HISTORIA

Los GULAG, las VICTIMAS del COMUNISMO SOVIETICO y la BUENA CONCIENCIA de OCCIDENTE

EL COMUNISMO pertenece a la herencia común europea mucho más que el nazismo, por lo que debemos recordar a sus millones de víctimas. Anne Applebaum da una cifra conservadora de 2.750.000 personas asesinadas en los gulag.. Este artículo muestra el distinto talante con que abordamos tragedias equivalentes a la del holocausto judío sin mala conciencia. Empezando por los intelectuales, divididos entre el cruel cinismo de Brecht ante las víctimas estalinianas (“cuántos más inocentes son, más merecen morir”) y la ceguera voluntaria de Sartre, cuya reputación por cierto sobrevive a su dogmatismo político. Sin que pueda decirse algo similar de Heidegger, estigmatizado por su apoyo al nazismo.
 06/07/2004:






HISTORIA DE LOS CAMPOS DE CONCENTRACIÓN SOVIÉTICOS

Por Rafael NUÑEZ FLORENCIO

Cuenta la periodista Anne Applebaum, la autora de Historia de los campos de concentración soviéticos, que en el turístico puente de Carlos, en Praga, decenas de visitantes occidentales compran con naturalidad recuerdos de la antigua URSS y, luego, los mismos que rechazarían con repugnancia una esvástica, se prenden risueños insignias con la hoz y el martillo. La lección, dice, es elocuente. Mientras el símbolo de un asesinato masivo nos horroriza, el símbolo de otro asesinato masivo nos hace sonreír.

La anécdota es significativa por dos razones: primero, porque según confiesa Applebaum, le llevó a tomar conciencia brutal del problema al que estas páginas están dedicadas: el desconocimiento y la indiferencia del Occidente democrático ante uno de los fenómenos más estremecedores del siglo XX (y no porque éste anduviera sobrado de ellos, sino por su extensión en el tiempo y su impacto en millones de personas). Y segundo, porque muestra el distinto talante con que abordamos tragedias equivalentes sin mala conciencia. Empezando por los intelectuales, divididos entre el cruel cinismo de Brecht ante las víctimas estalinianas (“cuántos más inocentes son, más merecen morir”) y la ceguera voluntaria de Sartre, cuya reputación por cierto sobrevive a su dogmatismo político. Sin que pueda decirse algo similar de Heidegger, estigmatizado por su apoyo al nazismo.

En la recepción de las corrientes totalitarias del pasado siglo se opera una diferencia esencial en nuestro sustrato cultural: la Alemania nazi y lo impregnado por ella es el mal absoluto, mientras que la URSS se pervirtió o, como máximo, estaba equivocada. El racismo ario resulta impresentable, pero los ideales soviéticos no estaban tan lejanos teóricamente de lo que propugnaban amplios sectores de izquierda: criticar su desviación era hacerle el juego al enemigo. La caza del judío es moralmente repugnante, pero la persecución del “enemigo del socialismo” debe entenderse en su contexto. Si Hitler y el fascismo eran la reacción, Stalin y los suyos, aunque tortuosos, representaban para muchos bienpensantes el futuro de la humanidad. ¡Si hasta Roosevelt y Churchill fueron sus aliados primero, y sus cómplices vergonzantes tras la guerra, cuando contribuyeron a aumentar el número de víctimas repatriando forzosamente a miles de soviéticos!

Por todo ello, el Holocausto nos sigue conmoviendo, se editan testimonios de sobrevivientes, es objeto de debate y materia para la ficción literaria, hay fotos de los prisioneros, se hacen películas. Para los campos soviéticos, salvo escasas excepciones (el caso Solzhenitsin), apenas han existido cámaras, recreación, examen o simple curiosidad, ni siquiera –hasta hace poco– fuentes fiables más allá de la propaganda y el rumor. Sólo desde Gorbachov se han desempolvado legajos, informes, memorias y estadísticas. Porque, pese al secretismo de la maquinaria estatal soviética, los archivos están llenos de documentos relativos a la represión, debido a que Moscú quería disponer de información precisa sobre cada rincón del inmenso territorio que controlaba. La meticulosidad del burocratizado sistema soviético se vuelve así contra sus artífices y proporciona un filón inagotable a los historiadores.

Applebaum ha hecho un excelente uso del material que ahora está a disposición de los investigadores, en especial las memorias de los supervivientes, que proporcionan el tono cálido, próximo y humano a este libro demoledor (merecido premio Pulitzer 2004). Estamos, en efecto, ante una historia del Gulag, el conjunto de campos de trabajo (476 por lo menos) que puso en marcha la revolución soviética, desde sus inicios hasta casi su desmoronamiento porque, como advierte la autora, en contra de la opinión común en Occidente, los campos no desaparecieron a la muerte de Stalin, sino que se transformaron. Es innegable sin embargo que el Gulag está anudado al estalinismo, no porque fuera el georgiano su inventor –que en eso más responsabilidad tuvo Lenin–, sino porque bajo su mandato este método de control y castigo adquirió toda su importancia en el ya asfixiante y opresivo sistema soviético.

El empleo de esos conceptos remite a lo que muchos consideran cuestión básica: el sufrimiento y coste en vidas humanas de ese atroz experimento. En su período álgido, entre 1929 y 1953, unas 18 millones de personas padecieron en mayor o menor grado esa condena. Pero igual que pasa con el término “condena”, que puede evocar una administración independiente de justicia (inconcebible como es obvio en el contexto de la URSS), las cifras son equívocas y sobre todo no dan la dimensión exacta del asunto, porque había otras categorías significativas de trabajadores forzados. Las estimaciones más realistas elevan pues el número de personas afectadas a cerca de 29 millones. Tomando este número como referencia, ¿cuántas de ellas murieron? La autora da una cifra con todas las reservas del mundo: 2.750.000. Pero ello no pasa de ser una borrosa aproximación, por múltiples razones, entre ellas el sistemático falseamiento de la realidad por las autoridades, desde el tosco guardián de campo al eficiente burócrata del Kremlin.

Y por otros motivos contundentes: cuando la seguridad del Estado quería deshacerse físicamente de elementos peligrosos o indeseables, organizaba ejecuciones masivas en los bosques, como la masacre de Katín (20.000 oficiales polacos asesinados en abril de 1940 y enterrados en fosas comunes en secreto). Se estima en más de 786.000 los ejecutados de esa forma entre 1934 y 1953. Las cifras, como puede apreciarse, marean y al final terminan desorientando. Pero además el Estado soviético nunca pretendió que el Gulag fuera un ámbito de exterminio, sino de trabajos forzados, hasta el punto de que el rendimiento económico se convirtió en la principal razón de ser de este sistema punitivo. Si la gente moría a miles no era por deliberada crueldad (aunque tampoco falten múltiples ejemplos de ella), sino por ineficiencia y extrema penuria. Por ello se ha dicho con sorna que el Gulag constituía en varios sentidos la quintaesencia del gobierno soviético.

Applebaum consigue aunar las virtudes que se atribuyen con justicia a la bibliografía anglosajona (claridad, orden, eficacia, rigor) con el hábil sorteo de sus principales inconvenientes, en especial esa tendencia a la acumulación masiva de referencias que termina abrumando y aburriendo al lector. En un asunto propicio a este lastre, hallamos por el contrario una prosa fluida y amena, atenta por igual al detalle íntimo y los grandes acontecimientos, capaz de conjugar el dato preciso con la interpretación general. Esta obra esclarecedora y apasionante, servida en una traducción correcta en líneas generales, conduce inexorablemente a una turbadora meditación sobre el ser humano, cuya esencia (como decía Dostoievski) parece consistir en la capacidad para adaptarse a todo. Y no nos hagamos ilusiones, pues vano es creer, como reza el tópico, que gracias a libros como éste no se repetirán historias como las que contiene. Este libro ha sido escrito, nos dice la autora al final, porque casi con seguridad todo ello ocurrirá otra vez.


Anne Applebaum es columnista y miembro del comité editorial del Washington Post. Su libro, Gulag. Historia de los campos de concentración soviéticos, premio Pulitzer, se publicó en la primavera de 2003, y obtuvo un rápido reconocimiento gracias al uso abundante que hace en el libro de fuentes y archivos rusos que han sido puestos a disposición de los estudiosos sólo en los últimos años.



 





Archipiélago infierno


Alexander Solzhenitsyn afirmó que “El totalitarismo es el peor cáncer que puede padecer un individuo”. El autor del más estremecedor testimonio sobre el gulag nació en 1918 en el pueblo de Kislovodsk, hijo de un terrateniente cosaco y una maestra. De joven fue un apasionado leninista y llegó a formar en el Ejército Rojo, hasta que una carta suya con opiniones contrarias a Stalin fue interceptada en 1945 (fue denunciado por su propia mujer, Natalia Rehestovskaya) y acabó en la prisión de Lubyanka, de donde fue trasladado a un campo de prisioneros en Kazajastán. Allí fue torturado de forma continua y enfermó de un cáncer que le dejó estéril. No salió de la prisión hasta 1956, cuando volvió a Moscú. Había pasado por prisiones, gulags y centros de investigación científica para prisioneros. Una vez rehabilitado, un agente del KGB intentó asesinarle clavándole una aguja envenenada durante una visita a la catedral de Novocherkassk. Ya su primera novela, Un día en la vida de Iván Denisovich (1962), que fue publicada en la revista literaria más importante de su país, Novy Mir (Nuevo mundo), y que le procuró una gran celebridad, tomaba como punto de partida sus experiencias en la cárcel. En su obra maestra, Archipiélago Gulag, deja testimonio de su paso por los campos de exterminio stalinistas, del funcionamiento del régimen comunista y de la demencia paranoica de Stalin. Solzhe- nitsyn detalla con crudeza y abundancia de documentos y datos los métodos estalinistas de detención y tortura y los extremos a los que puede llegar el ser humano con tal de sobrevivir en el infierno del gulag. En el prólogo al segundo tomo de Archipiélago Gulag entona una estremecedora oración: “Sé bendecida, prisión, por haber estado en mi vida”. ¿Bendecida? La razón se desvela: “Desde las tumbas me viene la respuesta: para ti es fácil hablar; tú has permanecido en vida”.



RECORDANDO EL GULAG

Por ALEKSANDER ETKIND -
05/07/2004

Hace cien años, el escritor austriaco Robert Musil dijo que “No hay nada más inconspicuo que un monumento”. Contemplando las ruinas de otro imperio, el ruso, yo añadiría: no hay nada más conspicuo que un monumento ausente. Los monumentos constituyen el cuerpo de una nación en exhibición. Al ver los monumentos sentimos cómo un Estado nación reafirma su continuidad. Cuando las revoluciones interrumpen esa continuidad la violencia se torna contra los monumentos. Como el ejemplo de Saddam Hussein muestra otra vez, es más fácil derribar un monumento que juzgar a un dictador. Sin embargo, los periodos posrevolucionarios permiten más variedad. A veces se erigen nuevos monumentos. A veces los viejos monumentos regresan a los lugares que solían ocupar. A veces los monumentos están ausentes, como profesores en año sabático.

Mientras las universidades alemanas ya no dan cabida a quienes niegan el holocausto, las universidades rusas emplean a varios profesores de historia que conspicuamente excluyen el gulag en sus cátedras. Aunque los horrores de la Alemania nazi y la Rusia comunista crearon millones de víctimas, los recuerdos de esos hechos son muy diferentes. El más notorio y a la vez el menos reconocido de todos los monumentos postsoviéticos al gulag es el billete de 500 rublos, emitido a finales de los años noventa y que hoy circula ampliamente.

Este billete, en apariencia un homenaje a la orgullosa historia nacional, lleva un mensaje oculto. Muestra el monasterio Solovky, un complejo histórico en una isla del mar Blanco, que también fue el primero y uno de los más importantes campos del gulag. Los historiadores locales en Solovky creen que las cúpulas atípicas que aparecen en el billete sitúan la imagen a finales de los años veinte, el momento de mayor desarrollo del campo.

El diseño plantea varias preguntas delicadas. ¿Se trata de uno de esos monumentos erigidos no por artistas sino por críticos que generan significado no a través de la creación sino de la interpretación? ¿Acaso los funcionarios del Ministerio de Finanzas estaban siendo deliberadamente subversivos? ¿O la elección de la ilustración del billete es un síntoma de trauma psicológico, una manifestación inconsciente pero realista de duelo?

El duelo, para utilizar la fórmula de Freud, es continuo. Pero males simétricos no implican conmemoraciones simétricas. Hay abundantes monumentos conmemorativos en los lugares donde estuvieron los campos de concentración alemanes y constantemente se agregan más. En Rusia, sólo dos lugares donde hubo gulag, Solovky y Perm, tienen pequeños museos que muestran las condiciones que imperaban en los campos, las técnicas de tortura y asesinato, documentos y retratos. A veces, los monumentos se construyen no en el lugar donde ocurrieron las matanzas, como en Alemania, sino en los alrededores.

Este patrón no representa la erradicación del viejo régimen, sino su coexistencia con el nuevo. Y aun esos recuerdos aproximados distan de ser la norma en Rusia. No hay una sola placa que conmemore a las víctimas del KGB cerca del lugar donde éstas sufrieron. Tal monumento también está ostensiblemente ausente en las cercanías del Kremlin. El museo de la isla Solovky apenas ocupa unas cuantas habitaciones dentro del monasterio que actualmente funciona como tal. Aunque alrededor de un millón de personas fueron encarceladas ahí, sólo hay una desgarradora placa en un cobertizo que dice: Barracas de los niños del campo Solovky.

Algunos museos locales exhiben objetos fascinantes pero no responden a cuántos prisioneros pasaron por ese campo, cuántos murieron ahí y cuándo, quiénes fueron los administradores, los guardias y los verdugos.

Cerca de Belomorkanal, una de las mayores construcciones del gulag, se descubrió una gran fosa común en Sandarmoj. El lugar es un bosque de pinos cerca de una vieja carretera y se distingue por las pequeñas depresiones regulares del terreno que son típicas de esas fosas. La Sociedad Conmemorativa comparó meticulosamente sus descubrimientos arqueológicos con los protocolos de tiro que se conservan en los archivos del KGB. En los protocolos jamás hay nombres, pero se asienta el número de muertos en una fecha específica, clasificados por sexo, por ejemplo, veinte hombres y siete mujeres. Al cotejar el número de osamentas y su sexo, se identificó a cada protocolo de tiro con una fosa en particular.

Unas 9.000 personas fueron asesinadas en Sandarmorj entre 1937 y 1938. Hoy en día, un poste de madera señala cada fosa común. Diseñados como un símbolo local de duelo, estos postes, de techos muy angulados, recuerdan al observador una cruz campesina o una figura humana con las manos en posición de orar. Sandarmoj es el sitio conmemorativo ruso más importante. Pero no lo conocen ni vecinos tan cercanos como los escandinavos.

Dos monumentos conmemorativos más conocidos, en Moscú y San Petersburgo, consisten en piedras de granito de Solovky. En San Petersburgo, la piedra tiene inscripciones como A las víctimas del comunismo. (Esta placa ha sufrido muchos ataques, el último fue una leyenda escrita con pintura de aceite roja: Mataron a muy pocos.) Aquí el recuerdo se convierte en drama. Pero los recuerdos rusos también son objeto de la burla posmodernista al estilo occidental. Una moda reciente en San Petersburgo es dar a los restaurantes nombres como El Canto de Apareamiento de Lenin, URSS y Kitsch Ruso.

El comunismo pertenece a nuestra herencia común europea mucho más que el nazismo. Recordar a sus víctimas es una responsabilidad no sólo nacional, sino europea. A medida que las generaciones transcurren, los monumentos evolucionan: de medio para el duelo se convierten en instrumentos para la educación. El trabajo del recuerdo es difícil, caro y frágil. Los monumentos cambian de lugar. Las capitales cambian de nombre. Los billetes vencen. Se puede hacer burla de todo y todo puede cambiar su significado. Incluso las momias se mueven. En 1961 se vio salir la momia de Stalin del mausoleo de la plaza Roja. El cadáver de Lenin sigue ahí, pero se espera que también salga. Eso debería ser un acontecimiento europeo.

ALEKSANDER ETKIND, profesor de Sociología en la Universidad Europea de San Petersburgo
Traducción: Mario de Gortari Rangel

Tomado de http://www.solidaridad.net/vernoticia.asp?noticia=1822