LA GRACIA COMO HUMANIZACIÓN Y SOLIDARIDAD

MARTÍN GELABERT BALLESTER

2.3. La paradoja de la vivencia de la gracia

En la segunda parte hablamos de la paradoja de la experiencia de Dios. Ahora, después de nuestras explicaciones de cómo entender la gracia, quisiéramos referirnos a una experiencia que se da en la vida del creyente (paralela a la experiencia de Dios, pues la gracia no es sino la repercusión en la vida del creyente de la vida de Dios), experiencia tanto más sorprendente cuanto que parece una experiencia de pecado. ¿Cómo es posible que el hombre en gracia, el convertido, el transformado, el que vive la vida de Dios (se explique como se explique) pueda sentirse y saberse pecador? Porque ésta es la paradoja: los más grandes santos se confiesan siempre como grandes pecadores.

Martín Lutero (JUSTO/PECADOR/SIMUL) expresó así el problema: «Si tú no vives de tu propia vida, en la carne, sino en Cristo, es tu carne lo que yo veo, no a Cristo» 87. Hemos citado a Lutero porque fue el primero que expresó esta paradoja con una fórmula que se convirtió en polémica, y que ha sido tomada como bandera para distinguir la teología católica de la evangélica: el hombre justificado es a la vez justo y pecador. Muchos han querido ver en esta expresión el resumen de la doctrina luterana. Sin duda, fórmulas de este tipo se encuentran a lo largo de toda la carrera del reformador: el cristiano es justo y pecador a la vez, santo y profano, enemigo e hijo de Dios 88. De ahí que nuestra reflexión deberá seguir ahora un triple paso: aclarar el auténtico pensamiento de Lutero; reflexionar sobre el valor de la fórmula en sí misma; y, por último, hacer una serie de consideraciones que, tomando pie de los pasos anteriores, nos ayuden a comprender la paradoja de la vivencia de la gracia.

2.3.1. Simul justus et peccator

Expongamos con concisión, pero con precisión, el pensamiento del reformador. Cuando Lutero emplea esta fórmula, no entiende estos términos en sentido ontológico ni está intentando afirmar la coexistencia de dos términos contradictorios. Lutero se interesa por la situación del hombre ante Dios. Y ante Dios el hombre no tiene nada que alegar y sólo puede considerarse un pecador. Pero Dios, en su misericordia, ama, acepta y perdona al hombre que acoge su palabra. Entonces el hombre se convierte en justo. De este hombre justo, Lutero dice que es a la vez pecador. Pero este pecador que es justo a la vez no es en ningún caso el pecador que era antes. El pecado ya no domina porque es un pecado dominado. Escuchemos a Lutero:

«Los vicios naturales permanecen tanto antes como después de haber recibido la fe, sólo que ahora están obligados a servir al espíritu que los domina, de forma que ya no reinan, aunque esto no suceda sin lucha» 89. «Los fieles... saben que son carne, por una parte, y espíritu, por otra, pero de tal forma que el espíritu es el que domina y la carne la que está sujeta, es la justicia la que reina y el pecado el que sirve« 90.

Pero entonces, ¿cómo puede afirmar Lutero que el pecado permanece en el justo y no sólo como consecuencia, sino como determinación total del mismo justificado? La respuesta corriente que se solía dar es que, según Lutero, la gracia no produciría una verdadera transformación en el hombre. Pero esta respuesta no se corresponde con su pensamiento. Pues Lutero no ha dudado jamás que la acción divina justificante renueva al hombre y que, por consiguiente, es efectiva 91. Lo que sucede es que Lutero no acepta la doctrina de los «habitus» y concibe la gracia y el pecado no según el modelo de una propiedad, sino como una relación. Pecado es rebelión contra Dios. Justicia la relación que Dios, a pesar de todo, establece de nuevo con el hombre. Pero el hombre puede persistir en su rebelión, y Dios no dejar que ello impida su perdón.

CONCUPISCENCIA: Pero ¿cómo es posible que el cristiano viva aún en una relación de enemistad para con Dios cuando domina al pecado? Hemos llegado a lo que podemos considerar el punto clave que distingue la teología católica de la luterana. Curiosamente, esta separación no es «teológica» (para una y otra teología el hombre es realmente justo por obra de Dios), sino antropológica, pues conciben la concupiscencia de distinta manera: para un católico es inclinación al pecado, pero no pecado. Para Lutero esta inclinación es la expresión de la profunda, permanente aversión contra Dios. La concupiscencia para Lutero no es algo en el hombre, sino la misma realidad del hombre 92. Lutero entiende que la concupiscencia, que acompaña al hombre durante toda su vida, es el origen de todo pecado, el verdadero pecado del hombre, su «pecado original», que no lo abandona nunca en esta vida 93.

Pero esta paradójica realidad del justo no es para Lutero motivo de relajamiento, sino todo lo contrario: es la mejor base de acción. Pues si bien nosotros nos sentimos siempre pecadores, no debemos asentir a tal sentimiento 94. La existencia cristiana es una continua progresión que no tiene nunca término en esta vida. Este estado de marcha que caracteriza al cristiano es el resultado de ser justos y pecadores a un tiempo. Es, en definitiva, un estado de penitencia:

«La penitencia es un estado intermedio entra la injusticia y la justicia. Si se mira el punto de partida, el cristiano es pecador; si se mira el punto de llegada, es justo. Si pues somos siempre penitente, somos siempre pecadores, y a pesar de todo y por eso mismo somos justos y justificados, en parte pecadores, en parte justos, es decir, ni más ni menos que penitentes 95.

No es extraño, pues, que haya podido decirse que la tesis de Lutero está concebida existencialmente, o que el «simul>> es una realidad de plegaria 96.

2.3.2. ¿Existe un «simul» católico?

Expuesta la posición de Lutero, queda por ver si esta formulación puede ser aceptada desde un punto de vista católico, estudio tanto más necesario cuanto que el axioma parece tener un fundamento bíblico (Rm 7,1425). De hecho, Lutero emplea por primera vez la expresión «simul justas et peccator» para caracterizar al hombre justificado al comentar Rom 7,16 97. Sin duda estamos ante un texto decisivo para el diálogo con los hermanos separados.

En la época de la Reforma, todos los teólogos creían que este pasaje se aplicaba al hombre en gracia. En tal caso parece que nos encontramos ante un sólido argumento en favor de la tesis del «simul justas et peccator». San Agustín jugó un papel decisivo en esta exégesis del pasaje. Antes de la controversia pelagiana, Agustín piensa que en estos versos el Apóstol describe «al hombre bajo la ley, no aún bajo la gracia» 98. Ahora bien, al argumentar Pelagio a partir de este texto para mostrar de lo que es capaz el hombre, incluso sin la gracia (querer el bien...), Agustín cambió de opinión. Empieza notando que Pablo habla en primera persona; pero Pablo es justo. Luego la exaltación del hombre natural por Pelagio no tiene base paulina. Ahora bien, por lo menos al final de su vida, Agustín no presenta esta segunda exégesis como la única posible, sino como la más probable y segura 99. Santo Tomás propone las dos interpretaciones de Agustín, pero declara que la segunda es «mejor» 100.

Lutero y la mayor la de los dogmáticos protestantes piensan que estos versos se aplican al hombre en gracia; su mérito quizás es el de ser más lógicos que los católicos que así piensan, e ir hasta el final con todas sus consecuencias: el hombre es justo y pecador a la vez, en Lutero de forma «existencial» (como hemos visto); pero Melachton, al sistematizar a Lutero, lo endureció e hizo que esta fórmula se entendiera ontológicamente. Pero esta exégesis es errónea. Rm/07/14 se describe al hombre pecador. El Apóstol acaba de describir al hombre al que el pecado mató (v. 11), sobre el que el pecado ha ejercido todo su poder y malicia (v. 13). Por eso, en Rom 7,23 y 7, 25, para designar la parte superior del hombre, Pablo no habla de pneuma, sino de nous, y en el v. 22 no se habla de hombre nuevo, sino de hombre interior, en claro contraste con el cap. 8 que describe al hombre en gracia. La traducción ecuménica de la Biblia es el exponente de que esta nueva exégesis es aceptada hoy por unos y por otros:

«Para la mayoría de los exegetas antiguos y para algunos modernos, se trataría en Rom 7,15 del cristiano. Pero se trata más bien del hombre pecador aún no justificado por la fe. Cierto, la situación descrita aquí se encuentra transpuesta en la vida del creyente (Gál 5,17), pero de forma diferente. Debemos guardarnos de hacer del conflicto descrito en los versículos 15 al 24 un análisis psicológico o la descripción de una experiencia personal de Pablo. Se trata de una mirada sobre el hombre pecador que únicamente la luz de la fe hace posible. Sólo la fe revela y manifiesta en la vida del hombre esclavo del pecado, ciertos aspectos cuyo sentido no podía descubrir él mismo.

P/ALIENACION: El pensamiento de Pablo se traduciría con bastante exactitud en términos de alienación (en el sentido profundo de esta palabra, conforme a su sonido etimológico: pertenecer a otro). El pecado aliena al hombre, en el sentido de que le compromete en un destino que contradice sus aspiraciones profundas y la vocación a la que Dios le llama. Esta contradicción es la que Pablo pone en evidencia, mostrando que el hombre desea el bien y quiere, pero sin éxito, evitar el mal. Es el deseo que expresa el verbo 'querer' en los versículos 15.19.20-21; y el 'yo' de los versículos 17 y 20 designa al hombre que reconoce esta alienación sin poder escapar de ella (v. 18). En este sentido es como el hombre reconoce que la ley es buena (v. 16). Hay coincidencia entre el contenido de la ley y lo que el hombre reconoce como su verdadera vocación (vv. 22-23).»

Aclarado el asunto exegéticamente, podemos proseguir con algunas conclusiones teológicas. La primera es que «simul justas et peccator», entendido ontológicamente (Melachton), no es posible y además está en contradicción con los textos del concilio de Trento. Pero esta respuesta es insuficiente. Pues hay una parte de verdad (doctrinalmente al menos) en la exégesis que ve en Rom 7,14 ss una descripción del hombre en gracia. «Simul justas et peccator», entendido en sentido concreto e histórico, es plenamente aceptable. En este sentido, lo que afirmaba Lutero no cae bajo anatema. En el hombre regenerado y animado por el Espíritu Santo la concupiscencia permanece, tal como reconoce el concilio de Trento, que llega a afirmar «que alguna vez el Apóstol llama pecado a esta concupiscencia» 101. El justo vive en un «conflicto» y se ve obligado a luchar. Pero entre el pecador y el justo hay una diferencia esencial: en esta lucha, el pecador sin la gracia de Cristo es, por definición, un vencido; el justo animado por el Espíritu es un victorioso, no en virtud de su poder, sino «en Aquel que le conforta y en quien todo lo puede» (Flp 4,13).

La existencia de esta concupiscencia muestra que no está todavía espiritualizado plenamente; que posee el Espíritu, pero no perfectamente, sino como «arras» (Rm 8,23; 2 Cor 1,22). Mientras vive en este cuerpo mortal (Rm 6,12) no está nunca liberado hasta tal punto de la carne y del pecado que no pueda en cada momento caer bajo la esclavitud del pecado. De ahí que, si pecado es lo que nos separa de la visión de Dios, somos pecadores mientras estamos en esta tierra, aunque justos en esperanza. Pero si pecado es lo que nos hace enemigos de Dios, no es posible ninguna condenación para el justo que posee el Espíritu, aunque sea una posesión incompleta (Rm. 8,1) 102.

2.3.3. La psicología del justo

P/ACEPTACION: «Antes de celebrar los sagrados misterios reconozcamos nuestros pecados». «Señor, no soy digno de que entres en mi casa» 103. Pero ¿quiénes son los que pueden celebrar los sagrados misterios? ¿Quiénes son los que se disponen a recibir en su casa al Señor? ¿No son sus amigos, sus mejores amigos, los justos, la asamblea de los santos, el pueblo de Dios, el pueblo de su propiedad, aquellos que han llegado a la plenitud de la fe, los limpios de corazón, los que viven la vida de la gracia? Pues bien, éstos, los únicos dignos de recibir al Señor y de celebrar su eucaristía, se reconocen, porque de verdad lo son, pecadores, indignos a los ojos de Dios, deficientes, insuficientemente preparados. Y sólo reconociendo lo que son pueden recibir al Señor, pues el Señor viene para los pecadores, no ha venido a llamar a los justos y menos a los que se creen justos. Se lo creen erróneamente, del mismo modo que son los ignorantes los muy atrevidos, porque al no saber nada, al no tener ninguna perspectiva, se creen que lo saben todo.

La confesión de los pecados es lo propio del justo, pues cuando el pecador confiesa su pecado ya ha dejado de ser pecador (ya es un convertido), y cuando no lo confiesa, lejos de ser justo, permanece en el pecado. En la oración, el justo se da golpes de pecho diciendo: «¡Dios mío!, ten compasión de este pecador» (Lc/18/13). Jesús primero curaba, y luego decía a quienes ni siquiera se habían acusado de sus pecados: «Vete y no peques más». Sólo la luz de la gracia nos permite reconocer el pecado. Sólo el convertido es consciente de la pecaminosidad de su vida anterior.

HUMILDAD: Una cosa es el esfuerzo moral y otra la confesión de fe. En el momento de la confesión el justo reconoce su pecado, es consciente de su debilidad. Por eso, cuanto más avanza en la justicia, más sensible es al pecado y más experimenta su fragilidad. Cuando más se acerca el hombre a Dios, más consciente es de la grandeza y santidad de Dios, y más resalta su propia pequeñez. Por eso la siente con agudeza y sólo se siente capaz de confesar con más fuerza su pecado. Pero esto no debe ser motivo de desesperación o de desánimo, pues este hombre sabe que Dios dirige su mirada a los humildes.

GRACIA/ESPEJO: La palabra de la gracia es como un espejo. En este espejo cada uno ve la cara que Dios le dio (St/01/23-24). Muchos temen al espejo. Pues una vez que se han mirado no es fácil librarse de la imagen reflejada. Pero en este espejo es posible mirarse y encontrar la felicidad. La encuentran los que no se desesperan al mirarse, por muy feos que se vean, pero tampoco se limitan a quedarse con el recuerdo de la cara que tienen. Los que encuentran la felicidad son los que se dedican a lo importante, a lo decisivo, es decir, ante el espejo se cambian tal como el espejo lo exige 104. Los justos, cuanto más avanzan (y, por tanto, cuanto con mayor precisión miran al espejo), puede que encuentren mayores defectos, pero también avanzan. Y por eso hay que recordarles que el destino del hombre no se juega tanto frente a los defectos que se ven (el sentimiento de ser pecadores), sino frente al amor que se va abriendo camino. El justo se sabe pecador, lo cual es motivo de humildad, pero también de confianza, porque la fuerza de Dios se manifiesta en la debilidad del hombre. Y es motivo de camino porque sabe que no ha llegado. En este caminar lo que cuenta no es tanto su conciencia de pecado cuanto sus decisiones frente al amor movido por el amor que también le habita. Porque, y en analogía con lo que dijimos en la segunda parte al hablar de la desproporción entre el amor y la cólera de Dios, hay una desproporción esencial entre la eficacia y la solidez del amor y la del egoísmo: «El amor sepulta un sinfín de pecados» (1 Pe 4,8; cf Sant 5,20; Prov 10,12).

El dolerse por no amar suficientemente es expresión de amor. El saberse un ignorante es síntoma de sabiduría. El saberse pecador es expresión de justicia. No hay que quedarse en el saber, sino avanzar en la justicia pues lo que permanece, lo único que permanece, es el amor 105

2.4. La gracia como humanización

GRACIA/HUMANIZADORA: El justo se sabe pecador, pero está llamado a una tarea: ir realizando día a día la imagen del Hijo impresa en su corazón por el Espíritu. Y en esta realización. ya lo hemos dicho, el hombre se personaliza, se identifica. No deja, por tanto, de ser él. Al contrario: se humaniza, alcanza su verdadera estatura, su madurez. Los Padres, sobre todo los griegos, hablaban de la divinización del cristiano: Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciera Dios 105. No habría que entender esto como si hubiera dos planos en la vida del hombre: uno inferior (el simplemente «humano») y otro superior («el divino»), y menos aún habría que entender que el hombre debería dejar el primero para conseguir el segundo. Una espiritualidad fundada en tales ideas, aparte de correr el peligro de desentenderse de la construcción del mundo (y veremos que esto es tarea esencial del hombre en gracia), corre el peligro mucho mayor de despreciar lo corporal, y puede conducir a prácticas aberrantes en el plano de la ascesis. A estas alturas de nuestra reflexión no hace falta insistir en que Dios, lejos de deshumanizar, personaliza. El justo no es el que vive en otro mundo, sino el que vive de otra manera.

¿Qué es, en definitiva, lo que unifica, da sentido a la vida, confiere equilibrio y estabilidad, y es fuente de todo dinamismo? El amor. El amor, que de por sí es absoluto e infinito, insaciable. Todos nuestros «amores» tienden al infinito, al Amor. Por eso sólo un amor que tiende al infinito puede satisfacernos plenamente: allí encuentra el hombre su reposo, su camino definitivo, allí quedan integradas todas sus dimensiones, saciadas todas sus expectativas. La gracia, no hace falta recordarlo, es el amor de Dios derramado en nuestro corazón, en el centro unificador de nuestra persona. Vivir la vida de Dios es vivir en el amor, del amor y para el amor. El pecado, en esta perspectiva, sería un amor pequeño, un amor que no se quiere disponible, que no corre el riesgo de la totalidad. El pecado es un pequeño amor que busca refugio en lo «seguro», y por eso desconfía del futuro, de lo desconocido, es mendaz, ruín, no se fía, piensa mal, se limita.

El amor nos abre al infinito, nos trasciende, nos permite salir de nosotros mismos, de nuestro egoísmo. En este sentido es arriesgado. Pero no es alienante, porque obliga al respeto e impide la manipulación. Así no es posible una oposición entre gracia de Dios y libertad del hombre. La gracia no es la disolución del hombre, de forma que «ya no sea el hombre el que viva». La distinción y una cierta incomunicabilidad entre los que se aman no es sólo condición, sino la fuente misma de la perfección de todo amor. Abolir esta distinción y esta incomunicabilidad supone la muerte del amor, por falta de sujetos amantes, pues la fusión de dos personas en una es la aniquilación de las personas. El amor libera, personifica, nunca niega ni disuelve; distingue unificando, reafirma la personalidad y la libertad del amado. Al ser acogedor no es obsesivo. No encuentra nunca adversarios, sino interlocutores 107. Por eso, la postura fundamental y el destino de la condición humana puede calificarse como una eucaristía, una mutua acción de gracias, un vivir del otro y para el otro.

«El que sigue a Cristo, hombre perfecto, se perfecciona cada vez más en su propia dignidad de hombre» 108. Sí, porque en definitiva Dios es «una idea forjadora de identidad, que incide en la base misma de la existencia. Una idea que se opone a la formación de una identidad del sujeto centrada en el tener y el poseer y que hace del sujeto un sujeto solidario» 109. Por eso, la semejanza del hombre con Dios no consiste en dejar de ser hombre, ni en pretender ser «más que hombre», sino en ser cada vez más hombre, un hombre renovado. «El hombre se asemeja más a Dios cuando tiene cuanto requiere su condición natural», dice magistralmente Tomás de Aquino 110. Por eso, Dios no reemplaza, no sustituye, no ocupa nuestro lugar. Al contrario, impulsa, libera al orientarnos y situarnos en nuestra verdadera dimensión (cf Jn 8,31-36). En este sentido, Dios es artífice e impulsor de nuestra propia responsabilidad, hace que el hombre tome en sus manos su propio destino y lo haga con todos los medios racionales y humanos de que dispone. Dios no infantiliza: forja hombres responsables, libres, que andan con la cabeza erguida y los ojos abiertos.

P/ANTIHUMANO: Los poderes finitos crean seres dependientes, porque son celosos de su poder. Sólo el ser absoluto, que al dar y al darse no pierde nada, puede crear seres independientes y libres, y puede hacerlo sin que ello signifique merma alguna de la libertad creada. Así la omnipotencia divina y la autorresponsabilidad humana crecen en la misma proporción, no en proporción inversa 111. Sólo el todopoderoso es liberador por el todo poder de su amor. El pecado, por el contrario, esclaviza, se opone a la realización del hombre: «Los pecadores son enemigos de sí mismos» (Tob 12,10) 112. El pecado es siempre un atentado directo contra la propia humanidad o la humanidad ajena. Y si se entiende como alejamiento de Dios, sigue siendo también un atentado contra el hombre, pues en la medida en que nos apartamos del centro impulsor de nuestra vida, nos des-centramos, nos desorientamos. Por eso puede afirmarse, con Tomás de Aquino, que los malos «no se conocen rectamente, no se aman en verdad a sí mismos, sino que aman lo que se creen que son» 113.

Insistir en que el pecado es lo propio de los humanos, como parece hacer Lutero, compromete la fe en la verdadera humanidad de Cristo, semejante en todo a nosotros excepto en el pecado (Heb 4,15-16). La santidad no es una abstracción fuera de la condición humana. El creyente en particular y la Iglesia como comunidad de fieles, no serán más humanos por ser más pecadores, sino por ser más santos. El hecho de que el pecado acompañe siempre nuestra condición terrestre no niega lo precedente. Al contrario: afirma que la auténtica dimensión humana es escatológica y que en esta tierra peregrinamos hacia ella (Heb 11,13-16).

La Sabiduría dice que Dios enseña que el hombre justo debe ser humano. Y dice también que la manera de ser humano es obrando como Dios (/Sb/12/19). Esto no puede entenderse como si se tratase de reproducir una copia: el justo lo que debe ser es humano. Hay que entenderlo en términos de proporcionalidad: «así se las ha de haber el hombre con lo suyo como Dios con lo que es de él» 114. Se trata en suma de asimilar una actitud, actuando con los mismos sentimientos (Flp 2,5). Esta actitud se resume en el amor. Todo lo contrario, pues, de la cerrazón y el egoísmo. Es la actitud de la fraternidad. Por eso, toda la Escritura, pero particularmente los escritos joánicos, no se cansan de insistir en que la única traducción posible del amor a Dios es el amor al prójimo. Y es en este sentido como Kierkegaard dice que «la religión es la verdadera humanidad», y es también una instancia critica de toda «mundanalidad», porque ésta no realiza hasta sus últimas consecuencias aquello a lo que tiende: la fraternidad humana 115.

Estas reflexiones nos permiten comprender que la gracia no sólo tiene una dimensión personal, sino también comunitaria y, por ende, social. El hombre es hombre porque vive en comunión y porque crea comunión. Es éste un aspecto olvidado en los manuales sobre la gracia, o al menos dejado en segundo plano. Aquí no debemos olvidarlo. La dimensión social de la gracia no es una simple consecuencia de la que se podría prescindir: es una implicación esencial de la vida de la gracia.

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MARTÍN GELABERT BALLESTER
SALVACIÓN COMO HUMANIZACIÓN
Esbozo de una teología de la gracia
PAULINAS.Madrid-1985.Págs. 144-189

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87. M LUTHER, Oeuvres, Labor et Fides, Geneve 1957-1983, t. XV, 182.

88. Id, t. XV, 239.

89. Id, t. XV, 200.

90. Id. t. XVI, 253. Las palabras citadas van precedidas de estas otras: «Los santos... combaten por el Espíritu contra la carne, pero no para no sentir ya la concupiscencia, sino para no darle satisfacción. Por eso, incluso si sienten el furor de la carne y su rebelión contra el Espíritu, aunque caigan en el pecado y vivan en él, no deben desanimarse enseguida, pensando que su estado de vida y su carga no placen a Dios, así como las actividades de su propia vocación, sino que deben levantarse por la fe (Id. t. XVI, 252).

91. «Cristo está presente en la fe misma... Pero no es posible saber de qué manera está presente (M. LUTHER, Oeuvres' t. XV, 142-143, cf 178-179; 180). Uno de los mejores especialistas sobre e! tema ha escrito que la verdadera pregunta, que plantea una desafortunada alternativa, es la siguiente: ¿declara Dios justo al hombre ante su tribunal porque lo ha hecho justo ­simultáneamente en el orden temporal, pero con prioridad objetiva­, es decir, en base a esta justificación efectiva. o declara Dios como justo al pecador sin presupuesto alguno y, por tanto, este juicio pasa a ser, por su parte, la fundamentación objetiva de la acción divina que hace justo al hombre? La investigación sobre Lutero se cree obligada a decidirse por la segunda alternativa (O. H. PESCH, La gracia como justificación y santificación del hombre, en Mysterium Salutis IV/2, Cristiandad, Madrid 1969, 805).

92. Cf O. H. PESCH, o.c. en nota 91, 847.

93. «El pecado actual es más bien la obra o el fruto del pecado; mientras que debemos designar como pecado a las mismas pasiones, a la fuente del pecado la concupiscencia, la tendencia al mal que hace difícil la acción buena» (M. LUTERO, Escolios de la carta a los Romanos, IV, 7). «Hasta tal punto malició la caída de Adán al hombre, que la maldición es algo innato, viene a ser como su naturaleza y su ser... El nacimiento del hombre y de la mujer está maldito y no proporciona sino frutos de maldición (M. LUTERO, o.c.. en nota 84, 203).

94. «Una cosa es estar solicitado por la carne y no acceder voluntariamente a sus concupiscencias, sino marchar por el Espíritu y resistir, y otra dar su asentimiento a la carne y realizar sus obras con toda tranquilidad perseverando en ellas, al tiempo que se simula piedad y uno se reclama del Espíritu. A los primeros, Pablo los consuela cuando dice que son conducidos por el Espíritu y que no están bajo la ley; a los otros, los amenaza con una eterna ruina» (M. LUTERO, o.c. en nota 87, t. XVI. 259).

95. CR/PECADOR: M. LUTERO, Escolios de la carta a los Romanos, Xll, 2. En mi trabajo Dimensión hermenéutica de la doctrina luterana de la justificación, en Actas del I Simposio de Teología Histórica,, El método en teología, Facultad de Teología San Vicente Ferrer, Valencia 1981, 237-249, se encuentra descrita desde otra perspectiva la paradoja de la acción salvífica de Dios en el hombre. Allí hemos citado esta frase de Lutero: Cristo no habita sino en los pecadores. (p 245; cf Oeuvre.s, o.c. en nota 87, t. VlII, 10).

96. Cf O. H. PESCH, o.c.. en nota 91, 848-849.

97. «Soy conjuntamente pecador y justo, pues hago el mal y odio el mal que hago.. » (o.c. en nota 87, t. Xl, 103). Para las consideraciones históricas y el análisis exegético que hacemos a continuación, nos hemos servirlo de S. LYONNET, Les étapes du mystere du salut selón I'épître aux Romains, Du Cerf, París 1969, 141-160.

98. PL 35, 2071-2072; el texto es del año 394.

99. Retractaciones: PL 32, 629.

100. Comentario a los Romanos, cap. 7, lec. 3.

101. DS 792.

102. Cf H. KUNG. La justification, Desclée de Brouwer, París 1965, 280-291.

103. De la liturgia romana de la misa, a lo que podríamos añadir el «Y a nosotros, pecadores» de la plegaria eucarística primera.

104. Cf S. KIERKEGAARD, Diario Xiv A 283.

105. Cf 1 Cor 13, 13; Gaudium et spes, 39

106. El término theopoiesis (deificación o divinización) se encuentra por primera vez en Clemente de Alejandría (Paedag. 1, 12) y es la noción más característica de la tradición patrística de expresión griega. Esta doctrina se encuentra en continuidad con las expresiones corrientes de la filosofía de la época, sobre todo neoplatónica.

107. El amor conduce a la tolerancia (que no tiene nada que ver con la falta de firmeza o de seguridad) y la falta de amor a la intolerancia. Recomendamos, al respecto, la lectura de G. MARCEL, Foi et realité, Aubier-Montaigne 1967, 136-137; y M. DE UNAMUNO, o.c.. en nota 26, t. I, 1107; t. III 526.

108. Gaudium et spes, 41.

109. J. B. METZ, La fe, en la historia y la sociedad, Cristiandad, Madrid 1979, 78.

110. Suma Teológica, Supl. 75, 1, ad 4.

111. Cf S. KIERKEGAARD, Diario VII A 181; K. RAHNER o.c. en nota 45, 99.

112. Cf T DE AQUINO, Contra Gentiles., lll, 122; Suma Teológica. I-II, 109, 8.

113. Suma Teologica ll-II, 25, 7.

114. T. DE Aquino, Suma Teológica, II-II, 26, 7, ad 2; cf Supl. 75, 1, ad 4: «Una cosa se asemeja más a Dios cuando tiene cuanto requiere su condición natural, porque entonces imita mejor la divina perfección. Por eso, el corazón de la criatura más se asemeja a Dios inmóvil cuando se mueve que cuando se para; porque el moverse es una perfección para el corazón, mientras que pararse es su muerte.

115. S. KIERKEGAARD, Mi punto de vista, Aguilar, Buenos Aires 1980, 124.

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