EL HOMBRE, SER EN EL MUNDO

Hablar del hombre como «relación» e insistir sobre la «gratuidad» de su existencia es todavía una abstracción que necesita ulteriores concreciones. La primera de todas es la siguiente: relación y gratuidad son realidades necesariamente mundanas. Sólo podemos relacionarnos, expresar nuestro amor, experimentar la gratuidad, en medio del mundo. Toda experiencia humana es siempre mundana. La gracia sólo puede ser experimentada en las relaciones interhumanas ­en el amor y en el trabajo, en el sacrificio y en la alegría, en la fiesta y en el juego...­ así como en el contacto con la naturaleza. Solamente así, solamente teniendo el mundo como escenario y transfondo. Ahora bien, también es cierto lo contrario: la existencia en el mundo no puede ser comprendida sino como gratuita.

El mundo es como el «argumento» de toda relación. Amar es ­como ha dicho Saint-Exupéry­ «mirar en la misma dirección». No podría amarse si no hubiera nada que hacer ni que mirar, nada «sobre lo que hablar». Al mismo tiempo, la relación ­sobre todo cuando se trata de una relación comunitaria­ «crea» mundo y lo interpreta. Esa relación será abierta en la medida que cuente con el mundo de los demás grupos humanos. De este modo, concepción del hombre y concepción del mundo vienen a fundirse y casi a confundirse. «La imagen del mundo (Weltbild) y la imagen del hombre (Menschentild) mantienen siempre una relación de recíproco intercambio» (Th. Steinbüchel). Si varía la visión del mundo, varía también la visión del hombre, y recíprocamente.

E. Fromm 1 señala las cinco necesidades fundamentales del hombre. La primera es la «relación», que nos ha ocupado en el capítulo anterior. Prescindiendo de la cuarta necesidad ­identidad personal­ las otras tres se refieren claramente a la mundaneidad del hombre: creatividad, arraigo y necesidad de una estructura que oriente y vincule. Esta alusión a las «necesidades del hombre» es doblemente esclarecedora. En primer término, hace comprender que ser-en-el-mundo es algo más que una estructura abstracta: responde también a las exigencias psicológicas fundamentales del existir del hombre. Por otro lado, no es una estructura estática, un puro «estar» que nada nos diría que pueda ser de verdad interesante. El «ser» es aquí, por el contrario, un actuar, un vivir, un relacionarse. Se «es» en el mundo en la medida en que se es creativo, en que se encuentra y se da sentido a la existencia, en que se orienta uno en alguna dirección ­y orientarse es siempre ponerse en marcha­, en que se establecen vínculos positivos con la realidad...

1. SITUACIÓN

a) La mundaneidad del hombre

La condición del hombre como ser-en-el-mundo ha sido puesta de manifiesto especialmente por la fenomenología y el existencialismo. Quiere decir algo más que la simple perogrullada de que «estamos» en el mundo (¿dónde, si no?). Es más bien la afirmación de que sólo somos si somos en-el-mundo, que nuestro ser es siempre ser-en, y que no es posible «salirse del mundo». No sin cierta ironía escribía Pablo: «Os decía en mi otra carta que no tuvieseis trato con gente lujuriosa. Es claro que no hablaba en plural, de todos los lujuriosos de este mundo, como tampoco de todos los avaros, ladrones e idólatras; para evitar todo trato con esta gente tendríais que vivir en otro mundo. Lo que quería deciros en la carta es que no tengáis trato con gente que presurice de cristiano y es lujurioso, avaro, idólatra, calumniador, borracho o ladrón. Con alguien así, ¡ni sentarse a la mesa!» (1 Cor 5, 9-11). Con ello se pone en evidencia la imposibilidad literal de «renunciar al mundo». La fórmula sólo es válida si se entiende como una renuncia ­activa y beligerante, por supuesto­ a cierto «orden» del mundo, sólo posible para aquellos que poseen una energía suficiente. Cuando la renuncia se convierte en simple «huida», se ha de pagar un fuerte precio: la creación artificial de un pequeño mundo mezquino y ridículo, en el que las cosas más pequeñas se convierten en «todo un mundo». La única solución entonces es precisamente volver al mundo...

MUNDANEIDAD/INTIMIDAD: No existe, pues, un «yo puro», un aislado «yo pienso», una «pura conciencia». El «estar en»­ ésta es la primera pregunta del que vuelve en sí e intenta recuperar su propia identidad: «¿dónde estoy?»­ es la primera referencia del yo. Somos y estamos siempre «aquí», es decir, «fuera»: existir es ex-sistir, estar fuera, para luego poder estar «dentro», consigo mismo. Mundaneidad e intimidad se dan en continua dialéctica, el yo vive en la encrucijada del dentro y el fuera. La conocida fórmula «hemos sido arrojados a la existencia» denota no sólo el «trauma del nacimiento», cuando materialmente fuimos arrojados al mundo; supone también una experiencia de la necesidad de estar continuamente «saliendo» de sí mismo hacia los otros y hacia el mundo.

MUNDO/QUE-ES: Se impone ahora hacer toda una serie de precisiones. «Mundo» no se entiende aquí en un sentido absolutamente objetivo, como el conjunto de todas las cosas que me rodean. Así concebido, el mundo no puede ser captado por el hombre: no es posible captar todo, menos aún es posible captarlo como una totalidad estructurada y englobante, tampoco podemos hacerlo con una absoluta objetividad. Sólo puedo conocer el mundo parcialmente y desde mí mismo, subjetivamente (lo cual no quiere decir que no sea una visión real; incluso, es la única visión real posible). Lo único que nos es dado es partir de nuestras propias experiencias. Cada experiencia puede ser ampliada con otras nuevas, que se integran a las anteriores y las modifican. Todo ello se realiza dentro de un cierto horizonte de referencia. La aparición de ese horizonte es la aparición del mundo, que no es, entonces, sino «el horizonte último de toda experiencia y de toda posibilidad». Nada puede ser experimentado fuera de él, aunque este horizonte está siempre en transformación al ritmo del progresivo experimentar humano. Y es que, como explica uno de la Karamazov: «Todo es como las aguas del océano, todo corre y se junta; tocas un extremo, y se comunica y resuena inmediatamente en el otro extremo del mundo» (Dostovevski). Se trata de un horizonte realmente último: no puede ser rebasado en ningún caso, siempre se amplía y permanece como horizonte. No hay, en la misma dirección y dimensión, un «más allá» del mundo. Lo cual no nos impide hablar de la «transcendencia»: únicamente nos impide concebirla como una experiencia dada en un más allá en la misma dirección que el mundo. En la misma dirección no hay un punto ­un «non plus ultra» del mundo­ en el que comienza «otra cosa» distinta del mundo. La psicología de la Gestalt corrobora todo esto: toda percepción supone un «fondo» del que se destaca; percibir la totalidad del fondo, y percibirla a su vez sin fondo alguno, no es posible. Pero si ello fuera posible, entonces nuestra percepción cobraría un carácter de irrealidad. Cuando en el teatro contemporáneo se prescinde en absoluto del decorado ­no hay sino unas cortinas negras «al fondo», por ejemplo­, o bien el espectador lo suple con su imaginación, o bien la acción resulta en absoluto fuera de toda realidad. También la lógica clásica se encuentra de acuerdo: no es posible pensar nada fuera del mundo, ya que la cópula «es» ­la cópula del juicio más elemental «S es P»­ remite a la realidad en la que es lo que se piensa. Con todo, cada uno tiene su propio mundo, construido a base de sus propias e irrepetibles experiencias. Puede ser muy estrecho (hay quienes no ven «más allá de las narices») o muy amplio; estático o móvil; unidimensional o pluridimensional (la unidimensionalidad absoluta es prácticamente imposible; con esta expresión sólo quiere indicarse la preponderancia de una determinada dimensión en la construcción del mundo: hay unidimensionales «consumidores», pero también los hay «políticos» o «religiosos», en los que la castración de la persona coincide con la limitación de su mundo). Sin embargo, «cada uno tiene ciertamente su mundo, pero lo que éste es para él no se lo debe exclusivamente a él mismo..., sino que ha aprendido de los otros cuál es la forma de manejarse, cuál la forma de valorar, qué es preciso saber... Es siempre un mundo en común. La experiencia es experiencia en común, sólo que el individuo la recoge en sí y en lo recogido hace entonces sus nuevas experiencias propias» (Landgrebe). Es decir: mi mundo es siempre un determinado modo de vivir nuestro mundo.

Pero el mundo no está «enfrente» del hombre de un modo absoluto. Yo me incluyo en mi propio mundo, y por eso es precisamente mío: es el mundo en el que yo habito y me muevo. Por eso, también, existe una permanente y mutua interpelación: mi mundo me hace cambiar y yo cambio mi mundo. Y no sólo por el conocimiento, sino sobre todo por la acción (praxis), que me lleva a nuevas experiencias concretas; o, más exactamente, a experimentar de modo distinto la realidad del mundo. Los éxitos o los fracasos, los momentos de gran intensidad, las experiencias nuevas, pueden hacer que «todo cambie» y que todo lo vea distinto. De todos modos, el hombre conserva siempre un puesto central en la experiencia del mundo (aunque no lo tenga en la visión científica del mundo). «El cuerpo del hombre es siempre la mitad posible de un atlas universal», dice M. Foucault. Mi cuerpo se convierte ­más bien «es»­ el centro de mi mundo, lo cual nada tiene que ver con una especie de ridículo egocentrismo; afirma sólo la necesidad de situarme en un mundo «en torno de mí» y por tanto de ponerme «en medio» de ese mundo y contemplarlo desde mí mismo, es decir, desde mi cuerpo.

«Cuanto más se ponga el acento sobre la objetividad de las cosas, cortando el cordón umbilical que las liga a mi existencia, a lo que llamo mi presencia órgano-psíquica para mí mismo (...), tanto más este mundo así proclamado como el único real, se convertirá en un espectáculo sentido como ilusorio, un inmenso film documental ofrecido a mi curiosidad, pero que en resumidas cuentas se suprime por el simple hecho de que se ignora. Creo, por ello, que el universo tiende a anularse en la medida misma en que me sumerge ­y esto es, creo, lo que se olvida cada vez que se intenta aplastar al hombre bajo el peso de los datos astronómicos. Esto quiere decir que se penetra en la abstracción pura tan pronto como, por temor al antropocentrismo, se intenta romper el nexo que me une al universo­ el nexo de mi presencia en el mundo, no siendo mi cuerpo más que este nexo hecho manifiesto» (G. MARCRL, Filosofía concreta, Madrid, 1959, páginas 31-32).

Si me coloco en el «centro» del mundo no es para que todo gire en torno mío, lo que sería propiamente el egocentrismo, sino para poder ­desde mi propio puesto­ orientarme en y hacia el mundo. «Ser centro», pues, «centrarse», no es «concentrarse», sino «des-centrarse», «orientarse», lo cual supone hallar un sentido. El problema del ser-en-el-mundo se convierte, entonces, en el problema del sentido del mundo, que puede ser calificado, sin demasiadas vacilaciones, como el problema fundamental de la existencia humana. Es inevitable, pues, dedicarle algunas reflexiones.

V/SENTIDO H/EQUILIBRADO: En primer lugar, el sentido aparece como una exigencia: la vida «tiene que tener» un sentido. Pero el hecho mismo de que se exija revela la no evidencia del sentido; el «tiene que» del sentido recuerda las expresiones que empleamos cuando buscamos una cosa que no está en su sitio: «tiene que estar aquí», «debería estar aquí»... pero no está. Ahora bien, V. Frankl ha demostrado que «no puede haber un hombre sano y equilibrado si carece de un sentido de la vida. Un hombre que ha perdido el sentido de la vida, la razón de existir, aunque sea sano psíquicamente, está espiritualmente enfermo y requiere un tratamiento que el psicoanálisis no puede dar» 2 La pregunta es: ¿por qué no se encuentra el sentido de la vida?, la cual nos lleva a otra pregunta más radical: ¿es que el sentido de la vida es algo que deba estar ahí para que yo pueda «encontrarlo»?, ¿o es más bien algo que yo debo poner para que mi vida lo tenga? Nuestra opinión es, sin rodeos, esta última: es el hombre el que presta sentido a la vida, y por ello se constituye en centro del mundo. Entonces, lo que se ha perdido no es el sentido, sino la capacidad de dar sentido a la vida, a la propia vida. Podemos muy bien remitirnos a lo que dice Paul Tillich acerca de la «dimensión perdida»:

DIMENSIÓN: «El elemento decisivo en la actual situación del hombre occidental es la pérdida de la dimensión de profundidad (...). Significa que el hombre ha perdido la respuesta a la pregunta por el sentido de su vida, la pregunta por el dónde viene y a dónde va, la pregunta por lo que hace y debe hacer de sí en el breve lapso entre nacimiento y muerte. Estas preguntas no encuentran ya respuesta alguna; más aún, ni siquiera son planteadas cuando se ha perdido la dimensión de profundidad. Nuestra generación no tiene ya coraje para plantearse tales cuestiones con la incondicional seriedad con que lo hicieron generaciones pretéritas, y tampoco tiene ya el coraje de escuchar ninguna respuesta a estas cuestiones» (La dimensión perdida, Bilbao, 1970, pág. 12).

H-RELIGIOSO/QUE-ES: Porque el hombre actual ha perdido esta dimensión, ha dejado también de ser «religioso», ya que, según Tillich, «ser religioso significa preguntar apasionadamente por el sentido de nuestra vida y estar abierto a una respuesta, aun cuando nos haga vacilar profundamente». No es el hombre quien debe preguntarse por el sentido de la vida, sino quien debe dejarse preguntar por la vida acerca de su sentido. Y como el hombre es, antes que nada ni nadie, la vida misma, es el hombre quien debe dejarse preguntar por él mismo y por el mundo acerca del «sentido». El hombre se convierte en responsable de sí y del mundo en la medida en que acepta el tener que dar esa respuesta. Pero hay que apresurarse a decir que aquí, más que nunca, pregunta y respuesta deben estar en correlación, que no se puede dar una respuesta al problema del sentido de la vida prescindiendo de la vida y del mundo, es decir, sin devolver a la vida continuamente su pregunta para comprobar el valor de la respuesta.

b) Situación de la mundaneidad

¿Cuál es, de hecho, la situación del hombre en el mundo? Ya se habló del fracaso de la relación. Ahora habría que hablar de las formas posibles ­y reales­ del fracaso del sentido: sin-sentido y absurdo son la continua amenaza del «ser-en-el-mundo» que es el hombre. Pero antes hay que referirse a una paradójica forma de estar en el mundo: vivir fuera de él. Ya Heráclito señalaba: «Hay un mundo uno y común para los que están despiertos; pero el que duerme se reduce a su mundo propio.» Existe una gran dificultad por interesarse por algo más allá del «aquí y ahora» ­rara vez nos conmociona lo que está lejos en el espacio o en el tiempo, puesto que tendemos a vivir reducidos a nuestro pequeño mundo inmediato­. También (empleando términos del actual argot) se puede vivir «pasando de» todo. Pero se puede vivir fuera del mundo. El tipo «introvertido» está tendencialmente abocado a esta conducta ya que, como observa Jung, «no se orienta por el objeto y lo objetivamente dado, sino por factores subjetivos; interpone entre la percepción del objeto y su propio obrar una opinión subjetiva que impide que el obrar tenga un carácter que responda a lo objetivamente dado. La disposición introvertida ve, ciertamente, las condiciones exteriores, pero elige como decisivas las determinantes subjetivas». Esta situación se convierte en francamente patológica en la conducta «autista» propia del esquizofrénico. El autismo es, en efecto, la «polarización de toda la vida mental del sujeto hacia su mundo interior, con pérdida de contacto con el mundo circundante. El enfermo vive en el mundo familiar de sus deseos, angustias, sensibilidad e imaginación; éstas son para él sus únicas realidades. El mundo exterior no es más que una apariencia o, por lo menos, es un mundo que carece de conexión con el suyo propio» (Porot). El proceso puede terminar en «enclaustración»: el sujeto se encierra materialmente en su propio cuarto o casa, y teme toda salida al exterior (agorafobia).

Estos comportamientos de temor y huida no hacen sino substraer al hombre de la primera de sus responsabilidades: vivir en el mundo. El que puedan adquirir formas patológicas extremas no hace sino revelar el hecho fundamental de que no se puede vivir humanamente fuera del mundo, y que toda forma de huida o negación del mundo es, de algún modo, una actitud enferma.

Pero aquél que se expone a vivir en el mundo corre también un riesgo indudable. En primer lugar está la posible FRUSTRACION. El mundo es, efectivamente, un horizonte de posibilidades infinitas, pero aparece también como un límite, no sólo en cuanto que no me es posible vivir sino en mi finitud espacio-temporal (lo que supone también una finitud cultural, social, etc.), sino, sobre todo, porque supone una continua resistencia a nuestros esfuerzos de realización creativa. El hombre admite que este mundo tiene o debería tener un sentido, pero una y otra vez se ve frustrado en sus esfuerzos de realizarlo. Es, de algún modo, la experiencia de Adán: este mundo no es el paraíso, y el paraíso está guardado por querubines con espadas de fuego (Gén 3, 24), símbolos de que la vida en plenitud en el mundo encuentra obstáculos infranqueables. La añoranza de lo que debería ser persigue a Adán en su trabajar la tierra, esta tierra, el ensueño de la utopía irrealizada e irrealizable. Y Adán se siente doblemente frustrado porque su propio sudor, al regar la tierra, no obtiene sino «espinas y abrojos» (Gén 3, 18-19).

CREADOR-DESTRUCTOR: Pero es que la frustración del último Adán es mayor que la del primero, porque ahora Adán ­convertido en un omnipotente «homo faber»­ ve cómo su increíble capacidad de construir el mundo y darle sentido se está empleando en destruir el mundo. De algún modo, el hombre, que debería ser un «creador», está realizando una creación al revés.

«LECTURA DEL ANTIGENESIS AL FIN EL HOMBRE ACABO CON EL CIELO Y CON LA TIERRA.

La tierra era bella y fértil, la luz brillaba en las montañas y en los mares, y el espíritu de Dios llenaba el Universo.

El hombre dijo: «Que posea yo todo el poder en el cielo y en la tierra.» Y vio que el poder era bueno, y puso el nombre de Grandes Jefes a los que tenían el poder, y llamó Desgraciados a los que buscaban la reconciliación.

Y así fue el sexto día antes del fin.

El hombre dijo: «Que haya gran división entre los pueblos: que se pongan de un lado las naciones a mi favor, y del otro los que están contra mí.» Y hubo Buenos y Malos.

Y así fue el quinto día antes del fin.

El hombre dijo: «Reunamos nuestras fortunas, todo en un lugar, y creemos instrumentos para defendernos: la radio para controlar el espíritu de los hombres, el alistamiento para controlar los pasos de los hombres, los uniformes para dominar las almas de los hombres.» Y así fue. El mundo quedó dividido en dos bloques en guerra. El hombre vio que tenía que ser así.

Y así fue el cuarto día antes del fin.

El hombre dijo: «Que haya censura para distinguir nuestra verdad de la de los demás.» Y así fue. El hombre creó dos grandes instituciones de censura. Una para ocultar la verdad en el extranjero, y otra para defender la verdad dentro de casa. El hombre lo vio y lo encontró normal.

Y así fue el tercer día antes del fin.

El hombre dijo: «Fabriquemos armas que puedan destruir grandes multitudes, millares y centenares de millones, a distancia. El hombre creó los submarinos nucleares que surcan los mares, y los misiles que cruzan el firmamento. El hombre lo vio y se enorgulleció. Entonces los bendijo diciéndoles: «Sed numerosos y grandes sobre la tierra, llenad las aguas del mar y los espacios celestes, multiplicaos.»

Y así fue el segundo día antes del fin.

El hombre dijo: «Hagamos a Dios a nuestra imagen y semejanza: que actúe como nosotros actuamos, que piense como pensamos nosotros, que mate como matamos nosotros.» El hombre creó un Dios a su medida y lo bendijo, diciendo: «Muéstrate a nosotros y pon la tierra a nuestros pies: no te faltará nada si haces siempre nuestra voluntad». Y así fue. El hombre vio todo lo que había hecho y estaba muy satisfecho de ello.

Y así fue el día antes del fin.

DE PRONTO, SE PRODUJO UN GRAN TERREMOTO EN TODA LA SUPERFICIE DE LA TIERRA. Y EL HOMBRE Y TODO LO QUE HABÍA HECHO, DEJARON DE EXISTIR. Así acabó el hombre con el cielo y con la tierra. La tierra volvió a ser un mundo vacío y sin orden. Toda la superficie del océano se cubrió de oscuridad y el espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas» (De Missa Jove.) .

A la frustración sigue, pues, el PESIMISMO. El mundo pasa a ser una amenaza. Un mundo destruido es necesariamente un mundo que destruye al hombre. Esta es la amenaza que siente o presiente hoy, y ante la que han reaccionado los movimientos ecologistas. Lo que está sucediendo es que la unidad hombre-mundo se empieza a romper porque la mediación entre ambos ­la civilización y la cultura­ se ha vuelto destructora y separadora. Si esto es verdad, nos encontraríamos con el hecho paradójico de que estamos cayendo en un nuevo «dualismo». El hombre, que creyó ciegamente hasta ahora que podía dominar el mundo y construirlo a su propia imagen, se encuentra con que «no puede hacerlo», con que cuanto más lo intenta, más lo destruye y se separa de él. Por eso estamos angustiados, y nuestra angustia se parece demasiado a la que provocaba el dualismo primitivo. Gogarten explica así el modo de ser-en-el-mundo de la gnosis: «La gnosis se sirve de un pensamiento dualista de tipo cósmico. Es decir, su pensamiento está siempre determinado por el cosmos. Y precisamente por un cosmos tal y como se le manifiesta basándose en el descubrimiento 'de la diferencia radical que existe entre el ser humano y el extrahumano, el ser mundano'. En contraposición a todo pensamiento que existió hasta entonces, el pensamiento gnóstico conoce la distinción y la otreidad de todo lo mundano frente a lo humano y, de esa manera conoce la 'horrorosa inseguridad existencial, el miedo del hombre ante el mundo y ante sí mismo'. Este conocimiento y este miedo son típicos del pensamiento gnóstico, que, al no poder, por principio, adoptar otra postura distinta frente al mundo, se ve invadido por ellos en todo aquello que piensa... Por ello esta superioridad tiene tan solo un sentido negativo, es decir, que el ser humano no es mundano, no es del mundo» 3.

Sin embargo, la tragedia actual es que el hombre ni puede ni quiere separarse del mundo, pero al mismo tiempo se da cuenta de su creciente dificultad de vivir en armonía con él. De ahí que al «debe haber un sentido de la existencia», la respuesta termine por ser no negativa, sino pesimista: el mundo es un «valle de lágrimas» ­la tan ridiculizada expresión vuelve a reaparecer­ y, aún más, la tumba del hombre. La humanidad comienza a sentirse perdedora de una partida que creía tener ganada.

Dentro de la «lógica» de nuestro desarrollo cabe un tercer paso: el ABSURDO, que consiste en negar que el mundo tenga sentido alguno, ni siquiera negativo. Esta actitud puede engendrar una angustia del vacío, aún más peligrosa que la anterior; pero también puede llevar a la actitud resignada de ciertas formas de nihilismo. «El nihilista ­dice Ortega en Revés de almanaque­, no estimándose a sí mismo, sintiéndose incapaz, busca compensación aniquilando los valores del mundo. Así se pone a la par. A su lado, Luzbel es un santo, porque su acto supone: primero, entusiasta reconocimiento de que hay una cosa óptima en el mundo: Dios; segundo, deseo de ser como esa optimidad; tercero, convicción subsecuente de que hay otra cosa óptima: él, que es como Dios. Al nihilista tiene Luzbel que parecerle un ingenuo, porque cree que hay en el mundo algo que merece la pena, y se comporta ante ello con sentimientos afirmativos. Luzbel es snob de Dios». Algunos pasajes del Cohélet poseen este mismo tono de resignación ante el sin-sentido de la vida y del mundo:

»¡Vanidad de vanidades!­dice Cohélet­ ¡vanidad de vanidades, todo vanidad! Qué saca el hombre de todo su fatigoso afán bajo el sol? Una generación va, otra generación viene; pero la tierra para siempre permanece. Sale el sol y el sol se pone; corre hacia su lugar y de allí vuelve a salir. Sopla hacia el sur el viento y gira hacia el norte; gira que te gira sigue el viento, y vuelve el viento a girar. Todos los ríos van al mar y el mar nunca se llena; al lugar a donde los ríos van, allá vuelven a fluir. Todas las cosas dan fastidio» (Ecl 1, 2-8).

El sinsentido tiene en este texto una significación estricta: si todo gira y se repite, nada va «hacia» ninguna dirección, nada en el mundo se encamina en un «sentido». La solución ­o, al menos, una de las soluciones­ que aporta el Cóhelet, es de lo más simple: «Esto he experimentado: lo mejor para el hombre es comer, beber, pasarlo bien en todos sus fatigosos afanes bajo el sol, en los contados días de su vida que Dios le da; porque esta es su paga» (Ecl 5, 17. Cf. 2, 24; 8, 15; 9, 7). Es una afirmación de la vida sin esperanza. Pero aquí nos interesan más bien las actitudes que suponen una NEGACIÓN.

Puesto que el mundo provoca una continua frustración, puesto que nos amenaza y destruye, puesto que carece de sentido, neguémosle. No se trata, ya, de huir a «otro» mundo, sino de huir a «ningún» mundo. Se trata de evadirse, o bien de iniciar una dialéctica puramente negativa y destructiva. El «gran rechazo» del mundo y de la civilización se convierte en una agresividad generalizada que no busca sino destruir. La «lógica», de nuevo, lleva a la tentación del suicidio. Y éste entendido como una forma de negación del mundo bajo la forma paradójica de la negación de sí mismo. El suicida se «despide» del mundo, en el que se siente «de más», pero es porque antes ­como en la Náusea de Sartre­ ha sentido «de más» al mundo mismo. «No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio ­dice Camus al principio de El mito de Sísifo­. Juzgar que la vida vale o no vale la pena de que se la viva es responder a la pregunta fundamental de la filosofía (...). Matarse, en cierto sentido, y como en el melodrama, es confesar. Es confesar que se ha sido sobrepasado por la vida o que no se la comprende». El que se suicida es el que no desea seguir siendo Sísifo. La vida es una carga absurda. Y si Camus piensa que, al bajar de la montaña, es cuando Sísifo muestra su verdadera grandeza, ya que entonces puede tomar conciencia de su destino y mostrar «la fidelidad superior que niega a los dioses y levanta las rocas», la verdad es que resulta difícil «imaginarse a Sísifo dichoso». En todo caso, hay un Sísifo que, un día, se niega a volver a subir a la montaña, aun sabiendo que negarse a aceptar su destino absurdo es negarse a vivir. Es el día en que sus amigos, sus compañeros de trabajo, sus vecinos, aquellos con los que se cruza por la calle... notan su ausencia. Sísifo se ha suicidado.

2. INTERPRETACIÓN

¿Por qué fracasa el sentido del mundo? ¿Y por qué fracasa, en consecuencia, el sentido de la existencia en el mundo? Nuestros anteriores análisis ­en los que se describen los casos más extremos de este fracaso­ nos han hecho descubrir un progresivo cierre del mundo en torno al hombre, de tal modo que este último termina por sentirse excluido. El animal no posee «mundo» en sentido estricto, ya que vive limitado por la inmediatez de los datos sensibles y el instinto; pero él «no sabe» que no lo posee. El hombre sí lo sabe, y por eso se le hace insoportable que su mundo deje de ser «mundo», que se le cierre progresivamente, que pierda todo sentido... Nuestra interpretación del problema del sentido analizará, por ello, esta disyuntiva: ¿un mundo «abierto» o un mundo «cerrado»?

a) El mundo cerrado

La Fenomenología de la religión ­en especial, Mircea Eliade­ ha hecho ver cómo para el hombre primitivo, esencialmente religioso, el mundo entero era una revelación de lo sagrado. La actitud de ese hombre suponía un continuo volverse sobre el mundo para descubrir y adorar allí la presencia del «Misterio». La experiencia constitutiva del mundo como cosmos era, pues, una experiencia religiosa: lo sagrado es lo más real, más exactamente, la realidad misma, y a partir de ello cobra valor y sentido lo profano. Además, se trata de una experiencia fuertemente estructurada: las «hierofanías» ­es decir, las manifestaciones concretas de lo sagrado, como pueden ser una montaña, un árbol, una piedra, un río o una fuente­ se constituyen en «centro» del mundo, el cual se convierte así en «cosmos», a saber: en un mundo ordenado y preñado de significaciones transcendentes. El espacio entero queda referido al lugar sagrado de la hierofanía y se organiza en torno suyo.

Lo sagrado consagra el mundo y le da sentido. Todo se convierte en «símbolo» de una realidad superior y, como tal, permite un vuelo sin límites del espíritu. Toda actividad humana, hasta la más prosaica, adquiere un especial valor. Por lo demás, el lugar que se constituye en «centro» del mundo no es sólo un punto de atracción y referencia para el hombre, sino que también es una apertura hacia lo alto, hacia el «otro mundo», el mundo de los dioses. «Este mundo» queda así unido al otro, y el hombre experimenta en sí mismo un movimiento hacia arriba, hacia afuera.

En la Edad Media ­a pesar de las radicales diferencias que la separan de la cultura primitiva­ encontramos algunos elementos afines: «El hombre medieval vive en un universo del que no es dueño técnico. Vive las pulsaciones del cosmos. Este es un tejido de correspondencias llenas de significación, que evocan intercambios constantes entre las diferentes realidades que forman el universo. Un árbol no es sólo una planta cuyo crecimiento se conoce; tiene otra existencia no menos importante, una existencia imaginaria que permite al hombre conocerse y situarse en el mundo» (Ch. Duquoc). Pero a partir del Renacimiento, «el cosmos es concebido no ya como un lenguaje para la sensibilidad, sino como cuantificable y, por ello, como universalizable. En virtud de esta universalidad, es posible la verificación técnica. Se trata, para el hombre, de dominarlo todo por el logos» 4.

El problema no radica en que el hombre haya dominado ­o creído dominar­ actualmente el mundo por medio de la ciencia y la técnica. El problema es que no haga sino eso, que olvide la dimensión simbólica y metafísica del mundo. Con ello, como diría Heidegger, abandona el terreno del «ser» para caer en el del «ente». La instrumentalización del hombre que habíamos notado en el capítulo anterior se convierte ahora en instrumentalización del ser, convertido en un puro «útil». Las cosas ya no son sino simples elementos instrumentalizados, sin significación propia alguna. Heidegger señala que es aquí donde descansa el auténtico materialismo de nuestra época: «la esencia de materialismo se oculta en la esencia de la técnica». Este materialismo «no consiste en la afirmación de que todo sea materia, sino más bien en una determinación metafísica de acuerdo con la cual el ente aparece como material de trabajo» 5. Por ello, el hombre actual carece de «mundo». No es un ser «arrojado al mundo», sino que ha sido «arrojado fuera del mundo»; más exactamente, ha sido «arrojado a las cosas». Por ello también, el hombre es un ser apátrida, para volver a otra expresión de Heidegger, ya que ha abandonado el ser del mundo. El hombre se ha creído dueño absoluto del mundo, y al ponerlo enteramente a su disposición, lo ha perdido. Pero el hombre no es el dueño, sino el «pastor del ser», y por ello debe respetarlo. Resulta sorprendente que un simple cartel como: «Respetad las plantas» pueda llegar a constituir ­más allá de las normas de convivencia ciudadana­ una verdadera advertencia metafísica.

De hecho, el mundo se ha convertido para el hombre contemporáneo en un mundo «cerrado», que ya no habla de nada distinto de sí mismo. Este mundo es el único mundo y debe explicarse por sí mismo. Pero ha perdido todo carácter de «revelación»: nada revela nada, nada simboliza nada, nada remite a significación transcendente alguna. Incluso la orientación dentro de nuestro mundo es casi imposible: ya no hay un «centro», ni existen puntos significativos de referencia, sino únicamente «polos» de poder profano y opresor. Todo ello crea la angustia espacial. Carente de unidad, de poder simbolizador, cerrado sobre sí mismo, nuestro mundo existe bajo el signo de la ausencia de «sentido». El hombre vive en él perdido en la dispersión de las cosas: las utiliza, pero ya casi se siente incapaz de gozar de ellas y de darles un valor.

Recientemente, J. Monod ha vuelto a insistir en la angustia del hombre para encontrar su lugar en el Universo. Se diría que las investigaciones de M. Scheler para señalar el «lugar del hombre en el cosmos» han perdido toda significación. Pero cuando Monod recurre al azar como toda respuesta, da la impresión de que más que una respuesta lo que está haciendo es sacar las últimas consecuencias de una situación de total extrañeza y alienación:

«Le es muy necesario al hombre despertar de su sueño milenario para descubrir su soledad total, su radical foraneidad. El sabe ahora que, como un zíngaro, está al margen del universo donde debe vivir. Universo sordo a su música, indiferente a sus esperanzas, a sus sufrimientos, a sus crímenes..., la antigua alianza está rota. El hombre sabe al fin que está solo en la inmensidad indiferente del Universo de donde ha emergido por azar. Igual que su destino, su deber no está escrito en ninguna parte» (Le hasard et la nécessité, París, 1970, págs. 187-88).

b) El mundo abierto

Ronda una sospecha: no es el mundo el que se ha cerrado al hombre, sino el hombre el que ha perdido la capacidad de comprenderlo como un mundo abierto, porque en el fondo vive cada vez más ajeno a sí mismo. «Hay que acordarse del hombre que olvida dónde conduce el camino», decía ya Heráclito. Y Goethe: «Cuando el hombre no se encuentra a sí mismo, no encuentra nada.» La gran paradoja humana es que cuanto más se afirma el hombre a sí mismo y más pretende poner a su servicio el mundo, más se pierde a sí mismo y más pierde, de rechazo, el mundo. «¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo, si pierde su vida?»

El mundo «se cierra» sobre el hombre cuando éste se ve obligado a cerrarse sobre sí mismo. Es el hombre quien presta sentido a la existencia y al mundo, pero debe poder hacerlo. Se trata ahora de investigar dónde se encuentra todavía esa posibilidad; si nuestro mundo puede quedar abierto a un universo de significaciones y valores; si puede convertirse en «vocación» para el hombre, es decir, en llamada dirigida a su responsabilidad. Esa posibilidad se encuentra en el hombre mismo, en su capacidad ­que ha de ser renovada, una vez más­ de creer y dar confianza, de amar y de crear. De la fe y del amor procede todo sentido. Teilhard de Chardin expresó de un modo casi escandaloso esa suprema voluntad de mantenerse «fiel a la tierra», como diría Nietzsche, de creer en el mundo:

«Si, como consecuencia de una revolución interior, tuviera que perder sucesivamente la fe en Cristo, la fe en un Dios personal y la fe en el Espíritu, creo que aún seguiría creyendo en el Mundo. El Mundo (el valor, la infalibilidad, la bondad del Mundo): eso es, en definitiva, lo primero y lo último en que creo.» Y el que detrás de esta fe primera y última en el mundo se esconda la fe en un Dios personal, ése es el secreto de la fe total. Dostoievsky hace ver que esa fe es una forma de amor, y que sólo ella permite dar y descubrir el sentido del mundo:

«­Has hablado muy bien, y estoy muy contento de que quieras vivir de esa manera -exclamó Alejó-. Yo pienso y estoy convencido de que todos, en este mundo, debemos apreciar ante todo la vida.

­¿Amar la vida más que su sentido?

­Exactamente, hay que amarla así. Hay que amarla contra toda lógica, como tú dices, y entonces ya comprenderé su sentido. He aquí lo que estoy soñando hace muchísimo tiempo. La mitad de tu tarea ya está resuelta: tú amas la vida. Ahora tienes que preocuparte de la otra mitad, y entonces estarás salvado» (Los hermanos Karamazov, V, III).

Una nueva cita nos revelará por qué sólo la fe y el amor permiten descubrir el sentido del mundo para el hombre: porque sólo el amor al mundo descubre su sentido en el amor mismo.

«Era éste el sentido y el significado del universo: el amor. Todos los rodeos de mi vida me habían llevado a él. Y ahora todo era verdaderamente sencillo y se revelaba ante mis ojos con una límpida claridad, como si un súbito rayo de luz iluminara el mundo de parte a parte, un rayo de luz después del cual ya no podrían volver más las tinieblas. ¿Por qué había tenido que buscar durante tanto tiempo? ¿Por qué había estado esperando una enseñanza que me viniera de fuera? ¿Por qué había estado esperando que el mundo se justificara ante mí y me demostrara su sentido y su pureza? Era yo quien debía justificar al mundo amándolo y perdonándolo, quien debía descubrir su sentido a través del amor, quien debía purificarlo a través del perdón» (P. DUMITRIU, Incógnito, 1964, pág. 354).

Efectivamente, no parece fácil que el hombre actual pueda descubrir que el sentido último de este mundo, tecnificado y en peligro de destrucción, es el amor; ni que el Reino de Dios, coincidente con el «nuevo cielo y la nueva tierra», son su meta final. Sin embargo, ése es el único camino para que el hombre pueda volver a vivir, conforme a su dignidad humana, como un ser-en-el-mundo.

CONTINÚA

CESAR TEJEDOR. EL GRITO DEL HOMBRE
Temas de Antropología Teológica
Edic. MAROVA MADRID 1980