NECESIDAD DE LA IGLESIA PARA SALVARSE


1. I/SV SV/I:
Hoy día no compartimos ya la opinión de Francisco Javier de 
que sin misiones los hombres deberán ir todos y sin remedio al 
infierno. Al lado de su referencia a la salvación y tal vez incluso 
antes que esa referencia inmediata, las misiones se fundan en que 
de ese modo la Iglesia realiza su propia dinámica interna, el estar 
abierta para todos, al expresar simbólicamente la hospitalidad de 
Dios que ha convidado a todos los hombres a ser comensales en 
el banquete de bodas de su Hijo. Aquel desbordamiento divino, 
que es característico de la acción de Dios en la creación y en la 
historia de la salvación, se expresa también en las misiones con 
las que la Iglesia se abre a sí misma y realiza, juntamente con Dios 
e imitándole, el desbordamiento de la caridad divina hacia fuera. 
Las misiones tienen además que realizarse para que la historia 
llegue a su término, para que el cuerpo desgarrado de la 
humanidad logre de nuevo su unidad. La esencia del pecado está 
en la disociación del individuo por el egoísmo. El pecado es un 
misterio de separación, de desgarro, por el que la humanidad se 
escinde en el egoísmo de los muchos, de los que cada uno sólo se 
conoce y se entiende a sí mismo. La esencia, empero, del 
advenimiento de Cristo es la unión, la reducción de los miembros 
dispersos de la humanidad a un solo cuerpo. Su signo es 
pentecostés, el milagro de entenderse, que crea la caridad y 
reduce lo separado a la unidad. Así, en las misiones la Iglesia 
realiza su verdadera esencia de historia de la salvación, el misterio 
de la unión. Se dan las misiones para completar el milagro de 
pentecostés, para curar la escisión que divide al cuerpo de la 
humanidad y para llevarla desde Babilonia a la realidad de 
pentecostés. Así sólo en las misiones aparece completamente a la 
vista lo que es la Iglesia: servicio del misterio de la unión, que 
Cristo quiso operar en su cuerpo crucificado.

JOSEPH RATZINGER
EL NUEVO PUEBLO DE DIOS
HERDER 101 BARCELONA 1972
.Pág. 118

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2.
Para el cristiano de hoy se ha hecho algo inconcebible que el 
cristianismo, más exactamente la Iglesia católica, sea el único 
camino de salvación; con ello se ha hecho problemático, desde 
dentro, el absolutismo de la Iglesia y, consiguientemente, también 
la estricta seriedad de su pretensión misional y hasta de todas sus 
exigencias. En la meditación sobre la encarnación, Ignacio de 
Loyola hace todavía meditar al ejercitante sobre cómo el Dios trino 
ve caer al infierno a todos los hombres. Francisco Javier podía 
todavía oponer a los creyentes mahometanos cuya piedad era 
vana por completo, puesto que, piadosos o impíos, criminales o 
virtuosos, tendrían en todo caso que ir al infierno, porque no 
pertenecían a la única Iglesia que salva. Hoy día, un nuevo 
concepto de humanidad nos prohíbe sencillamente mantener tales 
ideas. No podemos creer que el hombre que está a nuestro lado y 
es un magnífico ejemplar de abnegación y bondad, haya de ir al 
infierno por no ser un católico practicante. La idea de que todos 
los hombres «buenos» se salvan es hoy tan evidente para el 
cristiano normal como lo fuera antaño la creencia contraria. Desde 
Belarmino, que fue uno de los primeros en tener en cuenta este 
deseo humanitario, han tratado las teólogos de explicar de 
distintas formas cómo la salvación de todos los hombres 
«decentes» sea a la postre precisamente una salvación por medio 
de la Iglesia, pero estas construcciones eran demasiado 
artificiosas como para impresionar vivamente. En la práctica quedó 
la idea de que «las personas decentes» van al cielo y que, por lo 
mismo pueden salvarse sola moralitate. A decir verdad, esto se 
concede por lo pronto únicamente para los infieles o incrédulos, 
mientras que los creyentes siguen aguantando el peso del rígido 
sistema de las exigencias eclesiásticas.
El creyente se pregunta un poco confuso por qué han de 
resultar las cosas tan sencillas para los de fuera, cuando tan 
difíciles se nos hacen a nosotros. Y llega a sentir su fe como carga 
y no como gracia. En todo caso, le queda la impresión de que, en 
definitiva, hay dos caminos de salvación: el camino de la simple 
moralidad, enjuiciada de un modo muy subjetivo, para los que 
están fuera de la Iglesia, y el camino eclesiástico. El cristiano no 
puede tener la sensación de que haya tomado el camino más 
agradable; en todo caso, su fe queda sensiblemente lastrada por 
la apertura de un camino de salvación al margen de la Iglesia. Es 
evidente que el empuje misional de la Iglesia sufre de una manera 
muy sensible bajo esta incertidumbre interna.
Como respuesta a esta cuestión, que es seguramente la que 
más pesa sobre los cristianos de hoy, quiero mostrar con unas 
indicaciones brevísimas que sólo hay un camino de salvación, el 
camino que pasa por Cristo. Pero este camino tiene de antemano 
un radio doble: alcanza "al mundo", "a los muchos" (es decir, a 
todos); pero al mismo tiempo se dice que su lugar propio es la 
Iglesia. Así, por su esencia misma pertenece a este camino una 
referencia de los «pocos» y «los muchos», que en cuanto relación 
de unos para otros, es parte de la forma en que Dios salva, no 
expresión del fracaso de la voluntad divina. Ello comienza ya por el 
hecho de que Dios separa al pueblo de Israel de todos los otros 
pueblos del mundo como pueblo de su elección. ¿Significará 
acaso esto que sólo Israel es elegido y que todos los otros 
pueblos son arrojadas a la perdición? De momento parece 
efectivamente como si la coexistencia del pueblo escogido y de los 
pueblos no escogidos hubiera de pensarse en este sentido 
estático: como una yuxtaposición de dos grupos diversos. Pero 
muy pronto se ve que no es así; porque en Cristo la coexistencia 
estática de judíos y gentiles se torna dinámica, de suerte que 
también los gentiles precisamente por su no elección pasan a ser 
elegidos, sin que por eso resulte definitivamente ilusoria la 
elección de Israel, como lo demuestra Rom 11. Por ahí se ve que 
Dios puede escoger a los hombres de dos maneras: directamente 
o a través de su aparente reprobación. Dicho más claramente: se 
comprueba que Dios divide ciertamente la humanidad entre los 
«pocos» y los «muchos», división que retorna constantemente en 
la Escritura: «Estrecho es el camino que conduce a la vida, y 
pocos son los que lo encuentran» (Mt 7,14); «los trabajadores son 
pocos~ (Mt 9,37); «pocos son los escogidos» (Mt 22,14); "no 
temas, rebaño pequeñito" (Lc 12,32); Jesús da su vida en rescate 
por "los muchos" (Mc 10,45); la antítesis de judíos y gentiles, de 
Iglesia y no Iglesia repite esta división en pocos y muchos. Pero 
Dios no divide a la humanidad en pocos y muchos para arrojar a 
éstos en la fosa de la perdición y salvar a aquéllos, ni tampoco 
para salvar a los muchos fácilmente y a los pocos con muchos 
requisitos, sino que utiliza a los pocos casi como el punto de apoyo 
de Arquímedes con el que puede sacar de quicio a los muchos, 
como palanca con que atraerlos a sí. Todos tienen su puesto en el 
camino do la salvación que es diverso sin perder su unidad.
Esta contraposición sólo puede entenderse rectamente si se 
advierte que tiene por base la contraposición de Cristo y la 
humanidad del Uno y los muchos. Aquí se ve bien claramente el 
contraste: la verdad es que toda la humanidad merece la 
reprobación y sólo Uno la salvación. Con ello se pone de 
manifiesto algo muy importante que ordinariamente casi se pasa 
por alto en este contexto, pese a ser lo más decisivo: el carácter 
gratuito de la salvación, el hecho de que es una muestra de favor 
y misericordia absolutamente libre, porque la salvación del hombre 
consiste en que es amado por Dios y su vida se encuentra a fin de 
cuentas en los brazos del amor infinito. Sin ese amor todo lo 
demás sería vacío para él. Una eternidad sin amor es el infierno, 
aunque no le pasara al hombre nada más. La salvación del 
hombre consiste en ser amado por Dios; mas para el amor no hay 
ningún título jurídico, ni se apoya tampoco en las excelencias 
morales o de cualquier otro tipo. El amor es esencialmente un acto 
libre, de lo contrario, no es amor. Eso lo pasamos por alto las más 
veces con todo nuestro moralismo. En realidad ninguna moralidad, 
por subida que fuere, puede transformar la libre respuesta al amor 
en un título jurídico. Así, la salvación sigue siendo gracia libre, aun 
prescindiendo del pecado. Pero del pecado no se puede 
propiamente prescindir, porque aun la moralidad más alta sigue 
siendo la moralidad de un pecador. Nadie puede negar 
honradamente que hasta las más altas decisiones morales del 
hombre están de alguna manera y en algún momento corroídas 
por el egoísmo, por muy sutil y oculto que sea. Queda, pues, en 
pie que en la antítesis entre Cristo, el Uno, y nosotros, los muchos, 
nosotros somos indignos de la salvación, seamos cristianos o no 
cristianos, creyentes o incrédulos, morales o inmorales; nadie 
"merece" realmente la salvación, fuera de Cristo.
Pero aquí cabalmente viene el admirable intercambio. A los 
hombres todos conviene la reprobación, a Cristo sólo la salvación. 
En el sagrado intercambio acontece lo contrario: él sólo toma 
sobre sí la perdición entera y deja así libre el lugar de la salud 
para todos nosotros. Cualquier salvación que puede darse para 
los hombres, estriba en este intercambio fundamental entre Cristo, 
el Uno, y nosotros, los muchos; y admitir esto es la humildad de la 
fe. Con esto pudiera propiamente terminar todo; pero, 
sorprendentemente, se añade ahora que, por voluntad de Dios, 
continúe este gran misterio de la representación, del que vive toda 
la historia, en una entera plenitud de representaciones que tiene 
su coronamiento y unión en la coordinación de Iglesia y no iglesia, 
de creyentes y gentiles. La antítesis de Iglesia y no iglesia no 
significa una coexistencia ni una contraposición, sino una 
referencia mutua en que cada parte posee su función. A los pocos 
que constituyen la Iglesia se les ha encomendado, en prosecución 
de la misión de Cristo, la representación de los muchos, y la 
salvación de unos y otros acontece únicamente en su mutua 
coordinación y en su común subordinación bajo la gran 
representación de Jesucristo, que los abarca a todos. Ahora bien, 
si la humanidad se salva en esta representación por Cristo y en su 
prosecución mediante la dialéctica de los pocos y de los muchos, 
ello quiere decir también que todo hombre y sobre todo los 
creyentes tienen su función ineludible en el proceso general de la 
salvación de la humanidad. Si los hombres, y ciertamente que en 
su mayoría, se salvan sin pertenecer en sentido pleno a la 
comunidad de los creyentes, ello se debe a que hay una Iglesia 
como realidad dinámica y misionera, y a que los llamados a la 
Iglesia cumplen la misión propia de los pocos. Ello quiere decir que 
se da todo el peso de la auténtica responsabilidad y el peligro de 
un fallo real, de una perdición real. Aun cuando sabemos que hay 
hombres, muchos hombres, que se salvan estando aparentemente 
fuera de la Iglesia, sabemos sin embargo, también, que la 
salvación de todos supone siempre la referencia de los pocos y de 
los muchos; hay una vocación ante la que el hombre puede 
hacerse culpable, y una culpa por la que puede perderse. Nadie 
tiene derecho a decir que si otros se salvan sin la entera 
responsabilidad de la fe católica ¿por qué no puedo salvarme 
también yo? Pero ¿por dónde sabes tú que la plena fe católica no 
sea cabalmente tu misión de todo punto necesaria, que Dios te ha 
impuesto por razones que no debes regatear, porque pertenecen 
a las cosas de las que dijo Jesús: «ahora no lo entiendes, pero lo 
entenderás más adelante» (cf. Jn 13,36)? Así, cabe decir con 
respecto a los paganos modernos que el cristiano puede saber 
que la salvación de los mismos está asegurada por la gracia de 
Dios, de la que depende también su propia salvación; pero que, 
con respecto a su posible salvación, no puede dispensarse de la 
responsabilidad de su propia existencia de creyente, sino que 
cabalmente la incredulidad de aquéllos debe ser para él el más 
fuerte aguijón para una fe más llena, al sentirse incluido en la 
función representativa de Jesucristo, de quien depende la 
salvación del mundo y no sólo la de los cristianos.
Para terminar, quisiera aclarar algo más estas ideas con una 
breve exposición de dos textos bíblicos en que cabe reconocer 
una toma de posición ante este problema. Sea primero el texto 
difícil y oprimente en que se expresa con particular énfasis el 
contraste entre los pocos y los muchos: «Muchos son los llamados 
y pocos los escogidos» (/Mt/22/14). ¿Qué quiere decir este texto? 
No dice desde luego que muchos sean reprobados, como quiere 
comúnmente deducirse de él; por de pronto sólo afirma que hay 
diversas formas de elección divina. Más exactamente todavía, dice 
claramente que hay dos actos divinos distintos, que tienden ambos 
a la elección, sin que se nos aclare si los dos alcanzan también su 
fin. Pero si se contempla la marcha de la historia sagrada, tal como 
la expone el Nuevo Testamento. queda ilustrada esta palabra del 
Señor. De la coexistencia estática del pueblo escogido y de los 
pueblos no escogidos se hizo en Cristo una relación dinámica, de 
forma que los gentiles precisamente por su no elección vinieron a 
ser escogidos y luego, por la elección de los gentiles, vuelven 
también los judíos a su elección.
Así estas palabras del Señor pueden convertirse para nosotros 
en doctrina importante. La cuestión sobre la salvación de los 
hombres se plantea falsamente siempre que se plantea desde 
abajo, acerca de la manera como los hombres se justifican. La 
cuestión de la salvación humana no es cuestión de 
autojustificación, sino de justificación de Dios por su libre 
misericordia. Se trata de mirar las cosas desde arriba. No hay dos 
modos de justificarse los hombres, sino dos modos con que Dios 
los elige; y estos dos modos de elección divina son el camino 
único de salud en Cristo y en su Iglesia, salud que estriba en la 
coordinación de los pocos y de los muchos y en el servicio 
representativo de los pocos que continúan la representación de 
Cristo.
El segundo texto es el del gran banquete (/Lc/14/16-24 par). 
Este evangelio es por de pronto, en sentido muy radical, una 
buena nueva, al contar que, al cabo, el cielo se llena hasta los 
topes con todos aquellos a los que hay que empujar de algún 
modo, con gentes que son totalmente indignas, que con relación al 
cielo son ciegos, sordos, cojos y mendigos. Un acto radical de 
gracia, consiguientemente; ¿y quién impugnará que también todos 
nuestros paganos europeos de hoy puedan entrar de igual 
manera en el cielo? Todo el mundo tiene esperanza por razón de 
este pasaje. Por otra parte, sigue en pie la responsabilidad. Está 
el grupo de aquellos que son rechazados para siempre. ¿Quién 
sabe si entre estos fariseos rechazados no habrá también muchos 
que creían poder considerarse buenos católicos y eran en 
realidad fariseos? Y, a la verdad, ¿quién sabe, a la inversa, si 
entre aquellos que no aceptan la invitación no se encuentran 
cabalmente también los europeos a quienes se les ha ofrecido el 
cristianismo, pero lo han dejado caer? En conclusión, para todos 
hay a la vez esperanza y amenaza. En este punto de intersección 
entre la esperanza y la amenaza, de que emanan la 
responsabilidad y el alto gozo de ser cristiano, debe el cristiano de 
hoy gobernar su existencia en medio de los nuevos paganos, que 
sabe están colocados en la misma esperanza y amenaza, porque 
tampoco para ellos hay otra salvación que aquella en que cree el 
cristiano: Jesucristo Señor.

JOSEPH RATZINGER
EL NUEVO PUEBLO DE DIOS
HERDER 101 BARCELONA 1972.Págs. 367-373

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3. Necesidad de la Iglesia para salvarse 

I. Doctrina eclesiástica 
1. La Iglesia no es una institución salvadora más entre muchas 
otras, sino la única institución salvadora fundada por Cristo y 
necesaria para todos. La razón de ello está en que es el Cuerpo 
de Cristo. Y Cristo es el camino; la verdad y la vida (Jn 14, 6). No 
hay otro camino de salvación aparte de ella. «En ningún otro hay 
salud, pues ningún otro nombre nos ha sido dado bajo el cielo, 
entre los hombres, por el cual podamos ser salvos» (Act. 4, 12). 
Sólo el Evangelio de Cristo tiene la virtud de salvar a los hombres. 
«Pero aunque nosotros o un ángel del cielo os anunciase otro 
evangelio distinto del que os hemos anunciado, sea anatema» 
(Gal. 1, 8). 
Cristo vive y obra en la Iglesia y por la Iglesia. En ella y por ella 
actualiza el Espíritu Santo la obra de Cristo hasta el fin de los 
tiempos. En la Iglesia, y sólo en ella, está El presente como Señor 
crucificado y glorificado que quiere dar parte a todos los hombres 
en su muerte y resurrección. Si no hay salvación alguna sin Cristo, 
sin la Iglesia, en la que está actuando Cristo, tampoco hay 
salvación. Cristo actúa en la Iglesia como Cabeza, de la que no se 
puede separar el Cuerpo. Las palabras «sin Cristo no hay 
salvación» significan, por tanto, que sin la Iglesia -Cuerpo místico 
de Cristo- no hay salvación. Si el hombre sólo puede llegar al 
Padre por Cristo (Jn. l4, 6) y Cristo sólo obra por medio de la 
Iglesia, a la salvación sólo0 se puede llegar a través de la Iglesia. 

2. La Iglesia siempre tuvo el convencimiento de que es el camino 
de salvación, el único camino salvador para los hombres. Ha 
expresado muchas veces esa su autocomprensión y la ha 
expresado por causa de su conciencia de ser responsable de la 
salvación de los hombres. Todas sus manifestaciones en ese 
sentido intentan mover al hombre a entrar en la Iglesia. La fórmula 
más expresiva es la de que fuera de la Iglesia no hay salvación, 
que ella es la única que da la bienaventuranza. El IV concilio de 
Letrán, 1215, declara: 
«Y una sola es la Iglesia universal de los fieles, fuera de la cual 
nadie absolutamente se salva, y en ella el mismo sacerdote es 
sacrificio, Jesucristo, cuyo cuerpo y sangre se contiene 
verdaderamente en el sacramento del altar bajo las especies de 
pan y vino, después de transustanciados, por virtud divina, el pan 
en el cuerpo y el vino en la sangre, a fin de que, para acabar el 
misterio de la unidad, recibamos nosotros de lo suyo lo que El 
recibió de lo nuestro. Y este sacramento nadie ciertamente puede 
realizarlo sino el sacerdote que hubiere sido debidamente 
ordenado, según las llaves de la Iglesia, que el mismo Jesucristo 
concedió a los Apóstoles y a sus sucesores. En cambio, el 
sacramento del bautismo (que se consagra en el agua por la 
invocación de Dios y de la indivisa Trinidad, es decir, del Padre y 
del Hijo y del Espíritu Santo) aprovecha para la salvación, tanto a 
los niños como a los adultos fuere quienquiera el que lo confiere 
debidamente en la forma de la Iglesia. Y si alguno, después de 
recibido el bautismo, hubiere caído en pecado, siempre puede 
repararse por una verdadera penitencia. Y no sólo los vírgenes y 
continentes, sino también los casados merecen llegar a la 
bienaventuranza eterna, agradando a Dios por medio de su recta 
fe y buenas obras» (D. 430). 

En la bula Unam Sanctam del papa Bonifacio VIII (1302) se dice: 

«Por apremio de la fe, estamos obligados a creer y mantener 
que hay una sola y Santa Iglesia católica y la misma Apostólica, y 
nosotros firmemente la creemos y simplemente la confesamos, y 
fuera de ella no hay salvación ni perdón de los pecados, como 
quiera que el Esposo clama en los cantares: «Una sola es mi 
paloma, una sola es mi perfecta. Única es ella de su madre, la 
preferida de la que la dio a luz» (Cant 6, 8). Ella representa un 
solo cuerpo místico, cuya cabeza es Cristo, y la cabeza de Cristo, 
Dios. En ella hay «un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo» 
{Eph. 4, 5). Una sola, en efecto, fue el arca de Noé en tiempo del 
diluvio, la cual prefiguraba a la única Iglesia, y, con el techo en 
pendiente de un codo de altura, llevaba un solo rector y 
gobernador, Noé, y fuera de ella leemos haber sido borrado 
cuanto existía sobre la tierra. Mas a la Iglesia la veneramos 
también como única, pues dice el Señor en el Profeta: «Arranca de 
la espada, oh Dios, a mi alma y del poder de los canes a mi única» 
(Ps. 21, 21). Oró, en efecto, juntamente por su alma, es decir, por 
sí mismo, que es la cabeza, y por su cuerpo, y a ese cuerpo llamó 
su única Iglesia, por razón de la unidad del esposo, la fe, los 
sacramentos y la caridad de la Iglesia. Esta es aquella túnica del 
Señor, inconsútil (lo. 19, 23), que no fue rasgada, sino que se 
echó a suertes. La Iglesia, pues que es una y única, tiene un solo 
cuerpo, una sola cabeza, no dos como un monstruo, es decir, 
Cristo y el vicario de Cristo, Pedro y su sucesor, puesto que dice el 
Señor al mismo Pedro: «Apacienta a mis ovejas» (lo. 21, 17). Mis 
ovejas dijo, y de modo general, no estas o aquéllas en particular; 
por lo que se entiende que se las encomendó todas. Si, pues, los 
griegos u otros dicen no haber sido encomendados a Pedro y a 
sus sucesores, menester es que confiesen no ser de las ovejas de 
Cristo, puesto que dice el Señor en Juan que hay un solo rebaño y 
un solo pastor (lo. 10, 16)» (D. 468). 

Con más claridad se expresa aún el Concilio de Florencia 
(1432): «Fielmente cree, profesa y predica que nadie que no esté 
dentro de la Iglesia Católica, no sólo paganos, sino también judíos 
o herejes y cismáticos, puede hacerse partícipe de la vida eterna, 
sino que irá «al fuego eterno que está aparejado para el diablo y 
sus ángeles» (Mt. 25, 41), a no ser que antes de su muerte se 
uniere con ella; y que es de tanto precio la unidad en el cuerpo de 
la Iglesia, que solo a quienes en él permanecen les aprovechan 
para su salvación los sacramentos y producen premios eternos los 
ayunos, limosnas y demás oficios de piedad y ejercicios de la 
milicia cristiana. Y que nadie, por más limosnas que hiciere, aun 
cuando derramare su sangre por el nombre de Cristo, puede 
salvarse, si no permaneciere en el seno y unidad de la Iglesia 
Católica» (D. 714). 

El papa Pío IX, en la Singulari quadam contra el racionalismo e 
indiferentismo o equiparación de todas las formas religiosas, se 
expresa de la manera siguiente respecto a la necesidad de la 
Iglesia para salvarse: 
«En efecto, por la fe debe sostenerse que fuera de la Iglesia 
Apostólica Romana nadie puede salvarse; que esta es la única 
arca de salvación; que quien en ella no hubiere entrado, perecerá 
en el diluvio. Sin embargo, también hay que tener por cierto que 
quienes sufren ignorancia de la verdadera religión, si aquélla es 
invencible, no son ante los ojos del Señor reos por ello de culpa 
alguna. Ahora bien, ¿quién será tan arrogante que sea capaz de 
señalar los límites de esta ignorancia, conforme a la razón y 
variedad de pueblos, regiones, caracteres y de tantas otras y tan 
numerosas circunstancias? A la verdad, cuando, libres de estos 
lazos corpóreos, «veamos a Dios tal como es» (I Jo. 3, 2), 
entenderemos ciertamente con cuán estrecho y bello nexo están 
unidas la misericordia y la justicia divinas; mas en tanto nos 
hallamos en la tierra agravados por este peso mortal, que embota 
el alma, mantengamos firmísimamente según la doctrina católica 
«que hay un solo Dios, una sola fe, un solo bautismo» (Eph. 4, 5): 
Pasar más allá en nuestra inquisición, es ilícito» (D. 1647). 

Parecida formulación encontramos en el proyecto que los 
teólogos prepararon para aconsejar al Concilio Vaticano. El 
capítulo 6 y 7 del proyecto se ocupan de nuestra cuestión. Dice el 
texto: «¡Ojalá entiendan todos cuán necesaria es esta sociedad, la 
Iglesia de Cristo, para conseguir la salvación! Esta necesidad 
corresponde a la grandeza de la comunidad y a la unión con 
Cristo, su Cabeza, de su Cuerpo místico. Pues a ninguna otra 
comunidad alimenta y favorece como a Iglesia suya; sólo a ella a la 
que ama y por la que se entregó, para santificarla y purificarla en 
las aguas del bautismo por medio de la palabra de la vida. El quiso 
hacerla su gloriosa Iglesia sin mancha ni arruga ni otra falta 
alguna. Debía ser santa e incólume. 
Por tanto, enseñamos: La Iglesia no es una comunidad libre, 
respecto a la que es indiferente conocerla o no, entrar en ella o no 
entrar. Es absolutamente necesaria, y no sólo a consecuencia del 
mandato de Nuestro Señor, por el que el Salvador de todos los 
pueblos mandó entrar en su Iglesia; es también necesaria en 
cuanto medio, porque en el orden salvífico instituido por la 
Providencia divina no puede ser conseguida la comunidad con el 
Espíritu Santo, ni la participación en la verdad y en la vida, si no es 
en la Iglesia y por la Iglesia, cuya Cabeza es Cristo. 
Además es dogma de fe: fuera de la Iglesia nadie puede ser 
salvado. Cierto que no todos los que viven en una invencible 
ignorancia de Cristo y de la Iglesia se condenarán por esa su 
ignorancia. Pues a los ojos del Señor que quiere que todos los 
hombres se salven y lleguen a] conocimiento de la verdad, esa 
ignorancia no es culpable. Además El regala su gracia a todo el 
que se esfuerza según sus posibilidades, de forma que ése puede 
alcanzar la justificación y la vida eterna. Pero no recibe esa gracia 
nadie, que por propia culpa se haya separado de la unidad de la 
fe o de la comunidad de la Iglesia por su propia culpa, y haya 
muerto así. Quien no está en este arca perecerá en el diluvio. Por 
eso rechazamos y abominamos las ateas doctrinas de la igualdad 
de las religiones, que contradicen a la razón humana. Así quieren 
los hijos de este mundo negar la distinción entre lo verdadero y lo 
falso y decir la puerta para la vida eterna está abierta para todos y 
es indiferente la religión de que procedan; sobre la verdad de una 
religión sólo hay mayor o menor probabilidad, pero jamás certeza. 
También condenamos la atea opinión de quienes cierran a los 
hombres el reino de los cielos con la falsa excusa: es 
inconveniente y en cualquier caso no es necesario para la 
salvación abandonar la religión en que se ha nacido, y crecido y 
en la que uno ha sido educado, aunque sea falsa. Hasta acusan a 
la lglesia, que declara que ella es la única religión verdadera y que 
condena y rechaza todas las demás religiones y sectas separadas 
de su comunidad. Piensan que la injusticia puede tener parte en la 
justicia o la tiniebla en la luz, o que Cristo puede hacer un 
convenio con Satanás.» 

Il. Doctrina de la Escritura y de los Padres 
1. Con esta autointerpretación la Iglesia expresa lo que dicen la 
Escritura y la Tradición. Según el testimonio de la Escritura Cristo 
encargó a los Apóstoles adoctrinar a todos los pueblos y bautizar 
a los que crean. La salvación depende de si los hombres dan fe a 
las palabras de los Apóstoles y se hacen bautizar (Mt. 28 19 y 
sig.). «Si los desoyere, comunícalo a la Iglesia, y si a la Iglesia 
desoye, sea para ti como gentil o publicano» (Mt. 18, 17) «EI que 
creyere y fuere bautizado se salvará, mas el que no creyere se 
condenara» (Mc. 16, 16). En la predicación de los Apóstoles, la fe 
en sus palabras y la fe en Cristo coinciden. Sólo en Cristo hay 
salvación. Pedro declara ante el Sanedrín: «En ningún otro hay 
salvación» ( c., 2). 

2. En los Padres la fe en la necesidad de la Iglesia para salvarse 
se expresa en la fe en la unidad de la Iglesia. Se manifestó en la 
Iglesia antigua, aparte de en la lucha contra las herejías, en los 
esfuerzos por extender la fe en Cristo, y en él están dispuestos a 
dar la vida por la pertenencia a la Iglesia. La tesis de la necesidad 
de la Iglesia para salvarse es formalmente expresada en las 
palabras de San Ireneo, de que nadie puede tener parte en el 
Espíritu Santo, si no viene a la Iglesia (Contra las herejías III, 24, 
1). Con inexorable decisión declara ·Cipriano-san: «Para poder 
tener a Dios por padre, hay que tener a la Iglesia por madre» 
(Carta 74, 7). Y en otra ocasión: «Nadie puede ser bienaventurado 
excepto en la Iglesia» (Carta 4, 4). El año 256 escribe al obispo 
Jubaianus con la mayor concisión: «fuera de la Iglesia no hay 
salvación» (Carta 73, 21). Esta afirmación acuña la fórmula que 
más claramente expresa la pretensión de la Iglesia de ser la única 
que da la salvación. Por lo demás también Orígenes dice: «fuera 
de la Iglesia nadie se salva» (In libr Jesu Nave homil. 3, 5). 
Con frecuencia ven los Padres prefigurada la necesidad de la 
Iglesia para salvarse en el arca de Noé. El arca es un «tipo» de la 
Iglesia que salva a los hombres del diluvio del pecado. Sin el arca 
perecerían. 


Ill. Interpretación de la doctrina de la Iglesia 
La Iglesia es necesaria para la salvación no en razón de un 
precepto positivo de Cristo, sino en razón de su sentido y esencia. 
Seria positivismo teológico injustificado ver en la necesidad de la 
Iglesia para la salvación únicamente una necessitas praecepti El 
realismo teológico, que entiende a la Iglesia como Cuerpo de 
Cristo, ve en su necesidad para la salvación una necessitas medii. 
De ello no hay dispensa como de una ley positiva. La Iglesia es el 
medio salvador instituido por Cristo, porque en ella están 
depositados los bienes de la salvación. La necesidad de la Iglesia 
para la salvación se funda en la ontología de la Iglesia, instituida 
por Dios o por Cristo, respectivamente. Cristo no confió sus bienes 
salvadores a nadie excepto a su Esposa, la Iglesia. Ella los hace 
accesibles al hombre mediante la palabra y el sacramento. 

SCHMAUS
TEOLOGIA DOGMATICA IV
LA IGLESIA
RIALP. MADRID 1960.Págs. 786-791

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4. I/SV:SV/I:
También los que no pertenecen formalmente a la Iglesia tienen 
posibilidades de salvación. Están ordenados a ella por su votum, 
por su deseo de salvación. Gracias a él también están abiertas 
para ellos las puertas de la eficacia salvadora de la Iglesia. 
Mediante el votum caen en el salvador campo de influencia de la 
Iglesia. Los hombres que se salvan por su votum de entrar en la 
lglesia son salvados no en la Iglesia, sino por la Iglesia. El principio 
«fuera de la Iglesia no hay salvación» se aproxima a la 
significación de que sin la Iglesia no hay salvación. No expresa un 
principio personal, sino objetivo. No estatuye quién se salva, sino 
por qué se salva. No se delimita el círculo de los hombres 
salvados, sino que se describe el camino por el que se salvan 
todos los que se salvan. Todo el que se salva, se salva por Cristo 
y sólo por Cristo. No hay otro camino hacia Dios. Pero Cristo no se 
comunica inmediatamente a los individuos aislados. Habría podido 
hacerlo. Pero determinó de otro modo el camino de la salvación. 
Se apodera del individuo sólo en la comunidad, a saber, por medio 
de la Iglesia, su instrumento. La actuación salvadora de Cristo 
pasa por la Iglesia. Lo mismo que el Padre celestial nos infunde su 
vida divina por medio de su Hijo hecho hombre, es decir, lo mismo 
que la gracia emprende el camino que pasa por la naturaleza 
humana de Cristo para llegar a nosotros, Cristo actúa también 
santificadora y salvíficamente sobre el ser humano en la Iglesia y 
por la Iglesia. Normalmente obra la salvación por medio de la 
palabra de la predicación de la Iglesia y de la realización de sus 
sacramentos. En la palabra y en el sacramento se apodera Cristo 
del hombre y lo presenta ante la faz del Padre. No tenemos por 
qué discutir los motivos que Dios haya tenido para elegir este 
camino de salvación. Quien quiera llegar a Dios debe emprender 
ese camino, si lo conoce. No puede llegar por cualquier otro 
camino a la bienaventuranza y a la salvación, si conoce el camino 
elegido por Dios. Salirse de él significaría apartarse de la voluntad 
de Dios. Pero a la vez hay que pensar que Cristo mismo, que es 
quien obra la salvación en la Iglesia, no se vinculó formalmente a 
la palabra y al sacramento en su obra salvadora (Santo Tomás). 
Cierto que remitió a los hombres a la palabra y al sacramento, de 
forma que nadie que conozca esta disposición divina puede 
despreciarlos, sin perder su salvación. Pero Cristo sigue siendo 
libre en su acción. Su brazo no se ha acortado; puede llegar 
donde quiera. Puede bendecir y consagrar donde plazca a su 
amor inescrutable. Sólo el Cristo operante en la Iglesia da la 
salvación, pero su obra salvadora no se limita al espacio de la 
Iglesia. Puede llegar donde quiera, más allá de la Iglesia saltando 
todas las murallas y obstáculos. No tiene límites. Cierto que no 
podemos comprender ni siquiera captar esa actividad de Cristo. 
Ocurre totalmente en lo oculto. No podemos hacer más que 
presentirla, cuando nos encontramos con un amor desinteresado 
e incondicional, con la sinceridad y la nobleza y fidelidad. Cuando 
la actividad salvífica de Cristo se realiza del modo normal 
establecido por Dios, por la palabra y el sacramento, es 
comprensible para nosotros. Entonces se puede decir: aquí está 
Cristo y allí también. Cuando el hombre no hace fracasar con su 
resistencia la obra de Cristo, de esa obra salvadora puede 
decirse: quien cree y se bautiza, será salvado (Mc. 16, 16). Sin 
embargo, la forma extraordinaria (vía extraordinaria) de la obra 
salvadora de Cristo, por mucho menos perceptible que sea, no es 
menos real. Nos es garantizada por la seguridad de que Dios 
quiere la salvación de todos los hombres (I Tim. 2, 4). Nadie se 
pierde si él mismo no quiere perderse, estar lejos de Dios. Pero 
todo el que se salva es salvado por Cristo que obra en la Iglesia, 
que es la Cabeza de su Cuerpo, la Iglesia. Con otras palabras: 
para todos es la Iglesia, por ser el Cuerpo e instrumento de Cristo, 
la madre que los engendra para la vida eterna, la conozcan o no. 
Quien es salvado, sin saber nada de la Iglesia o sin creer que la 
Iglesia católica es la Iglesia de Cristo, se encuentra en la situación 
del niño que no sabe a quién debe la vida. No hay, según eso, 
salvación sin la Iglesia. Pero en determinadas circunstancias 
puede haber salvación sin incorporación formal a la Iglesia. 
Ineludible presupuesto por parte del hombre es el estar dispuesto 
a recibir la salvación de la Iglesia, es decir, el deseo de entrar en 
la Iglesia (votum Ecolesiae). Este deseo puede ser despertado 
expresamente y puede estar incluido en otro acto (por ejemplo, en 
el amor de Dios). 
En estas reflexiones hay que distinguir entre la situación de los 
bautizados no-católicos y la de los no-bautizados. Sus 
posibilidades de salvación son muy diversas. Por el bautismo el 
hombre es incorporado a Cristo. El carácter bautismal es el 
fundamento ontológico de la incorporación a la Iglesia. Cierto que 
no da la plena incorporación pero sí una incorporación disminuida. 
Hay que decir también de esa incorporación, que quienes 
participan de ella sola, son privados de muchos dones y auxilios 
divinos, que pueden disfrutarse en la Iglesia católica, de forma que 
no pueden estar seguros de su eterna salvación (Pío XII, encíclica 
Mystici Corporis). 

a) Quien está en la Iglesia católica como miembro pleno de la 
vida comunitaria, experimenta el poder salvador de Cristo en su 
fuerza original con pureza no turbada y con plenitud inagotable. 
Quien no está de ese modo en la vida comunitaria, como los 
pertenecientes a grupos cristianos no-católicos, también es 
alcanzado y traspasado por las fuerzas salvadoras de Cristo, pero 
está excluido de la abundancia desbordante de la actividad de 
Cristo. No percibe la palabra de Dios en su indivisa totalidad, sino 
en una selección hecha por los hombres. De los sacramentos sólo 
recibe algunos. EI torrente de la salvación fluye para él por un 
cauce más estrecho y menos profundo, que a quien está viviendo 
dentro de la comunidad católica. De nuevo hemos de acentuar 
que aquí sólo hablamos de las vías ordinarias de la actividad 
salvadora de Cristo, que ocurre precisamente en la predicación 
eclesiástica de la palabra y en realización de los sacramentos. 
Hay que hacer todavía otra distinción. Lo que acabamos de 
decir sobre la diferencia en la fuerza y abundancia de la acción 
salvífica de Cristo, vale de los caminos, por los que el poder 
salvador de Cristo entra en el hombre y penetra en su «yo», de las 
instituciones, procesos, medidas y acciones objetivas que sirven a 
la salvación. Pero es distinto de ello el modo en que el hombre se 
abre a esa actividad salvadora, la fuerza con que admite en su yo 
el poder salvador de Cristo, para que lo transforme, lo transfigure 
y lo llene de la vida de Cristo. Quien está en la totalidad de la vida 
de la Iglesia normalmente será llenado de la vida de Cristo (gracia 
santificante), que de tan múltiples y diversos modos golpea y llama 
a su «yo». Pero es posible, que por anómalo que sea tal estado 
lleve en sí la estructura de Cristo (el carácter bautismal indeleble), 
pero que esté privado de la vida de Cristo, porque se cierra a la 
actividad salvadora de Cristo y se aparta intencionadamente de El 
(estado de pecado mortal). También se puede suponer, que quien 
está apartado por invencible error de la abundancia de la vida de 
la comunidad de la Iglesia, pero lleva en sí la señal y los rasgos de 
Cristo (el bautizado no católico), participe de la vida de Cristo. La 
afirmación de que la Iglesia es la única institución salvadora no 
niega a los bautizados no-católicos la posibilidad de estar unidos a 
Cristo. Tampoco niega que el bautizado no-católico pueda hace. 
una vida santa. La Iglesia católica, a pesar de su afirmación de 
que ella es la única que da la salvación, cree en la eficacia de los 
sacramentos válidamente administrados en las comunidades 
cristianas no-católicas. Reconoce sobre todo el bautismo, en caso 
de que sea administrado según la doctrina y preceptos del Señor. 
Lo mismo vale bajo determinadas condiciones del orden y de la 
eucaristía. «En aquellas comunidades no- católicas, en que se 
conserva todavía el oficio apostólico por la vía de la sucesión 
epìscopal legítima -tal como ocurre en la Iglesia oriental separada 
de Roma, y en las comunidades jansenistas y viejo-católicas- la 
Iglesia reconoce todavía actualmente la validez de todos los 
sacramentos, en la medida en que su realización sólo dependa del 
poder de orden y no del poder de jurisdicción. En todas estas 
comunidades se recibe, pues, según la doctrina católica, el 
verdadero Cuerpo y la verdadera Sangre del Señor, no porque 
sean iglesias cismáticas, es decir, no por sus características, sino 
porque, a pesar de sus características, conservan todavía una 
herencia católica primitiva. Lo que en ellas puede santificar y 
salvar es lo católico que conservan» (K. Adam, Das Wesen (Ies 
Katholizisnlus, 12 ed., 1949, 207). Esto vale de las comunidades 
orientales no unidas con Roma. Presupuesto para la eficacia 
santificadora de los sacramentos es, por parte del sujeto de ellos, 
la buena fe. Quien, estando en invencible error respecto a la 
verdadera Iglesia de Cristo, recibe los sacramentos en una 
comunidad cristiana no católica, quiere estar con Cristo y está con 
El de hecho, aunque se engaña respecto a dónde debe buscarse 
la plenitud de Cristo. Quien reconoce a la Iglesia católica como la 
Iglesia de Cristo y, a pesar de ello, se aparta de ella, niega la 
obediencia a Cristo y está, por tanto, separado de El. Tal error 
invencible puede estar unido al exacto conocimiento de todos los 
razonamientos que aduce la teología apologética y dogmática, 
para demostrar que la Iglesia católica es la verdadera Iglesia de 
Cristo. La rectitud y validez lógicas de una argumentación no es lo 
mismo que su fuerza de convicción interior. Para esta convicción 
se necesitan determinadas disposiciones, estados y preferencias. 
Uno puede conocer, por ejemplo, exactamente todas las razones 
aducidas a favor del Primado y rechazarlo sin mala voluntad, 
porque le impiden reconocer la validez de esas razones ciertas 
dificultades insuperables. 

b) ¿Qué ocurre con los no bautizados? Su situación es, 
naturalmente, más desfavorable que la de los bautizados 
no-católicos. Pero tampoco están sin posibilidad de salvación. Tal 
posibilidad tiene también en ellos una base objetiva, 
ontológico-espiritual y otra base subjetiva ético-personalista. La 
primera consiste en la consecratio mundi ocurrida por la 
Encarnación y obra de Cristo. J/CENTRO:Por la Encarnación, 
derramamiento de sangre y Resurrección del Señor todo el mundo 
fue elevado a un estado nuevo. CREACION/ENC-RS 
ENC/RS/CREACION Por Cristo fue creada una nueva situación 
histórica. La nueva situación consiste en que en Cristo fue 
asumida en la más estrecha relación con el Verbo divino una parte 
de materia de este mundo, el cuerpo de Cristo formado de las 
entrañas de María por obra del Espíritu Santo, y consiste en que 
esa materia en la Resurrección de Cristo fue trasladada y elevada 
al estado de glorificación. Desde estos acontecimientos cae una 
luz nueva sobre la creación. Se infundió a la creación una nueva 
pertenencia a Dios, que le da una dignidad celestial, que 
trasciende y supera grandemente la dignidad que tiene el mundo 
en razón de su carácter de creación. Todo hombre que entra en el 
mundo toma parte en ese estado del mundo, en la nueva situación 
producida por Cristo. Cuando Cristo se le aparece ante su mirada 
espiritual, es llamado a decidirse. Tiene que aceptar o negar la 
situación cristiana del mundo. Mientras Cristo no aparezca en su 
horizonte, no puede decidirse conscientemente a favor o en contra 
de la situación creada por El. Pero si se dirige a Dios lo hace en la 
historia configurada por Cristo. Su entrega a Dios está 
caracterizada, en consecuencia, por la pertenencia a la situación 
cristiana. Y viceversa: esa situación influye en su anhelo de Dios. 
Este es a su vez actuación y activación de la nueva situación del 
mundo. En él influye, en definitiva, Cristo mismo. Cristo es además 
inmediatamente activo cuando con la fuerza de su gracia se 
apodera de quienes, aunque no están incorporados a El por el 
bautismo, pertenecen a El por la consecratio mundi y se abren a El 
en su anhelo de Dios sin conocerlo ni saber nada de El. Según la 
Epístola a los Efesios Cristo es también la Cabeza del universo. 
Los no-bautizados de buena fe no llevan el signo que sólo el 
bautismo da. Sin embargo, tienen confusa y oscuramente los 
rasgos de Cristo. Si se dejan llevar por su conciencia moral en la 
que les habla el Dios revelado en Cristo, participarán también de 
la salvación por Cristo y por la Iglesia, su Cuerpo. El ilustre teólogo 
De Lugo dice: 
«Dios da suficiente luz para salvarse a toda alma que llega al 
uso de razón... Las diversas escuelas filosóficas y comunidades 
religiosas de la humanidad comunican una parte de la verdad... y 
la regla es: el alma que busca a Dios de buena fe, que busca su 
verdad y su amor, concentra la atención bajo la influencia de la 
gracia en estos elementos de verdad -sean pocos o muchos- que 
le son ofrecidos en los libros sagrados, en las instrucciones, en los 
cultos y reuniones de la Iglesia, secta o escuela filosófica en que 
haya crecido. Se alimenta de esos elementos o mejor dicho: la 
gracia divina alimenta y salva el alma bajo las cáscaras de esos 
elementos, de verdad» (Sobre la fe, sec. 19, 7. 10; 20, 107). 

Mediante esta doctrina de las posibilidades de salvación de los 
que no pertenecen o pertenecen no plenamente a la Iglesia 
romano-católica, no se vacía de contenido el dogma de que fuera 
de la Iglesia no hay salvación. Tal dogma dice que sin la Iglesia no 
hay salvación, que todo el que se salva, se salva por ella, lo sepa 
o no, lo quiera o, con un error inculpable, no lo quiera. Esta 
relación con la Iglesia es relación de causa de la salvación. Pero 
quien está bajo la influencia salvadora de la Iglesia pertenece de 
algún modo a ella, sea potencial sea actualmente. La unión 
salvífico-causal con la Iglesia limita tanto más con la incorporación 
a la Iglesia, cuanto más fuerte es la causalidad salvadora. La 
relación ontológica entre causalidad salvadora y la pertenencia a 
la Iglesia implica, que aquel que rechaza formalmente, a pesar de 
conocerla, la pertenencia a la Iglesia, pierde también la causalidad 
salvadora. Y viceversa: implica el reconocimiento de la causalidad 
salvadora de la Iglesia para quien ve de suyo que tiende también a 
la incorporación a la Iglesia. Para los bautizados no católicos existe 
en relación a la Iglesia romano-católica la seria obligación, 
importantísima para la salvación, de examinar ante Dios la 
legitimidad de su no-pertenencia a la Iglesia católica y, dado el 
caso, convertirse a ella. Y así el principio «sin la Iglesia no hay 
salvación» vuelve a remitir al principio «fuera de la Iglesia no hay 
salvación», en el que «fuera de la Iglesia» significa lo mismo que 
sin incorporación a la Iglesia no hay salvación. Para quien 
reconoce a la Iglesia romano-católica como Iglesia de Cristo, no 
sólo no hay salvación sin la causalidad salvadora de la Iglesia, 
sino que tampoco la hay sin su plena incorporación a ella. Quien 
pertenece a la Iglesia como miembro en sentido pleno, tiene toda 
la posibilidad de salvación ofrecida por Cristo. Realiza en su fe y 
en su amor a Cristo lo que El ha fundado e instituido 
objetivamente. Quien no pertenece a la Iglesia católica se queda 
por debajo de las posibilidades de salvación ofrecidas por Cristo. 
Mientras lo haga sin mala voluntad, no le será para condenación. 
Pero seguirá estando privado de muchos bienes salvadores. 
Esta interpretación del dogma de que sólo la Iglesia salva hace 
justicia, por una parte, a la seriedad del dogma y, por otra, está 
lejos de decretar la condenación sobre quienes no viven dentro de 
los muros de la Iglesia. 
INTOLERANCIA/ERROR ERROR/INTOLERANCIA No se puede, 
por tanto, reprochar a la Iglesia, que la comprensión de sí misma 
como medio necesario para salvarse implica intolerancia. El dogma 
no representa ninguna intolerancia ni espiritual ni civil: no 
representa intolerancia espiritual porque no niega a nadie la 
salvación; ni civil, porque predica y exige el amor al prójimo a 
todos los hombres. La Iglesia es intolerante frente al error. Ello 
estriba en la esencia del error. Quien no es intolerante frente al 
error destruye los fundamentos de la vida humana. Quien no es 
intolerante frente al error contra la Revelación, destruye los 
fundamentos de la fe. Sólo el escéptico podría predicar tolerancia 
en el terreno de la verdad natural. La tolerancia frente a los 
errores contra la Revelación divina sólo podría ser predicada por 
quien ve en ella no la comunicación de verdades, sino sólo una 
llamada de Dios. Con el dogma de su necesidad salvadora la 
Iglesia profesa su ser Cuerpo de Cristo y que Cristo es el único 
mediador de la salvación. Lo que rechaza no es la posibilidad de 
salvación de quienes no pertenecen a la Iglesia, sino la afirmación 
de que hay muchos caminos igualmente válidos hacia la salvación, 
que junto a ella hay otras comunidades cristianas igualmente 
válidas. Cuando otras comunidades cristianas se llaman Iglesias, 
la apariencia de derecho no les viene de estar separadas de la 
Iglesia romano-católica, sino de lo que tienen de común con ella. 
Por tanto, quien pertenece a una comunidad cristiana no católica 
no se salvará por negar el papado o el carácter sacrificial de la 
Eucaristía o el culto a los santos, sino por el bautismo y la palabra 
de Dios, que las comunidades cristianas no-cató1icas conservaron 
al apartarse de la Iglesia católica. Como dice Pío XI también las 
partes de una montaña de oro son de oro (Discurso del 9 de 
enero de l927 sobre las Iglesias orientales separadas). En la 
palabra de la predicación y en el bautismo obra Cristo o la Iglesia 
una, respectivamente, que es instrumento de Cristo. Pero Cristo 
no da la salvación por negar la verdad. De la autoconciencia de la 
Iglesia se sigue, por tanto, necesariamente que rechace las 
comunidades separadas. Si las reconociera como hermanas 
legítimas con los mismos derechos, se negaría a sí misma, en 
cuanto Iglesia de Cristo. La pretensión de ser la única Iglesia 
salvadora, es decir, de ser el único camino hacia la salvación se 
deduce necesariamente de la unidad de la Iglesia. Como sólo hay 
una Iglesia, hay sólo una esperanza de salvación (Eph. 4, 4). 
Cuando la Iglesia se afirma decididamente como único Cuerpo de 
Cristo frente a todas las demás comunidades cristianas, obra 
como Cristo obró cuando ante los jueces judíos y romanos se 
confesó Hijo de Dios. Sin esa confesión no habría sido crucificado, 
pero tampoco habría sido en ella el rey de la verdad. 
La distinción entre un camino salvador ordinario en la Iglesia y 
por la Iglesia y otro extraordinario sólo por la Iglesia, no proclama 
dos caminos de salvación. Sigue habiendo uno solo. Pero tienen 
distintos recorridos. Quien de buena fe busca a Dios fuera de la 
Iglesia, se mueve ciertamente por el camino de la salvación. Sin 
embargo, dentro de la historia no llega adonde debería llegar si 
caminara en el sentido querido por Cristo, no llega el bautismo. El 
bautizado no-católico ha recorrido el camino hasta ese punto, pero 
no lo continúa porque cree que no continúa. En realidad sigue el 
camino. Quien llega hasta el fin, llega a ser miembro de la Iglesia 
católica en sentido pleno. La plena incorporación representa, por 
tanto, encarnarse, unirse, convertirse a Dios del modo que Cristo 
hizo posible y quiso. Quien en sus esfuerzos por llegar a Dios no 
llega a la Iglesia católica, no logra la encarnación plena de su 
anhelo de Dios. Pero tampoco será acogido en una acción 
salvadora inmediatamente procedente de Dios. Sino que será 
incorporado también al movimiento que partiendo de Cristo y 
pasando por la Iglesia y a través de ella alcanza a los hombres y 
les regala la salvación. 

* * * 

I/2-VIDAS/AG: Para terminar vamos a citar un texto de 
·Agustin-san (Sermón 124 sobre el evangelio de San Juan; BKV, 
VI, 387 y sig.) que refleja la situación intrahistórica de la Iglesia y a 
la vez celebra su figura final: 
«La Iglesia conoce dos vidas proclamadas y recomendadas por 
Dios. La una se hace en la fe, la otra en la contemplación. La una 
en el tiempo de peregrinación, la otra en la patria eterna; la una en 
esfuerzo, la otra en descanso; la una en camino, la otra en la 
patria; la una en el escenario de la actividad, la otra en la 
recompensa de la visión; la una se aparta del mal y obra el bien, la 
otra no conoce mal del que deba apartarse, está en posesión de 
un gran bien para disfrutarlo. La una lucha con el enemigo, la otra 
reina sin enemigos; la una es fuerte en las contrariedades, la otra 
no conoce contrario; la una doma los placeres carnales, la otra se 
entrega a las delicias espirituales; la una está preocupada por el 
cuidado de vencer, la otra está despreocupada gozando en paz la 
victoria; la una tiene que pedir auxilio en las tentaciones, la otra se 
alegra sin tentación alguna en el Auxiliador mismo; la una asiste al 
necesitado, la otra está donde no hay necesitados; la una perdona 
pecados ajenos, para que le sean perdonados los propios, la otra 
no padece nada que tenga que perdonar, ni hace cosa alguna por 
la que tenga que ser perdonada; la una es azotada por los males, 
para que no se ensoberbezca en los bienes, la otra está libre de 
males con tal abundancia de gracia, que participa del bien 
supremo sin ninguna tentación de vanidad; por tanto, la una es 
buena, pero desgraciada, la otra es mejor y feliz. La de aquí es 
representada por San Pedro, la de allá por San Juan. Esta se 
prolonga aquí abajo hasta el fin del mundo y allí encuentra su 
final; la otra es demorada, para ser realizada al fin del mundo, 
pero no tendrá fin en el mundo futuro.»

SCHMAUS
TEOLOGIA DOGMATICA IV
LA IGLESIA
RIALP. MADRID 1960.Págs. 796-806)