I. La naturaleza humana perdió, por el pecado original, el estado de santidad al
que había sido elevada por Dios y, en consecuencia, también quedó privada de la
integridad y del orden interior que poseía. Desde entonces el hombre carece de
la suficiente fortaleza en la voluntad para cumplir todos los preceptos morales
que conoce. Aún después del Bautismo experimentamos una tendencia al
mal y una dificultad para hacer el bien: es el llamado fomes peccati o
concupiscencia, que –sin ser en sí mismo pecado- procede del pecado y al pecado
se inclina (CONCILIO DE TRENTO, Sobre el pecado original.) La ayuda de Dios nos
es absolutamente necesaria para realizar actos encaminados a la vida
sobrenatural. Nuestras buenas obras, los frutos de santidad y apostolado, son en
primer lugar de Dios; en segundo término, resultado de haber correspondido como
instrumentos, siempre flojos y desproporcionados, de la gracia.
II. Todos recibimos por la bondad de Dios, mociones y ayudas para acercarnos a
Él, para acabar con perfección un trabajo, para hacer una mortificación o un
acto de fe, para vencernos por Su amor en algo que nos cuesta: son las gracias
actuales, dones gratuitos y transitorios de Dios que en cada alma desarrollan
sus efectos de una manera particular. ¡Cuántas hemos recibido hoy! ¡Cuántas más
recibiremos si no cerramos la puerta a esa acción callada y eficaz del Espíritu
Santo! Con la gracia, Dios nos otorga la facilidad y la posibilidad de realizar
el bien: Sin Mí, nada podéis hacer (Juan 15, 5) dijo terminantemente el Señor, y
nosotros lo tenemos bien experimentado. Nuestra jornada se resumirá
frecuentemente en: pedir ayuda, corresponder y agradecer.
III. El Hombre puede resistirse a la gracia. De hecho a lo largo del día, quizá
en cosas pequeñas, decimos que no a Dios. Y hemos de procurar decir muchas veces
sí a lo que el Señor nos pide, y no al egoísmo, a los impulsos de la soberbia, a
la pereza. La respuesta libre a la gracia de Dios debe hacerse en el
pensamiento, con las palabras y los hechos (CONCILIO VATICANO II, Const. Lumen
gentium.) La mayor o menor abundancia de las gracias depende de cómo
correspondemos. Cuando estamos dispuestos a decir sí al Señor en todo, atraemos
una verdadera lluvia de dones y Su amor nos inunda cuando somos fieles a las
pequeñas insinuaciones de cada jornada. Acudamos a San José, esposo fidelísimo
de María, para que nos ayude a oír con claridad la voz del Espíritu Santo, para
que como él , realicemos tan bien y con tanta prontitud, la voluntad de Dios.
Fuente: Colección "Hablar con Dios" por
Francisco Fernández Carvajal, Ediciones Palabra.
Resumido por Tere Correa de Valdés Chabre