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El difícil camino hacia la posesión de la tierra
Liberado de la esclavitud y
vinculado a Yahveh en alianza santa, el pueblo de Dios prosigue su camino. Ya
antes de la Alianza (Éx. 15-18) el pueblo avanza por el desierto, y después de
concluida proseguirá su peregrinación: 40 años -es decir, aproximadamente el
tiempo de una generación- durará esta etapa de la historia de Israel. Pero
esta peregrinación tiene una meta: la Tierra que el Señor había prometido a
los padres ya desde antiguo (Gén. 12,7; 17,8). Ambos hechos («el Señor nos
condujo por el desierto» ;»el Señor nos dio una tierra que mana leche y miel»)
serán en adelante parte esencial de la fe de Israel, es decir, de aquellos
acontecimientos fundamentales en que los israelitas vieron claramente la mano
de Yahveh actuando en su favor.
1.- Datos históricos
Acerca del largo período del
desierto la Biblia no nos da con detalle y claridad el recorrido de los
israelitas, interesada -como siempre- en descubrir el sentido religioso de esos
hechos. Lo único que parece claro es que estas tribus -aglutinadas por la
experiencia del Éxodo y de la alianza- intentan penetrar en Canaán por el Sur,
pero son rechazadas; en consecuencia, se ven obligadas a permanecer bastante
tiempo en el oasis de Cadés y a proseguir su peregrinación por el desierto
dando diversos rodeos; finalmente entran en la Tierra prometida por el este a
través del Jordán, frente a Jericó.
El momento histórico para la
conquista de Canaán (hacia el 1250-1200 a. C.) era inmejorable, pues los
grandes imperios estaban en plena decadencia: Egipto, después del esplendor del
los Ramsés, había iniciado el letargo y Asiria aún no había levantado
cabeza. Los habitantes de Canaán se encontraban establecidos en ciudades-estado
independientes entre sí, incapaces de hacer causa común y de defenderse ante
el empuje de las tribus nómadas que penetraban con entusiasmo y decisión.
Abundantes testimonios arqueológicos
confirman que en la 2ª mitad del s. XIII a.C. hubo una invasión violenta por
el este de Palestina. Pero a pesar de la guerra santa que practicaban, los
israelitas no exterminaron ni mucho menos toda la población cananea; aun
destruyendo varias ciudades fortificadas, gran parte de los habitante de Canaán
fueron asimilados por Israel (cfr. el pacto de Jos. 24).
Según atestigua el libro de
Josué, la conquista no fue fácil ni rápida. Después de tomar las ciudades de
Jericó y Ay los cananeos se atemorizaron; los habitantes de Gabaón buscaron
inmediatamente la paz, consiguiendo un tratado con los israelitas. Josué obtuvo
una serie de victorias en el sur y luego se dirigió hacia el norte para
derrotar a los aliados del rey de Jasor. Los israelitas lograron establecerse
en el territorio conquistado, repartiéndolo entre las diversas tribus. A pesar
de todo, los filisteos permanecieron en sus ciudades de la llanura costera y los
cananeos seguían controlando muchas ciudades del interior. El libro de los
Jueces es testigo de los frecuentes combates con estos vecinos incómodos y con
los otros pueblos de alrededor (Moab, Amón, Madián...)
2.- La experiencia del desierto
Nada más vivir el
acontecimiento de la liberación, el pueblo de Israel tienta a Dios quejándose
de Él y protestando contra Él (Éx. 16,3;17,2-3). Los mismos que habían
aclamado a Yahveh y exultado con su victoria (Éx. 15) ahora desconfían de Él,
se rebelan contra sus planes.
Ciertamente el camino por el
desierto es incómodo y difícil, pues se carece de todo; en medio de ese
inmenso sequedal el pueblo se encuentra sin ayuda alguna, sin seguridad de
ningún tipo. Pero precisamente entonces es cuando debían confiar plenamente en
el auxilio de su Dios, que les había dado pruebas de su poder y de su protección.
El desierto era una ocasión preciosa para experimentar la maravillosa
providencia de Dios: «en el desierto...has visto que Yahveh tu Dios te llevaba
como un hombre lleva a su hijo, a todo lo largo del camino que habéis recorrido
hasta llegar a este lugar» (Dt. 1,31); Sin embargo, «ni aun así confiasteis
en Yahveh vuestro Dios, que era el que os precedía en el camino y os buscaba
lugar donde acampar, con el fuego durante la noche para alumbrar el camino que
debíais seguir, y con la nube durante el día» (Dt. 1,32-33).
Después de la experiencia
gozosa de la liberación, en que Israel ha palpado la mano de Dios que intervenía
en su favor, las dificultades del desierto son una llamada a vivir de la de, es
decir, a fiarse de ese Dios que les ha dado pruebas de su amor y de su poder, a
confiar en que Yahveh que ha intervenido en su favor seguirá interviniendo. En
este sentido el desierto es lugar de prueba, ocasión de fiarse de Yahveh cuando
no se le ve, cuando aparecen las dificultades y se está al límite de las
fuerzas (Dt. 8,2-6). En el desierto Israel es llamado a vivir en toda su
profundidad la aventura de la fe.
De hecho, el pecado de Israel
en el desierto es la falta de fe («en su palabra no tuvieron fe»: Sal.
106,24): se quejan de las dificultades del camino (Éx. 15,23-24) que Yahveh
permite; desesperan de la ayuda de su Dios en el desierto (Éx. 16,3), le
tientan (Éx. 17,2), dudan de Él (Éx. 17,4); se quedan en los hombres («vosotros
nos habéis traído a este desierto»: Éx. 16,3; 17,3), cuando en realidad sólo
son instrumentos de Dios (Éx. 16,8). Más aún, llegarán a pensar que Dios los
ha sacado de Egipto «por odio», para entregarlos en manos de los amorreos y
destruirlos (Dt. 1,27), cuando en realidad toda la intervención de Yahveh en su
favor está motivada por el amor (Dt. 4,37; 7,8).
Comentando este pecado de
Israel el Salmo 106 lo explicitará así: «no comprendieron tus prodigios, no
se acordaron de tu inmenso amor, se rebelaron contra el Altísimo..., se
olvidaron de sus obras, no tuvieron en cuenta su consejo..., a Dios tentaban...,
olvidaban a Dios que les salvaba, al autor de cosas grandes en Egipto..., en su
palabra no tuvieron fe, murmuraron..., no escucharon la voz de Yahveh..., le
irritaron con su obras.»
Y después de la alianza
continuará la misma obstinación e indocilidad, como testimonia el episodio del
becerro de oro (Éx. 32): en lugar de fiarse ciegamente de un Dios al que no
ven, prefieren hacerse un ídolo visible; intentan controlar y manipular a Dios
en vez de someterse a Él y dejarse conducir por Él a través de los
misteriosos caminos de la fe. Las tablas de la ley rotas por Moisés al pie de
la montaña son el signo de una alianza que ha fracasado por el pecado y la
incredulidad de Israel.
Debido al pecado de Israel el
desierto toma en la tradición bíblica también el sentido de castigo; toda la
generación pecadora perecerá en el desierto (Núm. 14,26-35). Y el mismo Moisés
sólo verá la tierra prometida de lejos momentos antes de su muerte (Dt. 1,37;
3,23-28;34). El sufrimiento del desierto acaba sirviendo de expiación por el
pecado y purificación del mismo. Por eso, cada vez que a lo largo de su
historia Israel vuelva a pecar y a apartarse de Yahveh deberá ser conducido de
nuevo al desierto (Os. 2,16) para ser purificado y poder así entrar de nuevo en
la intimidad de su Dios.
3.- La Tierra, don y conquista
Si la experiencia del desierto
subraya la infidelidad de Israel, también pone de relieve la fidelidad de Dios;
a pesar de tanta obstinación e incredulidad por parte del pueblo, Yahveh cumple
sus promesas: «Álzate ya, pues, y pasa ese Jordán, tú y tu pueblo, a la
tierra que yo doy a los hijos de Israel» (Jos. 1,2). Es el cumplimiento del
juramento hecho a los padres Abraham, Isaac y Jacob (Dt. 1,8).
Los hombres pasan, pero la
historia de la salvación continúa. Moisés ya no está, ha muerto; pero el Señor,
que «es el mismo ayer hoy y siempre» (cfr.Heb. 13,8), permanece
con su pueblo. Él es el protagonista de toda intervención salvadora y por eso
lleva adelante su plan de salvación. Si los instrumentos cambian o desaparecen,
Él permanece. El mismo que eligió a Moisés y actuó a través de él (Éx.
3,12), ahora elige a Josué para seguir actuando su plan de salvación a través
de él: «Lo mismo que estuve con Moisés estaré contigo; no te dejaré
ni te abandonaré... Tú vas a dar a este pueblo la posesión del país que juré
dar a sus padres.» (Jos. 1,5-6).
Sabemos por el libro de los
Jueces (cc.1-2) y por diversos pasajes del mismo libro de Josué que la
conquista de Canaán fue lenta y laboriosa. Hubo que pelear con esfuerzo y
sacrificio en situaciones notablemente arduas. Sin embargo, el estilo épico de
los relatos acentúa con fuerza el poder de Yahveh. Él es el Señor de todo y
toma por la fuerza la Tierra de Canaán para dársela a su pueblo elegido. Al
lado de esta afirmación fundamental, los detalles de las batallas y medios
humanos empleados interesan menos al autor sagrado; no los niega, pero va a lo
esencial, y lo esencial es la acción de Dios: este pueblo, que lleno de fe en
su Dios emprende la conquista y obtiene resultados que sobrepasan los medios
puestos en juego, experimenta palpablemente la intervención de Dios en favor
suyo. La tierra de Canaán será conquistada palmo a palmo, pero eso no será
obstáculo para que en la fe Israel confiese con verdad que ha sido don de Dios:
«Vosotros habéis visto todo lo que Yahveh vuestro Dios ha hecho en atención a
vosotros con todos estos pueblos; pues Yahveh vuestro Dios era el que
combatía por vosotros.» (Jos. 23,3).
Por lo demás, ciertos
fracasos son interpretados como consecuencia de los pecados del pueblo (Jos. 7).
Pues si el pueblo se aparta de su Dios y quebranta la alianza él mismo se
acarrea la desgracia: «Si quebrantáis la alianza que Yahveh vuestro Dios os ha
impuesto, si os vais a servir a otros dioses y os postráis ante ellos, la ira
de Yahveh se encenderá contra vosotros y desapareceréis rápidamente de la
espléndida tierra que os ha dado.» (Jos. 23,16).
Lo que queda en pie por encima
de todo en el recorrido del desierto y en la conquista de la Tierra es la
absoluta fidelidad de Yahveh a la palabra dada y a las promesas hechas: «Reconoced
con todo vuestro corazón y con toda vuestra alma que, de todas las promesas que
Yahveh vuestro Dios había hecho en vuestro favor, no ha fallado ni una sola:
todas se os han cumplido. Ni una sola ha fallado.» (Jos. 23,14). Y esta
fidelidad es ratificada una vez más con la renovación de la alianza ya en
posesión de la Tierra prometida (Jos. 24).
4.- Los cristianos, peregrinos hacia la Patria
Los Santos Padres han
explotado abundantemente el tema del éxodo, del desierto y de la Tierra
prometida, plenamente convencidos de que «todo aquello acontecía en figura y
fue escrito para aviso de los que hemos llegado a la plenitud de los tiempos»
(1Cor. 10,11).
Liberado de la esclavitud del
pecado a través de las aguas del bautismo, el cristiano pasa a servir al Dios
vivo y verdadero (1Tes. 1,9). Entrando en la Nueva alianza, sigue a Cristo, que
-como nuevo Moisés- conduce al nuevo pueblo de Dios hacia la Tierra
prometida, hacia la Patria del cielo, a través del desierto de este mundo.
El cristiano es por definición
«extranjero y forastero» (1Pe. 2,11) en este mundo; se encuentra en él
como en un destierro (1Pe. 1,17). En efecto, el cristiano es constitutivamente
«ciudadano del cielo» (Fil. 3,20). Por eso tiende inconteniblemente a «las
cosas de arriba» (Col. 3,1-2). Aspira a «una patria mejor, la celestial» (Heb.
11,16). Por eso es esencialmente peregrino, está de paso y no se instala en las
realidades pasajeras de aquí abajo. Vive todo con profundo sentido de
provisionalidad (1Cor. 7,29-31).
Mientras peregrina por este
mundo experimenta como el pueblo de Israel, el cansancio, las dificultades, la
tentación. Pero en el mismo desierto en que Israel fue tentado y pecó, Jesús
es tentado y vence (Mt. 4,1-11). Y ahora Jesús es
Jefe que lleva a la vida (Hech. 3,15) guía que conduce a la salvación (Heb.
2,10); a través del desierto de este mundo guía a los suyos alimentándolos
con el maná de la Eucaristía y abrevándolos con el agua del Espíritu hasta
conducirlos a la Casa del Padre; en medio de la pruebas y tentaciones Él mismo
los cuida y protege como Buen Pastor (cfr. Sal. 23).
Israel fue experimentando que
la Tierra de Canaán no era el verdadero descanso, pues las guerras y los
enemigos turbaban su reposo y su felicidad. Por eso, los antiguos «murieron sin
haber conseguido el objeto de las promesas, viéndolas y saludándolas desde
lejos» (Heb. 11,13). A nosotros se nos ofrece «un cielo nuevo y una
tierra nueva» en la que «ya
no habrá muerte, ni llanto, ni gritos, ni fatigas» (Ap. 21,1-2). Las
condiciones para entrar en este perfecto y definitivo «descanso» son la fe
viva en Cristo, el mantenerse firmes hasta el fin y el obedecer dócilmente a
Cristo, el guía que nos conduce a ese descanso de la salvación plena y para
siempre. (Heb. 3,7 - 4,11).
5.- Textos principales
Éxodo 16-17; 32-33
Números 11-14; 21
Deuteronomio 1-4
Josué 1-6
Salmos 77 y 94