SEGUIR A JESÚS, QUE NOS HACE LIBRES
«Ustedes serán mis verdaderos discípulos si guardan siempre mi palabra;
entonces conocerán la Verdad, y la Verdad los hará libres» (/Jn/08/31-32).
SGTO/LIBERTAD: Como proceso de toda nuestra vida,
el seguimiento de Cristo nos conduce a la libertad cristiana. La libertad que
Jesús trajo al mundo se realiza también en nuestro interior; la liberación es
también el éxodo de nuestras servidumbres, esclavitudes y pecados. Por eso
la libertad de espíritu es propia del camino evangélico y coincide con la
madurez del seguimiento.
MADUREZ/LIBERTAD: La libertad es una cualidad en el hombre que se adquiere a
través de un crecimiento durante toda la vida. Por eso el ser maduro implica también el ser
libre e implica una constante superación. El problema es de cómo crecer, cómo ir
adquiriendo esa madurez en la vida. Nuestro crecimiento como cristianos está condicionado
a un humanismo, pasa por la mediación de la psicología y está fundamentado en el amor.
En torno a él vamos creciendo. En el fondo, el cristianismo es reordenar nuestros valores
humanos en torno al amor. El amor es el eje de nuestra vida y el que hace madurar nuestra
libertad.
Debemos crecer y hacernos maduros en todos los aspectos. No solamente en uno solo.
No sólo ser maduros en edad, en experiencia, en inteligencia. Se trata también de ser
maduros afectivamente, socialmente, sexualmente, en la fe...
Hay mucha gente madura físicamente, y normalmente presentan también madurez
intelectual. Pero no siempre tienen madurez social o afectiva.
Sabemos que en el hombre su primera fase de madurez está en lo sexual y luego en lo
intelectual, posiblemente. Después viene la fase de la madurez-afectiva. Es decir, la
capacidad para ser objetivo ante las cosas, para desprenderse de las situaciones y mirarlas
desde fuera. La capacidad de comunicarse y de darse por sobre la necesidad de recibir
siempre. Sabemos que esto no es fácil y a veces es posible que tome toda nuestra vida el
llegar a ello.
Lo mismo vale para la madurez-social. La madurez social la podemos considerar como
la capacidad para ser uno mismo en cualquier grupo humano. Hay gente que es madura en
muchos aspectos, pero socialmente no lo es. Es decir, cuando una persona llega a un
grupo, a un equipo o se enfrenta a otras personas deja de ser él mismo. Esto se revela por
un exceso de timidez, de agresividad, de crítica o por una tendencia a contradecir en todo
lo que el grupo dice. En el fondo estamos frente a una persona que no se ha integrado
normalmente. La madurez social supone la integración en cualquier grupo sin sentirnos ni
menos ni más de lo que somos: con nuestras cualidades y defectos, con lo que aportamos,
con lo que no podemos aportar. Esto requiere haber recorrido un camino en la vida, haber
llegado a la verdad de si mismo.
No basta ser libre o haber llegado a la madurez en un aspecto. Es necesario llegar a la
madurez en todos los aspectos, porque uno solo que no sea absorbido por la libertad sería
suficiente para que esa persona sienta disminuida su personalidad. Habrá una repercusión
en toda su persona.
Es el caso del que sufre del hígado. Es sólo un sector de la salud, pero repercute en
todo el sistema, especialmente en lo tocante a las relaciones humanas. Nuestro crecimiento
debe ser armónico, cohesionado en el amor, que es el «lubricante» de un crecimiento
permanente.
La madurez no se realiza sobre las ruinas de nuestras tendencias, aunque así se actuó
de hecho en cierta educación. Estas tendencias las tenemos, y son buenas; forman parte
de nuestra personalidad. No se trata de destruirlas, sino de organizarlas en torno al amor
para que sirvan a nuestra vocación personal.
Parece mucho más simple formar la castidad, por ejemplo, eliminando el trato con la
mujer o el hombre. El caso es que se trata de formar la castidad integrando al hombre y a la
mujer en la vida. Y esto es verdadera libertad, verdadera madurez.
MADUREZ/QUE-ES: Hechas estas consideraciones generales, ¿cómo podríamos
nosotros caracterizar la madurez en nuestra vida? ¿Cómo adentrarnos más hondamente
para ver la medida o las condiciones de nuestra libertad?
--La persona libre, madura, en primer lugar es una persona que vive de convicciones.
Hay en ella una coherencia en los valores y una interiorización de los mismos. Los valores
están integrados y se es coherente con ellos. En el fondo la inmadurez consiste en que se
dice una cosa y se hace otra. Cuando esto llega a ser grave, nos encontramos ante un
caso de neurosis. Cuanto más desintegrada está una personalidad, más neurótica es.
La madurez consiste, por el contrario, en la coherencia de nuestros valores, en la
interiorización y asimilación de ellos con referencia a la acción.
--La persona madura, libre, conoce sus posibilidades y sus límites. Es realista consigo
misma, vive en la verdad, sabe qué puede hacer y qué no puede hacer. Por tanto, sabe
decir que no y tiene también el valor de decir que sí.
Cuanto más capaces de decir que si o que no, más libres somos y hacemos un
compromiso más válido. Por eso no puede haber compromiso válido donde hay
inmadurez. Igualmente en los compromisos con Dios.
En el trabajo con adolescentes uno se da cuenta que no puede contar mucho con los
compromisos que pueden hacer, lo cual es propio de la adolescencia. Pero esto en una
persona madura, adulta, es grave.
--Es signo de madurez y libertad, igualmente, la capacidad de renunciar a valores
incompatibles con la vocación personal.
Estamos renunciando permanentemente a valores incompatibles. Uno se comprometió,
por ejemplo, al celibato en un momento de su vida. Pero esto implica renunciar al
matrimonio, que es un valor. Hacer esto lúcidamente, conscientemente, sin volverse atrás,
es un signo de madurez y libertad. El inmaduro, en cambio, quiere tener todos los valores
al mismo tiempo. Escoge uno y lo deja luego para volver a tomar otro, sin proponerse
metas definitivas. El maduro sabe que el matrimonio es un valor y que lo es también el
celibato, pero escoge uno u otro, según su opción personal, de una manera definitiva.
La capacidad de elegir alternativas, pero sin conflictos, sin angustias, es signo de
madurez y de libertad.
--El maduro, la persona libre, es capaz de situarse en un grupo sin sentir que las
normas de ese grupo son un atentado contra su personalidad. Esta característica es muy
importante en la Iglesia: hay gente que pertenece a una diócesis, a una comunidad, a una
congregación con la cual no está de acuerdo. Esto lo lleva a una crisis permanente y a
una especie de sensación de sentirse agredido y aplastado. Esto es inmadurez. El hombre
libre vive en cualquier institución, en la cual tiene válidos motivos para permanecer aun
no estando de acuerdo en muchas cosas. Sabe que ninguna institución es perfecta, sea
civil o religiosa. Pero no se siente abatido, porque tiene capacidad de vivir situaciones
ambiguas y provisorias.
La Iglesia vive hoy en una gran transición en su pastoral, en su vida religiosa, etc.
Produce a veces una sensación de ambigüedad. El que no se siente realizado, no culpe a
la Iglesia, sino a sus actitudes de falta de libertad y de madurez, que no le permiten
sobrellevar situaciones ambiguas.
Esto significa también la capacidad de vivir en situaciones de tensión. Nosotros vivimos
permanentemente en esta realidad. En nuestro trabajo pastoral, en la parroquia, en donde
nos encontremos. También puede haber momentos de tensión con una persona, con un
grupo, con una norma que no nos satisface... Y la capacidad de sostenerse en una
situación ambigua y tensa sin renunciar uno a sus ideas, pero tampoco sin llegar a
situaciones de ruptura con los demás, es signo de libertad, de madurez.
Todos estamos llamados a esta madurez, a esta libertad, con ritmos diferentes.
Dependerá de la fidelidad y de los acontecimientos en la vida de cada uno. Evidentemente
que el que haya experimentado una vida más dura, con tensiones, ambigüedades,
experiencias diversas en diferentes grupos, el que haya tenido que liberarse de sí mismo
para integrarse, etc., llegará posiblemente antes que otros a la madurez.
Pero, en todo caso, Dios no nos fuerza en este camino. Somos nosotros los que
debemos ir aceptando el ritmo de nuestro crecimiento, al que Dios nos va orientando.
CRISIS/LIBERTAD: Sepamos que este crecimiento no se realiza sin crisis. Las crisis en
nuestra vida son la condición para hacernos libres y para hacernos maduros. En nuestra
vida hay una serie de etapas que tenemos que cruzar. En cada etapa creamos una síntesis
de nuestros valores. Y la crisis no es otra cosa que la transición de una etapa a otra.
Habíamos hecho una síntesis, por ejemplo, de nuestra vida religiosa en el noviciado y
los años siguientes. Después evolucionamos religiosamente. Tenemos más experiencia y
llegamos a una situación tal donde esta síntesis ya no nos sirve, vemos que era insuficiente
y tenemos que hacer otra síntesis mejor, superior. Mientras destruimos la anterior y
construimos la otra es el período de crisis.
V/CRISIS-SINTESIS: Vemos que la crisis, en el fondo, es la transición entre dos síntesis
Y cuanto más nos cueste hacer la nueva síntesis, más se acentuará la crisis. Hay aquí un
problema pedagógico: no tenemos derecho a destruirle a alguien su síntesis si no le damos
una síntesis mejor. Corremos el riesgo de dejarlo en una crisis permanente que no se va a
solucionar. Una crisis no solucionada es una ruptura y es el abandono definitivo de un
valor.
No podemos crecer sin estar permanentemente, según las etapas de nuestra vida,
rehaciendo síntesis. Una completa estabilidad en nuestra vida, el nunca poner en cuestión
nada; el que lo que aprendió en el noviciado lo retiene como valor permanente de su vida,
es sumamente sospechoso de inmadurez. Ahí hay sin duda una vida cristiana que no está
creciendo. Para llegar a la libertad de la madurez hay que estar dispuesto a aceptar
muchas crisis.
Aparentemente puede suceder lo contrario, pero la persona que afirma no haber tenido
nunca crisis es sospechosa de una vida llena de inmadurez y de infantilismos. Cuando
oímos a religiosos que nunca han tenido crisis, que han sido sumamente estables en su
comunidad, gente «buena», que nunca puso en cuestión ninguna cosa, vemos que no son
libres, no han pasado por las etapas que conducen a la libertad.
En una reunión donde participaba un obispo con una actitud muy libre, un psicólogo me
decía: «Por cuántas crisis tiene que haber pasado este obispo para llegar a ser tan libre».
Realmente, cuando vemos que una persona es libre y vive responsablemente es porque ha
pasado por una serie de rupturas y de crisis de las que a veces no tenemos ni idea.
¿Por qué estas rupturas y estas crisis para llegar a la libertad? Porque todos, más o
menos, vivimos esclavos: esclavos de pseudovalores. Pensamos que vivimos valores, pero
vivimos ambigüedades. Nuestra vida está llena de valores ambiguos y necesitamos
purificarlos para que sean evangélicos.
Por eso la crisis nos conduce a la libertad, al revelarnos la ambigüedad de los valores
que vivimos. A veces podemos tardar varios años para darnos cuenta de ello.
Algunos ejemplos. La obediencia es un valor en la vida religiosa. Pero hay un tipo de
obediencia sin libertad, sin expansión, sin responsabilidad y sin fidelidad a la vocación
personal. Ahora bien: este tipo de obediencia no es cristiano, porque cualquier valor
cristiano, incluyendo la obediencia, no debe sacrificar o cercenar otros valores legítimos
coherentes con él. Si la obediencia es verdaderamente un valor, supone que no va a violar
la libertad, la responsabilidad y la iniciativa. Cuando viola esto, es una obediencia
ambigua.
OBEDIENCIA/CRISIS: Una religiosa puede decir: «Yo llevo veinte años de vida religiosa
y nunca he tenido ningún problema con la obediencia». Pero esta persona puede vivir en
una obediencia infantil y, por tanto, no ser libre. Normalmente, cualquier naturaleza cristiana
sana, cualquier religiosa sana, debe tener en diversas etapas de su vida ciertas dificultades
en la obediencia. De lo contrario no está creciendo. Y debe estar permanentemente
rehaciendo su síntesis y redescubriendo la misma obediencia evangélica, pero cada vez
con una dimensión nueva, más libre. Y el que no lo hace quiere decir que se ha quedado
estancado. No «molestará» a nadie, pero no se ha hecho persona libre.
Normalmente, las personas que tienen más valor, más madurez, son las que tienen más
dificultades con la obediencia, lo cual es muy normal. No se llega a una obediencia libre sin
pasar por rebeliones. La obediencia consiste en una síntesis entre la aceptación de la
voluntad de Dios y una total libertad cristiana. Es sumamente difícil. Es una obra del
Espíritu Santo. Y a eso no se llega sin pasar por muchas crisis, inclusive por errores.
La oración. Hay personas que pueden tener en esta práctica cierta
ambigüedad. Pueden pasar años practicando la oración y ciertas devociones sin que hayan
adquirido madurez y auténtica vida de oración. Porque para que haya verdadera oración,
oración libre y madura, es preciso que también haya libertad frente a las prácticas. Y para
ello habitualmente uno tiene que pasar por muchas crisis, sin presiones. Y las crisis, por
ejemplo, se producirán cuando uno sale de su cuadro, cambia de estilo de vida. Es el
momento providencial para hacerse libre recuperando los mismos valores en una nueva luz.
Es el momento de purificar los motivos, pero no para dejar lo válido de la oración.
La libertad viene de una convicción interior, a causa del Evangelio, y supone la fidelidad.
Pero a esto no se llega sin pasar por crisis y por situaciones de transición, a través de las
cuales hay que recuperar los valores en otro contexto diferente. Si no somos capaces de
hacer esto, no estamos creciendo. Quedamos mediocres porque muchos de los valores que
creemos que estamos viviendo se puede demostrar que son ambiguos, que posiblemente
no son tan puros como pensamos. Y la manera como se revela esa ambiguedad es
mediante una crisis que nos ponga en la línea de la verdad y en la revisión de vida.
VERDAD/LIBERTAD: Por eso Jesús decía: «La verdad os hará libres». Porque la verdad
nos pone en la crudeza de la realidad y nos revela que lo que pensábamos que estábamos
haciendo muy bien, en el fondo no era más que una esclavitud.
Otra aplicación de lo mismo es la castidad. Hay una cierta castidad que no es en
absoluto libre; por tanto, no es cristiana. A menudo responde a una formación monosexual o
a otras deformaciones. Es evidente que una persona formada en un ambiente puramente
de mujeres o de hombres no podrá tener un crecimiento normal en la línea del celibato y de
la castidad. Más adelante se pagan las consecuencias, porque no se puede cercenar
ninguna tendencia. Y lo importante es formar en la castidad y en el celibato en la vida
normal según el plan de Dios, es decir, en la relación de hombre y mujer. Hay que integrar
al hombre y a la mujer en la vida cristiana célibe. Pero esto no se hace sin crisis, sin
problemas, sin tentaciones. Y lo normal es que en este aspecto de nuestra vida haya crisis
y algunos problemas. Es la única forma de hacer que la castidad y el celibato cristiano sean
libres. Yo puedo evitar las crisis, pero ciertamente voy a cercenar las capacidades de mi
personalidad, que más adelante va a estallar brutalmente en busca de compensación.
Tomemos también la fe. Tiene que hacerse libre y no estar ligada sólo a la tradición
familiar o de la educación. Tiene que enfrentarse con la opción de tener o no tener fe. Con
la libertad para que verdaderamente sea fe madura.
Lo mismo puede suceder en la misma actividad en la pastoral. Fácilmente, en una etapa
aún inmadura, no se advierten las ambigüedades de motivaciones humanas, de prestigio o
de competencia. La falta de aprecio de los elementos sobrenaturales. La orientación no
tanto a la construcción del Reino de Cristo como de «nuestro» reino... De ahí impaciencias,
desánimos, búsqueda de política eclesiástica, etc. Al fin puede producirse la crisis de
ruptura y la ambigüedad se advierte. Diversas circunstancias, fracasos, pueden llevar a
ello. Es el momento de crecer en madurez, de purificar la acción apostólica y de redescubrir
lo más profundo del apostolado cristiano. De purificar el valor pastoral y de hacerse
realmente libre.
Por eso si los valores que vivimos son ambiguos, los conflictos son también necesarios.
Inclusive, a veces (y esto es delicado), los conflictos habrá que provocarlos. Porque la
única manera de crecer, para una persona o un grupo, es pasando por esas crisis y
desenmascarándonos a nosotros mismos para vivir cada vez con mayor libertad.
Cuando un grupo está estancado, cuando no hay ninguna «novedad», cuando una
persona está estancada, hay que suscitarle sanamente estos conflictos (cuestionarlas) para
que se logre progreso. En último análisis, se trata de elegir nuevamente y cada vez más
libremente los valores, porque en realidad aún no los hemos elegido con libertad total.
Había una elección con libertad parcial.
Lo importante en la oración es que nosotros la elijamos sin importarnos nada si ella es o
no obligatoria. Se trata siempre de elegir todos nuestros valores, todos nuestros
compromisos, cada vez con mayor libertad, sin pensar en lo que está mandado.
Esto supone el valor de ponernos en la verdad y el valor de aceptar
el ser desenmascarados. Porque en nuestra vida hay muchas mentiras que vivimos
inconscientemente, ambigüedades que necesitan ser desenmascaradas, y las crisis, los
conflictos, los cuestionamientos son acontecimientos que, si somos sensibles a ellos, nos
van a ayudar en esto.
Esta es una de las ventajas de la revisión de vida.
Al partir de lo concreto, de ciertos hechos, permite el diálogo a través de reacciones
concretas. Nos permite cambiar, iluminando nuestros hechos y actitudes. Me cuestiono yo
mismo para deshacer mis ambigüedades.
En la revisión de vida no vamos a darnos principios, a recordarnos doctrina. Eso ya lo
sabemos. No hace falta recordarnos en teoría los valores del Evangelio. Debemos más bien
ayudarnos en el cuestionamiento de nuestra vida, a fin de que veamos en nuestra
conciencia lo que había de ambiguo y de mentiroso en nuestras actividades. De ahí que en
nuestra vida nada tiene significación universal. Yo no debo esclavizarme a ninguna actitud
unilateralmente. El día que yo me esclavice a una actitud, ese día perderé ya la posibilidad
de crecer. Aunque tenga treinta años o menos, perderé la juventud. Quedaré instalado en
un esquema de pensar y de actuar. Por eso debemos plantearnos con valentía los
problemas y cuestionarnos permanentemente.
Hay quienes piensan que el tiempo lo arregla todo porque no tienen el valor de abrirse a
los conflictos. El tiempo a veces empeora las cosas. Dejar las cosas al tiempo a veces será
lo más sabio, pero en algunas cosas hay que darse cuenta que los conflictos se van
degradando, porque no se tiene el valor de abrirlos para exponerlos a la verdad que nos
hará libres. No hay que evitar artificialmente las crisis. Y tampoco lo contrario, provocar las
crisis en los demás, sin tener probabilidad de que la persona esté dispuesta a afrontarla y a
crecer.
(·GALILEA-SEGUNDO-1. Págs. 316-327)
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