Agustín de Tagaste: Mi corazón está inquieto

 

Alfonso Aguiló
Tomado de http://www.capellania.org/docs/jcremades

Las citas son de Las Confesiones, autobiografía de San Agustín.

No lo bautizaron al nacer

Nace en los años cincuenta

        A A.A. no le bautizaron al nacer, quizá porque lo impidió su padre pensando que era una decisión que tendría que tomar por sí mismo cuando fuera mayor. Su padre era el único de la familia que no practicaba y su madre se preocupaba de su formación cristiana, aunque esto le traía problemas con su marido.

        Fue un alumno brillante en su escuela y lo que allí aprendió neutralizaba los consejos que le daba su madre. Poco a poco se fue alejando: "mientras me olvidaba de Dios –dice él mismo–, por todas partes oía: «¡Bien, bien!»".

        Aún con todo, siendo niño, le encantaba encontrar la verdad en sus pensamientos sobre las cosas. No quería que le engañasen, tenía buena memoria. Se iba educando poco a poco...

Los primeros vicios

        Ya entrados los años sesenta

        Sus padres eran muy liberales y le dejaban hacer lo que quería. A los dieciséis años ya lo había probado todo: "engañaba con infinidad de mentiras a mis padres y profesores"; se colaba a pesar de su edad en "espectáculos no recomendables que luego –dice– yo imitaba con apasionada frivolidad"; y, cuando jugaba con sus amigos, "intentaba siempre ganar, aunque fuera con trampas, deseoso de sobresalir en todo y por encima de todos".

        Un día, su padre le pescó desnudo, en el baño, sexualmente excitado, y se lo contó a su madre, como alegrándose...

Alardes de vileza

        Su madre se asustó. Ella ya había empezado a ser cristiana en serio –su marido sólo iba a la iglesia de tarde en tarde– y temía que su hijo se perdiera...

        Estuvo hablando con él a solas. Estaba muy seria. Le dijo que no debía acostarse con ninguna chica, y mucho menos si estaba casada. No le hizo caso porque le pareció uno de esos típicos consejos que tienen que dar las madres...

        "Yo ardía en deseos de hartarme de las más bajas cosas y llegué a envilecerme hasta con los más diversos y turbios amores; me ensucié y me embrutecí por satisfacer mis deseos. Me sentía inquieto y nervioso, sólo ansiaba satisfacerme a mí mismo, hervía en deseos de fornicar. (...) ¡Ojalá hubiera habido alguien que me ayudara a salir de mi miseria...!".

        Sus amigos eran como él, y se pasaban el día contándose sus aventuras. Al principio le avergonzaba no tener tanta experiencia como ellos, y se fue volviendo cada vez más salvaje. Cuando no tenía nada que contar se lo inventaba...

Pero no era feliz

        Mientras se preparaba para estudiar en la capital, procuró correrse todas las juergas posibles. ¿Qué era eso que le producía tanto placer? Suponía que actuar al margen de lo establecido. Lo hacía precisamente porque estaba prohibido. Lo hacía con la pandilla de amigos; de ir solo, dice que no lo hubiera hecho.

        No era feliz: "Sabía que Dios podía curar mi alma, lo sabía; pero ni quería, ni podía; tanto más cuanto que la idea que yo tenía de Dios no era algo real y firme, sino un fantasma, un error. Y si me esforzaba por rezar, inmediatamente resbalaba como quien pisa en falso, y caía de nuevo sobre mí. Yo era para mí mismo como una habitación inhabitable, en donde ni podía estar ni podía salir. ¿Dónde podría huir mi corazón que huyese de mi corazón? ¿Cómo huir de mí mismo?".

Pero sigue progresando en maldad

        Entramos en los setenta 

        Se matriculó y estuvo estudiando hasta mediados de los setenta: en concreto, del 71 al 75. Era un estudiante de muy buenas notas. Pero su situación personal no mejoró, porque en el campus había una movida bestial. Era como una olla a punto de explotar, un hervidero en el que se zambulló nada más llegar.

        A.A. sigue contando sus aventuras, más bien sus desventuras: comenzó a vivir con una chica –la misma– desde los 18 años. Al poco tiempo tuvieron un hijo. Recuerda su pasión por los espectáculos, su gusto por el morbo y cómo disfrutaba con las escenas de sexo.

        Siguió teniendo “experiencias”. Se volvió un tanto sádico y empezó a tomarle afición a lo demoníaco. Salía con un grupo que se llamaban a sí mismos “los destructores”. Aunque reconoce que no le gustaban algunas de las bromas y novatadas que hacían, se divertía mucho con ellos. Escribe que deberían haberse llamado más bien “los perversores”.

La muerte golpea con dureza

        Acabó la carrera bastante bien. Pocos años después, de vuelta a su ciudad natal, uno de sus mejores amigos enfermó, y, después de acercarse a la fe, murió. Aquella muerte imprevista le impactó muchísimo: “Todo me entristecía. La ciudad me parecía inaguantable. No podía parar en casa: todo me resultaba insufrible. Todo me recordaba a él. Era un continuo tormento. Le buscaba por todas partes y no estaba. Llegué a odiarlo todo...”.

        Empezó a pensar: “Confía, espera en Dios”. Pero Dios le parecía un fantasma irreal y sólo llorando encontraba algo de consuelo.

        Se planteó el sentido de su vida. No lograba quitarse de la cabeza la imagen de su amigo muerto en plena juventud. Le asombraba “que la gente siguiera viviendo, como si nunca tuviera que morir, y que yo mismo siguiera viviendo... Sabía que Dios podía curar la herida de mi alma; lo sabía; pero no quería acercarme a Dios... ”.

Enorme interés por la verdad

        Vivía a lo loco, con sus aventuras de siempre. Pero seguía inquieto y leía todo lo que caía en sus manos. Buscaba; aún no sabía qué, pero buscaba algo en su interior. Le dio por leer libros sobre ocultismo, hasta que un científico amigo suyo le aconsejó que no perdiera el tiempo con esas tonterías.

        Decidió leer las Sagradas Escrituras para ver si sacaba algo en claro. Pero le pareció que la Biblia era muy inferior, indigna de compararse con los libros de los autores que le fascinaban. Se reía de los Evangelios.

        “Poco a poco fui descendiendo hasta la oscuridad más completa, lleno de fatiga y devorado por el ansia de verdad. Y todo por buscarla, no con la inteligencia, que es lo que nos distingue de los animales, sino con los sentidos de la carne. Y la verdad estaba en mí, más íntima a mí que lo más interior de mí mismo, más elevada que lo más elevado de mí”.

Su capacidad natural lo llevó al éxito

        Llegamos a los ochenta

        Dejando a su madre engañada y hecha un mar de lágrimas, decidió abandonar su país. Estaba harto de asambleas, movidas, manifestaciones y jaleos en las clases. Quería un ambiente intelectual más serio.

        Buscó la verdad en diversas ideologías. Habló con las figuras intelectuales más destacadas. Buscaba respuesta a las situaciones culturales y sociales de su época. Pasaba de maestro en maestro y de ideología a ideología. Pero ninguno de los sistemas de pensamiento, incluso aquel del que vivía dando clases en la universidad, le llenaba el corazón. Buscaba. Leía incesantemente.

        Triunfó dando clases y conferencias. Se convirtió en un personaje de moda. Era una persona influyente a la que llamaban de todos los sitios. Dio algunos mítines, dispuesto a mentir –reconocía– lo que hiciera falta.

        No le importó hacer cualquier cosa con tal de conseguir los contactos que necesitaba en determinadas esferas para conseguir sus proyectos culturales. Se encontraba en el mejor momento de su carrera... Hacía proyectos fantásticos sin parar y se calentaba la cabeza pensando en su futuro.

Comenzaron las dudas

        Un día, mientras paseaba con sus amigos por una calle, un tanto ensimismado en los éxitos intelectuales que había conseguido, vio a un pobre mendigo que sonreía feliz. “No hago más que trabajar y trabajar –les comentó– para lograr mis objetivos, y cuando los consigo, ¿soy más feliz? No. Tengo que seguir bregando contra todo y contra todos para mantenerme en mi puesto. Mientras tanto, ese tipo vive tan contento sin hacer nada... Bueno; no sé si estará contento, no sé si será realmente feliz, pero, desde luego, el que no soy feliz soy yo... No es que me guste su vida, ¡es mi vida la que no me gusta! He conseguido un status, una posición económica y cultural... ¿y qué?

        —No compares –le dijeron los amigos–. Ese tipo se ríe porque habrá bebido. Y tú tienes todos los motivos para estar feliz, porque estás triunfando...”.

Empieza a considerar la posibilidad

        Sí; estaba triunfando; pero aquellos éxitos en su cátedra y en sus conferencias, más que alegrarle, le deprimían. “Al menos –se decía– ese mendigo se ha conseguido el vino honradamente pidiendo limosna, y yo... he alcanzado mi status a base de traicionarme a mí mismo. Si el mendigo estaba bebido, “su borrachera se le pasaría aquella misma noche, pero yo dormiría con la mía, y me despertaría con ella, y me volvería a acostar y a levantar con ella día tras día”.

        Conoció en uno de sus viajes a un obispo católico de mucho prestigio intelectual. Iba a escucharle, al principio con muchas reticencias, pero muy poco a poco, insensiblemente, se fue acercando a la fe y a la Iglesia. Le parecía que el obispo explicaba de un modo distinto los pasajes de la Sagrada Escritura que él ridiculizaba en sus clases y le empezaron a parecer defendibles las cosas que predicaba, que eran las que la Iglesia enseñaba.

        “Pero no por eso pensaba que debiera seguir el camino católico (...) Si por una parte la doctrina católica no me parecía vencida, tampoco me parecía vencedora”. Estudiaba y comparaba, en perpetua duda: “Caminaba a oscuras, me caía buscando la verdad fuera de mí, como por un acantilado al fondo del mar. Desconfiaba de encontrar la verdad, estaba desesperado”.

Demasiado ocupado en pensar

        Su opinión sobre Jesucristo “era tan sólo la que se puede tener de un hombre de extraordinaria sabiduría, difícilmente superable por otro, pero nada más. No podía ni sospechar el misterio que encerraban esas palabras: y el Verbo se hizo carne...”.

        “No recé para que Dios me ayudara; mi mente estaba demasiado ocupada e inquieta por investigar y discutir”.

Se sentía un esclavo

        Sus padres se habían trasladado a vivir con él y le insistían en que se casara. A.A. está agitado interiormente. Así cuenta su mundo interior:

        “Me iba volviendo cada vez más miserable, pero a pesar de eso, Dios se acercaba más y más a mí, y quería sacarme de todo el cieno en el que yo me había metido, y lavarme..., pero yo no lo sabía”.

        En su vida moral siguió haciendo lo que le daba la gana. Deseaba salir de aquella situación, pero, a la vez, se sentía incapaz. “Si uno se deja llevar por esas pasiones, al principio se convierten en una costumbre, y luego en una esclavitud...”. Era un esclavo, lo reconocía.

Dando largas

        En esa situación comenzó a sentir, cada vez con más fuerza, un deseo intenso de Dios. Se debatía interiormente buscando la verdad, con todas sus fuerzas. Pero no se sentía capaz de cortar con determinadas costumbres, con aquella pasión... Es más, se sentía, oprimido agradablemente con el peso de aquella pasión... Estaba íntimamente convencido de que vivir junto a Dios le haría más feliz que todas las gratificaciones sexuales juntas... pero cada vez que lo pensaba se decía:

        —“Ahora voy... Enseguida... Espera un poco más...”.

        Ese ahora nunca acababa de llegar. Y el un poco más se iba alargando y alargando...

Entre el sí y el no

        Agosto del 86

        En agosto del 86 seguía con su rutina habitual de trabajo y de clases en su cátedra. Cada día que pasaba, su deseo de Dios hacía más fuerte, pero él seguía dividido por dentro: quería encontrar la verdad... y no quería. Le pesaba demasiado su vida anterior, porque encontrar la verdad supondría cortar con determinadas costumbres, a lo que no estaba dispuesto. Al menos, todavía.

        “Cuando dudaba en decidirme a servir a Dios, cosa que me había propuesto hacía mucho tiempo, era yo el que quería y yo era el que no quería, sólo yo. Pero, porque no quería del todo, ni del todo decía que no, luchaba conmigo mismo y me destrozaba”.

        En esa tensión interior se decía: “¡Venga, ahora, ahora!”. Pero cuando estaba a punto... se detenía en el borde. Era como si los viejos placeres le tirasen hacia sí, diciéndole bajito:

Muy forzado por sus costumbres

        —“¿Cómo? ¿Nos dejas? ¿Ya no estaremos más contigo... nunca?, ¿nunca? ¿Desde ahora ya no podrás hacer eso... , ni aquello?

        ¡Y qué cosas, Dios mío, qué cosas me recordaban, aquel eso y aquello!”.

        Los placeres seguían insistiéndole:

        —“¿Qué? ¿Es que piensas que vas a poder vivir sin nosotros, tú? ¿Precisamente tú...?”.

        Miró a su alrededor. Muchos lo habían logrado. “¿Por qué no voy a poder yo –se preguntó– si éste, si aquel, si aquella han podido?”.

        Comprendió que habían podido gracias a la fuerza de Dios; y que por sí mismo no era capaz ni de mantenerse en pie. Debía apoyarse en él. Así lo conseguiría... Pero seguía escuchando por dentro la voz insinuante de los placeres:

        —“¿Vas a poder vivir sin nosotros...? ¿Tú?”.

Poder de la sinceridad

        Un día charlando con un amigo suyo estalló por fin y le dijo:

        —“¿No te das cuenta de la vida que llevamos y de la vida que llevan los cristianos? ¡Y aquí seguimos, revolcándonos en la carne y en todo tipo de espectáculos! ¿Es que no vamos a ser capaces de vivir como ellos, sólo por la vergüenza de reconocer que nos hemos equivocado? ¿Sólo por no dar nuestro brazo a torcer?”.

        Su amigo –que también estaba en proceso de conversión– se quedó atónito. A.A. estaba dispuesto a resolver, de una vez por todas, aquella situación.

Y rezó

        Salieron al jardín. Estuvieron charlando y recordando lo que había sido su vida. A.A. tenía un libro del Nuevo Testamento entre las manos. Dejó el libro y, en un determinado momento, comenzó a llorar. Rezó por primera vez:

        —“¿Cuándo acabaré de decidirme? No te acuerdes, Señor de mis maldades. ¿Dime, Señor, hasta cuándo voy a seguir así? ¡Hasta cuándo! ¿Hasta cuándo: ¡mañana, mañana!? ¿Por qué no hoy? ¿Por qué no ahora mismo y pongo fin a todas mis miserias?”.

Dios no falla en su respuesta

        Mientras decía esto, oyó que un niño gritaba desde una casa vecina:

        —“¡Toma y lee! ¡Toma y lee!”.

        ¡Toma y lee! Dios se servía de ese chico para decirle algo. Corrió hacia el libro, y lo abrió al azar por la primera página que encontró. Leyó en silencio:

        —No andéis más en comilonas y borracheras; ni haciendo cosas impúdicas; dejad ya las contiendas y peleas, y revestíos de nuestro Señor Jesucristo, y no os ocupéis de la carne y de sus deseos.

        Cerró el libro. ésa era la respuesta. No quiso leer más, ni era necesario: “como si me hubiera inundado el corazón una fortísima luz, se disipó toda la oscuridad de mis dudas”.

        Cuando se tranquilizó un poco se lo contó a su amigo, que quiso ver lo que había leído. Se lo enseñó y su amigo se fijó en la frase siguiente del texto que A.A. había leído, y en la que no había reparado. Seguía así:

        —Recibid al débil en la fe.

Inmensa alegría compartida         “Después entramos a ver a mi madre, se lo dijimos todo y se llenó de alegría. Le contamos cómo había sucedido, y saltaba de alegría y cantaba y bendecía a Dios, que le había concedido, en lo que se refiere a mí, lo que constantemente le pedía desde hacía tantos años, en sus oraciones y con sus lágrimas”.

        A los pocos meses, en la Vigilia Pascual, recibieron el bautismo A.A., su hijo y su amigo.

        Años después, gozando ya de la Belleza de la Verdad, enamorado de Jesucristo, A.A. escribía:

        “Tarde te amé, Belleza, tan antigua y tan nueva, ¡tarde te amé! Estabas dentro de mí, y yo te buscaba por fuera... Me lanzaba como una bestia sobre las cosas hermosas que habías creado. Estabas a mi lado, pero yo estaba muy lejos de Ti. Esas cosas... me tenían esclavizado. Me llamabas, me gritabas, y al fin, venciste mi sordera. Brillaste ante mí y me liberaste de mi ceguera... Aspiré tu perfume y te deseé. Te gusté, te comí, te bebí. Me tocaste y me abrasé en tu paz”.

La felicidad nunca se logra cuando se busca donde no está

        Gracias a Dios, su oración y a la de su madre fueron oídas. A.A., buscando la verdad sin miedo y leyendo los Evangelios, encontró el gran password de su vida: encontró a Cristo, y con Cristo, la paz.

        Pudo decirle a Dios, su Padre, al encontrarle de nuevo, con la alegría del hijo que vuelve a casa tras largos años de ausencia, y desde el fondo de su alma, una de sus expresiones más conocidas:

        “Nos hiciste, Señor, para Ti e inquieto estará nuestro corazón hasta que descanse en Ti”.