Vale la pena ser hombre


Ante todo aquello que se considera ajeno y contrario al hombre: estrés, cansancio, dolor, agobio, muerte... existe un motivo superior y sobrenatural que da sentido a la existencia humana.

Por Pbro Dr. Antonio Orozco Delclós
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Sucede que me canso de ser hombre. Este verso de Miguel Hernández, podría ser expresión de un sentimiento oculto en lo hondo de muchos corazones contemporáneos. El siglo XX no se caracterizó por su optimismo existencial. Los existencialismos ateos –necesariamente pesimistas - menudearon. Con la «muerte de Dios» vino el cansancio del hombre. A muchos se les hace de noche antes de que llegue la tarde. Jóvenes en edad, están de vuelta de todo sin haber ido a ninguna parte; han estragado su paladar informe degustando frutos prematuros, agraces. Si hubieran tenido esperanza, si hubieran querido esperar un poco...

¿QUIÉN ES EL CULPABLE?

A fuerza de analgésicos y anestésicos (por lo demás, muy de agradecer), de abundancia y de consumo a tope, el hombre atraviesa sus momentos de mayor blandura. Un pequeño dolor resulta insufrible. El trabajo serio estresa. La familia agobia. La pasión por el fin de semana neutraliza toda posible sedación. Se espera tanto del descanso, que frustra. Hombre y mujer se cansan de serlo. Una enfermedad de regular consideración es insoportable. La muerte es trágica o anhelada. ¿Quién es el culpable de tan lamentable situación? Obviamente, ¡Dios!..., si existe. ¿Por qué nos ha hecho así? En el libro de Jeremías se encuentra el lamento de muchos: «¡Maldito el día en que nací! ¡el día que me dio a luz mi madre no sea bendito!» (Jer 20, 14).

Pero también en el cristiano profundamente esperanzado se encuentra el drama de san Pablo: «¡Infeliz de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?» (Rom 7, 24). Es otro estilo, otro género, no es trágico, pero sí dramático. Nada humano le es ajeno. La respuesta de Dios es «Te basta mi gracia, porque la fuerza resplandece en la flaqueza» (Cor 12, 9). Es cosa de abrirse a la vida divina, ya que Dios se abre a la humana. Tanto, que exclama: «¡mis delicias están con los hijos de los hombres!» (Prov 8, 31). Lo que para algunos es insoportable levedad del ser, ansiosa fragilidad, para EL QUE ES, resulta apasionante.

Es sorprendente. A pesar de las rebeldías y crueldades, a pesar de haberle pesado de haberlo hecho (cf Gen 6, 6), «la Trinidad se ha enamorado del hombre» (B. Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 85) y el Verbo se ha hecho carne (Jn 1, 14 ). Dios se ha hecho hombre; no en plan «realidad virtual», sino de carne, sangre y hueso, con exquisita sensibilidad, capaz de sufrir y de morir como el que más. Asume una verdadera naturaleza de modo irreversible. Sin marcha atrás, para siempre. Verbo y carne –después de la Encarnación- son ya una unidad indivisible.

Es un impresionante compromiso el que asumió el Verbo al hacerse carne. Se comprometió a correr nuestra misma suerte, sin trampa ni cartón, sin ventaja alguna. Se «anonadó a sí mismo, tomando forma de siervo» (Fil 2, 7). No hace como un rico que va a indagar, para satisfacer su curiosidad, cómo se vive en un miserable suburbio, y adopta la miseria con el mayordomo aguardando una señal, por si acaso. La Encarnación es un compromiso de vivir en toda su hondura la humana existencia.

Se encarna en María y no la convierte en emperatriz de Roma, la deja a su suerte, es decir, sometida al dinamismo propio del mundo y de la sociedad de su lugar y tiempo. Ha de dar a luz en un pesebre. Cuando Herodes decide eliminar al Mesías degollando a todos los niños como Él, no se utiliza la omnipotencia para pulverizarlo, han de huir escondidos por lugares desiertos. El Verbo se ha hecho pobre e indefenso de veras. Después del exilio vuelve a Nazaret.

LA COMPLICADA VIDA DE NAZARET

Suele pensarse en aquellos años «ocultos» de la Sagrada Familia en Nazaret, como un vivir pacífico sin complicaciones, en una más bien idílica convivencia con los nazarenos. Pero es de temer que no fuera así. «¿De Nazaret puede salir algo bueno?», suelta Natanael (Jn 1, 46). Fama de gente encantadora no tenían los de aquel pueblo. Y ciertamente no lo eran. Cuando Jesús ha predicado ya su mensaje de salvación en otros sitios, vuelve a sus paisanos, con la gran ilusión de llevarles la Buena Noticia, el Evangelio. ¿Y qué hacen éstos? Lo conducen a lo alto de una peña para despeñarlo (cf Lc 4, 29). No eran buenos, eran agresivos, fanáticos, crueles. No fueron fáciles los años del Verbo hecho carne en Nazaret. Sólo un gran amor pudo soportar aquella zafiedad, aquel natural iracundo y despiadado. Cristo es el Amor encarnado y no rehuye la dificultad, no juega con ventaja. ¡Le merece la pena vivir entre nazarenos!

Y viene la murmuración, la calumnia, que si es un impostor, que si está endemoniado, que si expulsa los demonios con el poder de Belcebú, que si es enemigo de César y del pueblo... Lo juzgan inicuamente. Lo flagelan. Él hubiera podido decir ¡basta! En cualquier momento; pero no juega con dados trucados y es absolutamente fiel al misterio de la Encarnación. Se somete a la inhumana crueldad humana, a la coronación de espinas, a los puñetazos y esputos en la cara, y al tormento de la cruz. No cabe situación más vejatoria. Es la muerte dedicada a los peores los criminales. Sus verdugos le gritan desde abajo, burlándose: «¡baja de la cruz y creeremos en ti...! » (cf Mt 27, 40-42). Hubiera podido fulminarlos con una mirada, pero hubiera sido jugar con ventaja.

Resulta que al Verbo le merece la pena todo eso que nos horroriza. De lo contrario, no hubiera asumido el compromiso. Si lo asume es que le vale la pena ser hombre con todas sus consecuencias; indigente, perseguido y crucificado. ¡Le vale la pena!. No se cansó de ser hombre. Sufrió angustia, tedio, tristeza de muerte, horror, los más indeseables sentimientos humanos.

LA RESPUESTA DE DIOS

He aquí la respuesta divina a nuestros posibles o reales cansancios y desesperaciones: «el Verbo se hizo carne y puso su morada [vivió, convivió, padeció y murió] entre nosotros». En ocasiones parece que lo nuestro no es vida; que no merece la pena engendrar hijos para este mundo, que más vale vivir el presente sin pensar en el pasado ni en el futuro para gozar con la mayor intensidad posible de este momento, que «es todo lo que hay». Se diría que el hedonismo es la única respuesta a los angustiosos interrogantes del hombre: carpe diem!.

Pero, no. La respuesta es: el Verbo se hizo carne. «En realidad el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado» (GS 22). Sólo Cristo «manifiesta plenamente al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación... El Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido en cierto modo con el hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado» (JPII, RH 8). Esta es la respuesta. Si Dios –Omnipotencia, infinitud de gozo en el Amor inmenso- se hace hombre, es que ¡vale la pena ser hombre, aunque sea en la más deplorable situación!. No hay que darle más vueltas.

Si Dios asume plena y exhaustivamente la naturaleza humana, sin ventaja alguna, comprometiéndose libre e íntegramente con el sufrimiento humano, entonces es evidente que el sufrimiento vale la pena. Cuando se contempla a la luz de la Encarnación del Verbo el sufrimiento se convierte en luz y fuente de gozo. «Por Cristo y en Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la muerte, QUE FUERA DEL Evangelio Nos envuelve en absoluta oscuridad» (GS, 22; cf y véase Salvifici doloris, 31). Cristo dice: ¡vale la pena!. Él es «el ‘Redentor del hombre’, el ‘Varón de dolores’, que ha asumido en sí mismo los sufrimientos físicos y morales de los hombres de todos los tiempos, para que en el amor puedan encontrar el sentido salvífico» (Salvifici 31). «Fuera de esta perspectiva, el misterio de la existencia personal resulta un enigma insoluble. ¿Dónde podría el hombre buscar la respuesta a las cuestiones dramáticas como el dolor, el sufrimiento de los inocentes y la muerte, sino no en la luz que brota del misterio de la pasión, muerte y resurrección de Cristo?» (Fides et ratio, intr.)

AMOR HABÍA PARA MUCHO MÁS

Cabría pensar que Cristo no asumió «todos» los sufrimientos humanos. En la distancia, puede parecer que la cruz no es todo lo que el hombre puede sufrir. Indudablemente es todo lo que puede sufrir en un tiempo limitado, física y, mucho más aún, en el orden de los afectos. ¿Qué puede haber más doloroso que ser crucificado por los propios hijos y hermanos?

Pero si queda alguna duda sobre la universalidad de sus dolores físicos y morales, si por una empecinada terquedad nos parece que Cristo no se ha comprometido con «mi» concreto, particular e insufrible sufrimiento, san Juan de Ávila nos ofrece una consideración muy plausible: el amor de Cristo es tanto que ni siquiera su muerte en la cruz logra expresarlo, «porque así como le mandaron padecer una muerte, le mandaran millares de muertes, para todo tenía amor. Y si lo que le mandaran padecer por la salud de todos los hombres le mandaran hacer por cada uno de ellos, así lo hiciera por cada uno como por todos. Y si como estuvo aquellas tres horas penando en la cruz fuera menester estar allí hasta el día del juicio, amor había para todo si nos fuera necesario. De manera que mucho más amó que padeció, mucho mayor amor le quedaba encerrado en las entrañas del que mostró acá de fuera en sus llagas» (Trat. del amor de Dios, 10).

A luz de la revelación divina sobre el corazón de Cristo no cabe duda de que, si hubiese sido menester, Cristo Jesús hubiera muerto de cáncer, de lepra o de la enfermedad de Alzheimer. Su actitud, su ejemplo, su entrega, nos declaran que cualquier sufrimiento que pueda padecer el hombre sobre la tierra, vale la pena si se incorpora al suyo redentor.

SÍ, VALE LA PENA

Vale la pena ser hombre, vale la pena ser alto o bajo, sano o enfermo, gigante o enano, listo y hábil o dismuido psíquica o físicamente. Si alguno es leproso, ¡vale la pena ser leproso! ¡vale la pena ser tetrapléjico! ¡vale la pena ser ciego, cojo, manco, tonto, epiléptico, desvalido, pobre, abandonado de todos, vilipendiado, calumniado, marginado... vale la pena cualquier cosa que el mundo imponga por cruel que sea o parezca, por cansado que resulte, por agobiante o doloroso. Esta es la respuesta del Verbo hecho carne: ¡vale la pena! Cristo lo hubiera sido todo si hubiese sido menester. Y lo es en cierto modo. Ha sufrido lo equivalente, y moralmente muchísimo más.

¿Qué quiere decir «vale la pena»? Que hay pena, pero por grande que sea, lleva consigo una compensación sobrada: «Por eso, no desmayamos antes bien, aunque nuestro hombre exterior se vaya desmoronando, nuestro hombre interior se va renovando de día en día. Porque la leve tribulación de un instante se convierte para nosotros, incomparablemente, en una gloria eterna y consistente, a cuantos no ponemos nuestros ojos en las cosas visibles, sino en las invisibles, pues las visibles son pasajeras, en cambio las invisibles, eternas» (2 Cor 4, 16-18). Pues bien, si «una leve tribulación» se ve compensada de tal modo, ¿qué sucederá con una tribulación mediana o extrema?

INVASIÓN DEL AMOR

El poeta exclama: «sucede que me canso de ser hombre». El Verbo proclama: ¡vale la pena ser hombre! ¡vale la pena cansarse! ¡vale la pena estar harto! ¡vale la pena haber de exclamar: «¡Oh generación incrédula y perversa, ¿hasta cuándo he de estar entre vosotros y soportaros?» (Lc 9, 41). Porque con la muerte –con Cristo, por Él y en Él- llega la Vida: eterna, para siempre. He ahí la gran compensación: la invasión de Amor infinito que es Dios Uno y Trino. El Verbo se ha hecho hombre; ha corrido nuestra misma suerte, para que nosotros corramos la suya, para que viviendo con Él, por Él y en Él seamos consortes de la divina naturaleza (2 P 1, 4), es decir, para que con Él resucitemos y con Él nos sentemos a la derecha de Dios Padre, compartiendo la plenitud de gloria eterna.

Vale la pena ser hombres, procrearlos, educarlos, respetarlos, amarlos. A todos. Que no falte ni uno en la lista de los llamados desde la eternidad a la eternidad. Que ninguna deficiencia disminuya a nuestros ojos su valor. Que al Padre Dios no le falte ningún hijo por no haber llegado a la existencia o por alguna otra suerte de irresponsabilidad.

«La encarnación del Hijo de Dios permite ver realizada la síntesis definitiva que la mente humana, partiendo de sí misma, ni tan siquiera hubiera podido imaginar: el Eterno entra en el tiempo, el Todo se esconde en la parte y Dios asume el rostro del hombre. Dice San Agustín que lo más bello que existe en este mundo es: Verbum caro factum est. Si al Verbo le vale la pena compartir la vida del hombre, ¿qué pena no valdrá al hombre compartir la vida del Verbo? En Él se halla la compensación de todas las penas, porque «Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es» (1 Jn 3,2)