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El Israel espiritual
Tras la vuelta del exilio el
pueblo de Israel deja sus ilusiones nacionalistas para convertirse en una
comunidad religiosa en torno a la ley, el templo y el sacerdocio. De hecho, a
excepción del breve periodo de independencia bajo los asmoneos (163-67 a.C.),
Palestina estará siempre a merced de los dueños de turno.
1.- Datos históricos
Los datos que nos ofrece la
Biblia sobre el periodo que abarca desde el decreto de Ciro permitiendo la
vuelta de los desterrados a Jerusalén (538 a.C.) hasta la época del Nuevo
Testamento es bastante escasa. Se limita a algunos periodos privilegiados.
El año 539 el imperio babilónico
cae ante el empuje del joven imperio persa. Inmediatamente (538) su emperador
Ciro publica un edicto permitiendo a los judíos volver a su patria (Esd.
1,2-4). Muchos prefieren quedarse en Babilonia, donde ya estaban instalados.
Algunos deciden regresar, pero encuentran muchas dificultades para instalarse,
debido a que los habitantes anteriores se sienten perjudicados.
Se comienza la reconstrucción
del templo, pero surgen las dificultades y cunde el desaliento. Sólo bajo el
impulso de los profetas Ageo (520) y Zacarías (520-518) se culmina dicha
reconstrucción. Por otra parte, Zacarías centra la promesa sobre el Sumo
Sacerdote Josué dando predominio a la dimensión religiosa sobre la político-nacional
(al principio habían existido ilusiones de restauración nacional con Zorobabel,
de la familia de David, pero desaparecen con su muerte y las numerosas
dificultades de los repatriados).
Tras la reconstrucción del
templo existe una situación de moralidad degradada (Mal. 1-3). Es entonces
cuando llega a Jerusalén Nehemías como gobernador (445-443) con el encargo de
reconstruir la muralla de la ciudad, cosa que logra a pesar de la oposición (Neh.
4,12-23). Además realiza una profunda reforma religiosa rigorista y para
apoyarla es enviado Esdras, «sacerdote escriba» (428); con permiso del rey
persa, da a los judíos la ley del Dios Altísimo como su estatuto jurídico (Esd.
7,12-26).
También al imperio persa le
llegaría su fin con la conquista relámpago de Alejandro Magno (340-326). Pero
como éste muere pronto y su imperio se reparte entre sus cuatro generales,
Palestina queda al principio bajo los ptolomeos de Egipto. Es disputada por su
condición de lugar de paso y, tras un siglo de pacífico dominio egipcio, queda
bajo el control de los seléucidas de Siria.
El enfrentamiento entre la
comunidad judía y la cultura griega era inevitable antes o después. La crisis
salta con Antioco IV Epífanes, empeñado en helenizar sus reino. Necesitado,
además, de recursos económicos, saquea el templo de Jerusalén llevándose sus
tesoros y objetos sagrados y dicta una serie de medidas vejatorias contra la
comunidad judía (deroga la ley judía, establece la pena de muerte por la
circuncisión y la observancia del sábado, coloca una estatua de Zeus en el
templo de Jerusalén).
Ante esto, los judíos fieles
reaccionan con el martirio (algunos prefieren la muerte antes que traicionar sus
creencias) o con la rebelión armada. Esta, iniciada por Matatías y continuada
por sus hijos, especialmente Judas el Macabeo, logra la liberación del
territorio y la independencia nacional, estableciendo la dinastía de los
asmoneos, que reina cerca de un siglo (163-67 a.C.)
Los asmoneos establecerán una
serie de luchas por la sucesión en el trono que provocarán la intervención de
Roma. El año 63 a.C. Pompeyo conquista Jerusalén, y Roma se hace dueña de
Palestina. En adelante el reino de Judea dependerá del capricho o del interés
de Roma; de hecho, el año 37 llegará al trono un extranjero, Herodes, con el
que llegamos a la época de Jesús.
2.- Templo, sacerdocio y Ley
Convertido en Comunidad
religiosa, Israel va a tener a partir de ahora estos tres pilares. Conscientes
de que Yahveh ha realizado con ellos un nuevo éxodo superando las maravillas
antiguas (Is. 43,19-20), los repatriados se saben «el resto» predicho por los
profetas en el que continúa la promesa de salvación de Dios sobre su pueblo.
La reconstrucción del templo
de Jerusalén es un gran signo de esperanza: Yahveh garantiza de nuevo su
presencia protectora en medio de su pueblo. Aunque este templo es pobre en
comparación con el de Salomón, no por ello es menos glorioso al estar
santificado por la presencia del Señor (Ez. 43; Ag. 2,1-9; Zac. 2,10-17). Al
celebrar la pascua (Esd. 6,16-22) se empalma con el acontecimiento fundante de
Israel y Yahveh ratifica su alianza («serán mi pueblo y yo seré su Dios»:
Zac,8,8), hasta el punto de que Jerusalén será el centro hacia el que
peregrinarán todos los pueblos en busca de la salvación, como profetiza el
tercer Isaías exigiendo al mismo tiempo la conversión (Is. 56-66).
Este pueblo sacerdotal o
asamblea Santa (cfr. Ex. 19,6) es guiado por los sacerdotes que aseguran el
servicio del culto a Yahveh en el templo ofreciendo en nombre del pueblo
oblaciones de acción de gracias, holocaustos y sacrificios de expiación por
los pecados (cfr. Lev. 1-7). Con su minucioso ceremonial y sus purificaciones
rituales inculcan en el pueblo el respeto al Dios Santo. Además, dirigen la
oración y bendicen al pueblo (Eclo. 45,19) con la bendición sacerdotal (Núm.
6,24-27). Nehemías 9 es un ejemplo de esta oración comunitaria.
El Pentateuco, probablemente
completo en esta época como estatuto jurídico, se convierte en la Ley del
pueblo de Dios. Como expresión de la voluntad santa de Dios, la Ley se venera,
se medita y se ama (Sal. 119) y se convierte en el centro de la vida religiosa
de Israel. En este sentido es emblemático el gesto de Esdras al leer pública y
solemnemente la Ley (Neh. 8); el pueblo empalma con sus orígenes y renueva la
alianza instaurando la fiesta de los tabernáculos.
Al principio, los sacerdotes
explican la Ley en las reuniones litúrgicas (cfr. Jer 18,18). Pero en este período
surge una nueva figura: el escriba. Hombre dedicado a escudriñar la Ley día y
noche y a dilucidar su aplicación a los distintos casos que la vida presenta,
se convierte en guía de la comunidad, que acude a él en busca de orientación.
3.- Fidelidad a la ley hasta el martirio
Un caso concreto de esta
fidelidad a la Ley es la que aparece en algunos israelitas piadosos con ocasión
de la persecución de Antíoco IV (2Mac. 7): prefieren dejarse matar antes que
renegar de la ley santa de Dios.
A ello exhorta también el
libro de Daniel, escrito precisamente en la época macabea (hacia el 164
a.C.), presentando el ejemplo de fidelidad de este joven y sus compañeros ante
las amenazas de Nabucodonosor (en quien se alude a Antíoco IV); prefieren la
muerte antes que obedecer las órdenes del rey, pero son librados de ella por la
intervención de Dios, mientras que sus enemigos son castigados (Dan. 1-6). A la
vez el libro anuncia la restauración del reino de Dios, a pesar de la oposición
de sus enemigos, por obra de un «hijo de hombre» de origen celestial (Dan.
7,13-22).
Esta actitud martirial resulta
posible porque se ha afianzado en Israel la doctrina de la inmortalidad del alma
y la retribución realizada en una vida ultraterrena. Esta fe aparece expresada
claramente en dos libros de origen judío escritos en ambiente griego: los Macabeos
y el libro de la Sabiduría (Alejandría, entre el 80 y el 50 a.C.).
La rebelión macabea, a pesar
de la ambigüedad de sus motivaciones, es también una nueva experiencia de la
intervención de Yahveh en favor de su pueblo, defendiendo a su comunidad contra
toda esperanza, cuando todo parece estar en contra. El pueblo lo expresa con la
purificación del templo y la fiesta que se instituye con ese motivo (cfr. 1Mac.
4,36-60; 2Mac. 10,1-8).
Por otra parte, la helenización
tiene otras consecuencias ventajosas, como la traducción de la Biblia hebrea al
griego (conocida con el nombre de los LXX), con lo que el mensaje bíblico se
abre a nuevas posibilidades de comunicación.
4.- Los sabios de Israel
Además de los sacerdotes y
escribas, encontramos a los sabios como guías espirituales del pueblo de Dios.
Aunque en Israel la sabiduría aparece con la monarquía -el prototipo de sabio
es Salomón, 1Re. 5,9-14-, es en esta época cuando llega a su esplendor.
Sabios ha habido en muchos
pueblos de la antigüedad, destacando sobre todo en Egipto y Babilonia. Su
sabiduría era de orden práctico, arrancando de la experiencia y de la reflexión
sobre el mundo y sobre la conducta humana y orientada a formar individuos
capaces de comportarse correctamente en la vida. La sabiduría bíblica absorbió
sin duda ciertos elementos de la sabiduría extranjera, pero tiene una fisonomía
propia y distinta por el hecho de arrancar de la fe en Yahveh y contener una
moral profundamente religiosa.
El sabio israelita es un
hombre prudente y reflexivo, interesado por la educación del pueblo y de la
juventud y despuntando como consejero (Jer. 18,18). El sabio no impone sus enseñanzas,
sino que las propone suavemente con objeto de persuadir y de convertir la enseñanza
en convicción personal; dirige sus consejos a quienes los solicitan o los
aceptan y suele hacerlo de manera impersonal, a veces interrogativa, para avivar
la curiosidad del interlocutor obligándole a la reflexión. Podemos destacar
tres rasgos:
-el sabio tiene un gran
sentido de la realidad, propio del hombre de buen criterio que observa y
reflexiona y cuyas observaciones son concretas y pertinentes (ver, por ejemplo,
Prov. 15,12; 20,14; 22,13).
-tiene una fe viva en el
Dios sabio, omnisciente y omnipotente; por eso, además de la experiencia,
medita día y noche la ley del Señor (Sal. 1,2) y se esfuerza en descubrir la
sabiduría divina manifestada en la creación y en la historia del pueblo de
Dios (Sab. 10-19). No se trata de una moral laica (Prov. 15,16; 16,9) y la clave
y fuente de toda sabiduría está en el temor del Señor (Eclo. 1,1-10; Sab.
9,1-18; Prov. 2,5-8).
-transmite una visión de
la vida que repercute en la conducta cotidiana del hombre; el sabio
no sólo juzga el mundo a la luz de la fe, sino que ofrece innumerables consejos
prácticos que ayudan a vivir; realiza una especie de humanismo religioso que,
por medio de la observación y la reflexión religiosa, vivifica todos los
valores humanos desde la fe y desde la sabiduría divina; en efecto, toda
sabiduría del hombre consiste en imitar a Dios y en ser fiel a la ley (cfr. el
retrato del escriba hecho por Ben Sira: Eclo. 39,1-11).
He aquí los principales
escritos de los sabios en este periodo:
+Proverbios.
Es la colección de textos sapienciales más antiguos. Recibe este nombre por
las numerosas sentencias que contiene y que suponen muchos siglos de tradición;
fue recopilado el 480 a.C. por un autor anónimo que escribió un magnífico
prólogo doctrinal sobre la sabiduría (c.1-9). El libro enuncia los medios para
conseguir la felicidad, que depende esencialmente de la rectitud moral y de la
correcta relación del hombre con
Dios (el «temor del Señor»: respeto religioso, sumisión a Dios y obediencia
a sus mandatos).
+Job.
Este libro, escrito hacia el 450 a.C. plantea el problema del sufrimiento del
justo. Un hombre de excepcional bondad, del cual dice el mismo Yahveh que «no
hay otro como él en la tierra» (1,8), se ve sumido en la desgracia
total. Se pone en tela de juicio el principio de la retribución temporal, según
el cual al justo le va bien en este mundo. Después de una serie de diálogos
que ponen de relieve lo desconcertante del misterio para la inteligencia humana,
el libro llega a la conclusión de que el hombre, incapaz de comprender las
maravillas de la naturaleza, impotente para penetrar las sendas de Dios, debe
someterse y adorar la sabiduría divina. El sufrimiento humano es un misterio
que Dios conoce pero que el hombre no alcanza; el dolor tiene un sentido
-desconocido para el hombre- que no contradice la infinita bondad y justicia de
Dios.
+Eclesiastés
(Qohélet). Hacia el 250 a.C. un hombre con experiencia escribe el fruto de sus
reflexiones. Afirma de manera absolutamente clara y tajante que no ha
encontrado la felicidad en nada de este mundo y atestigua la vanidad de los
placeres, de las riquezas, de la ciencia y de los esfuerzos humanos (1,2-3). No
es que menosprecie las alegrías honestas, pero las juzga incapaces de
satisfacer las más profundas aspiraciones del corazón humano. Al subrayar lo
precario e insatisfactorio de todo lo terreno está preparando la revelación de
la existencia del más allá.
+Eclesiástico
(Sirácida). Hacia el 190 a.C. Jesús
Ben Sirá, convencido de que la auténtica Sabiduría radica en Israel,
compone una especie de «manual de conducta moral» capaz de hacer atractiva
la ley judía para los espíritus helénicos que se dejaban seducir por el
refinamiento de la civilización pagana. El libro contiene dos partes, la
primera con consejos de moral y pecados que han de evitarse (c. 1-42), la
segunda un elogio de las obras del Señor y de los justos de Israel (c. 42-50).
+Sabiduría.
Este libro, escrito en griego, probablemente en Alejandría, entre el 100 y el
50 a.C., afirma claramente la inmortalidad del alma (Sab. 3,1-8; cfr. Dan.
12,2-3; 2Mac. 7,9). A la vez pretende demostrar la superioridad de la sabiduría
israelita, revelada por Dios, sobre la filosofía pagana.
La reflexión sapiencial, al
presentar a la sabiduría como personificada e incluso preexistente junto a
Dios (Prov. 1-2; Eclo. 24; Sab. 6-9), prepara el camino a la revelación de
Cristo; en efecto, Jesús no sólo aparecerá lleno de sabiduría (Mt. 12,42)
sino que Él mismo es la Sabiduría (1Cor. 1,24), la Palabra que estaba junto al
Padre y se nos manifestó (Jn.1).
5.- Los pobres de Yahveh
Durante este periodo de la
historia de Israel va decantándose en el seno de la comunidad un grupo, los
anawim o pobres de Yahveh, que son como el alma de dicha comunidad. Ellos son
los que en el pueblo de Dios mantuvieron firme y pura la esperanza en la salvación
por obra de Yahveh sin mezclarla con ambiciones materiales o nacionalistas. La
esperanza de los anawim penetra en el Nuevo Testamento, acogiendo la salvación
tal como Dios la envía, por caminos tan distintos de los que el pueblo soñaba.
Sofonías, hacia el 630 a.C.,
había sido el primero en utilizar el lenguaje de la pobreza en el sentido
religioso (Sof. 2,3; 3,11-13). En este sentido el pobre se identifica con el
humilde y la pobreza con la apertura a Dios, el ansia de Dios, la confianza en
Él, la fidelidad a su alianza. También Jeremías había vivido esta actitud
del pobre: las persecuciones de que fue objeto con tanta crudeza le llevaron a
la confianza y al abandono en Yahveh (Jer. 20,11-13). En la época del exilio
aparece la figura del Siervo de Yahveh (Is. 42,1-7; 49,1-6; 50,4-9;
52,13-53,12), el pobre de Dios por excelencia, que será causa de salvación
para todos los pueblos. Finalmente, la figura de Job, hacia mediados del siglo V
a.C., delinea perfectamente la figura del pobre: siendo inocente, ha perdido
todos sus bienes, sufre en su carne y en sus afectos; renunciando a reivindicar
su inocencia ante Yahveh, acepta en silencio, humildemente, su dolorosa
condición con fe absoluta en la
santidad y la justicia del Señor (Job 42,2-6).
Según esto, se pueden indicar
algunas características de los pobres de Yahveh, esa comunidad forjada en la
miseria y en el sufrimiento que fue el origen de la restauración y renovación
religiosa de Israel (cfr. también Sal. 22; 35; 55; Eclo. 51,1-12; Lam. 3,1-66):
a)
la pobreza real o sus equivalentes (enfermedad, persecución, horfandad, destierro..); en
definitiva, pobre es aquel a quien le han fallado las seguridades humanas, que
experimenta la indigencia en sus múltiples manifestaciones, que siente además
la incapacidad para salir de su situación y se encuentra aplastado bajo el peso
del dolor.
b) la actitud de humildad:
la experiencia de humillación le ha hecho humilde; el sufrimiento le ha hecho
experimentar su impotencia, su incapacidad para salvarse por sí mismo.
c)
fe y confianza
absolutas en Dios: la conciencia de su propia limitación impulsa al pobre a
acudir confiado en busca de auxilio al único que puede dárselo. Y lo hace con
una confianza sin límites, poniendo los ojos en el Señor y esperando de Él
solo continuamente la salvación. La pobreza es la actitud de desnudez absoluta
delante de Dios, de entrega plena y confiada en manos de Yahveh, en la esperanza
y en la seguridad de que Él le salvará. Como, además, la máxima experiencia
de miseria y de opresión es el pecado, la petición de salvación que hace el
pobre de Yahveh va acompañada del reconocimiento de sus culpas y de la petición
de perdón y conversión.
d) acogida de los débiles
y pequeños: la experiencia personal
de humillación hace al pobre de Yahveh sumamente comprensivo y solícito con
todos aquellos que sufren pruebas semejantes.
Así entendida y vivida la
pobreza es la actitud religiosa perfecta; en
las antípodas del pretender «ser como Dios», el pobre pone en manos de Dios
su salvación, en la certeza de que no le fallará aunque le conduzca por
caminos desconcertantes e incomprensibles. Desprendido de sí mismo, la
pobreza más radical, el hombre se encuentra con Dios y es su amigo. Por eso no
es extraño que en este contexto germinase la expectativa mesiánica más pura:
se espera un Mesías humilde (Zac. 9,9), amigo de los pequeños (Is. 11,4), que
anunciará a los pobres la buena nueva de la salvación (Is 61,1-3).
Esta corriente empalma con el
Nuevo Testamento y penetra en él. Pobres de Yahveh son el anciano Simeón, la
profetisa Ana, Juan el Bautista... Sobre todo María, que resume en su corazón
la inmensa espera de los anawim y su enorme deseo de acoger a Dios plenamente;
ella recoge todos sus anhelos y aspiraciones y los manifiesta en el Magníficat,
expresión perfecta del alma de los pobres de Yahveh. Más aún, el perfecto
pobre de Yahveh es Jesús mismo, que colmado de sufrimientos se abandona
enteramente en las manos de su Padre. Y este espíritu de los anawim, llevado a
la perfección, es el que revela todo el Sermón de la montaña, consagrando
de una vez por todas la pobreza como camino necesario para acoger el Reino de
Dios: «Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el Reino de los
cielos» (Mt. 5,3).
6.- Textos principales
Proverbios 8,12-36; 19
Job 1-2; 38,1 -40,5
Eclesiastés 1,12 -2,26;
12,1-8
Eclesiástico 3,30-4,10;
24,1-34; 39,1-11; 48,1-11)
Sabiduría 2,21 -3,12;
5,14-16; 9
Salmo 119
Sofonías 2,1.3; 3,11-20
Jeremías 20,7-13
Isaías 52,13 -53,12
Salmo 22
Lamentaciones 3
Mateo 5.3-12