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Por un hombre entró el pecado en el mundo
Los relatos de la creación
nos han presentado un universo y un hombre en perfecta armonía: la felicidad
del paraíso por un lado y el estribillo repetido
de que Dios vio que todo era bueno nos dejan la impresión de que todo
era perfecto. Y sin embargo el israelita -lo mismo que nosotros- constataba la
presencia del mal por todas partes: «No hay quien haga el bien, ni uno siquiera»
(Sal 53, 4). Los siguientes capítulos del libro del Génesis tratan de dar
respuesta a estos grandes interrogantes que todo hombre se plantea: ¿de dónde
viene el mal?, ¿cuál es la causa del dolor, del pecado, y de la muerte?
1.- El primer pecado
El capítulo 3º del Génesis
nos narra un drama singular: la primera tentación y el primer pecado. En el
paraíso en que Dios ha colocado al primer hombre y a la primera mujer aparece
otro personaje hasta ahora desconocido: el tentador, en forma de
serpiente.
El autor sagrado quiere
decirnos que el mal no proviene de Dios, que todo lo ha hecho bien, ni tampoco
proviene sólo del hombre, que ha sido creado bueno por Dios: este personaje
misterioso, adversario de los planes de Dios y enemigo de la felicidad del
hombre, a quien la revelación posterior irá identificando como ser personal,
con poder para el mal, «la gran serpiente, la serpiente antigua, el llamado
diablo y Satanás» (Ap. 12,9), es el que instiga al hombre a pecar contra Dios
y es la causa última de que haya entrado la muerte en el mundo (Sab. 2,24).
Con admirable psicología
presenta también el autor sagrado el proceso de la tentación como
seducción y engaño. Aquel a quien San Juan denominará «mentiroso y padre de
la mentira» (Jn 8,44) comienza insinuándose con una falsedad absoluta
(comparar 3,1 con 2,16-17); en un segundo momento hace dudar a la mujer de la
validez del mandato del Dios y, por tanto, de la intención del mismo Dios al
establecer ese mandato (vv. 4-5); así, además de mentiroso, el tentador se
manifiesta como el «homicida desde el principio» (Jn 8,44): en efecto, al engañar
a la mujer («de ninguna manera moriréis») con relación al mandato que Dios
les había dado para vida («el día que comieres de él, morirás sin remedio»:
2,17), de hecho conduce a la muerte a la mujer y al hombre (cf 3,7). He ahí la
tentación: una promesa falsa («seréis como dioses»), pero que halaga,
seduce y atrae (3,6), una seducción y engaño que hace ver como vida lo que de
hecho conduce a la muerte; con ella ha sembrado además la desconianza en Dios
al presentar como enemigo del hombre al Dios fiel y lleno de amor.
Vemos entonces en qué
consiste el pecado: una falta grave de orgullo concretada en una
enorme desobediencia al Señor. El mandato de Dios de no comer del árbol
de la ciencia del bien y del mal (2,16-17) expresa el hecho de que el hombre no
es dueño absoluto de su propia vida, sino criatura limitada, dependiente
radicalmente de Dios. Y el deseo de «ser como dioses» (3,5) indica justamente
lo contrario: el querer tener capacidad de decidir el propio destino, ser ley
para sí mismo sin condiciones impuestas desde fuera, el decidir por sí mimo lo
que es bueno y lo que es malo ... Por tanto, el pecado de querer «ser como
dioses, conocedores del bien y del mal» es una reivindicación de autonomía
moral, un renegar del estado de criatura invirtiendo el orden en que Dios
estableció al hombre; es en el fondo una actitud de rebelión contra Dios:
en vez de fiarse plenamente de Dios acatando su mandato como mandato de vida, el
hombre duda de Dios y se fía de su propio juicio -engañado por el tentador- en
actitud de autosuficiencia (cf. Is 14, 13s; Ez 28,2).
El texto sagrado apunta también
las consecuencias del pecado. La actitud de Adán y de su mujer ha sido
prescindir de Dios, construir por sí mismos su propio destino, conquistar su
propia felicidad. Y Dios abandona al hombre a sus propias fuerzas, consiente que
quede al arbitrio de sí mismo y de sus propias capacidades. El texto lo expresa
con una fuerza insuperable: «se dieron cuenta de que estaban desnudos» (v.
7); la expresión constituye un contraste brutal con las halagadoras promesas de
«ser como dioses», pues sugiere que al romper con Dios el hombre y su mujer
experimentan con toda crudeza su situación de pobres criaturas, indefensas e
inseguras, en total precariedad y faltos de protección. Es la hora de la verdad
en que las mentiras y engaños del tentador salen a la luz y se manifiestan las
trágicas consecuencias de muerte que llevaban encerradas. Se expresa así de
manera sugerente la amargura, la decepción y frustración que conlleva todo
pecado. Como dirá San Pablo «el salario del pecado es la muerte» (Rom 6, 23).
-La
primera consecuencia del pecado es la pérdida de la amistad con Dios, ya
apuntada en el ocultarse de Él (3,8) y en el tener miedo (3,10) y expresada
simbólicamente por la expulsión del paraíso (3, 23-24), que indica el
alejamiento de la presencia de Dios y de la comunión de vida con Él, la pérdida
de la familiaridad con Él.
-En
contraste con la armonía e integridad en que vivían (2,25), ahora experimentan
el desorden interior, introducido por el pecado en el corazón del hombre y
delatado por la conciencia llena de vergüenza (3,7); es el despertar de la
concupiscencia -tan bien expresada por San Pablo: Rom 7, 14-24- que esclaviza al
hombre.
-Se
rompe la armonía entre el hombre y su mujer. El maravilloso proyecto de
Dios de ser «una sola carne» es echado al traste: la mujer induce a su marido
a pecar (3,6) contradiciendo la misión que Dios le había asignado de ser su
ayuda (2,18); el hombre, en vez de asumir su propia culpa, acusa a la mujer que
Dios le ha dado por compañera; la atracción entre los sexos, entre hombre y
mujer, que Dios mismo había puesto, se transforma ahora en desordenada
apetencia y ansiedad y en dominio (3,16).
-Se produce también una
ruptura
con la naturaleza. Si el trabajo formaba parte de la condición del hombre
(2,15), ahora la creación entera se le vuelve hostil (3, 17-19); el desorden
introducido en el corazón del hombre hace que en lugar de «dominar» la
naturaleza (1,28), de «labrarla y cuidarla» (2,15), la esclavice, la frustre,
la someta a la vanidad (Rom 8,20). El don y la bendición de la fecundidad se
convierten para la mujer en pesada carga (3,16). Y si la muerte es una condición
natural del hombre como ser caduco que ha sido formado del polvo del suelo
(2,7), el pecado hace que la muerte se vuelva insoportable al experimentar con
fuerza la frustración de su tendencia a «vivir para siempre» (3,22), al
saberse condenado a «volver al polvo» (3,19).
En definitiva, el sufrimiento
en todas sus formas pasa a formar parte de la condición humana.
2.- Un mundo inundado por el pecado
Las palabras de San Pablo en
Rom 5,12 («por un hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte
y así la muerte alcanzó a todos los hombres por cuanto todos pecaron»)
parecen tener delante de los ojos lo narrado en el Génesis. El primer pecado ha
sido como una puerta abierta por la que
se ha introducido la potencia
maléfica del Pecado -San
Pablo lo personifica- anegando todo y acarreando el daño y la destrucción (Sab
2,24). San Pablo establecerá claramente la doctrina de una culpa hereditaria,
dada la solidaridad de todos en Adán. Pero ya en el Génesis aparece apuntado
que el pecado ha trastornado de tal manera el orden querido por Dios,
introduciendo el desorden en el interior mismo del hombre, que la condición
humana después del primer pecado lleva las huellas de una herida irremediable
que sólo tendrá remedio con la venida del Nuevo Adán (Rom 5, 19).
En efecto, los capítulos
siguientes del Génesis presentan la perversa influencia del pecado en la
humanidad, como una ola gigantesca que sumerge todo y que acabará conduciendo
al castigo del diluvio.
El relato de
Caín y Abel (Gén 4, 1-16) nos hace entender que la rebelión del hombre contra el Creador
conduce a la rebelión del hombre contra el hombre; 1 Jn 3, 13 comentará que Caín
mató a su hermano porque «era del Maligno»: el que es «homicida desde el
principio» (Jn 8,44) conduce al homicidio y a la rebelión contra Dios a los
que se ponen bajo su influjo (Jn 8, 40-41). Al final del capítulo encontramos
el «Canto de Lámek» (Gn 4, 23-24), glorificación de la fuerza bruta y de la
venganza desmedida y signo de la ferocidad creciente de los descendientes de Caín.
En este contexto,
el relato
del diluvio (6,5-9,17) aparece como el juicio de Dios sobre la humanidad
pecadora. El autor sagrado constata que «la maldad del hombre cundía en la
tierra y todos los pensamientos que ideaba en su corazón eran puro mal de
continuo» (Gn 6,5); que «la tierra estaba corrompida en la presencia de Dios;
la tierra se llenó de violencias. Dios miró a la tierra y he aquí que estaba
viciada, porque toda carne tenía una conducta viciosa sobre la tierra» (Gn
1,11-12); más aún, se trata de un mal que aparece desde la niñez (8,21). Las
aguas del diluvio que inundarán la tierra simbolizan también este mal que
anega todo. Se insiste en la universalidad del pecado: lo que se inició con el
primer pecado ha alcanzado a todos. Y el juicio de Dios sobre la humanidad
pecadora contribuye a resaltar que el pecado es -directa o indirectamente- la
causa de todos los males.
Finalmente, el episodio de
la
torre de Babel (Gn 11,1-9) presenta una humanidad desgarrada, explicando el
por qué de la dispersión en pueblos, naciones y lenguas opuestas entre sí. El
pecado una vez más es el orgullo: la pretensión arrogante de construir un
mundo, una sociedad, una civilización sin Dios (« una ciudad y una torre con
la cúspide en los cielos»). Empalmando con el pecado de los orígenes del que
es prolongación y consecuencia, nos da así la explicación de la ruptura entre
los pueblos: la torre idólatra de Babilonia no puede ser el lugar de reunión
de los hombres, sino que, siendo signo de su arrogancia ante Dios, tiene que ser
necesariamente causa de dispersión.
Es fácil descubrir en este
panorama tan sombrío la descripción realista de la humanidad bajo el signo del
pecado. No podía ser de otra manera. La rebelión contra Dios inevitablemente
debía conducir al caos total. Con palabras de Jeremías: «Se alejaron de Mí y
yendo en pos de la vanidad se hicieron vanos» (2,5); «mi pueblo ha cambiado su
Gloria por lo que nada vale. Pasmaos, cielos, de esto y horrorizaos estupefactos
sobremanera; pues un doble mal ha cometido mi pueblo: me ha abandonado a Mí,
manantial de aguas vivas, para excavarse cisternas agrietadas, incapaces de
retener el agua» (2,11-13); «que te enseñe tu propio daño, que tus apostasías
te escarmienten; reconoce y ve lo malo y amargo que te resulta el dejar a Yahveh
tu Dios» (2,19).
3.- La promesa de salvación
Existe un cierto tópico según
el cual el Dios del Antiguo Testamento es el Dios del castigo por contraste con
el Dios del amor y de la misericordia que aparece en el Nuevo Testamento.
Sin embargo, nada más lejos
de la realidad. A Caín, el homicida, Dios le pone una señal para que nadie se
atreva a matarle (Gen 4,15). Después del juicio del diluvio encontramos
expresiones de la misericordia divina: el mismo castigo pretende sacudir a la
humanidad para despertarla, la promesa de Dios garantiza el orden de las
estaciones y asegura la cosecha y el alimento (8,22), Dios reitera el don de la
fecundidad (9,1-7) y el ofrecimiento de toda la creación para alimento (9,3),
garantiza su protección al hombre que sigue siendo su imagen y semejanza (9,6)
y establece su alianza con la humanidad y con toda la creación (9,8-17).
Pero
sin duda, lo más importante de todo es la promesa de salvación hecha por Dios
inmediatamente después del pecado y que anuncia la victoria final del hombre
en la lucha contra Satanás (Gen 3, 15). Lo que se ha llamado el «protoevangelio»
es una luz de esperanza que brilla en medio del sombrío panorama causado por el
pecado. Dios promete que el
tentador -simbolizado en la serpiente- que amenaza permanentemente al hombre,
será finalmente «pisoteado» o «aplastado». Es verdad que se dibuja una
lucha encarnizada (la serpiente intenta atacar,»acecha» el talón de la
mujer); pero se trata de algo que intenta inútilmente, en vano: Dios,
maldiciendo a la serpiente, se ha puesto decididamente al lado de la mujer y de
su descendencia, que acabará venciendo definitivamente al Maligno.
La
revelación posterior mostrará que esta descendencia es Cristo. Él es el Nuevo
Adán que ha restaurado lo que el primer Adán destruyó. A diferencia de Adán,
Jesús vence a Satanás (Mc 1, 12-13). Lo
manifiesta curando
enfermedades -que los judíos relacionaban estrechamente con el pecado- y
perdonando pecados; pero de manera más clara aún expulsando demonios (Mc 1,
23-27; 9, 14-27). Sobre todo vencerá a Satanás en la confrontación decisiva
de la pasión (Jn 12 31-33). Por eso San Pablo podrá exclamar exultante: «Así
como el delito de uno solo atrajo sobre todos los hombres la condenación, así
también la obra de justicia de uno solo procura toda la justificación que da
la vida... Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rom 5, 18-19). Con
la venida de Cristo ha terminado el dominio tiránico del pecado (Rom 7, 24-25).
Más aún, con su victoria
sobre el pecado Cristo ha destruido también el muro de la muerte (1Cor 15,
20-26) y ha vuelto a abrir el paraíso (Lc 23, 39). De ahí también el grito
desafiante de San Pablo: «¿Dónde está, muerte, tu victoria?» (1Cor 15,
54-57).
Pero es significativo que esta
victoria Jesús la ha logrado por el camino inverso al recorrido por Adán (Fil
2, 6-11): Siendo Dios «no retuvo ávidamente el ser como Dios»; siendo el
Hijo, «se hizo obediente hasta la muerte y muerte de cruz»; pero el resultado
es también el contrario al de Adán: Jesús es constituido Señor y recibe en
su humanidad el honor y la gloria propios de Dios. Se cumplen así las palabras
dichas por Él mismo: «El que se enaltece será humillado y el que se humilla
será enaltecido» (Lc 14, 11).
4.- Conclusión
La narración del pecado de Adán
debe alejar de nosotros todo optimismo vano e ilusorio. Todo hombre se encuentra
en un estado de indigencia respecto de su salvación; debe reconocer la
imposibilidad de conseguir la salvación por sus propias fuerzas y la necesidad
de ser redimido. Las heridas y el desorden producidos por el pecado -por los
pecados personales- son irremediables para el hombre dejado a sus solas fuerzas.
Pero la postura tampoco es el
pesimismo. El hecho de que Cristo ha vencido el pecado nos da la certeza de que
en Él y con Él podemos vencer. Por eso la actitud correcta es la de abrirnos a
Cristo por la fe y la esperanza para acoger la salvación que sólo de Él puede
venir (Hch 4, 12).
Por la misma razón es
necesario el combate, el esfuerzo: hay que negarse a sí mismo (Mt 15, 24) y dar
muerte a las tendencias desordenadas que hay en nosotros (Gal 5, 24; Col 3,
5-9), siendo muy conscientes a la vez de que sólo con las armas de Dios se
puede vencer al diablo (Ef. 6, 10-20).
Por otra parte, al indicar el
Génesis que el pecado deteriora todo, está dando a entender que la liberación
del pecado es la raíz para remediar todos los males. La renovación y
transformación del corazón humano es el fundamento de todas las reformas -en
el terreno social o en cualquier otro-; y al revés, mientras el hombre
permanezca esclavo del pecado cualquier pretendida reforma sólo conducirá a
nuevas y mayores esclavitudes.
5.- Textos principales
Génesis 3-11
Isaías 11, 1-9; 14, 12-15;
65, 19-25
Ezequiel 28, 12-19; 36, 26-38
Romanos 5, 12-21
1 Corintios 15
Apocalipsis 21, 1-6; 22, 1-5