HISTORIA OCCIDENTAL

Historia Occidentalis

Jacques de Vitry

Traducción de José María Lodeiro

CAPÍTULO XXXII

LA ORDEN Y LA PREDICACIÓN DE LOS HERMANOS MENORES

A las tres formas de vida religiosa de las cuales hemos hablado, es decir ermitaños, monjes y canónicos,  y para que las bases del cuadro de los que viven regularmente encuentren firmeza en su misma solidez, ha querido el Señor en estos tiempos añadir una cuarta institución religiosa, la hermosura de una Orden y la santidad de una Regla. Aunque a la verdad, si bien se considera el estado y el orden de la primitiva Iglesia, hay que decir más bien, que el Señor no ha añadido propiamente una Regla nueva, sino que ha restaurado la antigua, la ha sacado de su postración, y ha hecho revivir una forma de Religión que casi había fenecido; y esto ha acontecido en el atardecer de este mundo que camina y hacia su ocaso, ante la inminencia del tiempo del hijo de la perdición, con el fin de preparar nuevos atletas para los peligrosos tiempos del anticristo y de fortificar la Iglesia creando medios de defensa.

Esta es la religión de los verdaderos pobres del Crucificado, que es también orden de predicadores. Los llamamos hermanos menores y, por cierto, menores y más humildes que todos los regulares de este tiempo en el hábito, en la desnudez, y en el desprecio del mundo. Tienen al frente a un prior supremo, a cuyos mandatos y disposiciones regulares obedecen reverentemente los priores menores y todos los demás hermanos de la orden; él los ha enviado a las distintas regiones del mundo  a predicar y salvar las almas. Procuran con toda diligencia reproducir en su vida la religión, la pobreza y la humildad de la primitiva Iglesia, sorbiendo con sed y ardor espiritual las aguas puras de la fuente evangélica que, por imitar más de cerca la vida apostólica, se empeñan por todos los medios en cumplir no sólo los preceptos evangélicos, sino también los consejos. Renunciando a cuanto poseen, negándose a sí mismos, tomando la cruz, siguiendo desnudos al desnudo, desembarazándose de la capa de José y del ánfora como la samaritana, corren sin impedimentos, caminan mirando hacia delante sin retroceder, avanzan siempre y sin detenerse hacia lo futuro dejando en el olvido todo lo pasado, vuelan como las nubes y viven atentos con toda diligencia y cautela como las palomas, que acuden presurosas al palomar para que en él no entre la muerte.

El señor papa les ha confirmado la Regla y les ha concedido poder predicar en todas las iglesias a las que llegan, después de obtenido por deferencia el consentimiento del prelado local. Son enviados a predicar de dos en dos, como precursores de la paz del Señor y de su segunda venida. Estos pobres de Cristo no llevan ni bolsa para el camino, ni alforjas, ni pan, ni dinero en sus cintos, no poseen oro o plata ni llevan calzado en sus pies. A ningún hermano de esta Orden le está permitido poseer nada. No tienen monasterios ni iglesias, ni campos, ni viñas, ni ganado, ni casas, ni otras posesiones, ni dónde reclinar su cabeza. No usan pieles, ni lienzos de lino, sino únicamente túnicas de lana con capucha, no tienen capas, ni palios, ni cogullas, ni ninguna otra clase de vestiduras. Si se les invita a la mesa, comen y beben de lo que se les pone. Si se les da por misericordia una limosna, no la andan reservando para más adelante.

Una o dos veces al año se reúnen todos, en un tiempo y lugar determinados, con objeto de celebrar el capítulo general, sólo dejan de acudir los que se hallan en tierras muy alejadas o al otro lado del mar. Después del capítulo, su superior les vuelve a enviar, en grupos de dos o más, a las distintas regiones, provincias y ciudades. Por su predicación, y también por el ejemplo de su santa vida y de su irreprochable conducta, animan al desprecio del mundo a un gran número de hombres, no sólo a los de clases humildes, sino también a los hidalgos y nobles, los cuales abandonan sus palacios, sus villas, sus extensísimas posesiones, truecan así sus riquezas espirituales y toman el hábito de los hermanos menores: una túnica de ínfima calidad para cubrirse y una cuerda para ceñirse.

En muy poco tiempo se han multiplicado de tal manera, que no existe en la cristiandad ninguna provincia donde no se hallen algunos de estos hermanos, que, como pulidísimos espejos, reflejan en sí mismos, ante los ojos de los que los ven, el desprecio de las vanidades del mundo. Además, no cierran sus puertas a ninguno que desee ingresar en su Religión, a no ser que se trate de los que están ya comprometidos en el matrimonio o en otra Religión, a éstos, como es lógico, ni quieren ni deben recibirlos sin la licencia de sus mujeres o de sus superiores. Pero a todos los demás los acogen en la amplitud de su Religión con toda confianza y sin género de dificultad, puesto que, confiados como están en la munificencia y la Providencia divinas, no temen, que el Señor haya de dejar de proveer a su sustento. A los que vienen a ellos les dan el cordón con la túnica, y todo lo demás lo remiten a la solicitud celestial. Y sucede que el Señor hasta tal grado devuelve el céntuplo en este siglo a sus servidores y pone sus ojos en los que así caminan por este mundo, que se cumple en ellos literalmente lo que está escrito: El Señor ama al peregrino y le procura el alimento y el vestido. En efecto, las gentes se sienten honradas cuando los siervos de Dios no desdeñan su hospitalidad o sus limosnas.

LA PREDICACIÓN A LOS SARRACENOS

Y no se trata sólo de los fieles cristianos, sino que también los mismos sarracenos y los caídos en las tinieblas de la incredulidad admiran su humildad y su virtud, cuando van sin ningún temor a predicarles, los reciben gustosamente y les proveen con agrado de lo necesario. Hemos sido testigos de cómo el primer fundador y maestro de esta Orden, al que todos obedecen como a su principal prior, varón sencillo e iletrado, amado de Dios y de los hombres, llamado hermano Francisco, se hallaba tan penetrado de embriagueces y fervores de espíritu, que, cuando vino el ejército de los cristianos, que se hallaba ante los muros de Damieta, en Egipto, se dirigió intrépidamente a los campamentos del sultán de Egipto, defendido únicamente con el escudo de la fe. Cuando le arrestaron los sarracenos en el camino, les dijo: “Soy cristiano, llevadme a vuestro señor”. Y, una vez puesto en presencia del sultán, al verlo aquella bestia cruel, se volvió todo mansedumbre ante el varón de Dios, y durante varios días él y los suyos le escucharon con mucha atención la predicación de la fe de Cristo. Pero, finalmente, el sultán, temeroso de que alguno de su ejército se convirtiesen al Señor por la eficacia de las palabras del santo varón y se pasasen al ejército de los cristianos, mandó que lo devolviesen a nuestros campamentos con muestras de honor y garantías de seguridad, y al despedirse le dijo: “Ruega por mí, para que Dios se digne revelarme la ley y la fe que más le agrada”.

Los sarracenos suelen escuchar gustosamente la predicación de los hermanos menores cuando se limitan a exponer la fe de Cristo y la doctrina del Evangelio, pero desde el punto en que en su predicación condenan abiertamente a Mahoma como a mentiroso y pérfido, esto ya no lo soportan, y los azotan sin piedad hasta llegar casi al linchamiento, de no ser por la maravillosa protección divina, y acaban por expulsarlos de sus ciudades.

Esta es la santa Orden de hermanos menores y la Religión digna de admiración de los varones apostólicos, que, a nuestro juicio, el Señor ha suscitado en estos últimos tiempos contra el hijo de la perdición, el anticristo, y contra sus impíos seguidores. Son los que, habiendo sido constituidos centinelas de los muros de Jerusalén, como valerosos soldados de Cristo rodean el lecho de Salomón y con sus espadas rondan de puerta en puerta, no cesan día y noche en las alabanzas divinas y en las santas exhortaciones, levantan su voz como voz fuerte de trompeta, toman venganza en las naciones, echan en cara a las naciones sus iniquidades, matan sin retraer sus espadas de la sangre, dan vueltas en torno a la ciudad y padecen hambre como perros, como sal de la tierra, que sazona los alimentos de la ciudad y de la salvación, desecan las carnes, alejan la podredumbre de los gusanos y el hedor de los vicios, y como luz del mundo, iluminan a muchos para el conocimiento de la verdad y los encienden e inflaman para el fervor de la caridad.

Debo añadir, sin embargo, que esta Orden de tanta perfección y esta amplitud de tan espacioso claustro no parece conveniente para los débiles y los imperfectos, por el peligro de que, al surcar el mar en las naves y al realizar su tarea en la inmensidad de las aguas, perezcan envueltos en las olas tempestuosas, a no ser que, establecidos en una ciudad, se revistan de la fuerza que proviene de lo alto.