HISTORIA OCCIDENTAL

Historia Occidentalis

Jacques de Vitry

Traducción de José María Lodeiro

CAPITULO VII

EL ESTADO DE LA CIUDAD DE PARÍS

En esos días malos y cargados de nubes, en ese tiempo de peligro, la ciudad de París, como todas las demás, envuelta en muchos crímenes, sucia por tantas basuras, caminaba en las tinieblas. En el presente, sin embargo, por la acción de la diestra del Altísimo que cambia el desierto en Edén y la estepa en jardín del Señor, ella se convirtió en una ciudad feliz y gloriosa, la ciudad del Gran Rey, un paraíso de voluptuosidad y jardín de delicias lleno de toda clase de frutos, esparciendo un aroma agradable, del cual el Padre Supremo obtiene, como de su tesoro, lo nuevo y lo viejo. Como las fuentes de los jardines y los pozos de aguas vivas, ella irriga la superficie de toda la tierra, proporcionando a los reyes pan delicioso y golosinas, ofreciendo a toda la Iglesia de Dios riquezas más dulces que la miel y sus panales.

La ciudad de París era entonces más disoluta en el clero que en el pueblo. Parecida a la cabra sarnosa, a una oveja enferma, corrompía con sus malos ejemplos a muchos viajeros que llegaban a ella de todas partes, devorando a sus mismos moradores, arrastrándolos al abismo con ella. La simple fornicación ya no era más un pecado para ellos. Las mujeres públicas diseminadas por todas partes en calles y plazas de la ciudad, compelían  casi a la fuerza a los clérigos que pasaban por delante de sus lupanares. Si ellos protestaban no querer entrar, las prostitutas de inmediato los denunciaban como sodomitas, los perseguían gritando. Este vicio feo y abominable como lepra incurable y veneno sin antídoto, había invadido la ciudad a tal punto que era tenido por honorable quien poseía una o varias concubinas. En una misma casa, había escuelas en el piso superior y en el inferior la habitación de las prostitutas. En el piso de arriba los maestros daban sus lecciones, mientras que abajo las mujeres públicas ejercían su vergonzoso comercio. De un lado las cortesanas disputaban entre ellas y sus clientes; por otro, los clérigos discutían y, procediendo con espíritu de polémica, respondían.

Cuanto más pródigos y dispendiosos ellos se mostraban, dilapidando vergonzosamente sus bienes, más alabanzas recibían; eran aclamados como honestos y generosos. Por el contrario, quienes habían preferido vivir según el precepto del apóstol, con temperancia, justicia y piedad en medio de ellos, eran denunciados por los viciosos y la gente sin carácter, como avaros y miserables, hipócritas y supersticiosos.

La mayoría de los estudiantes parisinos, extranjeros y visitantes no tenían otra preocupación: estudiar o conocer algo nuevo. Unos se instruían con la sola finalidad de conocer, lo cual es pura vanidad; otros con el fin de hacerse ver, lo cual es vanidad; otros para sacar provecho, lo cual es concupiscencia viva: vicio simoníaco. Mientras tanto, un pequeño número aprendía para ser mejores.

No contentos con enfrentarse oralmente por posturas diferentes, o en las Disputaciones, entre ellos querellaban, se celaban, se denigraban por las diferencias de sus nacionalidades, echándose en cara sin reparos, muchas injurias y chismes ultrajantes, denunciando a los ingleses como borrachos, y afirmando que los franceses eran orgullosos, afeminados que se adornaban al igual que mujeres. En cuanto a los teutones, decían que eran iracundos, muy obscenos en sus banquetes. Los normandos, a su vez, eran gente vanidosa y jactanciosa, los poiterianos traidores y amigos de las riquezas. Por su parte a los borgoñeses les hacían fama de torpes y tontos. A los bretones los juzgaban inconsistentes y veleidosos y no dejaban de reprocharles la muerte de Arturo. A los lombardos los tildaban de avaros, malignos y débiles; a los romanos, sediciosos, violentos y murmuradores; a los sicilianos tiránicos y crueles, los brabanzas, sanguinarios, incendiarios, bandidos y ladrones, a los flamencos pródigos y amantes de borracheras, blandos como la manteca, apáticos. Por estas invectivas, a menudo pasaban de la pelea verbal, a la de los hechos, yéndose a las manos. Y no hablemos de los filósofos, en torno a quienes revoloteaban los mosquitos de Egipto, es decir, las sofisticadas sutilezas hasta hacer ininteligibles las palabras de sus lenguas en las que, según Isaías, no hay sabiduría alguna.

Los doctores en teología, sentados en la cátedra de Moisés, estaban hinchados por su ciencia, mientras que no se caracterizaban por su caridad. Enseñaban sin poner en práctica los mandamientos, eran cual bronce que tañe, címbalo ruidoso parecidos a un canal de piedra que permaneciendo seco, conduce las aguas a jardines perfumados. No sólo se envidiaban mutuamente, quitándose discípulos a otros mediante lisonjas, buscando su propia gloria y no teniendo cuidado  por  el interés de las almas, más que habían escuchado por una  oreja que  no estaba  para nada sorda este precepto del Apóstol: Si alguno aspira al episcopado, desea una hermosa tarea, se dedicaban a la caza de prebendas. O sea, que  ellos no veían tanto la misión que debían cumplir, cuanto la preeminencia; aspiraban a ser saludados en público, como los primeros, lo mismo que tener los primeros puestos en las sinagogas, y lo mismo en las festividades. Aunque el apóstol Santiago había dicho: no seáis muchos para enseñar, en cambio, hermanos míos, eran tantos en afanarse por llegar a maestros, que la mayoría no podía captar estudiantes más que a fuerza de ruegos y a precio de plata. En realidad, es más seguro escuchar que enseñar, más vale un simple auditor que un doctor insuficiente y presuntuoso. El Señor no disponía entre ellos más que de un pequeño número de varones honestos y temerosos de Dios, que no quedaron en el camino de los pecadores y no se sentaron con los demás en la cátedra de la pestilencia.