7
La boca de Yahveh: los profetas
A lo largo de la historia de
la salvación los profetas han desempeñado un papel fundamental. En la Antigua
alianza ellos son un punto de referencia decisivo para el pueblo de Dios en las
épocas más difíciles de su historia; se sitúan entre el siglo VIII y el
siglo II a.C., aunque las figuras más representativas viven entre el siglo VIII
y el siglo V. Ellos son los portavoces de Yahveh en medio de las circunstancias
en que les toca vivir, iluminando, denunciando, suscitando esperanza... Tienen
conciencia de que su mensaje no proviene de sí mismos, sino de que ellos son
simple y escuetamente «la boca de Yahveh», el instrumento a través del cual
el Dios de la alianza no deja de hablar a su pueblo.
1.- Los profetas en su tiempo
Es imposible entender a los
profetas fuera de su contexto histórico. Aunque su mensaje tenga valor
universal por ser revelación de Dios, sin embargo no se puede entender abstraído
de su contexto, pues su palabra responde a circunstancias muy concretas históricas,
sociales y religiosas.
Después del cisma sigue un
período de lucha entre los dos reinos, sin que ninguno llegue a prevalecer.
Cuando ven que su enfrentamiento sólo sirve para que se independicen los
pueblos sometidos por David, hacen las paces y se alían contra los arameos de
Damasco primero y contra los asirios después. Con Josafat de Judá (873-849) y
con Omrí (876-869) y Ajab (869-850) en Israel ambos reinos alcanzan gran
esplendor político (cfr.1Re. 16-22).
Con la prosperidad económica
se dispara el lujo y la injusticia de los poderosos para con los pobres (cfr. el
episodio de la viña de Nabot, 1Re. 21). A la vez se acrecienta la idolatría,
sobre todo en el reino del norte, que sufre más directamente el influjo de los
pueblos paganos. En este contexto surge Elías, que durante el reinado de
Ajab y su esposa Jezabel en el reino del norte combate el culto de Baal y lucha
por la fidelidad al yahvismo; su mismo nombre (que significa «mi Dios es Yahveh»)
es como un grito de guerra de este «profeta de fuego» (Sir. 48,1). Aunque su
predicación no ha quedado recogida por escrito, toda la tradición bíblica
considera a Elías como el prototipo de profeta (Mal. 3,23; Lc. 1,17; Mt.
17,10-13) (Ciclo de Elías: 1Re. 17-22; 2Re. 1-2). Después de Elías actúa su
discípulo Eliseo; (1Re. 2-13).
En el siglo VIII, con la
decadencia de Asiria, que a su vez había eliminado a los arameos, Israel y Judá
recuperan las dimensiones del reino unido bajo David (cfr. 2Re. 13-14).
Protagonistas de ello son Jeroboam II (785-745) en Israel y Azarías y Osías
(795-739) en Judá. Se recrudece la situación de injusticia y, aunque se sigue
dando culto a Yahveh, se trata en realidad de un culto vacío que encubre la
opresión a los pobres. En este contexto surgen los primeros profetas
escritores: Amós y Oseas en el reino del norte, y en el del sur Isaías y
Miqueas.
Hacia el año 750, bajo el
reinado de Jeroboam II, Amós, pastor de Técoa, pueblo cercano a Belén,
penetra en Samaría para anunciar la palabra de Yahveh. Con su alma recia y
sincera de campesino, denuncia vigorosamente las injusticias
(opresión de los humildes, corrupción de los jueces), la disolución de
las costumbres y el formalismo del culto (Am. 2,6-8; 5,12; 5, 21-22; 6, 4ss).
Como consecuencia de esta corrupción predice el juicio y el castigo que llegará
al pueblo del Día de Yahveh (Am. 5,18-20) a pesar de lo cual anuncia -por
primera vez en los profetas- la esperanza de salvación de un «resto» (Am.
5,15).
Poco después de Amós, Oseas
denuncia los mismos abusos pero insiste más que aquel en la vida religiosa y en
el culto, combatiendo el formalismo falso (Os. 6,6; 8,11-13). También predice
el castigo (por ejemplo Os. 8,14; 9,1-6), pero subraya que todas las pruebas serán
una llamada del amor divino para que Israel vuelva al Señor. El amor de Dios a
Israel se representa bajo el símbolo del amor conyugal (Os. 2, que es una de
las páginas más bellas de la Biblia) y bajo la imagen del amor paternal y
maternal (Os. 11,1-4). Al final, por encima de todas las infidelidades del
pueblo y de todos los castigos de su Dios -signo también de su misericordia-
triunfará el perdón, porque «soy Dios y no hombre» (dice Yahveh por
el profeta: Os. 11, 8-9).
Isaías,
hombre culto y de familia relevante de la casa de Judá ejerce su ministerio en
Jerusalén a partir del año 740. Su predicación arranca de una fuerte
experiencia de la santidad de Yahveh (Is. 6), que reclama también la santidad
de los creyentes, sobre todo en lo referente a la justicia y a la rectitud
interior, sin las cuales el culto se reduce a unos cuantos ritos vacíos de
sentido (Is. 1,10-23). Isaías es además el profeta de la fe que exige
depositar toda la confianza en sólo Dios (Is. 26,2-5;30,15) rechazando el
apoyarse en alianzas políticas que entrañan múltiples contactos religiosos
que hacen peligrar la pureza de la fe en Yahveh y que son inútiles (Is. 30,1-5;
31,1-3; 8,12-13). Predice también el castigo que vendría como consecuencia de
los pecados de Israel, pero también afirma poderosamente la perseverancia y la
fidelidad de algunos, el «resto de Israel» (Is.10,20-23). Finalmente son célebres
sus profecías mesiánicas, especialmente las del «libro del Emmanuel»
(7,10-17; 9,1-6; 11,1-9).
Miqueas,
contemporáneo de Isaías, no dejó una colección tan abundante de textos como
este, pero su ministerio dejó una profunda huella en Jerusalén (Jer.26,18-19).
Sus palabras claras y concretas y su amor hacia los humildes y pequeños
recuerdan mucho el estilo de Amós, hijo también de labradores judíos. Junto a
la predicción de la ruina de Samaría y del castigo que amenaza a Judá,
Miqueas centra la esperanza de restauración en el Mesías que será
descendiente de David (Mi.5,1-3, que citará Mt.2,6).
Con la muerte de Jeroboam II
se manifiesta toda la corrupción y deterioro del reino del norte, comenzando un
período de anarquía en que los reyes se suceden asesinándose unos a otros
(2Re.15). Mientras tanto, Asíria ha resurgido y encuentra una ocasión para
intervenir en Israel al ser llamada por el rey de Judá, Ajaz, a quien el rey
de Israel y el de Damasco han hecho la guerra por no aliarse con ellos contra a
los asirios (cfr. Is. 7). Tiglat-Pilesar III realiza una incursión de castigo
(2Re. 15,29) que repetirá años después Salmanasar V con ocasión de una nueva
rebelión del rey de Israel, Oseas, y culminará Sargón II con el cerco y la
destrucción de la capital, Samaria, y la deportación del pueblo en el año 721
(2Re.17).
Judá ha podido escapar del
desastre gracias a la declaración de vasallaje del rey Ajaz. Pero el precio ha
sido caro, pues además de pagar un elevado tributo, que repercute sobre el
pueblo, sobre los pobres, Ajaz se ha visto forzado a aceptar la religión del
vencedor y, en consecuencia, a fomentar la idolatría (cfr. 2Re.16; Is.2; Miq.5).
Su hijo Ezequías, orientado por Isaías, trata de rectificar realizando una
amplia reforma religiosa que inevitablemente debía conducir a la rebelión
contra Asiria; cuando esta se lleva a cabo, Jerusalén es liberada
prodigiosamente del inminente castigo de Senaquerib (2Re.18-19; 2Cron.29,31; Is.14,24-27;
17,12-14). Su hijo Manasés se somete de nuevo a Asiria, llevando el paganismo a
su máximo esplendor en Judá (2Re.21,3-7) y quedando como prototipo de rey impío,
causante de la destrucción del reino un siglo más tarde.
Cuando sube al trono Josías,
nieto de Manasés, Asiria está a punto de caer bajo el poder del nuevo imperio
babilónico. La situación permite a Judá recuperar la independencia plena e
incluso extender sus dominios al antiguo reino del Norte. Más aún, realiza una
amplia y profunda reforma religiosa de acuerdo con el recién descubierto «Libro
de la Ley» (Deuteronomio) (año 622), celebrando la pascua con gran esplendor y
renovando la alianza con Yahveh (2Re. 22-23; 2Cron.34-35). Esta reforma fue
alentada y guiada por Sofonías y Jeremías.
En la época inmediatamente
anterior al exilio destaca el profeta Jeremías entre sus contemporáneos
Sofonías, Nahum y Habacuc. De familia sacerdotal, Jeremías
nace cerca de Jerusalén hacia el año 645. De rica sensibilidad y piedad auténtica
y sincera, es llamado por Yahveh el año 627, ejerciendo su ministerio con una
fidelidad ejemplar en medio de toda clase de sufrimientos. Obligado a profetizar
calamidades contra su propia patria, se ve cruelmente perseguido, pero no deja
de anunciar las palabras de Yahveh. Aunque su vida parece terminar en el fracaso
total, su influjo fue enorme en la época del exilio y después del exilio,
siendo el impulsor de una religión más auténtica -la espiritualidad de los
pobres de Yahveh- y el anunciador de la nueva alianza.
Con la muerte del rey Josías,
Judá se precipita rápidamente hacia la ruina. Babilonia está en todo su
apogeo, pero los ineptos reyes de Judá se rebelan una y otra vez contra ella,
confiando en la ayuda de Egipto que nunca llega. Finalmente Nabucodonosor se verá
obligado a someter a Judá y a deportar una parte escogida de su población,
llegando incluso a destruir Jerusalén y el templo de Salomón. Entre los
deportados irá un sacerdote que años después se constituirá en el guía
espiritual del pueblo en el exilio: Ezequiel.
2.- Identidad y misión del profeta
A menudo se tiene la idea de
que el profeta es alguien que predice el futuro. De hecho es cierto que algunos
profetas de Israel predijeron acontecimientos humanamente imprevisibles que se
cumplieron muchos años más tarde. Pero lo propio del profeta es hablar en
nombre de Yahveh. El profeta es esencialmente la «boca de Yahveh» (v. Jer.
15, 19; Is. 30,2), el órgano o instrumento a través del cual Dios manifiesta a
los hombres su palabra. Lo mismo si predice el futuro que si realiza cualquier
otro anuncio, lo decisivo es que Dios mismo pone sus palabras en la boca del
profeta (Jer.1,9; Éx. 4,12).
El punto de partida de la misión
del profeta es la llamada de Dios. A diferencia de los falsos profetas,
que hablan por iniciativa propia (Jer. 23,21) y por eso sólo dicen falsedades
que extravían al pueblo (Jer, 23,32), el profeta auténtico surge por
iniciativa de Yahveh. Esta iniciativa irrumpe en la vida del profeta
transformando sus planes y sacándole del camino que seguía (Am. 7,14-15),
eligiendo al profeta a pesar de su limitaciones y objeciones (Jer 1,5-8; Éx.4,10-12),
actuando incluso con violencia sobre él para que ejecute los planes de Yahveh y
transmita su palabra (Ez. 3,14; 8,3; Am.3,3-9).
Apoyados en esta iniciativa y
llamada de Dios, los profetas claman denunciando el culto hipócrita y
formalista, la idolatría, las injusticias sociales, el lujo, la corrupción de
las costumbres. Defensores de los
derechos de Dios exigen fidelidad a la alianza y reclaman la conversión de un
pueblo reiteradamente infiel. Defienden los derechos de los pobres porque la
injusticia cometida con ellos ofende al mismo Yahveh. Anuncian el juicio de Dios
y amenazan con los castigos divinos, que en realidad son consecuencia de
los propios pecados del pueblo y de los cuales, por otra parte, se sirve Yahveh
para provocar la conversión y reconducir al pueblo a sí mismo. Son portadores
de la promesa de salvación y restauración para el pueblo de Dios, cuando
se abre sinceramente a su Dios. Así van preparando el camino para la venida del
Mesías.
La fidelidad al Señor y a la
palabra recibida de Él les acarreará sufrimientos incontables. Jeremías
será acusado de conspirar contra el rey y conducido a prisión (Jer 20,2;
37,15-16); también Miqueas será encarcelado (1Re. 22,26-27). La certeza de
haber recibido un mensaje del Señor les impide callarlo o disimularlo.
Particularmente significativa es, conocida por sus propias «confesiones», la
«pasión» de Jeremías, el drama por él sufrido a causa de su fidelidad a la
palabra de Yahveh (Jer. 15,10-21; 20,7-13).
Heraldos de Dios, los profetas
son luces encendidas en medio de la historia. Arrojan en la aparente ambigüedad
de los acontecimientos la potente luz de Dios. Con su fe vigorosa en un Dios que
actúa en la naturaleza y en la historia interpretan los sucesos
contemporáneos. Inspirados por el Espíritu, sacan también enseñanzas
de los acontecimientos de la historia pasada y proyectan la luz de Dios hacia el
porvenir. Así, se convierten en guías del pueblo de Dios, aunque a menudo
incomprendidos por sus contemporáneos. Su enseñanza luminosa, el testimonio
de su fe y su esperanza, su energía indomable frente al pecado en cualquiera
de sus formas... sigue siendo una referencia
fundamental también para nosotros
cristianos.
3.- Profetismo cristiano
En los últimos siglos del
judaísmo desaparecen los profetas; el Salmo 74,9 lamenta este hecho (cfr. Lam.
2,9; Sal. 77,9). Sin embargo, los judíos de la época del Nuevo Testamento
esperan la llegada de un profeta, del gran profeta de los últimos tiempos
anunciado por Moisés (Dt. 18,15-18).
De hecho Juan Bautista fue
saludado con entusiasmo por el pueblo judío como profeta (Mt. 11,9). También
la predicación de Jesús produjo un fuerte impacto y fue considerado como
profeta (Lc. 7,16; 24,19), más aún, como el profeta esperado, el que
tenía que venir en los últimos tiempos (Jn. 5,14; 7,40).
En muchos aspectos Jesús actúa
como un profeta: como ellos denuncia los pecados, llama a la conversión y
anuncia el Reino de Dios, como ellos es perseguido y rechazado por su pueblo...
Jesús mismo expresa su conciencia de ser profeta (Lc. 13,33), pero a la vez se
considera superior a todos los profetas (ver, por ejemplo, en la parábola de
los viñadores homicidas el contraste entre «los siervos» y «el hijo»: Mt.
21,33-41) y manifiesta que ha venido a dar perfección y cumplimiento a lo enseñado
por los antiguos profetas (Mt. 5,17).
En realidad, Jesús es «más
que profeta», pues no sólo transmite las palabras de Dios, sino que Él mismo
es la Palabra personal del Padre (Jn. 1,1-18); mientras que antes Dios había
hablado en diversas ocasiones y por diversos medios a través de los profetas,
ahora, en los últimos tiempos, ha hablado en el Hijo (Heb. 1,1-2)
En el Nuevo Testamento
encontramos testimonios de la existencia del carisma de profecía en la Iglesia
primitiva (Hech. 11,17ss; 13,1; 21,9-11; 1Cor. 13,8; 14,1-5). Pero lo más
interesante es que la novedad traída por Cristo ha hecho que todos los
cristianos sean profetas: el día de Pentecostés Pedro constata (Hech. 2,14-21)
que se ha cumplido la profecía de Joel («Derramaré mi Espíritu sobre toda
carne y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas»: Jl. 3,1-2). Se ha
cumplido el deseo de Moisés (“¡ojalá todo el pueblo de Dios fuera
profeta!”: Núm. 11,29): la Iglesia es un pueblo profético. Sólo
resta que cada uno de sus miembros actúe y ejercite ese don y esa misión profética
en la docilidad al Espíritu; esto es lo que han realizado de manera eminente
los santos, que al estar abiertos a la acción y al impulso del Espíritu han
sido instrumento de renovación en la Iglesia en cada una de sus épocas.
4.- Textos principales
Isaías 6
Jeremías 1
Ezequiel 1-3
Oseas 1-2; 11
Amós 7
Deuteronomio 18