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La plenitud de los tiempos
Todas las grandes
intervenciones de Dios en la antigua alianza estaban orientadas a la intervención
definitiva y plena de Dios, hacia «aquel que había de venir» hacia el Mesías
que establecería el Reino de Dios en el mundo. Este momento -la plenitud de los
tiempos- aconteció cuando «Dios envió a su Hijo nacido de una mujer» (Gál.
4,4-5).
De hecho, el Antiguo
Testamento es una preparación y todo en él anuncia a Cristo y confluye en
Cristo. Él es el centro del plan de Dios (Ef. 1,3-19; 3,1-12). Con él han
llegado los «últimos tiempos» (Heb. 1,2), el «tiempo de la salvación» (2Cor.
6,2). Con su muerte se realiza la victoria de Dios sobre el mal y sobre Satanás
(Jn. 12,31; 16,11). En Él Dios realiza la alianza nueva y eterna (Mc.
14,22-23). Con Él se abre el paraíso, tanto tiempo cerrado (Lc. 23,42-43). Por
Él se nos da el Espíritu, que transforma el hombre dándole la nueva vida y
realizando la nueva creación (Jn. 19,30-34; 20,22; 3,5; 7,37-39). Él es el
centro de la historia, “el Principio y el Fin”, “el
Alfa y la Omega” (Ap. 22,13). Él es “el mismo ayer, hoy y
siempre” (Heb. 13,8), “el que era y es y viene”
(Ap. 1,8), continúa presente en su Iglesia y «no se nos ha dado otro nombre en
el que podamos ser salvos» (Hech. 4,12).
1.- Contexto histórico
El Hijo de Dios se ha
encarnado en una época y circunstancias muy concretas, como los mismos
evangelistas se encargan de poner de relieve (cfr. Lc. 2,1-3; 3,1-2).
a) situación política.
Desde la entrada de Pompeyo en Jerusalén (63 a.C.) Palestina depende de Roma.
Con el reinado de Augusto (30 a.C.) Roma controla todo el área mediterránea y
se viven años de paz y esplendor como nunca antes se habían conocido.
En Palestina reina, puesto por
Roma, Herodes el Grande (37-4 a.C.); extranjero y escéptico en materia
religiosa, es sin embargo muy astuto: par halagar a los judíos inicia las obras
de restauración del templo (19 a.C.), para tener contento al emperador
construye templos romanos y Cesarea marítima. Como gobernante fue un hombre
despótico y tiránico. Durante su reinado nace Jesús.
A su muerte Roma reparte el
reino entre sus hijos. Arquelao es nombrado etnarca de Judea, Samaria e Idumea;
cruel como su padre, es destituido años después, siendo gobernada esta región
directamente por Roma por medio de procuradores. Filipo es nombrado tetraca de
Transjordania del Norte; funda Cesarea de Filipo y a su muerte le sucede Herodes
Agripa I. Herodes Antipas es designado tetrarca de Galilea y Perea; se junta a
Herodías, sobrina suya y esposa legítima de su hermanastro Filipo: la denuncia
de este hecho costará la cabeza a Juan Bautista (Mc. 6,23); confidente del
emperador Tiberio, construye en su honor Tiberíades, pero cuando éste muere es
desterrado y su territorio entregado a Herodes Agripa I, amigo personal de los
nuevos emperadores Calígula y Claudio.
Herodes Agripa I añade el
protectorado de Jude, con lo que vuelve a unirse en él el reino de su abuelo
Herodes el Grande, hasta su muerte (44 d.C.). Para agradar a los judíos
provocará una persecución contra
los cristianos (Hech. 12). A su muerte, Roma gobernará directamente por medio
de procuradores (44-66 d.C.). Agripa II, hijo de Herodes Agripa I, recibirá más
tarde un reino insignificante y con él se encontrará Pablo (Hech. 25-26).
b)
situación
religiosa: está marcada predominantemente por los diferentes grupos
religiosos.
+escribas:
dedicados al estudio y comentario de la ley, el pueblo los consideraba maestros
(rabbí) y acude a ellos en busca de consejo. Se preparaban con largos estudios
al lado de algún famoso rabí (cfr. Hach. 22,3); d ahí la extrañeza cuando
alguien habla sin haber estudiado (Mt. 13,54), La mayoría se encuadran entre
los fariseos.
+fariseos:
provienen de la época macabea; el nombre -que significa «separados»- indica
su actitud: se consideraban «los puros» y se apartan de lo que no lleve marca
judía, adhirièndose a la ley (particularmente en lo que se refiere al sábado,
la pureza ritual y los diezmos); admiten las tradiciones, es decir, las
interpretaciones de la Ley transmitidas oralmente desde antiguo. Hombres muy
piadosos, caían sin embargo con frecuencia en el formalismo -el apego a la
letra de la ley- y en la autosuficiencia
-la salvación por las solas fuerzas como consecuencia del cumplimiento
exacto de la ley-, lo que les llevaba a despreciar a los demás como pecadores (cfr,
Lc. 18,9-14; Mt. 23). En lo político son tolerantes con el poder constituido,
prefiriendo vivir tranquilos y no enfrentarse (más aún, eliminando a los que
pueden ocasionar problemas con los romanos: Jn. 11,45-53). Después de la crisis
del año 70, los fariseos son el único grupo que sobrevive.
+saduceos:
de origen sacerdotal, llegan a su máxima influencia con los romanos pues son
partidarios suyos, y de entre ellos son escogidos los sumos sacerdotes. Apenas
influyen en el pueblo. Rechazan la ley oral y no admiten doctrinas como la
resurrección o la existencia de los ángeles (Hech. 23,6-9), Demasiado
instalados en lo material (cfr. 22, 31-34; Mc. 12,27; Hech. 24,21), son
rigoristas en lo determinado por la ley (cfr. Jn. 8,1-11; Mc. 14,53.65). Si
aparecen menos atacados por Jesús que los fariseos es por su escasa influencia.
+sacerdotes:
se dedican sobre todo al culto en el servicio del templo. La aristocracia sacerdotal
era saducea; sometida al poder civil (el sumo sacerdote era nombrado y depuesto
por los romanos) ha llegado a perder incluso el sentido religioso. En la época
de Jesús el Sumo sacerdocio lo detenta la familia de Anás. Por el contrario,
en el grado menor había buen número de sacerdotes ejemplares, con espíritu
religioso, que ejercían con esmero las funciones cultuales y orientaban la
oración del pueblo (es el caso de Zacarías y de los mencionados en Hech. 6,7).
+esenios:
conocidos por las referencias de escritos antiguos, como Flavio Josefo, Filón y
Plinio, se han dado a conocer sobre todo a partir de 1947 con los
descubrimientos de Qumrán. De origen sacerdotal, forman una especie de orden
religiosa con vida común y compromisos como el del celibato y la renuncia a la
propiedad personal. Hondamente religiosos, se consideran miembros de la nueva
alianza y cuidan con esmero las purificaciones rituales y el banquete ritual.
Doctrinalmente son dualistas.
Habría que añadir además
los samaritanos y otros grupos de orientación religioso-política, como los
celotas y los herodianos.
Tal es la situación del mundo
a la llegada de Cristo. Tanto el mundo judío (los anawin sobre todo) como el
mundo pagano (religiones mistéricas, filosofías diversas) se caracterizan por
un profundo anhelo de salvación. Se experimenta sobre todo la opresión que es
consecuencia del pecado (Rom. 3,9) y que hará que muchos acojan la salvación
gratuita concedida por Dios en Jesucristo (Rom. 3,23-25)
Por lo demás, la unificación
del mundo bajo el imperio romano va a favorecer la rápida expansión del
mensaje cristiano.
2.- Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios
Con estas palabras comienza el
evangelista San Marcos su relato, en el que pretende presentarnos la Buena
Noticia -eso significa evangelio- acerca de Jesús, que es el Mesías y el Hijo
de Dios, o mejor, la Buena Noticia que es Jesús. En efecto, la plenitud de los
tiempos está caracterizada por la «venida» o encarnación del Hijo de Dios.
El evangelio es el mismo Jesús, su misma persona, no un conjunto de doctrinas y
normas morales; estas existen y tienen sentido sólo desde Cristo, porque lo
esencial es la adhesión a Él (es significativo que la primera acción de Jesús
al empezar su vida pública sea llamar a algunos a seguirle: Mc. 1.16-20; Jn.
1,35ss).
Jesús recapitula en sí mismo
toda la historia, no sólo la del pueblo de Israel, sino la de la humanidad
entera (este es el sentido de la genealogía de Jesús en San Lucas 3,23-38; la
de San Mateo 1,1-16 le presenta como culmen de la historia del pueblo de Dios).
Y recapitula en sí mismo la creación entera, el universo entero (Col.
1,15-17), siendo además el Creador de todo (Jn. 1,3.10).
En los evangelios Jesús se
muestra profundamente humano; multitud de detalles lo ponen de manifiesto: se
alegra, se cansa, llora, se encoleriza, acoge y atiende a las personas...
Pero, a la vez, de su persona y comportamiento emana una sensación de misterio:
su santidad, la fuerza de su palabra, sus milagros, su serena majestad, su íntima
relación con Dios... producen admiración y asombro y a veces temor.
Podemos resumir el misterio de
Jesús en tres fases (cfr. Fil. 2,6-11):
a)
encarnación.
Cristo no ha empezado a existir en un momento concreto; como Verbo ya existía
junto al Padre en diálogo eterno de amor (Jn. 1,1). Lo que ha ocurrido en la
plenitud de los tiempos es que «se nos ha manifestado» (1Jn. 1,2): el Verbo se
ha hecho carne naciendo de María Virgen y ha plantado su tienda entre nosotros
(Jn. 1,14; Gál. 4,4). La palabra «carne», que significa la condición débil
y caduca del hombre (cfr. Is. 40,6-7), pone de relieve el realismo de la
encarnación. Por ella el Creador se une a la criatura y entra en la historia
humana. Sin dejar su condición divina, el Hijo de Dios se rebajó tomando la
condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres y actuando como hombre
(Fil. 2,7). Verdadero Dios y verdadero hombre, Jesús es el Hijo muy amado del
Padre, ungido plenamente por el Espíritu (Mc. 1, 10-11). Libre de pecado (Heb.
4,15), está unido a nosotros por su humanidad que le hace hermano nuestro (Heb.
2,17) y más aún, por su amor.
b)
la pasión.
Este amor se manifiesta de manera suprema en la muerte de Jesús por nosotros (Rom.
5,6-8). Una muerte en la que el Hijo muy amado del Padre se entrega consciente,
libre y voluntariamente movido por el amor y la obediencia a su Padre y por el
amor redentor a los hombres pecadores. De este modo, gracias a su obediencia
hemos sido salvados (Rom. 5,19) y ha quedado restaurada la alianza de Dios con
los hombres (Mt. 26,28). En contraste con los inútiles y estériles sacrificios
de la antigua alianza, el sacrifico único de Cristo es de una eficacia
universal, perfecta y definitiva (Heb. 8-10). Realmente Él es «el Cordero de
Dios que quita los pecados del mundo» (Jn. 1, 29). En la cruz Jesús destierra
definitivamente el poderío de Satanás y reina atrayendo hacia sí a todos
los hombres (Jn. 12,31-32).
c)
resurrección.
Si San Juan contempla la cruz como inicio del triunfo de Cristo, San Pablo la ve
como el extremo de la humillación (Fil. 2,8). En todo caso culmina con la
resurrección, que es la aceptación por parte del Padre de la ofrenda total
que Jesús hizo de sí mismo en la cruz; en la pasión Jesús se entrega -hasta
el extremo- al amor del Padre que le inunda con su gloria en la resurrección
precisamente como consecuencia de su obediencia. La resurrección no significa
sólo vuelta a la vida, sino glorificación, paso «de este mundo al Padre» (Jn.
13,1); la humanidad de Jesús queda inundada por la gloria de la divinidad y es
constituido Señor del universo (Fil. 2,9-11). Precisamente en su condición
de Señor es poseedor del Espíritu Santo y lo derrama sobre los hombres (Hech.
2,33; Jn. 20,22); y como Señor permanece presente en su Iglesia hasta la
consumación de los siglos (Mt. 28,20).
3.- Hijos en el Hijo
La llegada de la plenitud de
los tiempos reclama de los hombres una reacción adecuada: «Daos cuenta del
momento en que vivís» (Rom. 13,11). La venida de Jesucristo no puede dejarnos
indiferentes. Ya no es el hombre quien busca a Dios, sino que Dios ha salido al
encuentro del hombre. Jesucristo es el único Salvador del mundo (Hech. 4,12) y
por eso reclama la fe en sí mismo (Jn. 14,1) cosa que nadie fuera de Él ha
osado pedir. Y no caben posturas ambiguas o neutras, pues no acogerle es en
realidad rechazarle (Lc. 11,23; Jn. 3,18).
La actitud fundamental ante
Jesús es la fe, una fe que es adhesión a Cristo y acogida incondicional de su
persona en nuestra vida. Esta fe, al abrir las puertas a Cristo, trae consigo la
justificación y la salvación (Gál. 2,16), la vida eterna (Jn. 3,36), renueva
al hombre y hace de él una criatura nueva. Más aún, al acoger a Cristo y
dejarle vivir en sí mismo, el creyente es convertido en hijo de Dios (Jn. 1,12;
Gál. 3,26) pues Cristo reproduce en el cristiano su misma vida filial de relación
con el Padre. (Gál. 2,20).
Este hecho -ser
hijos de Dios- es la novedad radical que ha aportado Cristo, pues no se
trata de algo metafórico, sino real, que hace exclamar a San Juan: «Mirad qué
amor nos ha tenido el Padre, para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!»
(1Jn. 3,1). Y somos hijos con todas las consecuencias y «derechos»: intimidad
familiar con Dios (Rom. 8,15-16; Ef. 2,18), partícipes de su gloria y de su
herencia (Rom. 8,17), cuidados amorosamente por su providencia paternal (Mt.
6,32)... Unido a Cristo y hecho partícipe de su Espíritu, el cristiano vive
como hijo del Padre instalado en el seno mismo de la Trinidad ya en este mundo;
y esto no es prerrogativa exclusiva de
algunos privilegiados, ya que todo bautizado ha sido consagrado al Padre, al
Hijo y al Espíritu Santo, ha sido sumergido -eso significa la palabra bautizar-
en la Trinidad (Mt. 28,19). Así, Cristo no sólo nos da a conocer el misterio
de Dios y de su plan de salvación (Jn. 1,18; Ef. 3,1-12), sino que nos
introduce en la vida divina haciéndonos partícipes de su ser filial.
El hombre así transformado
por la gracia es convertido en «nueva creatura» (2Cor. 5,17; Gál. 6,15), ha
recibido por el bautismo una «vida nueva» (Rom. 6,4), ha sido creado como “hombre
nuevo» (Ef. 2,15) que vive “según Dios, en justicia y santidad
verdaderas”(Ef. 4,24). Todo ello es obra del Espíritu Santo, que derramado en
el corazón del creyente (Rom. 5,5) le hace capaz de cumplir la voluntad de Dios
(Rom. 8,2-4) y abre ante él el horizonte ilimitado de una vida «según el Espíritu»
(Gál. 5,25). Aunque esto no ocurre sin el esfuerzo de
hacer morir las
tendencias del egoísmo -que permanecen en el bautizado- y de secundar el
impulso del Espíritu (Gá. 5,16ss).
Esta fe en Cristo desemboca en
esperanza (Rom. 5,1-11): lo que Dios ya ha hecho y nos ha dado es garantía
cierta de lo que ha prometido hacer y darnos. Y desemboca en caridad (Gál.
5,6): caridad para con Dios que se manifiesta sobre todo en cumplir
los mandamientos, en entregarnos totalmente a su voluntad (Jn. 14,21.23;
1Jn. 2,3-6), y caridad para con los hombres, que consiste en -transformados por
Cristo y llenos de su caridad- amar «como Él» (Jn. 15,12), es decir,
«hasta el extremo» (Jn. 13,1), hasta
dar la vida por los hermanos.
4.- La Iglesia, Cuerpo de Cristo
Cristo ama a cada persona y la
une a sí mismo de una manera nueva completamente única y personal. Pero, a la
vez, no ha querido salvar a los hombres aisladamente, sino formando comunidad:
una comunidad que brotando de Cristo y del Padre se realiza como comunión de
hermanos en Cristo (1Jn. 1,3).
Esta realidad de la Iglesia
-vislumbrada en la comunidad del pueblo de la antigua alianza- encuentra su
mejor expresión en la alegoría de la vid y los sarmientos (Jn. 15,1-10) y en
la imagen de la Cabeza y el Cuerpo (Ef. 1,22-23; 4,15-16; 1Cor. 12,12-30). Ellos
ponen de relieve que la Iglesia no es una simple institución humana, ya que
tienen una íntima y profunda unión vital con Cristo -su cabeza y su vid- y que
la unión entre sus diversos miembros tampoco es meramente externa, ya que todos
poseen en común una misma vida (del mismo modo que una misma savia corre por
los diversos sarmientos y la misma sangre por los diversos miembros del cuerpo).
Esta comunión es realizada
por el Espíritu Santo, alma de la Iglesia. En Pentecostés la Iglesia fue
bautizada (Hech. 1,5) solemnemente recibiendo el Espíritu como ley interior (Rom.8,2)
y como impulso para anunciar el evangelio (Hech. 1,8). Él la llena de luz, de
vida y de fuerza. Él la conduce a la comprensión y profundización de la
revelación de Cristo (Jn. 14,25-26). Él la vivifica y la santifica habitándola
como un templo (1Cor. 3,16) e inspirando la oración de los cristianos (Rom.
8,26-27). Él la enriquece con diversidad de dones y de vocaciones (1Cor.
12,4-11.28-30; Rom. 12,6-8; Ef. 4,11-12). Y Él la sostiene en su testimonio de
Cristo (Hech. 1,8; Mt. 19,19-20).
Comunión íntima y vital, la
Iglesia es también visible y tiene su expresión externa. Cristo eligió a los
discípulos (Mc. 1,16-20) y a los apóstoles (Mc. 3,13-19), poniendo a Pedro a
la cabeza de todos ellos (Mt. 16,18-19). En ella se entra por el bautismo «en
nombre del Señor Jesús» (Hech. 19,5). Y la Iglesia es edificada y acrecentada
por la predicación del evangelio (Mc. 16,15; Ef. 3,8-11; 1Cor. 9,16; 2Tim.
4,1-2) y por la celebración de la Eucaristía (Jn. 6,48-58). Absolutamente
universal, no ligada a un pueblo determinado, sino abarcando todos los
pueblos, razas y culturas (Ap. 5,9-10), la Iglesia es sin embargo unja (Gál.
3,28; 1Cor. 12,13; 10,17; Jn. 17,23). Formada por miembros pecadores ella es en
sí misma santa y es el sacramento -es decir, el instrumento visible y eficaz-
de la salvación para todos los hombres y de la unión de los hombres con Dios y
entre sí. Esencialmente jerárquica, todo miembro está llamado, además de
recibir, a colaborar activamente en el crecimiento y desarrollo de la Iglesia.
Esta comunidad de consagrados
(2Cor. 1,1) tiene un miembro eminente y particularmente santo. María es modelo,
tipo y figura de la Iglesia. Todo lo que la Iglesia está llamada a vivir ha
alcanzado ya su plenitud en María. A la vez ella es Madre de la Iglesia:
habiendo nacido de ella la Cabeza, todo el Cuerpo es también engendrado por
ella a la vida divina. Todas las gracias vienen de Dios con la colaboración
maternal de María, que intercede sin cesar por la Iglesia (cfr. Hech. 1,14).
5.- ... hasta que el Señor vuelva
Estamos ya en la plenitud de
los tiempos, pero la historia de la salvación debe llegar aún a su consumación.
Desde sus comienzos la Iglesia está orientada hacia la Parusía, hacia la
segunda venida de Cristo; los cristianos permanecen en la espera «hasta que el
Señor vuelva» (1Cor. 11,26). La Iglesia, que está en el mundo sin ser
del mundo (Jn. 17,14-16), se encuentra esencialmente proyectada hacia el futuro
en que alcanzará su plenitud.
Jesús mismo habló repetidas
veces de su segunda venida (Lc. 18,8; Mac. 13, 24-27). En la misma línea se
encuentra la advertencia de los ángeles a los apóstoles inmediatamente después
de la ascensión (Hech. 1,11). San Pablo lo recuerda frecuentemente a sus
comunidades (1Tes. 4,15-17; 2Tes. 2,1ss; 1Cor. 1,8). Igualmente la carta a los
Hebreos (9,22). Y todo el libro del Apocalipsis está transido de la esperanza
de la segunda venida de Cristo, que queda resumida en la oración de las
primeras comunidades: «¡Ven, Señor Jesús!» (Ap. 22,20; 1Cor. 15,23).
Nada sabemos de la fecha de la
Parusía, que Dios ha querido positivamente mantener en secreto (Mc. 13,32). Y
casi nada sabemos del cómo se realizará, pues los textos que hablan de este
acontecimiento suelen estar escritos en un lenguaje de tipo simbólico y apocalíptico
en el que es difícil saber dónde termina la imagen y dónde comienza la
realidad. Lo que sí parece concluirse es que la Parusía estará precedida de
un especial desencadenamiento de las fuerzas del mal contra Cristo y su Iglesia
(Mt. 24,4-13; 2Tes. 2,1-12; Ap. 13; 20,,7-10) y que antes se habrá producido la
conversión de Israel (Rom. 11,11-15) y el anuncio del evangelio en el mundo
entero (Mt. 24,14).
Lo que sí nos enseña con
claridad el Nuevo Testamento es el sentido salvífico profundo de estos hechos.
La venida gloriosa y definitiva del Señor Jesús al fin de los tiempos afectará
a la humanidad y al universo entero. Con ella terminará el mundo actual y
surgirá un mundo nuevo (Mc. 13,31; Ap. 21,1), aunque no podemos saber si ello
implica una destrucción del mundo actual (como parece sugerir 2Pe. 3,10) o más
bien una purificación y transformación del mismo (como parecen indicar las
expresiones de San Pablo).
La Parusía es, sobre todo, la
hora de la resurrección general a la vida o a la muerte eternas, es decir, a la
glorificación o a la condenación (Jn. 5,28-29), lo cual indica que se trata de
una venida de Jesús como Juez definitivo y universal (Mt. 25,31-32; 2Cor. 5,10;
2Tim. 4,1.8).
En este momento final todo
quedará sometido a Cristo de manera total y definitiva y Él, a su vez, lo
someterá a su Padre, quedando perfectamente establecido el Reino de Dios, que
«será todo en todos» (1Cor. 15,22-28). El triunfo de Cristo sobre Satanás y
el pecado será manifiesto e irresistible (2Tes. 2,8). «El último enemigo
aniquilado será la muerte» (1Cor. 15,26), que quedará «absorbida»
por el triunfo de la vida (1Cor. 15,54-57). Desaparecerá también todo dolor y
sufrimiento (Ap. 21,4). En definitiva, son la segunda
venida de
Cristo será
renovado el hombre entero -incluido su cuerpo: 1Cor. 15,52-53- y todos
los hombres que hayan acogido a Cristo por la fe y la caridad (Heb. 11,6; Jn.
3,36; Mt. 25,34-36). La dicha plena y eterna de los creyentes será la intimidad
total y definitiva con Aquel en quien creyeron («estaremos siempre con el Señor»
1Tes. 4,17) Y todo culminará en la perfecta glorificación de Dios (Ef.
1,14).
Este acontecimiento de la
Parusía
-independientemente del momento en que suceda- matiza decisivamente las
actitudes de la condición terrena del cristiano, que es esencialmente «peregrino»
hacia su morada definitiva (Fil. 3,20; Heb. 11,13-16; 13,14). He aquí algunas
de estas actitudes:
+esperanza: deseo
vehemente de alcanzar lo prometido, confiando en la palabra del Señor; la
venida del Señor y la unión eterna con Él es el objeto esencial de la
esperanza cristiana, mientras que los demás logros son sólo parciales y
ambiguos (cfr. Mc. 8,36).
+vigilancia: atención
amorosa a la venida del Señor para no distraerse y enredarse con las cosas del
camino perdiendo de vista lo único que de verdad importa (Mc. 13,33-37);
vigilancia que implica conciencia de la propia debilidad y rechazo de todo
aquello que pueda hacer peligrar su salvación eterna (1Cor. 9,27).
+provisionalidad:
desprendimiento de todas las realidades de este mundo, reconociendo que «el
tiempo es corto» y «la escena de este mundo pasa» (1Cor.
7,29-31).
+relativización del
sufrimiento, de las dificultades o de la persecución en función de la gloria
que espera y que ellas mismas contribuyen a lograr (Rom.8,18).
+alegría que se apoya
en la esperanza de alcanzar la plenitud de la salvación y de la felicidad (Rom.
12,12).
+conciencia de que todo
en este mundo es deficiente en comparación con «lo perfecto» que sólo vendrá
al final (1Cor. 13,9-10).
6.- Textos principales
Juan 1,1-18
Efesios 1,3-19
Filipenses 2,6-11
1Corintios 1,17-29
Romanos 5,1-21
Hechos 2,14-36
1Juan 3,1-2
Romanos 8
Mateo 16,13-20; 28,16-20
Marcos 3,13-19
Juan 15,1-8; 16,5-15; 17;
21,15-17
Hechos 1,4-8; 2,1-47
1Corintios 12,4-30
Efesios 1,19-4,16
Marcos 13,1-37
Mateo 25,31-34
1Corintios 7,29-31; 15
1Tesalonicenses 4,13-5,11
2Tesalonicenses 1-3
Apocalipsis 21-22