Carácter y autoridad

Autoridad y autoritarismo

Hay personas que logran ganarse una posición de gran respeto por la vía de la fuerza o el miedo: tienden a utilizar un poder coercitivo para lograr lo que se proponen. Su eficacia a corto plazo suele ser alta, pero no es fácil de mantener por mucho tiempo, pues produce una sumisión tensa y provoca actitudes de resistencia que pueden llegar a ser enormemente activas e ingeniosas.

Este tipo de poder es el que ejercen algunas personas —en el trabajo, la escuela, la familia, etc.—, con resultados a largo plazo generalmente deplorables, pues entran con facilidad en una dinámica que alienta la simulación, la sospecha, la mentira y la inmoralidad.

En algunos casos extremos, cuando se lleva al límite esa tensión, produce conflictos personales más graves, pues —como escribió el pensador ruso Alexander Solzhenitsyn— «sólo se tiene poder sobre las personas mientras no se les oprima demasiado; porque si a una persona se le priva de lo que considera fundamental, considerará que ya nada tiene que perder y se liberará de esa sujeción a cualquier precio».

El poder coercitivo suele desaparecer cuando desaparece la capacidad de ejercer las amenazas o el miedo, y entonces surgen con facilidad, como reacción, sentimientos de rechazo, oposición o revanchismo.

Hay otros estilos de autoridad menos despóticos, que consiguen mantener una posición de dominio de una manera más utilitaria, por la vía de la contraprestación y el equilibrio de poderes, y la gente les obedece y les sigue en puntos concretos a cambio de unas ventajas determinadas. La relación que se establece suele ser de simple funcionalidad, y ese equilibrio de fuerzas se mantiene mientras beneficie a ambos, o al menos mientras continuar así les perjudique menos que romperlo. Es cierto que ofrece una cierta sensación de equidad y justicia, pero es el tipo de situación propia de relaciones laborales o familiares precarias y enrarecidas.

Hay, por último, otras formas de ejercer la autoridad más acordes con la dignidad del hombre. Es la autoridad moral que poseen aquellas personas en las que se confía y a las que se respeta porque se cree en ellas y en la tarea que están llevando a cabo. No es una fe ni una servidumbre ciegas, ni consecuencia del arrastre de un gran carisma personal, sino una reacción consciente y libre que esas personas producen en los demás gracias a su honestidad, su valía y su actitud hacia los demás.

Todos hemos conocido personas que han despertado en nosotros esos sentimientos de adhesión. Quizá esa persona nos sorprendió depositando una mayor confianza en nosotros, nos trató de forma distinta, nos alentó en momentos difíciles, o nos ofreció su ayuda cuando no lo esperábamos. El caso es que generó en nosotros una consideración especial hacia él: una actitud de respeto, de lealtad, de compromiso, de receptividad.

Se trata de algo que también puede producirse ante un personaje que nos presenten los medios de comunicación, o ante figuras que descubrimos en la historia, o ante escritores o artistas de otra época, por ejemplo. Pueden despertar en nosotros una corriente de extraordinaria simpatía o, por el contrario, de profundo rechazo. Estudiar esas figuras, y analizar los rasgos que producen esos efectos, será siempre una fuente de ideas interesantes para todo aquel que desee ganar en autoridad moral.

 

Sentido de autoridad

Hay muy diversos modos de ejercer la autoridad, y aunque las personas y las situaciones sean muy distintas, hay bastantes rasgos de carácter que casi siempre confieren autoridad y son muy positivamente valorados por casi todo el mundo.

Por ejemplo, son importantes la paciencia, la sensibilidad y la consideración con los demás. O la disposición a aprender de otros, que hace que actuar con clara conciencia de que no solemos tener todos los datos, ni todos los puntos de vista, ni todas las experiencias que pueden aportarnos los demás. O la aceptación de las personas como son, sin pretender que todos tengan los mismos gustos y preferencias que nosotros. O la corrección en el trato, ajena a actitudes habitualmente tensas o cortantes.

Hay personas que muestran una actitud agresiva porque quizá encuentran en ella una fuente de suficiencia personal, y están quizá orgullosos de su prepotencia, pues piensan que eso les proporciona autoridad y reconocimiento. Lamentablemente para ellos (y aunque a veces algunas corrientes culturales hayan valorado quizá demasiado los modelos agresivos y avasalladores), sus resultados a medio y largo plazo suelen ser penosos.

Eso no quiere decir que haya que menospreciar otros rasgos más activos, como por ejemplo la firmeza, que ha de ser compatible con todo lo anterior. La autoridad precisa de un juicioso equilibrio entre firmeza en la propia posición y mostrar un sincero respeto e interés por las valoraciones de los demás, sin juzgarlas precipitadamente. Se trata, en definitiva, de comprometerse en un proceso de buena comunicación personal, de actitudes abiertas y al tiempo firmes y coherentes.

Otra característica importante es la confianza, que se manifiesta en la capacidad de dejar a los demás suficiente margen de decisión; o en la habilidad para elevar el grado de responsabilidad y adhesión con que los demás asumen las decisiones; o en la actitud que se toma cuando se advierten errores en los demás, que siempre habrá.

La sensibilidad de hoy —de siempre— rechaza la monserga autoritaria. Recusa también los aires oficial y pesadamente pedagógicos. Tampoco lleva nada bien las actitudes demasiado seguras de sí mismas, poco tolerantes, poco abiertas a la diversidad.

No puede faltar, en quien ostenta autoridad, un gran amor a la libertad, con el consiguiente respeto a los ámbitos de legítima autonomía personal de cada uno. Debe tener siempre presente que, en estos ámbitos, no goza de autoridad, y que la diversidad en esas cuestiones es un elemento positivo que no daña la autoridad ni la necesaria disciplina, y que debe ser respetada, sin caer en la tentación de imponer una uniformidad amorfa que ahogaría la libertad.

Aunque haya quedado para el final, otra cuestión básica es la integridad personal: honestidad, compromiso sincero de búsqueda del bien de los demás, veracidad, rectitud. Para las personas rectas, la vida no es tanto una carrera como cumplir con una misión. Y esto siempre lleva a orientar la vida hacia los demás. Porque todo intento de ser una persona equilibrada y honesta sin dar a la propia vida ese sentido de servicio, es un empeño imposible. Sólo ese sentido de ayuda a los demás, con sus responsabilidades subsiguientes, hace que la vida no acabe presentándose en conjunto ante nosotros como un esfuerzo vano y absurdo.

 

Independencia y formación

Hay personas que piensan que formar a otros en unos valores supone una imposición de esos valores. Dicen que debería ser cada uno quien reconozca los que le interesen; que formar a otros en unos valores determinados es forzar a las personas, ahormarlas, someterlas a una influencia más o menos autoritaria y, en esa medida, destructora de la originalidad personal.

Sin embargo, parece claro que toda nuestra existencia está tejida con aportaciones de los demás, y que sería ridículo querer eludir de modo absoluto su influencia. Basta pensar en el proceso que sigue cualquier persona desde su nacimiento: el hombre viene al mundo como el más desvalido de los vivientes, incapacitado para casi todo durante largos años; y así como su desarrollo corporal no se produce sin una alimentación proporcionada por otros, algo parecido ocurre con su inteligencia, cuya potencialidad se desarrolla mediante la influencia de los demás, una influencia que —al menos durante los primeros años— resulta totalmente imprescindible. De hecho, los escasos ejemplos conocidos de niños que se criaron de modo salvaje, al margen de la civilización, muestran a las claras esa realidad.

Los más recientes estudios acerca de los factores que influyen en el desarrollo de la inteligencia coinciden en otorgar un considerable valor —al menos estadísticamente hablando— al medio cultural en que se ha vivido. El hombre apenas puede progresar en su propia vida, intelectual o moral, sin ser auxiliado por la experiencia colectiva que han acumulado y conservado las generaciones pasadas. Podría decirse que la sociedad atesora el pasado, y que gracias a ella en el hombre hay progreso e historia.

La pretensión de que todas nuestras acciones fueran realizadas de modo absolutamente autónomo y personal, significa desconocer la limitación del hombre. La búsqueda de la absoluta autonomía personal llevaría a una existencia empobrecida y agobiante, e incluso irracional en la medida en que sólo admitiría soluciones originales, renunciando sistemáticamente a todas las comprobadas y claras realidades que la humanidad ha ido acumulando a lo largo de los siglos.

Es un triste error pensar que cualquier cosa que hagamos, para que sea verdaderamente personal, debe hacerse de modo totalmente original y solitario, ajeno a toda influencia o colaboración, como si cualquier influencia atentara de inmediato contra nuestra personalidad. Eso supondría confundir el hecho de tener personalidad con adoptar una actitud de autosuficiencia y absolutez, que es un desatino de los más frustrantes en que se puede caer. Es cierto que conviene dejar un margen amplio a la creatividad personal, pero sin confundir la creatividad con esa vanidad pseudoinfantil que a algunos a les hace pensar que están llamados a introducir novedades geniales en todo lo que hacen, y que además lo lograrán partiendo únicamente de sí mismos, sin contar con aportaciones ajenas. Eso sería confundir la espontaneidad con la sabiduría.

La verdadera creatividad precisa siempre de un equilibrio: no es ni el originalismo necio de quien busca llevar la contraria a todo lo establecido; ni la producción serializada y gris de quien es incapaz de introducir una aportación personal en nada de lo que hace; ni tampoco el originalismo mimético de esa gran oleada de mediocres que suele seguir a los verdaderos creadores, imitando ingenuamente su estilo sin llegar a captar su sustancia.

Ninguno nos hemos dado a nosotros mismos la vida, ni hemos determinado las características de nuestra personalidad. Sin embargo, a nosotros corresponde desarrollarla. La plena realización de nuestra personalidad es como una progresiva colonización de nosotros mismos. Y para lograrlo, no tiene por qué ser obstáculo el hecho de ser ayudado por otros, es decir, recibir estímulo, consejo, ánimo, ejemplo. Ciertamente existe el peligro de que ese consejo acabe transformándose en una cierta dominación por parte de otra persona, y por eso —como ha escrito José Antonio Ibáñez-Martín— una cosa es recibir ayuda, hacer uso de esa segunda mano que se nos ofrece, y otra muy distinta es convertir nuestra vida en una existencia de segunda mano. Son cosas bien distintas, y de una no hay por qué pasar a la otra.

Podríamos compararlo a lo que sucede con otros fenómenos humanos como, por ejemplo, con el lenguaje. El lenguaje puede parecer que coarta la libertad porque obliga a usar un repertorio estereotipado; sin embargo, hay una enormidad de posibilidades de expresarse: basta ver la diferencia que hay entre un buen orador y quien habla torpemente. De la misma manera, recibir de otros una buena formación es muy distinto a ser dominado y manipulado por ellos. Es evidente que el hombre puede abdicar de su personalidad allí donde debía mantenerla, de modo que esa ayuda deje de ser una colaboración para transformarse en una dictadura, pero eso sería una perversión —o al menos una trivialización— del recto sentido que tiene el hecho de formarse.

¿Dónde está el límite entre una influencia realmente formadora y legítima, y otra que fuera autoritaria e invasora? Para que esa influencia sea legítima, es preciso que busque formar una auténtica interioridad en aquellos a quienes se dirige. Una interioridad que, entre otras cosas, pueda resistir a las tendencias superficializadoras y dispersoras de cada época. Un sólido núcleo personal que no deje a la persona a merced de los vaivenes de la moda del mundo del pensamiento.

Por otra parte, tener una notable autonomía personal no está reñido en absoluto con mostrar una conveniente receptividad, es decir, una apertura de mente que busque un constante enriquecimiento personal gracias a las aportaciones de los demás. Una receptividad que, como es natural, debe mostrarse solamente ante quien merezca esa actitud, y que no ha de ser pasiva sino activa, tanto en la búsqueda de las opiniones que nos merecen autoridad como en el esfuerzo por mantener después una actitud despierta ante ellas. Para lograrlo resulta preciso superar el orgullo y la pereza, mantener la necesaria frescura de imaginación y proceder con una total sumisión a las exigencias de la verdad que vayamos percibiendo.

Y quien asume la tarea de formar, ha de procurar siempre hacer pensar, puesto que formar no es modelar desde fuera el espíritu del otro a nuestra imagen y semejanza, sino despertar en su interior al artista latente que esculpirá desde dentro su obra. Una obra que muchas veces será imprevisible para nosotros, y quizá extraña a nuestros deseos.

Mediante la formación, no tratamos de conseguir la realización de unos actos determinados, ni buscamos simplemente transmitir unos criterios de conducta, por acertados que éstos fueran: se trata de buscar en cada persona el desarrollo más plenamente humano de sus capacidades, de modo que de ahí fluya con naturalidad un modo de ser y de actuar acorde con la formación que se ha ido asimilando.

Gentileza de http://www.interrogantes.net/ para la
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