga del Antiguo Testamento, rompiendo
una y otra vez el molde ceremonial, para reclamar al hombre
mismo en lugar del rito, su obediencia, su corazón. Es la línea en
que el Antiguo Testamento se sobrepasa a sí mismo, se abre a lo
nuevo y mayor que él. Así, pues. decir que en el sacrificio de la
Iglesia que viene de Cristo, se cumple Mal 1,10s, significa en el
fondo afirmar que en la muerte de Cristo no solo se cumple el
"typos", la verdadera significación de los sacrificios del templo,
sino que, en su sentido más profundo, significa cabalmente la
conclusión de la línea profética.
Con ello, sin embargo, hemos llegado al Nuevo Testamento y a
plantearnos la cuestión: ¿Pasa aquí exactamente lo mismo? ¿Está
también aquí la verdad del lado de los que sufren, del lado de los
marcados a fuego y rechazados por los representantes del
ministerio oficial? De hecho, Heinrich Hermelink ha intentado,
partiendo de ahí, hacer comprender la esencia de la reforma
protestante y del cristianismo inspirado en ella. Por una parte,
estaría el hecho de la encarnación del Verbo de Dios en la
historia, que por su encarnación correría peligro de turbación y
falseamiento. Así, Dios cuidaría de la pureza de su palabra por la
resistencia profética, que desencadena y pone en movimiento el
Señor de la historia misma contra todas las vinculaciones
demasiado estrechas de su palabra a potencias terrenas y formas
profanas de existencia. «Hacer comprender no sólo intelectual,
sino también religiosamente a nuestros hermanos católicos esta
actitud de protesta que nos apremia e íntimamente nos inquieta
desde Lutero, es nuestra verdadera tarea en el coloquio con
ellos».
DENUNCIA/PROFETICA Por muy luminoso que por de pronto
aparezca parejo razonamiento, se pasan por alto, sin embargo,
dos cosas, al deducir de la idea de protesta profética el derecho a
una existencia cristiana fuera de la Iglesia. En primer lugar, se
desconoce que los profetas de Israel a los que apela Hermelink,
permanecieron profetas en Israel, sufrieron allí hasta el fin su dolor
y así, como pacientes, vinieron a ser testigos o «mártires» de Dios.
Y Jesús mismo realizó su misión como misión en Israel: «No vayáis
a las naciones ni piséis la provincia de Samaría; marchad antes
bien a las ovejas perdidas de la casa de Israel» (Mt 10,5s);
reconoció, a pesar de todo, la autoridad de los maestros de Israel.
Los escribas y fariseos se sientan en la cátedra de Moisés:
"Cuantas cosas, pues, os dijere, guardadlas y hacedlas, pero no
hagáis conforme a sus obras; porque dicen y no hacen»
(/Mt/23/02-03). La primera predicación apostólica y la predicación
del apóstol Pablo comienzan a su vez como predicación a Israel y
en Israel; sólo tras grave lucha se atreven los apóstoles, y por
decisión de toda la Iglesia (Act 15,6-29), a llevar a cabo el paso a
los gentiles e iniciar así aquel giro de la historia sagrada, que
entraña el término de la antigua alianza y el comienzo de la Iglesia.
Siempre fue firme persuasión que ningún hombre podía haberse
atrevido a pareja separación, sino que solo la nueva acción de
Dios en Jesucristo podía justificarla; sin embargo, cuán
profundamente hubo de sufrir la primera generación cristiana bajo
esta separación, puede leerse en Rom 9-11 mejor que en ningún
otro texto.
ALIANZA-NUEVA: Con ello hemos tocado también ya el segundo
punto: por la separación de los creyentes en Cristo de la comunión
con Israel les aparece claro que la anterior alianza de Dios era
"alianza antigua"; sólo ahora se califica de tal. Juntamente se abre
paso la conciencia de que en la Iglesia de Jesucristo, contra toda
expectación, ya ahora, en medio de este tiempo, se realiza la
alianza escatológica de Dios prometida por los profetas, la alianza
definitiva e inmutable de Dios con los hombres, que no podrá
envejecer nunca. Así se impone a par la pregunta: ¿Por qué pudo
hacerse vieja la antigua alianza y qué hace nueva a la "nueva", es
decir, definitiva e irrevocable? La respuesta había sido fácil hasta
aquí: La "antigua alianza" era la alianza para el tiempo presente, la
"nueva alianza" fue esperada para el otro eón. Pero puesto que la
segunda alianza había comenzado ya en esta historia, la cuestión
se planteó de manera enteramente nueva.
ALIANZA/MORAL: Pablo bosquejó claramente los elementos
fundamentales de una respuesta en el capítulo cuarto de la carta
a los Romanos. Según él, puede decirse que la alianza con Israel
es condicional y esto constituye su esencia de "alianza antigua"; la
nueva alianza es absoluta, incondicional, y esto constituye su
esencia de alianza nueva. Ello quiere decir que Israel es recibido
bajo la condición «de que cumpláis la ley», "que hagáis todo lo
que está escrito en las obras de Moisés" (cf. por ejemplo Dt
11,22-31; 28). Ambas partes contraen en esta alianza una
obligación: Yahveh quiere salvar a Israel, si Israel cumple por su
parte la ley. La alianza está, pues, ligada a la condición de la
moralidad humana. De ahí procede en su sentido más profundo la
función de los profetas: tienen que remachar una y otra vez esta
condición y advertir que toda la gloria del culto no vale para nada,
si no se cumple la condición entera, es decir, si no se cumple toda
la ley. Esto no sucedió nunca ni nunca sucederá, porque ningún
hombre es enteramente bueno. Si la salud espiritual depende
únicamente de la moralidad humana como condición estricta, no
hay salvación para el hombre (/Rm/04/14). Por todo ello, en el
Antiguo Testamento queda sin solución el drama de la humanidad.
No consta que no acabe simplemente como tragedia, con
estridente disonancia, con la reprobación de todos los hombres.
I/ALIANZA ALIANZA/I Pero el Nuevo Testamento significa que
Dios mismo se hace hombre y que, por amor del hombre
Jesucristo, recibe a la humanidad que cree en Jesucristo. Con ello
el drama de la historia universal se decide definitivamente en
sentido afirmativo. Dios concluye una nueva, y esta vez absoluta,
alianza: la Iglesia, como nuevo pueblo de Dios, no es recibida
condicionalmente por Dios, como el antiguo Israel, sino
absolutamente; su recepción y no repulsa no se apoya ya en el
modo siempre condicionado de la moralidad humana, sino en el
modo absoluto de la obra salvadora y de la gracia de Jesucristo
(Rom 4,16). La Iglesia no se apoya, como Israel, en la moralidad
de los hombres, sino en la gracia que se da contra la moralidad de
los hombres, en la humanación de Dios. Estriba en un «no
obstante», en el no obstante de la gracia divina, que no se
encadena a condición alguna, sino que se ha decidido
definitivamente por salvar a los hombres. Por esta razón cabe
decir que, en contraste con la comunidad de la antigua alianza, la
Iglesia no es ya condicional, sino absoluta, pues estriba en el
carácter absoluto de Dios. En este sentido, por su raíz que es
Jesucristo, es irrechazable, es para siempre Iglesia «santa»; santa,
por el no obstante inderogable de la gracia divina. Por eso, no
puede tener lugar una crítica profética en el sentido antiguo de
que pudiera anunciar el fin de la Iglesia, una repetida
transformación en una alianza "antigua"; tal crítica no es ya posible
con ese radicalismo extremo, porque no se da ya como tal el modo
condicional en que podría cebarse. En su núcleo, la Iglesia
representa el no obstante de la gracia divina y, por ende, algo
absoluto: la definitiva voluntad salvadora de Dios. Por eso, como
presencia concreta de este no obstante divino, es ella misma
absoluta en el mundo, santa e insuprimible por esencia. Es el
auténtico lugar de la acción salvadora de Dios, junto al cual no
puede el hombre buscarse una vez más un lugar propio, superior
o mejor.
Con ello se dibuja ya con toda claridad la respuesta a la
pregunta de que hemos partido. Podemos decir que la Iglesia es el
lugar definitivo, insuperable de la acción salvadora de Dios sobre
el hombre. En este sentido, el hombre no puede procurarse ya
otro lugar fuera o por encima de la Iglesia, debe dar en la Iglesia
su testimonio de Dios y en este testimonio entra también el Credo
ecclesiam: creo que Dios obra por esta Iglesia la salud eterna del
mundo. Pero este carácter definitivo e insuperable de la Iglesia se
funda en la humanación del Verbo divino, que es la realización
concreta del «no obstante» de la gracia. Dicho de otro modo: la
Iglesia es el testimonio constante de que Dios salva a los hombres,
aunque éstos son pecadores. Por eso, por venir la Iglesia de la
gracia, entra también en su ser que los hombres que la forman
sean pecadores.
Los santos padres expresaron este hecho con la imagen audaz
de la "casta-meretrix": por su propio origen histórico, la Iglesia es
«ramera», procede de la Babilonia de este mundo; pero Cristo
Señor la lavó y la convirtió de «ramera» en esposa. Urs von
Balthasar ha hecho ver en penetrantes análisis que esto no es
únicamente afirmación histórica, en el sentido de que antes fuera
impura y ahora es pura, sino que se designa así la permanente
tensión existencial de la Iglesia. La Iglesia vive perpetuamente del
perdón, que la transforma de ramera en esposa; la Iglesia de
todas las generaciones es Iglesia por gracia, a la que Dios llama
continuamente de Babilonia, donde, de suyo, habitan los hombres
(H.U. v. BALTHASAR, Casta meretrix, en Sponsa Verbi, Einsiedeln
1961, 203-305, part. 218ss 238s; 276; cf. K. RAHNER, Die Kirche
der Sünder, Viena 1948).
Lo mismo se ve si iluminamos en su verdadera profundidad el
misterio fundamental de la encarnación, el misterio en que la
Palabra se hizo hombre. Nos hemos acostumbrado a mirar la
encarnación como el fundamento y justificación de las instituciones
de la Iglesia, en que se continuaría la encarnación de Dios, su
entrada en las formas de este mundo. En ello hay mucho de
exacto, pero es una visión unilateral e insuficiente, si no se añade
como tesis segunda que la encarnación no significa en el
cristianismo nada acabado. El misterio de Cristo es un misterio de
la cruz; la encarnación no hace sino comenzar aquel camino, que
llega con la cruz a su verdadero punto culminante. En la teología
de la encarnación entra necesariamente la teología de la cruz, y la
una carecería de sentido sin la otra. Ello quiere decir que para
llegar a su verdadero cumplimiento, todas las instituciones
terrenas han de pasar por la cruz, toda forma terrena es
provisional. Dicho de otra manera, es ciertamente falso declarar
de nuevo a la Iglesia algo así como una «antigua alianza»,
retrayéndose a una superioridad de protesta, apelando contra ella
a una palabra que en realidad no puede darse sin ella. Pero es
igualmente falso presentar la encarnación como la totalidad y, por
tanto, como el fin; presentar así la Iglesia como Reino de Dios ya
consumado, negar prácticamente su gran futuro escatológico, su
transformación en el juicio final, y presentarla ya en este mundo
como sin mácula y por encima de toda crítica. No, su misterio
divino es administrado por hombres y estos hombres, que no han
llegado todavía al fin, son la Iglesia.
El «no obstante» de la gracia divina, que lleva en sí el misterio
precioso de lo definitivo, no ha hallado todavía su forma definitiva,
sino que está ligado al signo de la cruz, ligado a hombres que
necesitan de la cruz para llegar así a la gloria. No sería un "no
obstante", si los hombres que tiene por objeto y entre los cuales
está presente, no fueran pecadores que necesitan de la crítica y
de la crisis de la cruz. Precisamente lo absoluto de la gracia
incluye la insuficiencia y capacidad de crítica de los hombres a que
está referido. Ahora bien, digámoslo una vez más, estos hombres
son la Iglesia, que no puede separarse simplemente y sin más ni
más de ellos, como si fuera una realidad propia, algo puramente
objetivo por detrás o más allá de los hombres, siendo así que ella
vive en los hombres, aun cuando los transcienda por el misterio de
la misericordia divina que ella les lleva. En este sentido, la santa
Iglesia permanece en este mundo siendo Iglesia pecadora, que
ora constantemente como Iglesia: Perdónanos nuestras deudas,
así como nosotros perdonamos a nuestros deudores. Así se lo
predicó san ·Agustín-san a sus fieles: «Los santos mismos no
están libres de pecados diarios. La Iglesia entera dice:
Perdónanos nuestros pecados. Tiene, pues, manchas y arrugas
(Ef 5,27). Pero por la confesión se alisan las arrugas, por la
confesión se lavan las manchas. La Iglesia está en oración para
ser purificada por la confesión, y estará así mientras vivieren
hombres sobre la tierra» (Sermo 181, 5,7 en PL 38, 982).
JOSEPH
RATZINGER
EL NUEVO PUEBLO DE DIOS
HERDER 101 BARCELONA 1972.Págs.
278-285
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