HISTORIA OCCIDENTAL

Historia Occidentalis

Jacques de Vitry

Traducción de José María Lodeiro

CAPÍTULO XII

LAS DIFERENTES FORMAS DE VIDA RELIGIOSA.

EN PRIMER LUGAR LOS ERMITAÑOS

Desde los inicios y en los tiempos antiguos, hubo en Occidente dos clases de religiosos que se distinguían por su forma de vida y sus institutos religiosos: unos se llamaron eremitas, otros cenobitas. Los eremitas, llamados también ermitaños, viven enteramente muertos al mundo, y sólo para Cristo; su vida, como dice el Apóstol, está escondida con Cristo en Dios. Eligieron sepultarse en vida en lugares desiertos, librando una lucha solitaria con los espíritus del mal. Eligen tener  solo a Dios por testigo de sus actos, huyen del ruido de los hombres por temor a manchar su vida con vanas palabras. En la medida que vigilan para guardar secreto el tesoro escondido, más propiamente pueden decir con el profeta: Mi secreto es mío, mi secreto es mío, porque un espíritu distraído no logra nada. Cuanto más se divide el río en numerosas corrientes, tanto más se aleja del manantial y se agota. No obstante él invita a quien haya sido probado y examinado en una comunidad, que se empeñó en el difícil camino, y que se entregó a Dios ante el abad: así podrá ver cumplido en él aquello que está escrito el hombre espiritual juzga sobre todo, pero él no es juzgado por nadie. En esta vía ardua y excelente como ninguna, hemos visto a muchos que la abrazaran, llegar a un tal grado de perfección que, después de haber superado las afecciones de la carne, tenían poder sobre los demonios.

Un cierto fraile de nombre Regnier, luego de haber dejado la congregación de los monjes negros, se retiró a la selva de Lorraine, Vestido con saco de cuero sobre un cilicio muy áspero, calzado con polainas o caligas de hierro, de jueves a domingo no tomaba alimento alguno. Desde la tarde del sábado hasta tempranas horas del siguiente, permanecía en pie dirigiendo al Señor sin interrupción oraciones y divinas alabanzas.

Hemos visto a otro recluido en una pequeña celda. Vestido con corazas de hierro por sobre el cilicio, servía a Dios con ayunos y constantes oraciones.

Otro, al  que vimos llevar vida solitaria en la selva, gozaba de tal don de contemplación, que no habría mutado el menor tiempo de gozo espiritual por todas las riquezas y delicias del mundo. De continuo transportado a tan gran contemplación que, gracias a ella, veía a la Santa Trinidad presente siempre ante los ojos del alma. Grande era el fervor en que se abrasaba: ¿cómo no sentir inmenso amor al tirano que le había arrancado sus ojos de mundo, cuando creía encontrarse ya en la eterna bienaventuranza?