CIUDAD DEL VATICANO, 21 agosto 2003 (ZENIT.org).- Una carta, descubierta en estos días, confirma que el Papa Urbano VIII se preocupó porque el proceso contra Galileo Galilei (1564-1642) se realizara con rapidez a causa y en el respeto de las precarias condiciones de salud del imputado.

El descubrimiento de la carta se debe al historiador Francesco Beretta, profesor de Historia del Cristianismo, en la Universidad alemana de Friburgo, que la ha encontrado en los archivos del antiguo Santo Oficio, actualmente Congregación para la Doctrina de la Fe.

Se trata de una carta del comisario del Santo Oficio Vincenzo Maculano da Firenzuola del 22 de abril de 1633, dirigida al cardenal Francesco Barberini, para expresar las preocupaciones del Papa por el científico acusado de herejía.

Según Beretta, la redacción de la sentencia del 22 de junio de 1633 contra Galileo, al menos en sus partes esenciales, se debe probablemente al mismo comisario del Santo Oficio.

«Es indudable que para alguno todavía hoy Galileo es sinónimo de libertad, modernidad y progreso, mientras que la Iglesia es dogmatismo, oscurantismo, estancamiento. Pero la realidad es muy diferente de esta percepción surgida de la fantasía», explica el nuevo secretario de la Congregación para la Doctrina de la Fe.

El arzobispo Angelo Amato, de 65 años, salesiano, tras este descubrimiento recuerda en una entrevista concedida a la última edición del semanario italiano «Famiglia Cristiana», aspectos sobre el proceso contra Galileo.

«Cuando, en 1610, Galileo publicó "Sidereus Nuncius", en donde sostenía la centralidad del sol en el universo, recibió el aplauso tanto de Johannes Kepler, el gran astrónomo, y del jesuita Clavius, autor del Calendario gregoriano. Incluso entre los cardenales romanos recogió un gran éxito, de hecho todos querían contemplar el cielo con su famoso telescopio».

«Quienes se le opusieron fueron sobre todo los filósofos, en especial los de la escuela peripatética de Pisa, que se inspiraban en Aristóteles, y comenzaron a poner en juego la Sagrada Escritura», recuerda. Por estas presiones, intervino después el Santo Oficio.

En octubre de 1992, coincidiendo con el 359 aniversario de la muerte de Galileo Galilei, presentó sus conclusiones la Comisión especial de teólogos, científicos e historiadores, creada por Juan Pablo II en 1981, presidida por el cardenal Paul Poupard, presidente del Consejo Pontificio de la Cultura, para examinar los posibles errores cometidos por el tribunal eclesiástico que condenó en 1633 al famoso astrónomo.

El 31 de octubre de 1992, Juan Pablo II reconoció públicamente esos errores: «Permítasenos deplorar ciertas actitudes mentales... derivadas de la falta de percepción de la legítima autonomía de la ciencia», afirmó ante la Academia Pontificia de las Ciencias.

Ahora bien, monseñor Amato pide acabar finalmente con la leyenda negra en torno a Galileo, «transmitida por una mentirosa iconografía, según la cual, Galileo fue encarcelado o incluso torturado para que abjurase».

«Cuando se alojó unos veinte días en el Santo Oficio, su habitación fue el apartamento del fiscal, uno de los oficiales más elevados de la Inquisición, donde fue asistido por su propio servidor», explica. «Durante el resto de su estancia en Roma fue huésped del embajador florentino en la Villa Medicis».

En una pasada entrevista concedida a Zenit, el cardenal Poupard recordó que «desde luego, Galileo sufrió mucho; pero la verdad histórica es que fue condenado sólo a "formalem carcerem" --una especie de reclusión domiciliaria--, varios jueces se negaron a suscribir la sentencia, y el Papa de entonces no la firmó».

«Galileo pudo seguir trabajando en su ciencia y murió el 8 de enero de 1642 en su casa de Arcetri, cerca de Florencia. Viviani, que le acompañó durante su enfermedad, testimonia que murió con firmeza filosófica y cristiana, a los setenta y siete años de edad», añadió el cardenal Poupard.

La Comisión vaticana que sirvió para la rehabilitación de Galileo, sigue revelando monseñor Amato, declaró que «la abjuración del sistema copernicano por parte del científico se debió esencialmente a su personalidad religiosa, que pretendía obedecer a la Iglesia aunque ésta estuviera en el error. Galileo no quería ser un hereje, no quería exponerse a la condenación eterna, y por tanto aceptó la abjuración para no pecar».

En definitiva, según el arzobispo, tras la investigación de la Comisión y la rehabilitación del Papa, se puede considerar que el caso de Galileo ha quedado cerrado.

Este episodio, concluye, ha enseñado «a no poner en primer plano la contraposición sino más bien la armonía que debe reinar» entre la razón y la fe, «las dos alas con las que el cristiano puede volar hasta Dios», «como ha sintetizado Juan Pablo II en la encíclica "Fides et ratio"».

El científico creyente, subraya el secretario de la Congregación para la Doctrina de la Fe, tiene la tarea «de no tener miedo a desempeñar su labor de investigación de la verdad».