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Ungidos de Yahveh: David y la monarquía
1.- Datos históricos
Ya hemos visto cómo la
conquista de Canaán fue lenta y progresiva. Poco a poco, las tribus se van
instalando en la Tierra prometida. Durante bastante tiempo -unos 200 años- cada
tribu conserva su autonomía y su independencia. Pero se sienten hermanas,
aglutinadas por un vínculo religioso en torno al principal santuario común en
Silo donde también hay una especie de consejo de ancianos para dirimir los
posibles litigios entre las tribus. Esta hermandad se expresa también en la
ayuda militar que se prestan mutuamente cuando alguna de las tribus se encuentra
amenazada por los enemigos de alrededor. Esta es la situación que refleja el
libro de los Jueces.
Sin embargo, esta situación
es bastante precaria. Y se percibe sobre todo ante la amenaza y la presión de
los filisteos. Este pueblo llegado a Palestina poco después de los hebreos e
instalados en la franja costera suroccidental, pretende hacerse dueño del
territorio ocupado por las tribus israelitas. Ante la presencia de este enemigo,
superior en fuerza y en técnica guerrera, las tribus deciden unirse bajo una
cabeza común. Esto ocurre a finales del siglo XI a.C., cuando Samuel unge a Saúl
como primer rey de Israel.
Tras una serie de actuaciones
fulgurantes que consolidan al pueblo de Israel, Saúl cae en desgracia; una
serie de actuaciones desacertadas, fruto de su desequilibrio psíquico -usurpación
de las funciones sacerdotales, persecución de David, asesinato de los
sacerdotes de Nob...- le hacen caer en descrédito.
Cuando mueren él y su hijo Jonatán luchando con los filisteos en los montes de
Gelboé, David es aclamado rey.
David reina en Hebrón durante
siete años como rey de Judá, pero finalmente es aceptado como rey también por
las tribus del norte. Con David se afianza la unidad de las tribus y el poderío
de Israel. Conquista los enclaves cananeos que todavía permanecían en el
territorio israelita desde la época de la entrada de las tribus en Canaán.
Conquista Jerusalén y la convierte en capital religiosa y política de Israel
con gran acierto, pues hace de bisagra entre las tribus del norte y las del sur.
Sobre todo, libera a Israel de manera definitiva de la presión de los
filisteos, convirtiéndolos en vasallos. Finalmente, unificado y consolidado el
reino, la emprende con los enemigos de alrededor que tanto habían molestado a
Israel en épocas anteriores; así somete a Amón, Moab, Edóm, las tribus
arameas y los sirios.
Por medio del profeta Natán,
Yahveh sella alianza con David (2 Sam. 7), concretando la alianza establecida
con todo el pueblo y prometiéndole que sus descendientes reinarán por siempre
como ungidos de Yahveh.
A David le sucede su hijo
Salomón, que conserva la unidad y estabilidad del reino, alcanzando un notable
desarrollo económico y construyendo el templo de Jerusalén. Pero a su muerte
(año 931 a.C.), se derrumba la unidad política con el cisma de Jeroboam,
constituyéndose dos reinos, el del norte o de Israel (que durará hasta que en
el año 721 caiga en manos de los asirios) y el del Sur o de Judá (que durará
hasta el año 587, en que será conquistado por los babilonios). A partir del
cisma ambos reinos seguirán caminos paralelos, a veces aliados y a veces
enfrentados.
En realidad, el descontento ya
existía durante el reinado de Salomón. El lujo y la fastuosidad de su corte le
llevaron a exigir impuestos desmedidos e incluso prestaciones personales. A su
muerte, las tribus del norte exigen a su hijo Roboán una mejora de las
condiciones de vida; pero como el nuevo rey no accede, mostrándose inflexible,
las diez tribus del norte se rebelan y se independizan acaudillados por Jeroboam.
2.- Infidelidad del pueblo y fidelidad de Dios
El libro de los Jueces
interpreta la etapa que nos relata desde una perspectiva simple pero esencial (Jue.
2,11-19): una y otra vez el pueblo se aparta de su Dios cayendo en la idolatría
y entonces Yahveh los entrega en manos de sus enemigos; ante las calamidades que
le afligen el pueblo clama a su Dios y este les envía un juez que les liberte.
Dentro de su simplismo está
subyaciendo algo fundamental: que a lo largo de su historia el pueblo es infiel
una y otra vez y que Yahveh, en cambio, permanece fiel hasta el punto de que se
sirve de las mismas calamidades que
afligen al pueblo -fruto de sus propias opciones y de su alejamiento de Dios-
como reclamo para que el pueblo recapacite y vuelva a su Dios (cfr. en este
sentido el precioso texto de Os. 2).
Y en la etapa de la monarquía
la historia se repite. El pueblo cae en el peligro advertido en Dt. 8,7-20: en
vez de acoger la Tierra y todo lo que conlleva como don de Dios que debe
conducirles a bendecir a Yahveh, el pueblo se apropia ese don, se hace
autosuficiente, se instala en la Tierra y se olvida de su Dios; la consecuencia
es que al olvidar a Yahveh y desoír su voz, al dar culto a otros dioses, el
pueblo acaba pereciendo. Pero el pueblo no aprende la lección. Y el segundo
libro de los reyes explicará que la ruina definitiva del reino de Israel se
deberá a los reiterados pecados del pueblo y de sus reyes (2Re. 17,7-23).
Pese a lo cual triunfará la fidelidad de Dios y su misericordia, pues el mismo
destierro servirá a Israel de purificación y renovación, como veremos.
3.- Yahveh Rey y su Ungido
Varios salmos (p. ej.
93,96,97,99) aclaman a Yahveh como rey. Con su profundo sentido religioso el
pueblo de Israel estaba convencido de que ellos eran un pueblo santo, un reino
de sacerdotes (Éx. 19,6) y que el Señor era su único Soberano.
Por eso se entienden las
resistencias a tener un rey humano. Cuando al ver las campañas realizadas en
favor del pueblo, los israelitas quieren proclamar rey a Gedeón, este responde:
«No seré yo el que reine sobre vosotros, ni mi hijo; Yahveh será vuestro
rey» (Jue. 8,23). Y cuando a Samuel anciano le piden un rey para ser como los
demás pueblos, Dios mismo le dice: «no te han rechazado a ti, me han
rechazado a mí, para que no reine sobre ellos» (1Sam. 8,7).
Sin embargo, al mismo tiempo
el propio Samuel acaba entendiendo que las circunstancias históricas piden una
nueva organización del pueblo y que en ellas se manifiesta la voluntad de
Yahveh. Unge rey a Saúl, a quien Yahveh mismo ha elegido (1Sam. 9), quedando
como persona consagrada, instrumento y representante personal del Señor. Y
después de él, David y los demás reyes de Israel serán también ungidos y
constituidos lugartenientes de Yahveh. Los reyes de Israel tendrán no sólo el
poder militar y el gobierno, sino también el judicial (la primera cualidad de
un rey es ser justo: Sal. 72,1-2; Prov. 16,12) e incluso será responsable del
culto (2Sam. 24,25) y llegará a realizar actos sacerdotales (2Re. 16,12-15).
Entre estos dos aspectos no
hay en realidad contradicción. Si por un lado el rey es representante personal
de Yahveh, hasta el punto de ser adoptado por Él como hijo (Sal. 2,7); 110,3) y
de que su persona encarna el bien de sus súbditos y de que la prosperidad del
país depende de él (Sal.72), por otro lado tampoco es un dios (cfr. 2Re. 5-7;
Ez. 28, 2.9); a diferencia de lo que ocurría en otros pueblos vecinos en que el
rey era divinizado -el ejemplo más claro es Egipto-, la religión de Israel con
su fe en Yahveh, Dios personal, único y trascendente, hacía imposible toda
divinización del rey. El rey era representante personal de Yahveh: nada
menos, pero nada más. La unción engrandecía al rey, pero a la vez le
relativizaba, siendo Yahveh el único Rey. Cuando un rey humano pretenda usurpar
el lugar de Dios y deje de respetar los derechos de Dios será duramente
juzgado, pues aunque es persona sagrada no es intocable: según su fidelidad a
la alianza, los profetas se encargarán de realizar ese juicio.
4.- David, el Rey
Después del fracaso y la
decepción del reinado de Saúl, David encarnará el ideal de la monarquía,
conciliando el aspecto profano con el religioso y su condición de jefe político
con la de ungido de Yahveh.
En él resalta en primer lugar
la elección gratuita y libre por parte de Dios. David es un muchacho que
pastorea el rebaño de su padre; es el más pequeño de los hijos de Jesé. Y
sin embargo es el elegido por Yahveh como rey de su pueblo. Dios no elige al más
fuerte, al que se encuentra humanamente más preparado, sino lo más débil,
para manifestar su poder en la debilidad (cfr. 1Cor. 1,26-31; 2Cor. 12,8-10):»la
mirada de Dios no es como la mirada del hombre, pues el hombre mira las
apariencias, pero Yahveh mira el corazón». (1Sam. 16,7).
Ciertamente David cometerá
pecados (2Sam. 11;24). Pero su grandeza consistirá en permanecer delante de
Dios, en no enorgullecerse: «Mi Señor Yahveh, ¿quién soy yo y qué es mi
casa para que me hayas traído hasta aquí?» (2Sam. 7,18). Su
fuerza le viene de Dios, del espíritu de Yahveh que le unge y hace de él otro
hombre (1Sam. 16,13; cfr. 10,6).
Esto se pone de relieve
particularmente en el combate contra Goliat (1Sam. 17), episodio que resulta
emblemático de toda la vida y actividad de David. El pueblo de Israel es
atacado por un enemigo superior a sus fuerzas que le hace temblar (v. 11). Pero
el desprecio y agresión al pueblo de Dios (v. 10) es en realidad desprecio y
agresión a Yahveh mismo (v. 36). Por eso David se lanza a la batalla en notable
inferioridad (vv. 38-44) pero contando con el auxilio de Yahveh (v. 37), como él
mismo proclama: «Tú vienes a mí con espada, lanza y jabalina, pero yo voy
contra ti en nombre de Yahveh Sebaot, Dios de los ejércitos de Israel, a los
que has desafiado. Hoy mismo te entrega Yahveh en mis manos... y sabrá toda la
tierra que Israel tiene un Dios, y toda esta asamblea sabrá que no por la
espada ni por la lanza salva Yahveh, porque este es un combate de Yahveh y os
entrega en nuestras manos» (vv. 45-47).
Además de su grandeza de ánimo
perdonando la vida de Saúl que pretendía eliminarle a él y respetando al «ungido
de Yahveh» (1Sam. 24,7.11;26,9.16), destaca también su adhesión a la voluntad
de Dios manifestada en los acontecimientos; con ocasión de la revuelta de su
hijo Absalón, exclama: «Si he hallado gracia a los ojos de Yahveh, me hará
volver y me permitirá ver el arca y su morada. Y si Él dice: ‘No me has
agradado’ que me haga lo que mejor le parezca» (2Sam. 15,25-26;
cfr. 16,9-12).
5.- Jesús, hijo de David
A través del profeta Natán
la alianza de Yahveh con todo el pueblo se concreta en alianza con David y su
descendencia (2 Sam. 7). La promesa, que inmediatamente se refiere a un hijo
concreto de David, su sucesor Salomón, tiene una amplitud incomparable: «Tu
casa y tu reino permanecerán para siempre ante mí y tu trono estará firme
eternamente» (cfr. Sal. 89; 1Cron.17).
Ante la experiencia reiterada
de reyes malvados e ineptos, ante el hecho de que ningún sucesor de David
cumple la esperanza recogida en esos textos, y dado que los textos mismos están
abiertos a una plenitud mayor, poco a poco se va abriendo camino la esperanza de
que irrumpirá el poder de Yahveh suscitando un sucesor de David con el que se
realizará plenamente la esperanza mesiánica. Tanto los profetas (Is. 7,14-17;
9,1ss; 11,1ss; Ez.34, etc.) como los salmos reales (Sal. 2; 72; 110;) apuntan a
un Rey, Sacerdote e Hijo de Dios, que establecerá un reinado eterno y universal
realizando la restauración de todo.
Cuando haya desaparecido la
monarquía davídica, este ideal mesiánico se irá aquilatando y purificando;
ya no se esperará un monarca más, por perfecto que fuera, sino un rey ungido
por Yahveh a través del que Dios mismo actuará con todo su poder realizando su
plan de salvación en favor de su pueblo, salvándole no ya de los enemigos políticos,
sino del pecado y de todas sus consecuencias.
Esta
expectativa, que se fue intensificando con el paso de los siglos, se ha cumplido
en Jesús. Él es el hijo de David (Mt. 1,1.20; Lc. 1, 27.32) y como tal es
reconocido por el pueblo sencillo (Mt. 2,1-6; 21,9); sin embargo, a la vez que
hijo, es Señor de David (Mc. 12,35-37). Él es el Ungido (= Mesías = Cristo),
sobre el que reposa en plenitud el Espíritu de Dios (Mc. 1,10; Lc. 4,18) hasta
el punto de poder bautizar a todos con Espíritu Santo (Mc. 1,8). Él es
plenamente Rey, aunque ciertamente su reino no es de este mundo (Jn. 18,33-37);
no se realiza por el dominio despótico y tiránico sobre los demás, sino
mediante el servicio y el don sacrificado de la propia vida (Mc. 10, 41-45). Si
Jesús rechaza el título de Rey, de Mesías, de hijo de David, durante su vida
en condición terrena es por las implicaciones político-nacionalistas que
suponía. En cambio, después de su muerte, resurrección y ascensión Jesús es
entronizado y exaltado por Dios a su derecha como Rey (Hech. 2,22-36; Fil.
2,6-11); ahora puede ser proclamado abiertamente Rey, aunque su reino sólo
alcanzará su consumación plena al final de los tiempos cuando Dios sea todo en
todos y reine poniendo a todos sus enemigos bajo sus pies (1Cor. 15,
23ss; Col. 3,1; Ap. 22,4-5.16)
6.- Textos principales
Jueces
1-2: 6-8
1
Samuel 1-2; 16-17; 24; 26
2
Samuel 1-2; 5-7; 11-12; 15-19; 24
1
Crónicas 22
Salmos
2; 18; 45; 69; 72; 110
Isaías
7-11
Ezequiel 17; 34