HISTORIA OCCIDENTAL

Historia Occidentalis

Jacques de Vitry

Traducción de José María Lodeiro

CAPITULO V.

LAS NEGLIGENCIAS Y LOS PECADOS DE LOS PRELADOS.

La causa de todos estos males se encuentran en la ruina moral, en la ignorancia y debilidad de los prelados pues, mientras que los pastores no contentos con dormir, prestaban su colaboración, el enemigo sembraba la cizaña en medio del trigo. El trigo degenera por completo en cizaña, la tierra maldita se llena de espinos y cardos, mientras que las ortigas invaden el campo de los perezosos y la viña del insensato, y los espinos recubren el terreno. Entre tanto, la errada conducción de los pastores suscitaba la fiereza de los lobos, el candor de las ovejas ha cedido lugar al mal olor de las cabras. Vendedores, en efecto, de José el inocente, imitadores de Simón el mago, compañeros de Judas el traidor, las ovejas que debían pacer en el país de Siquén, o sea, con gusto al trabajo y la disciplina, han sido llevadas a Dothan, o dicho de otra manera, al abandono del bien. Duros explotadores, en efecto, no hacen nada gratis e igualmente, no dan nada sin cobrar, vendiendo a José a los ismaelitas y ocultando en la tierra la sangre del verdadero Abel. Mientras el fuego ha caído sobre su infinita avidez, no podían ver el Sol de Justicia; ubicados por encima, encerrados en sí mismos, no permitían a sus rayos atravesar la soberbia inflada de su poder y llegar hasta aquellos que estaban situados debajo de ellos. Estos no eran pastores sino destructores, no prelados sino Pilatos. No contentos de huir ante la proximidad del lobo, hacían la paz con ellos a costa de sus ovejas. Perros mudos que no apartaban a los lobos del redil confiado a sus cuidados, por miedo a que  le gritaran en sus caras: médico, cuídate a tí mismo. Tú que predicas no robar, robas; de no cometer adulterio y lo cometes. Saca primero la viga de tu ojo para poder ver la paja en el de tu vecino. Así la esposa de Cristo se ha prostituido, entregada al adulterio por aquellos a cuyo cuidado había sido confiada.

Apenas hallamos en esos días un hombre para llorar las tribulaciones de Cristo, pese al número infinito de sus servidores, o para ponerse delante de la casa del Señor como un muro, un solo hombre que estuviera devorado por el celo de la casa de Dios o, que alejara los zorros que destruyen la viña del Señor. Crucificando de nuevo al Hijo de Dios y exponiéndolo a los ultrajes, no sólo despojaron por la rapacidad a sus miembros de los medios para subsistir, sino que también los privaron de las virtudes, ofreciéndoles el ejemplo de su corrupción. “La noche en el lupanar, la mañana en el altar, la noche posando la mano en la cintura de Venus y, por la mañana, al Hijo de la Virgen”, de esta manera pisoteaban al Hijo de Dios y profanaban la sangre de la Alianza. Pues como atestigua S. Jerónimo: “Aquel que se acerca al altar como pecador, mancha el Cuerpo y la Sangre de Cristo en la medida que puede hacerlo”. La ofrenda presentada por manos leprosas es rechazada por el Señor, como lo dijo por boca de Isaías:  Bien podréis multiplicar vuestras oraciones, yo no os escucharé, pues vuestras manos están cubiertas de sangre. Así, pues, ciegos guías de ciegos, caían juntos en la fosa. Los mismos sacerdotes habían  caído en un abismo profundo, en la misma medida  del deber que tenían de superar a sus feligreses en  obras de santidad y excelencia de vida.

Así pues casi todo la mayor parte del mundo resbalando miserablemente para caer, bajaba sin cesar hacia el abismo. Mientras tanto el orgullo lo separaba de Dios, la envidia lo privaba de su prójimo, la cólera lo aislaba de sí mismo, el orgullo lo hinchaba, las fuerzas se  debilitaban, la ira lo dominaba, la acedia lo inducía a la pereza, la avidez lo enceguecía, la ambición le quitaba  el sueño, la voracidad del vientre lo convertía en perro, los deseos inmundos lo asemejaban al puerco. Mientras que los corazones de los hombres impíos estaban hinchados de orgullo, inflamados de cólera, triturados y reducidos a polvo, ellos perdían toda armonía bajo el imperio de la tristeza y la acedia, estaban infestados por la avaricia, de alguna manera humedecidos por la glotonería; así podridos por la lujuria, eran condenados a convertirse en basura. Tanto que el hombre miserable podía decir con verdad: Me hundo en una ciénaga sin fondo, donde no haré pie. Los azotes del Señor no hacían retroceder a estos obstinados e inclinados al mal aunque el Señor les enviara pestes y hambrunas; sería en vano que golpeara a sus hijos rebeldes ya que no aprenderían la lección.

Entretanto guerras y discordias sacudían a gran parte del mundo, armados pueblos contra pueblos y reinos contra reinos. La santa Iglesia romana era sacudida peligrosamente por los cismas. El imperio romano dividido en su propio seno estaba devastado, los franceses combatían contra los ingleses, los sarracenos oprimían duramente a los cristianos  de España, el reino de Sicilia era golpeado arrasado por disputas y luchas, todas las partes de Occidente, sin excepción, estaban agitadas por la tromba del juicio vindicador de Dios. El Señor envió de lo alto calamidades y no tuvo en cuenta las virtudes de Jacob, humilló a hombres y mujeres, los saltamontes devoraron el resto de las campiñas, los abejorros devoraron a las langostas, lo que aún quedaba de langostas acabó con el resto e los abejorros. Mas cuando el Señor intervino finalmente para exterminarlas, no volvieron a aparecer. El Señor cuidó a Babilonia y ella no sanó. En vano el fundidor sopló, el plomo se consumió, la plata de mala ley se volvió escoria y no pudo ser purificada.

EJEMPLOS ILUSTRAN LA CONDENACIÓN DE LOS PRELADOS INDIGNOS

Para confusión y vergüenza de los prelados indignos y de quienes debían instruir al pueblo, el Señor predicó, e hizo predicar la verdad evangélica por medio del espíritu maligno en la persona de un energúmeno que residía por entonces en Alemania. Como alguien le preguntaba  cuál era su nombre o en virtud de qué misión osaba predicar al pueblo, él respondía: “Mi nombre es cálamo rojo. Yo soy obligado por el Señor a predicar a fin de confundir a los perros mudos, incapaces de ladrar y como no sé decir más que las verdades, dignas de ser escritas, se me llama  pluma con tinta roja”.

Por vergüenza de lo mismo que descuidaban o porque temían hacer frutos de penitencia dignos de la enormidad de sus pecados, temblaban de miedo donde no había por qué temer, el Señor propuso a todos como ejemplo de abstinencia a una pobre joven de la pequeña villa de Cudot, diócesis de Sens, en el reino de Francia. Habiendo recibido en forma visible la visita de la santa Virgen durante una grave enfermedad de muchos días, después vivió cerca de cuarenta años sin comer ni beber. Para humedecer la sequedad del paladar y garganta y engañar el hambre chupaba de tanto en tanto algo de pescado o de otro alimento, sin tragar la sustancia. La noche del sábado y el domingo, la paz de Dios que sobrepasa todo pensamiento, la arrebataba en espíritu y la dejaba tan apaciguada e inmóvil, que permanecía sin voz, ni sentidos y parecía no respirar..

En los confines de la Francia y de la Normandía, cerca de un pueblo que llaman Vernon, hemos visto a otra joven recluida en una pequeña celda; ella se había hecho un cilicio con pieles muy ásperas y punzantes. Durante muchos años no había comido ni bebido absolutamente nada. No salió cosa alguna de su cuerpo por su boca ni por otras vías naturales. Sin embargo, aceptando el Cuerpo del Señor, el viernes, del pico de una paloma que le decía: “Recibe la vida eterna”, los domingo lo recibía nuevamente de las manos del sacerdote. La paloma le había ordenado hacerlo así en honor de la dignidad del sacerdocio y de la institución eclesial, como también, en razón de la maldad de los hombres. No creamos que ella se privaba de recibir el verdadero sacramento por padecer visiones de fantasmas productos de su imaginación. Si no recibía cada semana este sacramento desfallecía de debilidad y agotamiento, no podía estar en pie. El sábado, sin embargo, y la noche del domingo, algo parecido a un fuego de gran luminosidad descendía del cielo sobre su lámpara y los más suaves cantos de ángeles se dejaban oír no sólo por ella, sino también por muchas otras personas.