MATRIMONIO Y FAMILIA A LA LUZ DE LA BIBLIA
(conclusión)


José L. Caravias sj

B - NUEVO TESTAMENTO 
1 - LA FAMILIA JUDIA EN TIEMPO DE JESUS 
2 - JESUS Y LA FAMILIA 
3. CRITICAS DE JESUS A LA FAMILIA 
El seguimiento de Jesús provoca conflictos familiares
Los parientes de Jesús 
Por qué resulta conflictivo el mensaje de Jesús 
4 - EL MANDAMIENTO DEL AMOR 
Amor y sacramento 
Ser amigos en el Amigo 
Contraer matrimonio en el Señor 
El caso del divorcio
5 - JESUS Y LA MUJER 
La mujer en tiempo de Jesús 
El trato que da Jesús a la mujer 
Jesús dignifica a la mujer 
6 - SEXUALIDAD Y EVANGELIO 
En el Evangelio la sexualidad no es tema obsesivo. 
La sexualidad de Jesús 
Jesús denuncia la hipocresía sexual 
Una sexualidad integrada 
El Espíritu y la carne 
El ídolo del sexo 
7 - PADRES E HIJOS 
Riesgo y grandeza de la paternidad 
Padres como Dios es Padre 
La verdadera autoridad 
Sincera atención a los padres 
8 - LA SAGRADA FAMILIA 
Una familia con problemas 
La personalidad de José 
La mentalidad de María 
Libertad, comprensión y respeto 
9 - FAMILIA Y REINO DE DIOS 
Familias abiertas 
Familias libres para construir el Reino del Padre 
Familias llamados a la santidad 
10 - LAS ENSEÑANZAS PAULINAS 
Actividad pastoral de la mujer en las primeras comunidades
Igualdad de la mujer 
La relación sexual según San Pablo 
Las cartas paulinas posteriores a Pablo 
11 - EL CELIBATO
Epílogo: Familia y futuro de la humanidad 

APENDICE: LA DOCTRINA MATRIMONIAL ANTES Y DESPUES DEL 
CONCILIO
Antes del Concilio 
En el Concilio 
Después del Concilio 
BIBLIOGRAFIA 

* * * * *


B - NUEVO TESTAMENTO

La esperanza que se intuye en el Antiguo Testamento se va a 
poder convertir en gozosa realidad con la venida de Cristo. Jesús no 
vino a anular el proceso pedagógico iniciado en el Antiguo 
Testamento. Su misión es llevarlo a un pleno cumplimiento (Mt 5,17). 
Por eso el mensaje de Jesús sobre la familia no constituye ninguna 
novedad absoluta, sino la conclusión de un proceso evolutivo que 
duró siglos
Lo dicho por Jesús se refiere directamente a la familia de su 
tiempo. Por eso es necesario conocer la realidad familiar de su época. 
Y, salvadas las distancias y circunstancias, podremos hacer con más 
precisión la aplicación de su enseñanza a la familia de nuestro mundo 
actual. Por ello intentaremos descubrir en el Nuevo Testamento las 
actitudes básicas que puedan interpelar la realidad familiar actual.

1 - LA FAMILIA JUDIA EN TIEMPO DE JESUS

FAM-JUDIA: Jesús nació y vivió en un pueblo y en una cultura 
donde la familia tenía una importancia de primer orden. Porque, como 
es bien sabido, para los judíos la familia ha sido siempre el centro de 
su vida. Pero en tiempo de Jesús, la familia tenía una importancia 
todavía mayor. Para los rabinos, que eran los teólogos de entonces, 
el padre y la madre eran considerados como "compañeros de Dios en 
la procreación"
Y por eso, los judíos de aquel tiempo pensaban que tener hijos era 
una obligación, hasta el punto de que quien faltaba a esa obligación 
era considerado como un homicida. Por eso nadie debía quedarse 
soltero. El hombre no casado no es un hombre, decían los rabinos de 
aquel tiempo. Esto quiere decir lógicamente que todos estaban 
obligado a formar su propia familia. Un hombre sin familia era un 
hombre sin alegría, sin bendición y sin felicidad, según se afirma en 
los documentos de entonces.
La vida familiar estaba organizada según el modelo "patriarcal", es 
decir, en ella el centro y el eje de todo lo que se hacía era el "padre 
de familia". Por ello a la familia se le llamaba habitualmente "la casa 
del padre".
En aquellas familias gobernaba el padre como señor absoluto, con 
derecho a disponer de todo a su antojo, decidir por su mujer e hijos, 
dar toda clase de órdenes y, por supuesto, castigar. 
El padre podía repudiar a su mujer y echarla de la casa, por una 
serie de razones que hoy nos resultan asombrosas. La esposa estaba 
siempre a merced del marido y dependía en todo de él. 
Respecto al dominio del padre sobre los hijos, se sabe que tenía el 
derecho de decidir cómo, cuándo y con quién se tenían que casar sus 
hijos varones y, sobre todo, las hijas. La familia era un coto cerrado, 
mucho más cerrado que lo que pueda ser la familia más tradicional de 
nuestro tiempo.
El grupo familiar constituía el centro de la vida religiosa de los 
israelitas. La fiesta de Pascua, la celebración religiosa más importante 
de los judíos, se celebraba en familia, en cada casa. Y algo parecido 
se puede decir de la circuncisión, que no era practicada por un 
sacerdote, sino por el cabeza de familia. Para aquellos judíos el padre 
de familia era considerado como sacerdote y maestro, que daba culto 
y enseñaba a los suyos la ley del Señor (Prov 1,8; 4, 1-3; 6,20; Eclo 
7,23-30; 30,1-13).
En las ideas y en las leyes de aquel tiempo la unidad de la familia 
era tan importante que, por ejemplo, si el cabeza de familia cometía un 
delito, fácilmente podía ir a la cárcel, no solamente él, sino además su 
mujer y sus hijos (Mt 18,25). Como también era frecuente que las 
decisiones importantes del cabeza de familia fuesen decisiones de 
todos los de su casa. Se cuenta, por ejemplo, de uno que se convirtió 
a la fe y con él lo hizo toda su familia (Jn 4, 53). Es más, la gente 
pensaba que hasta los pecados de los padres pasaban de alguna 
manera a los hijos (Jn 9, 2-3). Se tenía un profundo convencimiento 
de que cuanto le ocurriera al cabeza de familia tenía que afectar a 
todos los de su casa (Mt 10, 25). 
Además, las leyes de aquel tiempo protegían la continuidad de la 
familia hasta tal punto que, si una mujer quedaba viuda y sin hijos, los 
hermanos solteros de su difunto esposo se tenían que casar con ella, 
para que así quedara descendencia de la misma sangre (Mt 22, 
23-30; Mc 12, 25; Lc 20, 35-36). 
Esto no quiere decir que todos los padres de familia fueran 
dictadores. Por supuesto que los había buenos y muy buenos. En 
caso contrario, Jesús no hubiera usado tanto el ejemplo del padre de 
familia. Pero el ambiente general en este punto era bastante duro. 
Preguntas para el diálogo 
1. ¿Cómo se portan acá los padres de familia? ¿Son autoritarios? 
¿Son ellos los únicos que deciden lo que hay que hacer? 
2. ¿Hay machismo en nuestra zona? ¿Cómo se manifiesta? 
3. ¿Cómo se comportan las mujeres frente a las exigencias de los 
varones?
4. ¿En qué se diferencia la educación que damos a los hijos y a las 
hijas? ¿Damos más derechos a ellos que a ellas? ¿Por qué?
5. ¿En qué otros puntos se parece la realidad de la familia en 
nuestro tiempo a la del tiempo de Jesús? 

2 - JESUS Y LA FAMILIA

J/FAMILIA FAM/J: Jesús nació en el seno de una familia de 
piadosos israelitas. De José, su padre adoptivo, se dice expresamente 
que era un hombre honrado (Mt 1,19) y de su madre se hacen las 
mejores alabanzas (Lc 1,28.42-45). Se trataba de una familia unida, 
que supo soportar la adversidad en silencio y con fe (Mt 1,19-20), que 
se mantuvo firme en la persecución (Mt 2,13-21), y que siempre se 
comportó como gente piadosa y observante (Lc 2,21- 24.41). En una 
familia así, creció y se educó Jesús (Lc 2,39-40. 50-52), siempre bajo 
la autoridad de sus padres (Lc 2,51).
Criado y educado en este ambiente, nada tiene de particular que 
Jesús, durante su ministerio público, hablara con frecuencia de la 
familia. Emplea comparaciones familiares para explicar su doctrina 
sobre el reinado de Dios y la bondad asombrosa del Padre del cielo: 
Dios es como el padre que está siempre dispuesto a escuchar a sus 
hijos (Mt 7,9; Lc 11,11-13) o a recibir y perdonar al hijo que se va de 
la casa y malgasta la fortuna (Lc 15,20-32); porque Dios es el padre 
de todos (Mt 5,16.45.48; 6,1.4.6.8.9; etc), y todos los hombres somos 
hermanos (Mt 23,8-9).
Jesús habla también del padre que envía a sus hijos al trabajo (Mt 
21,28-31) o a su hijo único a cobrar la renta de una propiedad (Mt 
21,33-37); Mc 12,5-56; Lc 20,13-14). Del padre que descansa con sus 
hijos (Lc 11,7) o del cabeza de familia que saca de su arca lo nuevo y 
lo viejo (Mt 13,52). También habla de las fiestas de bodas (Mt 22,2-3; 
Lc 14,16-24; Mc 2,19; Lc 5,34; Mt 25,1), de mujeres que están 
embarazadas o criando (Mt 24,19; Mc 13,17; Lc 21,23), de los dolores 
de parto y de la alegría de la maternidad (Jn 16,21); del hermano que 
se preocupa por la suerte de sus hermanos (Lc 16,27) o de los 
hermanos que no se llevan bien entre sí (Lc 15,28). De los hijos que 
desatienden a sus padres (Mc 7,10-13; Mt 15,3-6) o, por el contrario, 
de los buenos hijos que son conscientes de sus deberes familiares 
(Mc 10,19; Mt 19,19; Lc 18,20). Casi todas las situaciones familiares y 
las relaciones humanas que ellas implican, son asumidas por Jesús 
para explicar a sus oyentes el significado de su mensaje.
Pero las enseñanzas de Jesús sobre la familia van mucho más 
lejos. Porque en los Evangelios hay toda una serie de afirmaciones en 
las que Jesús defiende las relaciones de familia o asume tales 
relaciones como modelo de comportamiento para sus discípulos. Así, 
Jesús defiende la estabilidad del matrimonio al afirmar que lo que Dios 
ha unido no lo separe el hombre (Mt 19,4- 6; Mc 10,6-9) o al decir que 
quien repudia a su mujer comete adulterio (Mt 5,31-32). Es más, Jesús 
afirma que quien mira a la mujer ajena excitando el propio deseo 
comete adulterio en su interior (Mt 5, 28), porque es del propio 
corazón de donde brotan las malas acciones, concretamente los 
adulterios (Mc 7,21-22). 
Jesús presenta también el modelo del padre que quiere tanto a sus 
hijos que pone a disposición de ellos todo lo que tiene (Lc 15,31-32); 
y el modelo del hijo que hace siempre lo que ve hacer a su padre (Jn 
5,19-20). Censura el comportamiento de los hijos que se 
desentienden de sus padres y no les prestan ayuda (Mt 15,3-6; Mc 
7,10-13). Elogia a quien es consciente de sus obligaciones familiares 
(Mt 19,19; Mc 10,19; Lc 18,20); y envía a un recién curado a anunciar 
entre su familia las maravillas que el Señor ha realizado en él (Mc 
5,19; Lc 8,38-39). 
Y todavía algo más: Jesús no se cansa de presentar las relaciones 
mutuas de los creyentes como relaciones de hermanos, que son 
capaces de superar todo enojo (Mt 5,22), que se perdonan siempre 
(Mt 18, 21; Lc 17,3) y se aceptan mutuamente (Mt 5,23- 24), sin fijarse 
en defectos o fallos personales (Mt 7, 3-5; Lc 6, 41-42). Ello es señal 
de que la relación fraterna es para Jesús una forma de relación 
ejemplar, hasta el punto de que él mismo se considera hermano de 
todos (Jn 20,17; ver 21,23).

Jesús sabe que el hecho de la familia es decisivo en la experiencia 
y en la vida de los hombres. Por eso, habla frecuentemente de las 
relaciones familiares como modelo para explicar lo que es Dios o el 
reinado de Dios en el mundo. Y así, las relaciones del esposo, padre, 
madre, hijo, novio, hermano, aparecen repetidas veces en boca de 
Jesús cuando habla del reinado de Dios, de lo que es Dios para los 
hombres, de lo que éstos tienen que ser ante Dios, o de lo que todos 
debemos ser, los unos para con los otros. Desde nuestras 
experiencias en la vida de familia podemos todos comprender, de 
alguna manera al menos, lo que deben ser nuestras experiencias ante 
Dios y ante los demás. La familia es fuente de vida y fuente de alegría 
por la vida que transmite. En ella está Dios. Es un espacio humano 
privilegiado donde nace, crece y se cultiva el amor. Y con el amor, la 
felicidad, la generosidad, la entrega de unas personas a otras, la 
responsabilidad ante las propias tareas y obligaciones, la piedad 
honda y sincera. Todo esto es, no sólo importante, sino incluso 
decisivo en la vida de los hombres. Y Jesús lo sabe, lo reconoce y con 
frecuencia habla de ello. 
Pero el hecho de que Jesús hablara de la familia en un sentido 
positivo, no quiere decir que él aceptase la realidad de la familia tal 
como entonces estaba organizada. De esto vamos a hablar en los 
temas siguientes.

Preguntas para el diálogo 
1. La relación que hemos tenido con nuestros padres ¿nos ha 
ayudado para comprender mejor a Dios?
2. ¿Creemos que la relación con nuestros hijos les lleva a ellos a 
comprender a Dios y a relacionarse con él?
3. ¿Qué sentimos cuando consideramos a Dios como Padre?
4. ¿En qué consiste para nosotros el ideal bíblico de la fraternidad 
universal?
5. ¿Qué relación encontramos nosotros entre familia y Dios?

3 - CRITICAS DE JESUS A LA FAMILIA
Hemos visto cómo Jesús habló de la familia de forma positiva. Y, sin 
embargo, por más que resulte sorprendente, en los Evangelios 
aparecen una serie de hechos y palabras de Jesús en los que ya no 
resulta evidente que la familia sea siempre una realidad positiva. 
Algunas de las palabras de Jesús y algunos de sus comportamientos 
resultan extraños, y aun incomprensibles. Por eso merece la pena 
detenerse en este punto, para luego sacar las consecuencias. Quizás 
algo importante quiera decirnos la Palabra de Dios.

El seguimiento de Jesús provoca conflictos familiares
En los Evangelios hay una serie de afirmaciones de Jesús en las 
que se dicen cosas sobre la familia que nos parecen casi increíbles. 
Pero están ahí, palpitantes, para todo el que se acerque a ellas con 
sinceridad... No podemos suprimirlas...
Jesús afirma que ha venido al mundo para traer división y 
enfrentamientos, y eso precisamente entre los miembros más 
allegados de la familia: "Porque de ahora en adelante una familia de 
cinco estará dividida; se dividirán tres contra dos y dos contra tres; 
padre contra hijo e hijo contra padre, madre contra hija e hija contra 
madre; la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra" (Lc 
12,51-53). Es más, Jesús llega a decir que "un hermano entregará a 
su hermano a la muerte, y un padre a su hijo; los hijos denunciarán a 
sus padres y los harán morir" (Mt 10,21). Quiere decir que el 
seguimiento de Jesús provoca enfrentamientos entre los miembros 
más íntimos de la familia. Y es justamente en ese contexto donde 
Jesús añade la terrible sentencia: "Todos les odiarán a ustedes por 
causa mía" (Mt 10,22). Jesús puede ser causa de odio entre los seres 
más allegados de una familia.
Cuando Jesús habla de la relación que los creyentes deben tener 
con él, la contrapone precisamente a las relaciones de la familia: "El 
que quiere a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí" 
(Mt 10,37-38). Y sabemos que, en este punto, Jesús llevó las cosas 
hasta el extremo de que a un discípulo que le pidió ir a enterrar a su 
padre, le contestó de modo sorprendente: "Sígueme y deja que los 
muertos entierren a los muertos" (Mt 8,21-22). Y al otro, que estaba 
dispuesto a seguirle y que, obviamente, quería despedirse de su 
familia, le dijo sin más: "El que echa mano al arado y sigue mirando 
atrás, no vale para el Reino de Dios" (Lc 9, 61-62). Jesús no tolera 
que nada ni nadie se interponga en el camino de la fe.
Estas afirmaciones del Evangelio parecen indicar que, el menos en 
alguna medida, las exigencias de Jesús pueden entrar en conflicto con 
la familia y, en general, con las relaciones de parentesco. Por eso, sin 
duda, los Evangelios destacan que los primeros discípulos, en cuanto 
escuchan la palabra de Jesús, lo primero que hacen es abandonar al 
propio padre (Mt 4,20.22; Mc 1,20; Lc 5,11). Dejar al propio padre era, 
en aquel tiempo, lo mismo que dejar a toda la familia. Y eso es 
justamente lo que, más tarde, reconoció el mismo Jesús: "Les 
aseguro, no hay ninguno que haya dejado casa, o hermanos o 
hermanas, o madre o padre, o hijos o tierras por mí y por la Buena 
Noticia, que no reciba en este tiempo cien veces más... " (Mc 
10,29-30).
Esta relación conflictiva entre el mensaje de Jesús, por una parte, y 
la familia, por otra, se observa igualmente en otros pasajes. Por 
ejemplo, cuando Jesús aconseja a sus discípulos que no inviten para 
una comida a hermanos, ni parientes, sino a los pobres, lisiados, cojos 
y ciegos (Lc 14,12-14). Recordemos que, según la mentalidad de 
entonces, compartir la mesa era como un gesto que expresaba la 
solidaridad con los comensales. Lo cual quiere decir que el consejo de 
Jesús va más lejos de lo que parece a primera vista. Porque viene a 
indicar que el discípulo de Jesús debe orientar su solidaridad, antes 
que hacia los miembros del círculo familiar, hacia los despreciados de 
la tierra. 
En este mismo sentido resulta elocuente aquella parábola del 
banquete en la que los invitados se excusan de asistir, pues uno ha 
comprado un campo, otro unas yuntas de bueyes, y otro se acaba de 
casar, y naturalmente, no pueden ir (Lc 14, 18-20; Mt 22, 2- 3). El amo 
entonces manda a su encargado a traer al banquete "a los pobres, a 
los lisiados, a los ciegos y a los cojos" (Lc 14,21). No parece sin 
importancia el hecho de que el compromiso familiar es, en realidad, la 
dificultad que impide a uno de los invitados entrar en el banquete del 
Reino, al que tienen acceso los despreciados y los vagabundos de los 
caminos (Mt 22,9). También aquí se advierte por dónde van las 
preferencias de Jesús.

Los parientes de Jesús
El Evangelio de Marcos nos informa que los parientes de Jesús, 
cuando se enteraron de la vida que éste llevaba, entregado a la gente 
hasta el punto de no tener ni tiempo para comer, "fueron a echarle 
mano, porque decían que no estaba en sus cabales" (Mc 3,21). 
En otra ocasión, precisamente en Nazaret, la gente se escandaliza 
del comportamiento de Jesús, haciendo mención expresa de sus 
parientes más allegados, a lo que él responde con unas palabras que 
resultan elocuentes por sí mismas: "Sólo en su tierra, entre sus 
parientes y en su casa, desprecian a un profeta" (Mc 6,1-6). Jesús se 
siente incomprendido y despreciado por sus propios familiares. 
Cuando un día le dijeron que su madre y sus hermanas le venían 
buscando, Jesús se limitó a contestar: "¿Quiénes son mi madre y mis 
hermanos? El que cumple la voluntad de Dios ése es hermano mío y 
hermana y madre" (Mc 3, 31-35). Estas palabras son fuertes. En 
definitiva, lo que Jesús viene a afirmar es que él no reconoce más 
familia que la comunidad de sus seguidores. Y ello no comporta 
ningún desprecio para con su madre en concreto, pues ella fue 
precisamente su primera seguidora.
Para Jesús lo que interesa, ante todo y sobre todo, es la respuesta 
de cada hombre al mensaje de la Buena Noticia. Por eso se 
comprende lo que cuenta el Evangelio de Lucas: Un día, una mujer, al 
oír las maravillas que salían de la boca de Jesús, gritó entusiasmada: 
"¡Dichoso el vientre que te crió y los pechos que te criaron!". A lo que 
el mismo Jesús respondió, corrigiendo a la entusiasta: "Mejor, 
¡dichosos los que escuchan el mensaje de Dios y lo cumplen!" (Lc 
11,27-28). Jesús no acepta sin más el elogio que se hace de la 
relación de parentesco, aun cuando se trate, como en este caso, de la 
relación con su propia madre. Lo cual, como hemos dicho, no quiere 
decir nada en contra de ella, pues María era la primera en escuchar el 
mensaje de Dios y cumplirlo.
No se debe pensar que el conflicto entre Jesús y su familia fue 
sencillamente una cuestión de enojos o mal entendimiento entre 
parientes. El problema fue serio. Y eso se ve claramente por un dato 
muy significativo que nos suministra el Evangelio de Juan: "Recorría 
Jesús Galilea, evitando andar por Judea porque los judíos trataban de 
matarlo. Se acercaba la fiesta judía de las Chozas y sus parientes le 
dijeron: Márchate de aquí y vete a Judea, que también los discípulos 
de allí presencien esas obras que haces, porque nadie hace las cosas 
a escondidas si es que busca publicidad; si haces esas cosas, date a 
conocer al mundo" (Jn 7,1-4). O sea, lo que quieren los parientes de 
Jesús es la publicidad, el triunfo ante las masas, en la provincia rica 
de Judea y en la capital, Jerusalén. Y el Evangelio añade el siguiente 
comentario: "De hecho, ni siquiera sus parientes creían en él" (Jn 
7,5). Ahí está el secreto del problema. Las personas allegadas de su 
propia familia sentían el orgullo de tener un familiar famoso, triunfador 
en la vida, para poder así aprovecharse de ello. No les cabía otra 
cosa en la cabeza. 
Jesús da la clave del problema, cuando responde a sus familiares: 
"El mundo no tiene motivo para aborrecerles a ustedes; a mí sí me 
aborrece, porque yo declaro que sus acciones son malas" (Jn 7,7). 
Jesús no ha buscado la publicidad y el éxito, sino que se ha jugado la 
vida, hasta el punto de ser considerado como un delincuente por 
haber denunciado públicamente el sistema opresor que tenían 
montado los dirigentes judíos. Pero muchos de sus parientes no 
estaban dispuestos a enemistarse en absoluto con el sistema, ya que 
sus ideas iban exactamente en dirección opuesta a las de Jesús.

Por qué resulta conflictivo el mensaje de Jesús 
Es ésta una pregunta que aflora constantemente a la mente de 
quien lee el Evangelio con sinceridad. La verdad es que no nos tienen 
acostumbrados a pensar y hablar de la familia como lo hacía Jesús. 
Las palabras de Jesús son a veces tan radicales que uno piensa 
encontrarse ante un dilema: o seguir a Jesús y dejar a la familia o 
quedarse con la familia y no seguirle. Jesús no plantea esa alternativa 
tomada en un sentido general, válido para todos. Pero, en la práctica, 
a veces la familia funciona con tales pretensiones que al discípulo de 
Jesús no le queda más remedio que optar entre ella o el Evangelio. La 
fuerza del seguimiento de Jesús a veces se hace impermeable en el 
mundo de nuestra familia. 
Las causas por las que resulta conflictivo en la familia el mensaje 
de Jesús podrían ser las siguientes:
- Jesús conocía muy bien hasta qué punto la vida del pueblo judío 
estaba centrada en la familia. Pero aquella familia era opresora al 
declarar al padre dueño absoluto de ella y al otorgarle plenos poderes 
sobre la mujer y los hijos. La dignidad de la persona, en esa situación, 
quedaba mal parada. Jesús no impugna la existencia de la familia en 
sí. Pero la familia judía, en su funcionamiento concreto de entonces, 
no era el ideal.
Las relaciones familiares, en aquella sociedad, no se basaban en el 
reconocimiento de la dignidad de cada persona. Por el contrario, se 
trataba de relaciones de sometimiento y de dominio; generalmente el 
padre dominaba a los demás miembros de la casa y, en 
consecuencia, la mujer y los hijos no tenían otra alternativa que el 
sometimiento incondicional. Así las cosas, los creyentes no eran 
personas verdaderamente libres para el tipo de opciones que impone 
el seguimiento de Jesús. De ahí las distancias que Jesús toma con 
respecto al hecho de la familia y los enfrentamientos que anuncia en 
ese sentido.
- Jesús viene a proclamar y a vivir una realidad nueva: el Reinado 
de Dios. Y todos los hombres pueden llegar a él, a condición de que 
admitan que Dios es Padre y todos entre sí hermanos. Y entre 
hermanos no puede haber desigualdad básica, enemistad o 
explotación. Por eso, esta novedad de Jesús choca contra ideas y 
prácticas contrarias de la sociedad de entonces y de ahora también.
La familia es necesaria para formar al ser humano e integrarlo en la 
sociedad. Pero con frecuencia su funcionamiento contribuye a 
perpetuar el autoritarismo, a negar la dignidad de la mujer y de los 
niños, a fomentar la insolidaridad y la explotación. Todo ello niega y 
entorpece la creación del Reino, con sus nuevas relaciones entre los 
hombres.
Según Jesús, la familia, por muy entrañable que sea, no debe ir 
contra otra forma de hacer familia más radical y universal: la de ser 
todos hijos del único Padre. Eso es lo primero y lo absoluto. Y 
cualquier modelo de familia que se oponga al logro de esta fraternidad 
universal merece -en la medida en que lo obstaculice- la crítica y el 
rechazo de Jesús.
En nuestro tiempo, las cosas han cambiado profundamente. 
Nuestra familia no es como la de entonces. Hasta el punto de que hay 
quienes dicen que urge recuperar los modelos autoritarios de tiempos 
pasados. En esta nueva situación, ¿qué es lo que nos puede decir a 
nosotros la postura de Jesús con relación a la familia? Su ideal de 
fraternidad sigue siendo el mismo. ¿Cómo adaptar sus exigencias a la 
realidad de hoy? Ese es nuestro reto.

Preguntas para el diálogo 
1. ¿Nos resulta sospechoso lo que se dice en este tema? Y si 
efectivamente es así, ¿de qué sospechamos? ¿Por qué?
2. ¿Por qué se insiste hoy tanto en la defensa y protección de la 
familia? ¿Qué papel juega la institución familiar desde el punto de 
vista de la organización de la sociedad que tenemos?
3. ¿Nos impide en algo la familia vivir el ideal cristiano? Decir cosas 
concretas.
4. ¿Es posible superar las dependencias familiares que nos 
impiden en este momento vivir el ideal de la comunidad cristiana?
5. ¿En qué nos ayuda o puede ayudarnos la familia para que 
seamos mejores cristianos?

4 - EL MANDAMIENTO DEL AMOR 

Jesús nos dejó el mandamiento del amor (Jn 13,34): Amarnos como 
él nos amó; hasta el amor a los enemigos (Mt 5,44); hasta la entrega 
de la vida (Flp 2,6-11). 
El Mandamiento del amor lo dirige a todos sus seguidores. Es el 
centro y el resumen de su mensaje. Y ha de ser también la médula de 
todo matrimonio que verdaderamente quiera seguir a Jesús. Para ello 
es justamente el sacramento del matrimonio, para poder seguirlo con 
la heroicidad que él pide.

Amor y sacramento
MA/A-SACRAMENTO: Quien desee encuadrar el matrimonio en un 
marco bíblico, debe situarlo en el plano del amor. Dios hizo al hombre 
(varón + mujer) a su imagen. Por eso el matrimonio, y la familia toda, 
al margen de cualquier formulismo o rito, ha de fundamentarse, ante 
todo, en el amor.
Cuando ese amor es bendecido por Cristo en el sacramento del 
matrimonio, entonces adquiere la dimensión de matrimonio cristiano, y 
simboliza el amor entre Cristo y su Iglesia (Ef 5,21-27).
Cuando se celebra el sacramento, el amor queda robustecido con 
la fuerza de la bendición de Cristo, de una manera explícita y 
consciente. 
Si no hay amor, ni en grado mínimo, al recibir el rito sacramental, 
no hay tampoco sacramento. Y cuando hay amor, pero no se recibe el 
sacramento, de hecho hay matrimonio natural, en el sentido 
creacional del hombre; pero no se puede decir que sea matrimonio 
cristiano; le falta la fuerza purificadora y consolidadora del 
sacramento. Lo que constituye propiamente lo fundamental del 
matrimonio cristiano no es el rito en sí, sino el amor entre los esposos, 
expresado en el sí y bendecido por Cristo. Ese amor es precisamente 
el objeto de su bendición para que siga siempre creciendo.
El matrimonio cristiano es, pues, el encuentro de un varón y una 
mujer en profunda fusión amorosa, dignificada con la gracia de Cristo 
en el sacramento.
En la Iglesia hay diversidad de carismas (1 Cor 12, 4-11), y el más 
frecuente de ellos es el del matrimonio. Para quienes reciben de Dios 
esta vocación, el matrimonio es la mejor forma de realizarse en 
conformidad con los planes divinos. Varón y mujer, unidos en el amor, 
se sitúan más allá del egoísmo. Más aún, el matrimonio, dignificado 
con el rito sacramental, pasa a significar la unión de Cristo con su 
Iglesia.
Cristo e Iglesia unidos, o mejor, unificados, van quebrantando el 
imperio del pecado. El matrimonio cristiano coopera con esa lucha que 
sostiene Cristo contra el pecado. Es la lucha del amor contra el 
egoísmo. Y en esta lucha la misma sexualidad humana tiene una parte 
importante. El matrimonio supone, en realidad, como una ruptura con 
la situación de pecado (muerte) y una unión con el mundo de la gracia 
(vida).

Ser amigos en el Amigo
Jesús es el amigo fiel. El que nos mostró lo que es la verdadera 
amistad. Tanto es así, que nos reveló que Dios es Amistad. Y dio la 
vida por ello.
Cuando oímos hablar de que Dios es amor, pensamos 
inmediatamente en el amor que él nos tiene, pero la afirmación de 
Jesús es mucho más profunda, pues se refiere ante todo al amor que 
existe dentro de esa formidable comunidad de amor que es la Trinidad 
divina.
Jesús vino al mundo para comunicarnos que eso que nosotros 
llamamos amistad, que tanto nos fascina y que nunca logramos 
realizar plenamente, no es una utopía inalcanzable, sino un pálido 
reflejo de la Amistad que existe entre las personas divinas. La Trinidad 
divina es el destino final de nuestra amistad, cuando al final de los 
tiempos seamos admitidos en su intimidad para hacer realidad lo que 
aquí tantas veces nos parece imposible.
En la Santísima Trinidad el yo y el tú se dan plenamente el uno al 
otro, pues lo que se dan es su mismo ser. En Dios las personas son 
un puro darse.
Después de Jesús, creer en Dios es creer que en nosotros hay una 
tendencia radical a la amistad, porque hemos sido creados por un 
Dios que es Amistad y estamos en marcha alegre y difícil hacia la 
Amistad. El esfuerzo que hacemos aquí por amarnos los unos a los 
otros llegará a su plenitud cuando seamos incorporados a la Amistad 
trinitaria. Sólo entonces sabremos de verdad lo que es darnos 
totalmente los unos a los otros, para siempre y sin reservarnos nada.
La amistad tiene su consistencia en sí misma. A las demás formas 
de relación humana estamos obligados o por Dios o por los hombres. 
En el caso de la amistad, la relación se mantiene por el sólo impulso 
de la decisión libre que brota de la misma persona. El amor de 
amistad es, por lo tanto, el amor que brota de la libertad, que crece 
por la libre atracción de los amigos y se mantiene hasta el fin por la 
fuerza de la fidelidad libremente aceptada y otorgada entre quienes se 
sienten vinculados por esa forma de relación.
Por todo esto, se comprende perfectamente que Jesús dijera 
aquella noche: "No hay amor más grande que dar la vida por los 
amigos". Porque en eso consiste la cumbre del amor. El amor más 
grande, el que no tiene límites ni fronteras, es el que llega hasta la 
entrega de la vida, como lo hizo él mismo.
La experiencia nos enseña que las relaciones de familia no suelen 
ser relaciones de verdadera amistad. Porque con frecuencia no son 
relaciones que brotan de la libertad y en la libertad crecen y maduran. 
Hay novios que se quieren porque a ello les empuja la necesidad del 
instinto o quizás el miedo de quedarse solos en la vida. Y luego, 
cuando, ya casados, el fuego de la pasión se reduce a cenizas, 
siguen juntos porque no les queda más remedio, porque las leyes de 
Dios y de los hombres les obligan a ello. Hay matrimonios que nunca 
llegaron a ser verdaderos amigos entre sí, porque jamás se llegaron a 
relacionar desde la absoluta libertad. Hay padres que nunca llegan a 
ser amigos de sus hijos. Y lo mismo les pasa a demasiados hijos con 
sus padres. O también a los hermanos entre sí. Por eso, las leyes 
tienen que sancionar los derechos y las obligaciones de unos y de 
otros en el seno de cada familia.
Pero la amistad no se basa sólo en la libertad, sino además en la 
igualdad y en la confianza. Las palabras de Jesús son muy claras en 
ese sentido: "Ya no les llamo más siervos, porque un siervo no está al 
corriente de lo que hace su amo; les llamo amigos porque les he 
comunicado todo lo que he oído a mi Padre" (Jn 15,15). Entre los 
amigos hay igualdad ("ya no les llamo siervos" ) y hay transparencia 
("porque les he comunicado todo" ). En la relación de amistad no hay 
diferencias, ni oscuridades. Porque en ella no se tolera la dominación 
o el sometimiento, como tampoco se toleran las actitudes hipócritas.
Desgraciadamente son demasiadas las familias en las que la 
igualdad y la confianza brillan por su ausencia. Empezando por la 
desigualdad entre el varón y la mujer, y acabando por los sutiles 
mecanismos de dominación que suelen emplear muchos padres con 
sus hijos. Con frecuencia se dan tensiones y conflictos que terminan 
por arruinar la convivencia y el amor en la familia. El resultado de todo 
esto es que la familia llega a ser, en muchos casos, un espacio 
humano en el que las relaciones de unos con otros se convierten en 
un verdadero problema. Cada uno se relaciona con los demás desde 
el papel que desempeña en el grupo familiar: el hombre desde su 
papel de cabeza y jefe; la mujer desde su papel de esposa y madre; 
los hijos desde su sitio de seres inferiores cuya misión es sólo 
aprender y obedecer. En el mejor de los casos, todos cumplen con su 
papel dignamente y hasta de manera elegante. Y en el peor de los 
casos, la familia se convierte en un verdadero infierno.
Jesús no plantea el problema de la fidelidad matrimonial como un 
problema legal, sino como un problema de amor. Porque su mensaje 
no se basa en leyes, sino en la "Buena Noticia" que contiene. 
El amor cristiano consiste en querer y buscar para los demás lo 
que cada uno quiere y busca para sí mismo (Mt 7,12; 22,40). Y si es 
verdad que cada uno quiere para sí mismo la satisfacción del deseo y 
de la necesidad, no es menos cierto que también quiere el respeto y 
la fidelidad en la campo íntimo de su vida matrimonial.
Este criterio es válido, no sólo cuando a uno le entran ganas de 
irse con otro hombre o mujer, sino también cuando a uno se le quitan 
las ganas de seguir con su propio cónyuge. Porque el fondo del 
problema está en comprender que el centro del amor no está en la 
llamada del instinto, sino en el amor a toda prueba y en la fidelidad 
incondicional.
Pero la experiencia nos dice también que el amor entre un hombre 
y una mujer no es necesariamente inmutable. En algunos casos tiene 
un tiempo más o menos limitado, de tal manera que antes o después 
termina por morir. El deseo de los enamorados es que su amor dure 
para siempre. Por eso se juran fidelidad y se convencen que su amor 
es eterno. Pero una cosa es el deseo que ellos proyectan sobre la 
realidad y otra cosa es la realidad en sí misma.
Lo importante es comprender que la cuestión más seria que se 
plantea a los casados no está en ver cómo ser fieles a un amor que 
se piensa como eterno, sino en llegar a entenderse y poder convivir 
aun cuando se acabe ese amor que puede ser temporal y llegar a 
desaparecer. ¿Qué hacer entonces?
Hemos visto que la forma suprema del amor es la amistad. Eso 
quiere decir que en el fondo del problema de la fidelidad y la 
estabilidad matrimonial hay un problema de amistad. Un matrimonio 
está asegurado, como pareja estable, cuando entre ambos esposos 
llega a fraguarse una verdadera amistad. Pero la amistad tiene un 
precio: la amistad se basa en la libertad; no en las leyes, ni en 
cualquier otra forma de coacción o de seguridad externa. Además, la 
amistad exige confianza mutua y transparencia en la comunicación.
Sólo entonces, cuando los esposos son capaces de llegar a 
convivir como los mejores amigos de la vida, aunque resulte una 
realidad que difiere bastante del sueño soñado en los ardores del 
amor primero, sólo entonces está asegurada la estabilidad matrimonial 
y familiar.

Preguntas para el diálogo 
1. ¿Se puede decir que como esposos somos buenos amigos? 
¿Hasta qué grado somos amigos? ¿Hasta dónde llega nuestra 
confianza mutua y nuestra sinceridad en la comunicación?
2. Reflexionemos lo mismo sobre la amistad entre padres e hijos.
3. ¿Tenemos a nuestros mejores amigos dentro de nuestra propia 
familia? ¿Por qué?
4. ¿Nos ayuda nuestra familia para vivir mejor en una comunidad 
de fe?
6. ¿Nos ayuda la comunidad para vivir mejor nuestras relaciones 
de familia?

Contraer matrimonio en el Señor 
Tenemos que ser bien conscientes de que el matrimonio cristiano 
es una gracia, y una gracia difícil. Cuando Jesús dijo: "No todos 
entienden esto; sólo los que han recibido el don" (Mt 19,11), no se 
refería solamente al celibato, sino al matrimonio cristiano también. Ello 
es una gracia de Dios, que no puede conseguirse sólo a base de 
esfuerzo humano. Estas palabras de Jesús indican que la fidelidad de 
por vida más que una prescripción legal es una promesa de gracia y 
ayuda. Dios es el que puso al principio aquel amor de enamorados y 
él se compromete a mantenerlo hasta el fin. 
Si es difícil tomar la decisión de casarse, mucho más lo es 
mantenerla durante toda la vida. Amar es, fundamentalmente, aceptar 
en plenitud el modo de ser del otro; y esto no es nada fácil, y menos 
durante toda la vida. Y peor aún teniendo en cuenta las diferencias 
psicológicas de los dos sexos. Pero resulta que en el matrimonio no 
son sólo dos las personas comprometidas. Está de por medio el Dios 
fiel que los amó primero y los hizo amarse entre sí. 
Esta ayuda de Dios no se limita al acto inicial por el que se suscitó 
el enamoramiento. Es una gracia con la que se cuenta siempre. Sólo 
que Dios no la impone a la fuerza. Es un don que hay que buscarlo y 
recibirlo.
Cuando Jesús dice que "no separe el hombre lo que Dios ha unido" 
está indicando que es Dios quien puso desde el principio en el 
corazón de cada uno de los cónyuges el amor y la voluntad de 
mantener fielmente esa entrega. Dios, que comenzó esa obra buena, 
está dispuesto a llevarla adelante. Pero necesita nuestra respuesta 
libre y responsable. Hay que dejarle obrar en nosotros. Por eso es 
imprescindible la oración matrimonial: para ponerse en manos de Dios 
y dejarle obrar a él, que siempre es fiel.
"Casarse por la Iglesia" no significa meramente hacer una 
ceremonia en la Iglesia. Significa "contraer matrimonio en el Señor". 
Es decir, que el matrimonio queda asumido en el ser de Cristo; son 
sus mismos sentimientos de amor, de fidelidad y de servicio los que 
deberán llenar a esos esposos. 
El matrimonio cristiano debe ser signo de la presencia de Dios. Los 
cristianos que se casan se comprometen a ser signo viviente de lo 
que es la realidad de Dios. Un amor que continuamente sepa darse y 
perdonar. Un amor que se compromete, fiándose del otro. 
El Evangelio pide a los cristianos casados que conviertan su vida 
en un signo del amor de Dios, que sabe perdonar, ayudar, exigir, 
entregarse sin retorno, y todo ello sin perder la propia personalidad. 
La condición imprescindible es vivir confiados en el que los embarcó 
en este compromiso: Dios. El es el garante máximo de la aventura.
Nada de ello se conseguirá sin esfuerzo, arrepentimientos y vueltas 
a comenzar. Nadie llega al amor si no carga con su cruz. Sólo después 
de haber superado muchas tentaciones de abandonar, será posible 
llegar a la cumbre. En medio de las dificultades hay que seguir 
creyendo que Dios sigue asistiendo a su obra.
Puesto que el matrimonio es una gracia, una realidad hecha de fe y 
de esperanza en la que Dios garantiza lo que él unió, se necesita a 
todo trance unirse con ese Dios a través de la oración. Hacer sitio a 
Dios dentro del matrimonio es tomar conciencia de que él es el tercero 
en concordia, el garante de esa unión, que hay que desear y pedir. 
Aquí resulta verdadera de un modo especial la promesa de Jesús: 
donde están dos o tres reunidos en su nombre, él está en medio de 
ellos (Mt 18,20). 

El caso del divorcio
Como en muchos otros casos, Jesús supera al Antiguo Testamento 
en cuanto a la relación entre varón y mujer. En el problema que le 
plantean sobre si está permitido el divorcio tal como lo establecía la 
Ley (Dt 24,1), Jesús se sitúa más allá de cualquier plano jurídico. Se 
coloca en el plan inicial de Dios. 
No se pretende aquí estudiar los problemas y cuestiones que 
actualmente se plantean acerca del divorcio. Se trata de conocer lo 
que Jesús nos enseña con relación al divorcio. Con frecuencia se 
piensa que Jesús enseñó que en ningún caso se puede admitir el 
divorcio. ¿Qué dijo realmente él? Analicemos sus propias palabras:
"Se acercaron a Jesús unos fariseos y le preguntaron para ponerlo 
a prueba: ¿Le está permitido a uno repudiar a su mujer por cualquier 
motivo? Jesús les contestó: ¿No han leído aquello? Ya al principio el 
Creador los hizo varón y mujer, y dijo: 'Por eso dejará el hombre a su 
padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos un solo ser' 
(Gn 1,27; 2,24). De modo que ya no son dos, sino un solo ser; por 
consiguiente, lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre.
Ellos insistieron: Y entonces, ¿por qué prescribió Moisés darle acta 
de divorcio cuando se la repudia? (Dt 24,1).
El les contestó: Por lo incorregibles que son, por eso les consintió 
Moisés repudiar a sus mujeres; pero al principio no era así. Ahora les 
digo que si uno repudia a su mujer -no hablo de unión ilegal- y se 
casa con otra, comete adulterio" (/Mt/19/03-09).
Para poder comprender este Evangelio, lo primero que hay que 
hacer es tener en cuenta lo que ocurría en el tiempo de Jesús y en la 
sociedad judía con todo esto del divorcio. Porque las leyes y las 
costumbres de entonces eran muy distintas de las nuestras. Y 
naturalmente la pregunta que hicieron los fariseos se refería a lo de 
entonces. Y Jesús responde a lo que le habían preguntado; no a otros 
problemas que ahora se nos plantean a nosotros.
La diferencia básica entre aquel tiempo y el nuestro reside en que 
entonces sólo el marido tenía derecho a pedir y exigir el divorcio. La 
mujer tenía ese derecho únicamente en casos muy contados, 
concretamente cuando el marido ejercía el oficio de matarife, basurero 
o curtidor, a causa de las impurezas legales que ello suponía. Pero, 
fuera de esos casos concretos, solamente el hombre tenía derecho a 
divorciarse.
Además, las razones que un hombre podía aducir para divorciarse 
eran tan amplias que, en la práctica, cualquier cosa que le 
desagradase en su mujer era motivo para dejarla con todas las de la 
ley. Por ejemplo, si un día se quemaba la comida, eso ya era razón 
válida para que el marido se considerase con derecho a divorciarse. 
Es más, el solo hecho de ver a una mujer más linda que la propia era 
considerado por algunos como causa suficiente para abandonar a la 
propia esposa.
Esta manera de proceder tenía su justificación en la ley de Moisés: 
"Si uno se casa con una mujer y luego no le gusta, porque descubre 
en ella algo vergonzoso, le escribe el acta de divorcio, se la entrega y 
la echa de la casa, y ella sale de la casa y se casa con otro" (Dt 
24,1-2).
Según esta norma, solamente el marido tenía derecho a pedir y 
exigir el divorcio. Además, esta norma era bastante imprecisa y el 
problema estaba en determinar los motivos por los que un marido 
podía considerar que su mujer tenía algo "vergonzoso". Sobre este 
punto, en tiempo de Jesús, había grandes controversias entre los 
fariseos. Los de la escuela de Hillel eran muy amplios, hasta el punto 
de afirmar que, en la práctica, por cualquier motivo que desagradase 
al marido, éste se podía divorciar. En el siglo primero de nuestra era, 
prevaleció la doctrina de Hillel, o sea, se impuso la interpretación más 
amplia.
Estando así las cosas, se comprende el sentido concreto que tenía 
la pregunta que los fariseos le hicieron a Jesús: "¿Le está permitido a 
uno repudiar a su mujer por cualquier motivo?" (Mt 19,3). Como se 
ve, esta pregunta no se refiere a nuestra problemática actual sobre el 
divorcio, sino a la problemática de aquel tiempo. El asunto que 
plantearon los fariseos a Jesús se refería concretamente a tres 
aspectos:
- Sólo el hombre podía divorciarse y no la mujer.
- El hombre podía divorciarse "por cualquier motivo".
- El hombre por su cuenta podía resolver el problema, sin 
necesidad de una sentencia de un tribunal o alguien ajeno al asunto.
A la pregunta, planteada en estos términos, Jesús responde 
utilizando un argumento tomado del libro del Génesis, en el que se 
expresa el sentido original de la unión entre hombre y mujer: los dos 
se hacen un solo ser (Mt 19,4; Gn 1,27; 2,24). Jesús quiere decir que 
los dos son una misma cosa y, por consiguiente, entre ellos no debe 
haber diferencias. Y lo que Dios ha unido tan íntimamente no debe ser 
separado por el hombre (Mt 19,5).
Pero los fariseos no se quedaron tranquilos con esa solución, como 
es lógico, ya que no querían perder el derecho exclusivo del marido. 
Ellos no querían aceptar la doctrina de la igualdad entre marido y 
mujer. Por eso insisten en su pregunta, que se refiere de nuevo al 
derecho exclusivo del varón (Mt 19,7 y paralelos). Y entonces es 
cuando Jesús les dice: "Por lo incorregibles que son, por eso les 
consistió Moisés repudiar a sus mujeres... Ahora yo les digo que si 
uno repudia a su mujer -no hablo de unión ilegal- y se casa con otra, 
comete adulterio" (Mt 19,8-9 y paralelos).
Por consiguiente, la enseñanza de Jesús sobre el divorcio se 
refiere solamente a estas tres cosas: 
- No existe un derecho unilateral del hombre para divorciarse, 
porque el hombre y la mujer son una misma cosa, es decir, son 
perfectamente iguales en ese punto. 
- Tampoco existe un derecho arbitrario para divorciarse, o sea, no 
se puede admitir el divorcio "por cualquier motivo", como pretendían 
los discípulos de Hillel, el de la interpretación tan amplia. 
- Ni tampoco existe un derecho de los mismos cónyuges para 
anular el vínculo matrimonial por propia decisión, sin que medie la 
sentencia de un tribunal competente para eso.
Pero el Evangelio no habla del caso en que una autoridad externa 
a los esposos disuelve el matrimonio. Como tampoco habla este 
Evangelio de aquellos casos en los que se plantea el divorcio sobre la 
base de la perfecta igualdad de derechos y obligaciones del hombre y 
la mujer. Ni tampoco del caso en que existen razones verdaderamente 
graves por parte de los dos cónyuges para llegar al divorcio. Todo 
esto se refiere a nuestra problemática actual sobre el divorcio, no a la 
problemática del tiempo de Jesús.
En este sentido se han de entender también las palabras de Jesús 
en el Sermón del Monte: "Se mandó también: 'El que repudia a su 
mujer, que le dé acta de divorcio' (Dt 24,1). Pues yo les digo: todo el 
que repudia a su mujer, fuera del caso de unión ilegal, la empuja al 
adulterio, y el que se casa con la repudiada comete adulterio" (Mt 
5,31-32). Como se ve, también aquí se trata del derecho unilateral del 
marido para repudiar a la mujer. Y eso es lo que rechaza Jesús.
Cuando hablamos en la actualidad del tema del divorcio existe el 
peligro de utilizar los textos evangélicos como si hablaran para un 
modelo de familia intemporal, que habría existido lo mismo en la 
cultura israelita del tiempo de Jesús que en la cultura de nuestro 
tiempo. Pero ya se ha dicho que la familia de entonces era muy 
distinta, entre otras cosas, en lo tocante a los derechos del hombre y 
de la mujer sobre la cuestión concreta del divorcio.
Sabemos además que el divorcio en ciertos casos ha sido admitido 
en la Iglesia ya desde el tiempo de los primeros apóstoles. Así, San 
Pablo afirma que si un cristiano está casado con una mujer no 
cristiana y resulta que ella no quiere seguir viviendo con él, entonces 
el cristiano puede divorciarse. Y lo mismo si se trata de una cristiana 
casada con un no cristiano que no quiere seguir viviendo con ella (1 
Cor 7,12-16). 
Como conclusión, se puede afirmar que en los Evangelios no existe 
una prohibición absoluta y universal del divorcio. Lo que Jesús 
prohibe es que el hombre tenga unos derechos y unas atribuciones 
que, de hecho, no tiene la mujer. 

Preguntas para el diálogo 
1. Hagamos nuestro propio comentario de la cita del capítulo 19 de 
San Mateo acerca del divorcio. 
2. ¿Somos partidarios o no de la ley civil sobre el divorcio? ¿Por 
qué? ¿Podemos sacar de la enseñanza de Jesús alguna idea para 
apoyar nuestro punto de vista sobre este asunto?
3. ¿Qué solución se le podría dar a tantos matrimonios que ya no 
tienen posibilidad de seguir conviviendo?
4. ¿Cuál debe ser la actitud básica cuando un casado o una 
casada comienzan a sentir deseos de divorciarse? ¿Qué le 
aconsejaríamos?
5. ¿Cómo debemos comportarnos para no llegar al caso de querer 
divorciarnos? 

5 - JESUS Y LA MUJER

MUJER/J J/MUJER: Para entender la actitud de Jesús ante la 
mujer es imprescindible conocer las costumbres de su época. Pues en 
caso contrario corremos el riesgo de no entender sus actitudes y aun 
de interpretarlas mal. 
En este punto, como en tantos otros, con Jesús llega a la cumbre 
ese largo proceso por el que, a partir de una realidad existente, Dios 
había ido revelando un ideal: la total dignificación de la mujer. 

La mujer en tiempo de Jesús 
En aquel tiempo la mujer no tenía participación alguna en la vida 
pública. Y esto se manifestaba en una serie de costumbres, que 
resultaban en extremo duras y humillantes. 
Por ejemplo, cuando la mujer de Jerusalén salía a la calle, tenía 
que llevar la cara tapada, cubierta con dos velos, de forma que no se 
pudiera distinguir su rostro. Esta costumbre se observaba con tal 
severidad que, si una mujer salía a la calle sin cubrirse la cara y la 
cabeza, el marido tenía el derecho, y hasta el deber, de echarla de su 
casa y divorciarse, sin pagarle nada. 
Se prohibía mirar a una mujer casada e incluso saludarla y más 
aun encontrarse con ella a solas en la calle. Una mujer que 
conversara con todo el mundo de la calle, o que se pusiera a coser en 
la puerta de su casa, podía ser repudiada por el marido y, además, 
sin recibir el pago acordado en el contrato matrimonial. Más aún, se 
prefería que la mujer, sobre todo si era joven, no saliese a la calle. 
Por eso, cuenta Filón, un autor de aquel tiempo, que la vida pública 
estaba hecha sólo para los hombres, mientras que las mujeres 
honradas tenían como límite la puerta de su casa. En el caso de las 
jóvenes el límite era el de sus aposentos o habitaciones, pues se 
quería que no salieran a donde estaba la gente.
Las mujeres tenían prohibido andar solas por los campos. 
Resultaba sencillamente impensable que un hombre se pusiera a 
hablar a solas con una mujer en el campo.
Pero más importante que todo lo anterior era el poder que, de 
hecho, ejercía el padre, y sólo el padre, sobre sus hijas. Si éstas eran 
menores de doce años, él tenía un poder absoluto sobre ellas, hasta 
el punto de que podía incluso venderlas como esclavas. Además, el 
padre tenía el derecho exclusivo de aceptar o rechazar una petición 
de matrimonio para una hija suya y, hasta la edad de doce años y 
medio, la chica no podía rechazar un matrimonio concertado por el 
padre. Cuando una mujer se casaba, pasaba del poder del padre al 
del marido. 
Estaba permitida la poligamia. Una mujer casada no se podía 
oponer a que bajo su mismo techo vivieran una o más concubinas de 
su marido. En cambio, si ella era sorprendida en adulterio, el marido 
tenía el derecho de matarla.
Además, el derecho a pedir y exigir el divorcio estaba solamente 
de parte del marido, como ya hemos visto. Y por si todo esto fuera 
poco, cuando la mujer se quedaba viuda y sin haber tenido hijos, 
todavía después de muerto el marido seguía dependiendo de él, 
porque la ley mandaba que la viuda sin hijos se casara con un 
hermano del difunto esposo para poder dejar así un hijo al finado (Dt 
25,5-10; Mc 12,18-27).
También era costumbre en aquel tiempo que las mujeres no 
aprendieran a leer ni escribir: sólo se les enseñaba a cumplir con sus 
obligaciones domésticas, porque ése era el papel que se les asignaba 
en la sociedad y en la familia. Las escuelas eran exclusivamente para 
los chicos y no para las jóvenes. Ni siquiera se acostumbraba a 
enseñarles la Torá, o sea, la Ley del Señor. El rabino Eliezer solía 
decir: "Quien enseña la Torá a su hija le enseña el libertinaje, porque 
hará mal uso de lo que ha aprendido". Hasta ese punto llegaba el 
menosprecio que los hombres sentían por la mujer en aquel tiempo.

El trato que le da Jesús a la mujer
Con esta perspectiva histórica, el comportamiento de Jesús resalta 
de una manera maravillosa.
En primer lugar, los evangelios dicen con claridad que en el grupo 
de discípulos que acompañaban a Jesús había mujeres: "Lo 
acompañaban los Doce y algunas mujeres que él había curado de 
malos espíritus y enfermedades: María Magdalena, de la que había 
echado siete demonios; Juana, mujer de Cusa, intendente de 
Herodes; Susana y otras muchas que le ayudaban con su bienes" (Lc 
8,2-3).
Lucas nos dice que este grupo de personas iba con Jesús 
"caminando de pueblo en pueblo y de aldea en aldea" (Lc 8,1). Hasta 
en nuestros días resultaría chocante y aun sospechoso el que un 
profeta ambulante llevase consigo a hombres y mujeres, por caminos 
y pueblos. 
Por la información que nos suministra Lucas, en el grupo 
ambulante de Jesús iba una tal Juana, que estaba casada con un 
político conocido. Y había otras que ayudaban con sus bienes, lo que 
indica que tenían autonomía económica, cosa que sólo podía darse 
en el caso de que aquellas mujeres fueran viudas. O sea, Jesús 
estaba acompañado por viudas y casadas, mujeres tan 
entusiasmadas con él que hasta habían abandonado sus casas. 
Además, el mismo Evangelio de Lucas nos dice que había algunas 
mujeres a las que Jesús "había curado de malos espíritus". Eso 
significa que eran mujeres que habían estado dominadas por las 
fuerzas del mal, o sea, gente sospechosa. 
Entre aquellas mujeres había una tal María Magdalena, "de la que 
había echado siete demonios". El número siete es simbólico y quiere 
decir que aquella mujer había estado dominada por todo lo malo que 
se puede imaginar: ¡era una mujer de mala fama! Y resulta que esa 
mujer, que había sido una "mala mujer" famosa, estaba en el grupo y 
acompañaba a Jesús de pueblo en pueblo. Además, esta mujer no 
parece que estuviera con Jesús solamente por algunos días. Hasta el 
último momento, precisamente cuando Jesús estaba agonizando en la 
cruz, allí estaba la Magdalena, con otra María, la madre de Santiago y 
José, y también con la madre de los Zebedeos. Estas y otras muchas 
habían ido detrás de Jesús desde sus correrías apostólicas por la 
provincia de Galilea (Mt 27,55-56; Mc 15,40-41). Mujeres que 
estuvieron muy presentes en la vida de Jesús. Y que le fueron fieles 
hasta la muerte.
Todo esto no quiere decir que Jesús tuviera fama de libertino o 
mujeriego. En los Evangelios no hay ni el más mínimo rastro de 
semejante cosa. A Jesús lo acusaron de muchas cosas: de blasfemo, 
de agitador político, de endemoniado, de ser un hereje samaritano, de 
estar perturbado y loco. Sin embargo, en ningún momento le echaron 
en cara que tuviera líos con mujeres. Era extremadamente sano y 
limpio en ese sentido. 
Hubo momentos que se prestaban a toda clase de sospechas. Un 
día estaba Jesús invitado a comer en casa de un fariseo. Y "en esto 
una mujer, conocida como pecadora en la ciudad, al enterarse de que 
comía en casa del fariseo, llegó con un frasco de perfume; se colocó 
detrás de él junto a sus pies, llorando, y empezó a regarle los pies con 
sus lágrimas; se los secaba con el pelo, los cubría de besos y se los 
ungía con perfume" (Lc 7,37-38). Evidentemente, una escena así, se 
prestaba a toda clase de sospechas: en medio de un banquete, que 
se celebraba en casa de una persona respetable, entra de pronto una 
prostituta, y se pone a perfumar, acariciar y besar a uno de los que 
están allí a la mesa. La cosa tenía que resultar muy rara. Y por eso, 
se comprende lo que el fariseo se puso a pensar para sus adentros: 
"Si éste fuera un profeta, se daría cuenta quién es y qué clase de 
mujer la que lo está tocando: una pecadora" (Lc 7,39). Aquí es 
interesante caer en cuenta de que a Jesús no se le acusa de 
mujeriego, sino de que no es un hombre dotado de saber profético. 
Pero Jesús, una vez más, se muestra con una sorprendente libertad 
en su relación con las mujeres: Se puso a defender a la pecadora y a 
reprochar, en su propia casa, al señor respetable que lo había 
invitado a comer (Lc 7,44-47).

Jesús dignifica a la mujer 
Jesús escandaliza a los fariseos al valorar a las prostitutas más que 
a ellos, porque, a pesar de la vida que llevaban, ellas creyeron en el 
Bautista, mientras que ellos, tan "justos", no cambiaron su vida (Mt 
21,31-32). Donde todos ven una pecadora, él percibe a una mujer 
que sabe amar; y donde todos ven a un fariseo santo, él ve dureza de 
corazón (Lc 7,36-50).
Jesús mira al interior de la persona; de manera que ya no hay 
diferencia entre hombre y mujer. Cualquier norma que se use para 
juzgar a una mujer, vale lo mismo para los hombres. Esto es lo que 
Jesús enseña en el incidente de la mujer sorprendida en adulterio (Jn 
8,3). Si se quiere condenar a aquella mujer, se ha de condenar lo 
mismo al hombre que estaba con ella.
En casi todas las culturas se han considerado a los órganos 
sexuales y sus secreciones como algo impuro. Así ocurría también en 
Israel (Lev 15,1-30). Ello implicaba una humillación constante para la 
mujer. En el milagro de la mujer que sufría flujo de sangre más de 
doce años, y que ocultamente le toca el manto, Jesús enseña a 
superar los prejuicios y la obliga a declarar abiertamente el motivo por 
el que le había tocado, aunque esto implicase, según los preceptos 
legales, la impureza de Jesús y de toda aquella gente que lo seguía, 
apretujándole (Mc 5,24-33).
Jesús, en función de su proyecto liberador, quebranta los tabúes 
de la época relativos a la mujer. Mantiene una profunda amistad con 
Marta y María (Lc 10,38). Conversa públicamente y a solas con la 
samaritana, conocida por su mala vida, de forma que sorprende 
incluso a los discípulos (Jn 4,27). Defiende a la adúltera contra la 
legislación explícita vigente, discriminatoria para la mujer (Jn 
7,53-8,10). Se deja tocar y ungir los pies por una conocida prostituta 
(Lc 7,36-50). 
Son varias las mujeres a las que Jesús atendió, como la suegra de 
Pedro (Lc 4,38-39), la madre del joven de Naín (Lc 7,11-17), la mujer 
encorvada (Lc 13,10-17), la pagana sirofenicia (Mc 7,24-30) y la mujer 
que llevaba doce años enferma (Mt 19,20- 22).
En sus parábolas aparecen muchas mujeres, especialmente las 
pobres, como la que perdió la moneda (Lc 15,8-10) o la viuda que se 
enfrentó con el juez (Lc 18,1-8).
Jamás se le atribuye a Jesús algo que pudiera resultar lesivo o 
marginador de la mujer. Nunca pinta él a la mujer como algo malo, ni 
en ninguna parábola se la ve con luz negativa; ni les advierte nunca a 
sus discípulos de la tentación que podría suponerles una mujer. 
Ignora en absoluto las afirmaciones despectivas para la mujer que se 
encuentran en el Antiguo Testamento.
Todo esto nos viene a indicar que Jesús salta por encima de los 
convencionalismos sociales de su tiempo. En ningún caso acepta los 
planteamientos discriminatorios de la mujer. Para Jesús, la mujer tiene 
la misma dignidad y categoría que el hombre. Por eso, él rechaza toda 
ley y costumbre discriminatorias de la mujer, forma una comunidad 
mixta en la que hombres y mujeres viven y viajan juntos, mantiene 
amistad con mujeres, defiende a la mujer cuando es injustamente 
censurada...
Jesús se puso decididamente de parte de los marginados. Y ya 
hemos visto hasta qué punto la mujer se veía marginada y maltratada 
en la organización y en la convivencia social de entonces. También en 
este punto el mensaje de Jesús es proclamación de la igualdad, la 
dignidad, la fraternidad y la solidaridad entre toda clase de personas. 
Su mensaje, también para las mujeres, era una verdadera Buena 
Noticia. 
Estas actitudes de Jesús significaron una ruptura con la situación 
imperante y una inmensa novedad dentro del marco de aquella época. 
La mujer es presentada como persona, hija de Dios, destinataria de la 
Buena Nueva e invitada a ser, lo mismo que el varón, miembro de la 
nueva comunidad del Reino de Dios. 
Por todo eso no es de extrañar que fuesen mujeres las más fieles 
seguidoras de Jesús (Lc 8,2-3), que habían de acompañarlo hasta 
cuando sus discípulos lo abandonaron. En el camino de la cruz "lo 
seguían muchísima gente, especialmente mujeres que se golpeaban 
el pecho y se lamentaban por él" (Lc 23,27). Al pie de la cruz "estaba 
su madre y la hermana de su madre, y también María, esposa de 
Cleofás y María de Magdalena" (Jn 19,25). Algunas de ellas fueron 
las primeras en participar del triunfo de la resurrección (Mc 16,1).
Jesús introdujo un principio liberador, atestiguado con su 
comportamiento personal, pero las consecuencias históricas no fueron 
inmediatas. Solamente en la actualidad se ha creado una cierta 
posibilidad de realizar algo del ideal expresado por Jesús. Pero su 
principio dignificador de la mujer sigue siendo aún semilla, llena de 
vida potencial, animadora de una profunda crítica constructiva y polo 
de referencia para el ideal a realizar.

Preguntas para el diálogo
1. ¿Nos molesta que las mujeres casadas usen el apellido del 
marido, por ejemplo: señora de García? ¿Cómo veríamos que los 
hombres usaran el apellido de las mujeres: señor de Fernández? ¿Por 
qué? 
2. ¿Suelen los hombres trabajar lo mismo que las mujeres en las 
tareas domésticas en su propia familia?
3. ¿Acostumbramos decir alguna vez a nuestros hijos que "los 
hombres no lloran"?
¿Qué quiere decir, en el fondo, ese criterio? ¿Qué modelo de 
hombre y qué modelo de mujer hay debajo de esas palabras?
4. ¿En qué puntos creemos que se debe insistir para que en un 
matrimonio exista una perfecta igualdad entre los esposos?
5. ¿Cuál es el origen más frecuente de los conflictos conyugales en 
nuestras casas?

6 - SEXUALIDAD Y EVANGELIO 

SEXUALIDAD/EV El tema de la sexualidad atrae y asusta a la vez. 
Se habla con frecuencia de ello, pero normalmente en son de burla o 
chiste, pero raramente en una conversación seria. Y aun en estos 
casos, normalmente la conversación se eleva al mero plan teórico. De 
este modo la sexualidad queda relegada al lugar de los pequeños o 
grandes secretos. Comunicarle a un amigo algo de este mundo 
significa darle muestra de absoluta confianza.
Se podría decir que nada es tan deseado y tan temido como la 
sexualidad. Muchos la consideran como símbolo del placer y de la 
felicidad. Tanto, que produce miedo. Es al mismo tiempo símbolo de la 
felicidad y del tabú, símbolo de libertad o de represión. Puede 
producir fascinación o terror.
Tan importante es la sexualidad, que dominar a una persona en la 
sexualidad es tenerla dominada en todo lo demás. Por eso les 
interesa tanto a los políticos y al comercio el asunto sexual, aunque a 
primera vista no lo parezca.
A pesar de su importancia, posiblemente sabemos muy poco de lo 
que Jesús y su Evangelio nos dicen acerca de la sexualidad. Y es 
posible que en este punto nos encontremos con sorpresas. 
Seguramente hallaremos en el Evangelio cosas muy importantes en 
torno al amor y la sexualidad de las que apenas se nos ha dicho 
nada.

En el Evangelio la sexualidad no es tema obsesivo
Si repasamos el Evangelio página a página apenas encontraremos 
nada que trate directamente sobre la sexualidad. El silencio sobre el 
tema es tan sorprendente que resulta casi chocante. Sólo podemos 
encontrar alguna cosa suelta y meramente ocasional.
A los Evangelios no parece importarles demasiado si los apóstoles 
son o no casados. Sabemos ocasionalmente que algunos de ellos 
eran casados porque Jesús curó a la suegra de Pedro y por una cita 
tangencial de Pablo (1 Cor 9, 4-5). El Evangelio no habla 
expresamente de cosas tan importantes como la cuestión del celibato 
de Jesús y sus apóstoles. 
Algo raro ha ocurrido en nuestro mundo, pues lo sexual, tan 
secundario en el Evangelio, lo ha invadido todo. Hasta el punto de que 
se desciende a regular los más mínimos detalles de la vida sexual, de 
forma que para muchos cristianos se ha convertido en lo único 
importante. A veces son los únicos pecados de los que se sienten 
obligados a confesarse.
Hasta el mismo Dios ha sido presentado muchas veces como el 
gran enemigo de la sexualidad, como un obseso que nos vigila de 
continuo, en todas partes, sin que se le escape el más mínimo detalle 
de nuestra vida sexual, ni siquiera a nivel de los pensamientos. Todo 
nuestro terror a la sexualidad lo hemos proyectado sobre Dios y, así, 
hemos desfigurado su rostro. Muchos piensan que Dios considera a la 
sexualidad como algo sucio y malo. A veces, de modo inconsciente, se 
piensa que a Dios no le gusta que una pareja haga el amor. Hasta hay 
gente que ha renunciado a este dios inventado, pues lo han 
encontrado un dios inaguantable. 
Si a Dios le hubieran molestado los problemas de la sexualidad, 
Jesús nos hubiera advertido de ello. Pero aunque no se afirma nada 
directamente, en los Evangelios se dice mucho sobre la sexualidad, 
pero de un modo diferente al que estamos acostumbrados, y que es 
además el más auténtico y profundo. 

La sexualidad de Jesús
J/SEXUALIDAD: Al preguntarnos cómo afrontó Jesús la sexualidad, 
lo primero que hay que dejar claro es que Jesús tuvo sexualidad. El 
fue un sujeto humano sexuado como lo es todo hombre.
Algunos cristianos, de modo más o menos inconsciente, tienden a 
pensar en Jesús de un modo tan angélico que se resisten ante la idea 
de que tuviese sexualidad. En el fondo, es que sienten que la 
sexualidad es algo sucio, y por ello no se lo imaginan en Jesús. Lo 
malo es que así están negando el misterio de la Encarnación: no se 
toman en serio que Jesús fue totalmente un hombre, igual a nosotros 
en todo, absolutamente en todo menos en el pecado. 
Sin duda alguna, desde el momento en que nació, Jesús tuvo todo 
ese mundo complejo de necesidades afectivas, de apetencias y de 
deseos que supone la sexualidad. 
Jesús no es un Dios que se disfraza de hombre durante una 
temporada y luego se quita el disfraz y se va al cielo. Ni es uno de 
esos dioses orientales, impasibles e inalterables, que ni sienten ni 
sufren, ni gozan, ni se ríen. Jesús, como todos nosotros, necesitó la 
compañía de unos amigos y tuvo, como todos nosotros, sus 
predilecciones entre la gente que conocía. Tuvo también algunas 
buenas amigas. 
El sintió todo el mundo rico y complejo de la sexualidad, y ni le tuvo 
miedo, ni se dejó arrastrar por ella. Nunca aparece como obsesionado 
por la amenaza de la sexualidad. Ni aparece con corazón morboso, 
viendo obscenidades por todas partes. No tiene miedo, como le ocurre 
a los reprimidos, de tratar con todo tipo de gente. De ahí que alguna 
vez lo acusaron de andar reunido con gente de mala vida, como eran 
los publicanos y pecadores; incluso le llamaron también comilón y 
borracho (Mt 11,19). Tampoco tuvo miedo a las mujeres, ni se sintió 
obligado a mantenerse lejos de ellas. Algunas le solían acompañar de 
pueblo en pueblo, como ya hemos visto. Y ello a pesar del ambiente 
en contra que existía en aquel tiempo. 
Jesús, por lo tanto, no tenía miedo a la sexualidad, y por eso no 
tenía que esconderse, ni protegerse del trato con gente de "vida 
alegre", ni defenderse de la mujer y sus "peligros". 
Sin quitar nada de lo anterior, hay que afirmar también que Jesús 
es persona divina. Al mismo tiempo es Dios y hombre, plenamente. 
Pero la persona divina asume "hipostáticamente", como decían los 
antiguos, a la realidad humana de Jesús. El hombre Jesús es por eso 
incapaz de pecar. Es verdadero hombre en todo, menos en el pecado 
(Heb 4,15) y sus raíces. No está sujeto a las pasiones. Como hombre 
perfecto y completo tuvo la sexualidad biológica y psicológica, pero 
como potencialidades siempre limpias .

Jesús denuncia la hipocresía sexual
Todos sabemos que la sexualidad es un terreno abonado para 
hipocresías y mentiras. Para mucha gente lo importante es "guardar 
las apariencias", aunque tengan una doble vida oculta a los ojos de 
los demás. Todo está bien si no se nota, parece ser el lema de 
algunos.
Jesús no aguantaba la hipocresía de mucha gente religiosa de su 
época. Por eso se indigna ante la hipocresía sexual de los fariseos, 
que además eran bastante reprimidos. 
Caso típico es el de aquella mujer de mala fama (Lc 7,36-50) que 
se acercó a él estando comiendo en casa de un fariseo. Jesús, 
dándose cuenta de los malos pensamientos de los presentes, la dejó 
hacer y la defendió delante de todos. Jesús no se asusta de que lo 
toque una mujer de mala vida conocida como tal. Imaginémonos que 
sucedería hoy si a un hombre de Iglesia se le acercase en ese plan 
una mujer así. El Evangelio sitúa a Jesús entre el fariseo y la 
pecadora para mostrar que Jesús se queda con la sinceridad de la 
segunda, y no con la hipocresía y dureza de corazón del fariseo. 
Jesús no solamente la salva, sino que condena con una terrible ironía 
al fariseo. A Jesús no le importa lo que aparece, ni le importa tanto lo 
que se hace o no se hace, sino lo que se es profundamente en el 
corazón.
Otro caso claro es el de la mujer que le llevan a Jesús, encontrada 
en adulterio (Jn 8,1-11). Jesús no puede aguantar la hipocresía de 
aquellos viejos "verdes": "El que esté sin pecado que tire la primera 
piedra..."

Una sexualidad integrada 
Si la sexualidad es un asunto tan importante, de ninguna manera 
podía estar olvidada en los Evangelios. Lo que pasa es que la 
enfocan de un modo correcto, sin caer en las trampas que tiende a 
crear ella misma. En realidad, el silencio del Evangelio sobre la 
sexualidad es un grito que expresa una verdad más profunda sobre 
ella. 
La sexualidad no es una cosa que se pueda comprender como algo 
aparte, como una asunto particular en el que se trata de qué es lo que 
hay o no hay que hacer. Hay que situarla en el conjunto de toda la 
vida. Podríamos decir que el Evangelio no se preocupa por el sexo, 
pero sí por la sexualidad, es decir, por algo que es más amplio y más 
profundo: por todo lo relacionado con el corazón del hombre, su 
afectividad y sus deseos más íntimos.
El Evangelio coincide en este punto con lo que dice la psicología 
más moderna. Según ella, la sexualidad no es sólo cuestión de los 
órganos genitales -"las partes", como dice el pueblo-. Ni siquiera es 
cuestión sólo de lo corporal. Sexualidad es también todo lo 
relacionado con la afectividad, es decir, con los deseos, el cariño, la 
ternura... A esto estamos poco acostumbrados, pero resulta que así 
es el enfoque del Evangelio. No se trata de lo que el hombre hace o 
no hace con "sus partes", sino de lo que el varón y la mujer son, de 
cómo orientan su vida, de qué es lo que les resuena en el corazón. La 
sexualidad, para la psicología moderna y para el Evangelio, hay que 
situarla en el contexto total de la persona. Es el hombre completo el 
que interesa; un hombre que no es que tenga una sexualidad, sino 
que es "sexuado". En definitiva, lo que al Evangelio le interesa es 
dónde está nuestro corazón.
La sexualidad humana es totalmente distinta de la animal. Y 
nuestro esfuerzo ha de ser, precisamente, vivirla de un modo cada vez 
más profundamente humano.

El Espíritu y la carne
Lo más importante para un cristiano es tener el Espíritu de Jesús. 
De ello depende radicalmente cómo pueda enfocar la sexualidad. La 
fe en Jesús y su Reino modifica nuestro modo de vivir la sexualidad. El 
ideal del Reino nos debe envolver de modo que nuestra sexualidad 
esté enfocada y canalizada por ese proyecto de construir el Reino de 
Dios.
Hemos oído decir que los peligros del alma son mundo, demonio y 
carne. Y enseguida pensamos que la carne es el sexo. Sin embargo, 
cuando el Nuevo Testamento habla de la carne no se refiere al sexo ni 
a la sexualidad. La carne, según el Nuevo Testamento, cuando se 
opone al Espíritu, significa el enfoque con el que ven el mundo las 
personas que no conocen a Jesús, ni les interesa la construcción de 
su Reino; significa el considerar como lo más importante de la vida al 
dinero, el prestigio social y todas esas cosas. Esa es la carne que se 
opone al Espíritu. Por eso cuando Pablo habla de las obras de la 
carne (Gál 5,19ss; Col 2,18), se refiere a las cosas que encierran al 
hombre en lo que se opone a Jesús; y esto puede ser la lujuria, pero 
también la rivalidad, la envidia, la vanidad y orgullo, la idolatría... Que 
la carne se opone al Espíritu no se refiere, pues, al sexo, sino a todo 
lo que es contrario a una visión cristiana de la vida.
La persona que es consecuente con su fe en Jesús y opta por el 
Reino se siente libre frente a todo y, por lo tanto, también frente a la 
sexualidad. Aquí reside lo tremendo de vivir cristianamente la 
sexualidad. Con todo lo fascinante y terrorífica que es, el cristiano 
tiene que lograr su libertad frente a ella. Tiene que ser capaz de vivir 
sin pensar obsesivamente en el sexo; y ha de ser capaz, también, de 
tener relaciones sexuales dentro del matrimonio de un modo humano, 
sin imaginarse que con eso se aleja de Dios. Lo importante es el amor 
auténtico: si sabe amar de veras se sentirá libre para tener relaciones 
sexuales o no tenerlas. Pero si no tiene amor, por más puro y casto 
que sea, por más que cumpla todo tipo de leyes sobre la sexualidad, 
será una persona que no está llevada por el Espíritu: será esclava de 
la carne. 

El ídolo del sexo 
SEXO/IDOLO IDOLO/SEXO:Todos sabemos que no es fácil ser 
libre ante muchas cosas, y menos aún frente al sexo. La sexualidad, 
con toda su carga de instinto, de represiones, de fascinación y de 
terror, fácilmente nos tiende sus trampas y nos impide esa libertad 
que Dios quiere para nosotros.
Se puede caer en la trampa de la sexualidad cuando la búsqueda 
del placer se convierte en un absoluto o también cuando el miedo al 
placer se convierte en algo tan poderoso que tampoco deja ser libre. 
A veces estas redes son tan sutiles que nos pueden tener atrapados 
sin darnos cuenta siquiera. Gran parte de la sexualidad funciona a 
niveles inconscientes, y por ello es fácil engañarnos. Es muy posible 
que nos creamos muy libres frente al sexo, pero que, en realidad, de 
un modo inconsciente, estemos llenos de cadenas. En pocas cosas el 
hombre es tan capaz de engañarse a sí mismo como en esto. Algunos 
no son sino esclavos necios que desconocen sus cadenas o se burlan 
de ellas. 
A veces las dificultades son de tipo interno, fruto de una mala 
educación en este terreno. Con frecuencia también las dificultades 
vienen de fuera, de la manipulación que la sociedad hace de nuestra 
sexualidad. Por todas partes nos rodea y nos ataca una verdadera 
manipulación social del sexo.
La política y la economía saben que cuentan con la sexualidad 
como una arma poderosa para conseguir los fines que a ellos les 
interesa. No tienen inconveniente ninguno en manipular la sexualidad, 
pues necesitan el control de los instintos para mantener a la gente 
dentro de sus intereses.
El control de la sexualidad es uno de los instrumentos más 
importantes para mantener el poder: "Si controlo tu sexualidad, 
controlo toda tu persona", parece ser uno de sus lemas. Por eso las 
dictaduras se preocupan tanto de la represión sexual. En cambio, el 
Evangelio no le tiene miedo a la sexualidad porque no le tiene miedo a 
la libertad. 
El sexo convertido en ídolo emboba a la gente y la mantiene sujeta 
al sistema. Los adoradores del sexo no son nada peligrosos para el 
sistema, sino todo lo contrario, sus dóciles servidores. 
El caso más típico es el de la publicidad. Con ella la sociedad utiliza 
y manipula de continuo la insatisfacción sexual. Ellos estudian muy 
bien cómo hacer usar un producto asociándolo a la insatisfacción 
sexual. A nivel inconsciente, nos hacen creer que tomando tal bebida 
o usando tal colonia, tendremos a nuestra disposición una señorita o 
un chico guapísimo... En fin, toda una técnica muy estudiada para 
hacernos comprar y consumir. Y todo ello aprovechándose y 
manipulando nuestras necesidades afectivas. Lo que a ellos les 
interesa es que el hombre produzca y consuma, y para ello utilizan la 
sexualidad como medio para que este sistema de producción y de 
consumo se mantenga. 
De este modo, la sexualidad, esa realidad buena y profunda creada 
por Dios para el encuentro con los demás, se convierte en un ídolo 
que esclaviza y aliena profundamente. Deja de ser un medio para 
encontrarse con el otro en profundidad y se convierte en algo que 
atonta y embrutece a la vez. 
No podemos servir al mismo tiempo a Dios y al sexo. Cuando el 
sexo lo convertimos en ídolo, entonces es imposible servir 
auténticamente a Dios.
El cristiano no puede dejarse manipular por nada ni por nadie. Por 
eso ante la sexualidad no debe acobardarse, ni tomarla a broma, ni, 
mucho menos, convertirla en un objeto de veneración. Es más, 
tenemos que luchar contra esta sociedad que utiliza y manipula algo 
tan serio, don maravilloso de Dios. 

Preguntas para el diálogo 
1. ¿Estamos obsesionados por el sexo? ¿Somos hipócritas en este 
punto? Insistamos en ser sinceros... 
2. Busquemos ejemplos de cómo la propaganda convierte al sexo 
en un ídolo y reflexionar el por qué de ese interés de los comerciantes 
y a veces también de los políticos.
3. Conversemos y aclaremos entre todos qué entendemos por 
sexualidad humana. 
4. ¿Cómo entendemos ahora eso de la sexualidad de Jesús?
5. ¿A qué se refiere San Pablo cuando contrapone a la carne y el 
Espíritu.

7 - PADRES E HIJOS

PADRES/HIJOS: Es éste un tema que es tratado con frecuencia en 
la Sagrada Escritura. Ya hemos visto bastantes citas sobre ello en el 
Antiguo Testamento. Veamos ahora algunos puntos de vista 
complementarios de los Evangelios.

Riesgo y grandeza de la paternidad
Centremos este tema en el caso presentado en el capítulo primero 
de Marcos acerca de las llamadas dudas de San José.
Se ha supuesto que María no comunicó a su prometido el 
problema que suponía su embarazo. Pero ella no pudo haber tenido 
ese orgullo de sufrir y hacer sufrir los malos entendidos sin dar 
explicación alguna. Ello hubiera sido una falta por parte de María, y 
sabemos que ella no cometió pecado. Ni tampoco podemos suponer a 
José pensando mal de María y decidiendo dejarla abandonada a su 
suerte. El era "hombre justo", y, por consiguiente, temeroso de Dios. 
Por eso precisamente se apresta a dejar a María, una vez que se ha 
enterado por ella de que Dios la ha tomado para sí. Como cualquier 
joven sincero cuya novia va a entrar en un convento. Allí no tiene él 
nada que hacer. Siente el temor, indignidad e incapacidad de los 
profetas del Antiguo Testamento.
Pero en su oración ve José que Dios lo quiere junto a María como 
padre de Jesús: "Le pondrás el nombre de Jesús" (Mt 1,21). Esta 
frase significaba para un semita lo mismo que "tú tienes que ser su 
padre". Poner el nombre es el símbolo de todo lo que de autoridad 
incluía la paternidad, y la responsabilidad y los problemas que la 
acompañan. Y eso era seguramente lo que había temido José. Dios le 
hace ver que no tiene que temer por tratarse de una misión tan alta. 
Dios lo necesita. Entonces José da su sí, con toda su grandeza y 
todos sus riesgos.
Nuestro caso nunca es el mismo. Pero existen paralelismos 
profundos. Pues, en el fondo, al igual que la pareja de Nazaret, las 
atenciones que damos a nuestros hijos las recibe el mismo Jesús en 
persona (Mt 25,40). La aceptación, temerosa y confiada, de la 
responsabilidad del hijo, por parte de María y José, es un modelo para 
nosotros. Muchas jóvenes parejas sienten temor a hacerlo mal cuando 
les llegue el momento de ser padres. Y es una buena señal. Aceptar 
la paternidad, conscientes de su grandeza, pero temerosos de sus 
riesgos, es la única actitud consecuente. Veámoslo más 
concretamente.

Padres como Dios es Padre
Un día dijo Jesús: "Tienen que ser buenos del todo, como es bueno 
su Padre del cielo" (Mt 5,48). El estilo del Padre del cielo debe ser el 
estilo de los padres de la tierra. Así quiere Jesús que sean los padres 
de este mundo.
Desde este punto de vista se puede hacer una lectura muy sabrosa 
de la conocida parábola del "hijo pródigo" (Lc 15,11-32), que en 
realidad es la parábola del padre más desconcertante que uno se 
puede imaginar.
El padre de la parábola empieza por repartir los bienes apenas se 
lo pide el hijo menor. No se limitó a hacer testamento, sino que 
efectivamente le entregó la mitad de la fortuna al menor de los hijos. Y 
no sólo le entregó el dinero, sino que además lo dejó que se fuera de 
la casa con aquel capital (Lc 15,13). Por lo visto el chico tenía poca 
cabeza. En consecuencia, pasó lo que tenía que pasar: en cuatro días 
derrochó la fortuna y llegó a pasar hambre (Lc 15,13-17). La 
necesidad y la miseria le obligaron a volver, con las orejas gachas y 
lleno de vergüenza, a la casa de su padre. La cosa no era como para 
festejarle el chiste a aquel cabeza hueca. Lo asombroso del caso es 
que, cuando el muchacho asomó por las puertas de la casa, el padre 
no le llamó la atención, ni aun siquiera se puso a preguntarle lo que 
había pasado. La única cosa que se le ocurrió fue organizar una fiesta 
mayúscula: los mejores trajes, la mejor comida (Lc 15,22- 23) y hasta 
una orquesta (Lc 15,25).
Pensando fríamente las cosas, todo aquello no tenía ni pies ni 
cabeza. Y prueba de ello fue la reacción del hermano mayor. Cuando 
volvió del trabajo y se dio cuenta de la fiestaza que su padre había 
organizado, dijo que él no iba a participar (Lc 15,28). Una reacción 
completamente lógica. No le faltaban sus buenas razones, ni tuvo 
pelos en la lengua para echarle en cara a su padre lo que estaba 
haciendo: "Mira, a mí, en tantos años como te sirvo sin desobedecer 
nunca una orden tuya, jamás me has dado un cabrito para comérmelo 
con mis amigos; pero cuando ha venido ese hijo tuyo, que se ha 
comido tus bienes con malas mujeres, matas para él el ternero 
cebado" (Lc 15,29-30). Según nuestra manera de pensar, este joven 
tenía razón. A cualquiera de nosotros se nos hubiera ocurrido la 
misma reacción o quizás más dura aún.
Y sin embargo, la verdadera razón estaba de parte del padre. Pues 
un padre no es un patrón que domina a sus hijos, y menos aún un 
juez que exige en justicia lo que a cada uno le tiene que exigir. El 
padre es el origen de la vida que se prolonga en el hijo. Y, por eso, es 
también el origen de todos los bienes que con la vida se transmiten al 
hijo. El padre es, por lo tanto, el ser que siempre está a favor del hijo, 
no sólo cuando el hijo es bueno, sino también cuando el hijo es malo; 
no sólo cuando el hijo va por el buen camino, sino también cuando el 
hijo se desvía, cuando se equivoca e incluso cuando comete el mayor 
de los delitos. 
Pero el problema está en saber cómo actuar para estar 
efectivamente siempre en favor del bien de un hijo. Porque amar no 
es necesariamente lo mismo que permitir. Es más, a veces puede 
ocurrir que una actitud permisiva con respecto a los hijos les resulte 
totalmente perjudicial. ¿Cómo hacer, pues, para que verdaderamente 
el padre esté siempre en favor del hijo?
En la parábola el padre respondió a su hijo mayor unas palabras 
que son todo un programa: "¡Hijo mío!, tú estás siempre conmigo y 
todo lo mío es tuyo" (Lc 15,31). La verdad es que el hijo mayor no 
tenía derecho a protestar. Y no tenía ese derecho porque cuando en 
una familia las relaciones de hijos y padres van como Dios manda, 
entonces la mayor alegría de los hijos no está en lo que reciben de los 
padres, sino en que están con sus padres. Cuando en una familia las 
cosas van al estilo de Dios, el padre puede decir con toda verdad a 
cada uno de sus hijos: "todo lo mío es tuyo".
Esto quiere decir que, en un grupo familiar, las cosas van como 
Dios manda cuando las relaciones de unos con otros no están 
determinadas por "lo mío" y "lo tuyo", por "lo que a mí me toca" y por 
"lo que a ti te corresponde", sino por una forma de convivencia 
basada en la compenetración mutua, traducida en amistad, libertad y 
transparencia. Cuando en una familia las cosas van por este camino, 
se puede hacer lo que hizo el padre del hijo pródigo. Se puede y se 
debe hacer, porque ésa es la única forma de llevar la relación 
padre-hijo hasta sus últimas consecuencias.
En el fondo, se trata de comprender que lo único que 
verdaderamente educa a los hijos es la bondad de los padres. Y de 
comprender también que la bondad no puede ser suplida por ninguna 
otra cosa. Es más, cuando la bondad se intenta suplir con 
autoritarismos o violencias, lo más frecuente es incurrir en actitudes y 
comportamientos que rozan con lo trágico o lo ridículo y que, desde 
luego, siempre van en perjuicio de los hijos.

La verdadera autoridad
Lo peor que puede hacer un padre o una madre es intentar suplir a 
base de dominio lo que le falta de verdadera autoridad. Porque 
entonces el amor se convierte en miedo. Y la labor educativa, en una 
auténtica labor destructiva.
La verdadera autoridad se basa en la capacidad y en la 
competencia. Y estas cualidades no se fingen, ni se sostienen sobre 
la base de cubrir las apariencias. En una convivencia diaria, que dura 
tantos años, las cualidades de cada uno se muestran como realmente 
son. Y es únicamente a partir de esa competencia desde donde cada 
cual puede transmitir unos valores y una orientación válida para toda 
la vida. Sólo desde la propia competencia y desde las propias 
cualidades se puede verdaderamente educar a los hijos.
Quienes tienen auténtica autoridad no tienen por qué reprimir la 
libertad. Por el contrario, quienes se empeñan en suplir su falta de 
autoridad a base de imposiciones, no tienen más remedio que reprimir 
las libertades. Aunque también es cierto que en el pecado llevan la 
penitencia. Porque la consecuencia es el conflicto y, con bastante 
frecuencia, el fracaso como padres.

Sincera atención a los padres
Jesús se apoyó en la tradición del Antiguo Testamento para 
resaltar la importancia de ayudar a los padres ancianos. 
Un día les echó en cara a los fariseos lo siguiente:
"Ustedes dejan tranquilamente a un lado el mandato de Dios para 
imponer su tradición. Porque Moisés dijo: 'Sustenta a tu padre y a tu 
madre, y el que deje en la miseria a su padre o a su madre tiene pena 
de muerte' (Ex 20,12; 21,17; Dt 5,13; Lev 20,9). En cambio ustedes 
afirman que un hombre puede decirle a su padre o a su madre: No 
puedo ayudarte porque todo lo mío lo tengo destinado al Templo. En 
este caso, según ustedes, esta persona ya no tiene que ayudar a sus 
padres. Así ustedes anulan la Palabra de Dios con esta tradición que 
han transmitido. Y de éstas hacen muchas" (Mc 7,9-13; Mt 15,3-6).
Como se ve, aquí Jesús recuerda y afirma el deber que tienen los 
hijos de atender a sus padres. Pero lo importante no está simplemente 
en eso. Porque Jesús se refiere más directamente a otra cosa: ataca 
la hipocresía de aquellos señores. Primero la hipocresía religiosa. Y 
como consecuencia de eso, la hipocresía y la falsedad en las 
relaciones familiares. Estas dos formas de hipocresía estaban 
organizadas por los dirigentes religiosos de Israel. Por supuesto, ellos 
sabían muy bien que los hijos tienen obligación de atender a sus 
padres cuando éstos lo necesitan. Pero los dirigentes se las 
arreglaron para sacar a la gente el dinero que debía emplear en 
cuidar a sus padres ancianos o enfermos. Así desatendían sus 
deberes familiares y encima se quedaban con la conciencia tranquila.
Eso, justamente, es lo que Jesús ataca en este caso. Y lo ataca 
diciendo que esa manera de entender y practicar la religión es una 
hipocresía (Mc 7,6), que no sirve para nada delante de Dios (Mc 7,7). 
Porque Dios se fija en "lo que sale de dentro" (Mc 7, 17). Lo que Dios 
quiere es un corazón sincero y recto. Pero no le gusta en absoluto la 
teatralidad de las prácticas externas, incluso las religiosas, si son 
prácticas que de hecho sirven para encubrir un corazón duro y 
egoísta, que es capaz de olvidarse, incluso, de sus propios padres. 
En la mentalidad actual no es fácil que haya personas tan 
estúpidamente religiosas que hagan como los dirigentes del tiempo de 
Jesús. Pero el fondo de la enseñanza evangélica sigue teniendo 
también para nosotros una actualidad palpitante. Hay gente que cubre 
las apariencias, para quedar bien ante los demás, precisamente 
cuando escurre el hombro ante las obligaciones y exigencias que le 
imponen los deberes familiares.
En el fondo siempre nos encontramos con el mismo problema: 
cuando las relaciones familiares no "salen de dentro", se cae 
irremediablemente en actitudes y comportamientos hipócritas. Y el 
resultado es la división, el conflicto o la soledad.

Preguntas para el diálogo 
1. ¿Podemos mostrarnos en casa y ante nuestra familia tal como 
somos, sin tener que ocultar o disimular algo? ¿Por qué?
2. ¿Pensamos que nuestros padres han sido las personas que más 
han influido en nosotros, según somos ahora, en nuestra forma de 
pensar y de actuar? ¿Por qué?
3. ¿Cómo debemos educar a nuestros hijos? ¿A quién nos 
debemos parecer? Poner ejemplos. 
4. ¿En qué consiste, según el Evangelio, la verdadera autoridad? 
Intentemos aterrizar en la vida concreta de cada día. 
5. ¿Cuáles son, según nuestra forma de ver, los fallos más graves 
que debe evitar un matrimonio para educar bien a sus hijos?

8 - LA SAGRADA FAMILIA 

Vale la pena detenernos un poco a meditar sobre la Sagrada 
Familia porque a todos nos interesa conocer más de cerca lo que en 
realidad fue la familia más íntima de Jesús, y lo que nos puede 
enseñar a nosotros ahora.
Como todo ser humano, Jesús fue, al menos en cierta medida, un 
producto de su propia familia. Vivió en ella más de treinta años; allí 
creció, se educó y aprendió muchas cosas (Lc 2,40 y 52). Por eso, 
aquella familia es para nosotros un dato de primera importancia.
Pero, por regla general, los cristianos tenemos una imagen 
desfigurada de lo que fue la "Sagrada Familia". Poco a poco se ha ido 
formando en el pueblo la "imagen ideal" de la Sagrada Familia: San 
José con sus barbas, en su taller de carpintero o quizás con una vara 
de nardo florecido en la mano; la virgen María, tan inocente y tan 
hermosa, dedicada a sus labores; y el niño Jesús, con cara de ángel, 
aprendiendo el oficio de su padre o quizás jugueteando con un 
pajarito. En fin, a veces nos gustan los detalles ingenuos...
En vez de aprender nosotros las cualidades y virtudes de la familia 
de Jesús, quizás lo que estamos haciendo es aplicar a aquella familia 
las cualidades y virtudes que a nosotros nos parecen las mejores para 
una familia. Y así, hemos construido una imagen de la "Sagrada 
Familia" en la que el marido, José, es un ciudadano ejemplar, un 
trabajador intachable, modesto y resignado con su suerte; y la 
esposa, María, es una santa mujer de su casa, con todas las virtudes 
que adornan a la esposa y a la madre; y el hijo es el mejor de los 
hijos, sobre todo el más obediente a sus padres. O sea, la familia 
ideal.
No cabe duda de que si todas las familias del mundo fueran así, 
esto sería una balsa de aceite y la tierra resultaría una antesala del 
cielo. Pero lo malo del asunto es que no todas las familias son así, ni 
pueden serlo. 
En consecuencia, la pregunta lógica es muy sencilla: ¿Fue 
realmente así la familia de Jesús? Y ¿son ésas las cualidades y 
virtudes que nos enseña aquella familia? ¿Cómo fue en realidad? 
Porque si aquella familia no hubiera tenido ningún tipo de problemas, 
de poco nos podría servir su ejemplo, ya que nosotros estamos llenos 
de ellos.

Una familia con problemas
Tenemos que quitarnos de la cabeza la idea de que la familia de 
Jesús fue una familia sin problemas. Por los datos que nos dan los 
Evangelios, sabemos que en aquella casa hubo problemas y 
situaciones bastante serias. 
Apenas comprometidos oficialmente a contraer matrimonio, José se 
dio cuenta de que su mujer estaba embarazada, antes de haber vivido 
juntos (Mt 1,18). La solución de este conflicto no debió ser nada fácil. 
Supone mucha oración, mucho diálogo y muchos malos ratos. Ya 
hemos hablado de este pasaje. En todo caso, este incidente nos 
indica hasta qué punto en aquel matrimonio hubo situaciones difíciles 
casi desde el primer momento.
El nacimiento de Jesús acarreó también problemas muy serios al 
matrimonio: la persecución política, el exilio y el tener que verse como 
emigrantes en un país extranjero (Mt 2,13-15). Incluso después de la 
muerte del dictador Herodes, José se siguió sintiendo amenazado 
como persona sospechosa ante la autoridad política (Mt 2,21-22), 
hasta el punto de tener que volver a un pueblo perdido, Nazaret, en la 
región más pobre, Galilea (Mt 2,23). Un pueblo, además, que tenía 
mala fama (Jn 1,46).
Cuando llevaron al niño al templo por primera vez, un hombre de 
Dios inspirado por el cielo, le dijo a la madre cosas terribles: el niño 
estaba destinado a ser "señal de contradicción" y un motivo de 
conflictos (Lc 2,35), y ella misma se vería traspasada por un 
sufrimiento mortal (Lc 2,35).
Recordemos también el extraño episodio del niño cuando se quedó 
en el templo sin decir nada a sus padres (Lc 2,41-51). El Evangelio de 
Lucas señala expresamente que ni María ni José comprendieron lo 
que el joven Jesús hizo y dijo en aquella ocasión (Lc 2,48 y 51). Lo 
cual quiere decir que, también desde este punto de vista, en aquella 
familia hubo problemas, porque había cosas que resultaban 
preocupantes y que los padres no entendían.
En resumen: una familia con problemas. Y por cierto, de todas 
clases: problemas matrimoniales, problemas políticos, problemas entre 
los padres y el hijo. Una familia perseguida políticamente, desterrada, 
exiliada, arrinconada en un pueblo perdido, arrastrando sombrías 
amenazas, y viviendo situaciones que no resultaban fáciles de 
entender. En definitiva, una familia con problemas graves. Sin duda, 
como los problemas de tantas otras familias. 
Desde el punto de vista de la fe, nosotros sabemos que en aquella 
familia estuvo presente lo mejor que puede haber en una casa: el 
favor de Dios, su gracia y su palabra. Allí estuvo presente JESUS. 
Pero esto nos viene a indicar que la presencia cercana y palpable de 
Jesús no excluye los problemas, la incomprensión y hasta los 
conflictos. Más aún, precisamente la presencia de Jesús fue la causa 
de las dificultades y las tensiones que se produjeron en aquel hogar. 
Por consiguiente, la familia ideal no es la familia donde no hay 
problemas, sino la familia que escucha el Evangelio, que lo acoge y lo 
vive, aun a costa de tener que soportar situaciones problemáticas. En 
eso seguramente reside la enseñanza más importante que tiene para 
los creyentes la familia de Jesús.
La personalidad de José
San José no era viejo. Ni parece probable que tuviera las barbas 
blancas, la cara sonrosada y la figura endulzada con que lo pintan en 
algunas estampas. Intentemos rescatar, en lo posible, su figura 
histórica, distinguiendo algunos datos como ciertos y otros como 
meras posibilidades.
Los Evangelios hablan poco de él. Lo cual ya es un dato. Eso 
quiere decir que era un sencillo hombre de pueblo. Pero 
perteneciente a una familia de muy larga tradición: era descendiente 
de David (Mt 1,6; Lc 3,32). Sabemos que aquella familia había 
conservado cuidadosamente la larga genealogía de sus antepasados 
(Mt 1-17; Lc 3,23-38), lo cual denota cantidad de tradiciones 
conservadas con esmero. Era un hombre sencillo, pero lleno de una 
rica sabiduría popular con raíces muy antiguas.
No hay ningún apoyo bíblico para justificar la costumbre de pintar a 
San José como un anciano. Ello va en contra las costumbres de 
entonces. Peor aún si así se quiere indicar la virginidad de María: es 
triste insinuar que María fue virgen porque se casó con un viejo. Con 
ello además se está insinuando también un mal gusto de la joven 
María. Ella era una chica muy normal y se casaría, como todas las 
chicas de su tiempo, con un joven de su edad.
Ciertamente José era un trabajador manual (Mt 13,55). Habían 
tenido antepasados poderosos, pero en aquel momento él vivía de su 
trabajo manual. El oficio de "carpintero" pueblerino en aquel tiempo 
abarcaba una cantidad de actividades que no se reducían a la 
fabricación de muebles, sino que se extendía a la construcción de 
casas y a una gama amplia de manualidades. Se podría decir que era 
como el hombre hábil del pueblo, al que se recurre confiadamente 
buscando solución a cualquier problema imprevisto. Todavía, en 
nuestros pueblitos, ése es también el servicio polifacético del 
carpintero.
No podemos olvidar tampoco la situación socioeconómica de 
aquella región. Podemos afirmar que era un hombre sometido a la 
dura situación que vivían los obreros de aquel tiempo, sobre todo en 
aquella provincia de Galilea, región de pescadores y agricultores muy 
pobres. Se sabe que entonces los campesinos no podían aguantar los 
duros impuestos de sus cosechas cobrados por Roma y Jerusalén, 
que llegaban alrededor del treinta por ciento. Algunos se veían 
obligados a vender sus tierras y convertirse en peones rurales o, 
simplemente, en mendigos. Esta dura crisis económica tuvo que 
afectar gravemente a José y su familia.
Nos consta que en aquel tiempo hubo abundantes revueltas 
populares en Galilea. Por la historia profana sabemos que cuando 
Jesús tenía unos quince años se produjo un levantamiento armado de 
los habitantes de Séforis, a pocos kilómetros de Nazaret, que fue 
sofocado violentamente por el ejército romano y que costó la vida a 
varios miles de judíos. ¿Fue allí donde murió José? La hipótesis no es 
absurda, si bien no pasa de ser una mera hipótesis. 
Dentro ya de este terreno de las probabilidades, algunos dan una 
interpretación al pasaje evangélico de la sinagoga de Nazaret que no 
deja de ser interesante.
El Evangelio de Lucas cuenta que un día Jesús leyó delante de sus 
paisanos en Nazaret unas palabras que hablan de la tarea que debía 
realizar el Mesías: dar la buena noticia a los pobres, liberar a los 
presos, dar vista a los ciegos, poner en libertad a los oprimidos (Lc 
4,18; ver Is 61,1-2). Pero resulta que Jesús leyó esas palabras de 
Isaías saltándose una línea. Justamente la línea donde el profeta 
hablaba de la venganza de Dios contra los enemigos de la nación 
judía. Lógicamente, los paisanos de Jesús se extrañaron de que no 
hiciera mención de las palabras que hablaban de la venganza divina 
(Lc 4,22). Y se pusieron en contra de él, quizás por callarse lo de la 
venganza de Dios contra los enemigos de su nación. Lo cual querría 
decir que entre los habitantes de Nazaret, como generalmente 
sucedía entonces, abundarían los nacionalistas, que soñaban con la 
hora de la venganza, debido a la situación tan dura que estaban 
soportando. 
Es significativo el comentario que hizo la gente al escuchar a Jesús: 
"Pero ¿no es éste el hijo de José" (Lc 4,22). Parece que a sus 
paisanos le sorprende que un hijo de José no resulte nacionalista, 
partidario de la venganza contra los enemigos de Israel. Quizás José 
era un nacionalista, de los muchos que había entonces. Por lo menos, 
ahí queda el hecho de que los vecinos del pueblo quisieron despeñar 
a Jesús por un cerro (Lc 4,28-29). ¿Por qué?
Pero hay otro detalle que viene a reforzar esta opinión. El padre de 
José se llamaba Jacob (Mt 1,16). Y, según tradiciones antiquísimas del 
Talmud y los Midrash ese Jacob tenía un apodo: le llamaban "el 
Pantera". Y de ahí que a José le dieran el apodo de "hijo del Pantera". 
Si esta tradición es verdad, tendríamos que a José y su familia le 
llamarían en su pueblo "los Panteras". Un apodo muy apropiado para 
gente más bien belicosa.
Lo del apodo no tiene importancia. Lo que parece claro es que 
José vivió en su propia carne la opresión que tuvieron que soportar 
aquellas gentes, y que, quizás participó y hasta se comprometió (por 
eso lo recordaban los vecinos de Nazaret) con la inquietud de los 
pobres que buscan solución ante las opresiones que padecen. 
Jesús vivió y sufrió la desdichada condición de los oprimidos de la 
tierra. José no pudo vivir al margen de ese estado de cosas. Y cabe 
pensar, en buena lógica, que parte de la opción de Jesús por los 
pobres la aprendió de José y María. 
Es aleccionador ver a José como un hombre solidario de su pueblo, 
lejos de esa caricatura bonachona que a veces nos han querido 
imponer.
La mentalidad de María 
También la figura de María ha sido presentada con frecuencia 
como una gran señora, muy rica, rodeada de nubes y de angelitos. 
Con ello la piedad popular ha expresado su profunda devoción a la 
Madre de Dios. Pero hay siempre el peligro de que la devoción de la 
gente sencilla sea manipulada por otros intereses. Y entonces, puede 
ocurrir que se camuflen la realidad histórica y el mensaje que se debe 
tener en cuenta cuando pensamos en María. Ella ciertamente fue una 
mujer pobre, de pueblo, sencilla, pero con un corazón maravilloso, 
lleno de Dios y de espíritu de servicio.
Por los datos que nos suministra el Evangelio de Lucas, podemos 
decir que la mentalidad de María era profundamente revolucionaria, 
por más que dicha afirmación nos resulte desacostumbrada o incluso 
escandalosa. 
Una revolución es un cambio radical de una situación determinada. 
De ahí que la revolución en sí no es buena ni mala, ni violenta ni 
pacífica. Hay revoluciones malas, como las hay buenas; las hay 
violentas, como las hay pacíficas. Afirmar que alguien es un 
revolucionario es decir simplemente que se trata de una persona que 
quiere y se esfuerza por cambiar pronto y de verdad una situación. Si 
la situación es aplastante para la mayoría de la población, y alguien 
dice que eso tiene que cambiar de raíz y lo antes posible, está claro 
que se trata de una excelente revolución, más aún si se propone 
conseguir sus deseos por medios pacíficos.
Pues esto justamente es lo que queremos decir al hablar de la 
mentalidad que tenía María, la madre de Jesús. Porque así lo expresó 
ella cuando fue a visitar a su prima Isabel. Allí María manifestó los 
sentimientos que había en su espíritu (Lc 1,46-47). Tales sentimientos 
se refieren, sobre todo, a la situación de la sociedad y a la manera 
como Dios interviene en la vida y en la historia de los hombres.
"En verdad el Poderoso ha hecho grandes cosas por mí:
El es santo
y su misericordia llega a sus fieles
generación tras generación.
Su brazo interviene con fuerza,
desbarata los planes de los arrogantes,
derriba del trono a los poderosos
y levantan a los humildes,
a los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide con las manos vacías..." (Lc 1,49- 53).
Como se ve, María cree que Dios interviene en la vida y en el 
mundo de tal manera que, en realidad, su actuación resulta 
revolucionaria, porque desbarata y derriba a los grandes y poderosos, 
mientras que levanta a la gente sencilla, los humildes de la tierra; 
colma de bienes a los pobres, mientras que a los ricos los deja "con 
las manos vacías". María comprende que los planes de Dios son 
completamente al revés de los planes del mundo. Porque los 
proyectos sobre los que descansa la sociedad tienen su fuerza en el 
poder, el dinero y el prestigio, pero, según María, Dios está en contra 
de todo eso, porque está a favor de "los humildes" y "los 
hambrientos" de la tierra: de los que no cuentan en los planes de la 
alta sociedad...
El Dios en el que cree María es el Dios que transforma los pilares 
sobre los que descansa nuestro mundo. No se trata de derribar a 
unos poderosos para poner en su lugar a otros, sino de acabar con la 
opresión y el disfrute de unos pocos que desprecian y oprimen a los 
demás. Dios es el Padre de todos los hombres. Y por eso, está a favor 
de todos. Lo que pasa es que la manera de ayudar a unos es 
levantarlos, mientras que la manera de ayudar a otros es hacer que 
dejen de ser opresores. Ahí está la explicación de la mentalidad 
divina, que es la mentalidad que asimiló María.
El mensaje del Magníficat es un maravilloso resumen del mensaje 
central del Antiguo Testamento. Y en él está presente también algo 
central del mensaje de Jesús: que Dios es Padre bueno de todos, y 
precisamente por ello opta por los desheredados y los despreciados 
del mundo. María cree en el Dios de la Historia, en el Dios de los 
pobres, en el Dios de Jesús... Ella sabe interpretar la Biblia desde el 
dolor de su pueblo, con ojos de pobre... Enfoca la vida desde las 
perspectivas del Reinado de Dios.
Libertad, comprensión y respeto 
Ni siquiera el conflicto de generaciones se les ahorró a los padres 
de Jesús. De hecho los Evangelios parecen haberse preocupado más 
de reconocer las tensiones que la suavidad de sus relaciones. El 
relato evangélico que vamos a ver confirma que los padres de Jesús 
no consiguieron entender la profunda realidad de aquel hijo que se 
iba haciendo mayor. Pero acogen en silencio lo que no entienden y lo 
siguen meditando en su corazón. 
"Los padres de Jesús iban cada año a Jerusalén por las fiestas de 
Pascua. Cuando Jesús cumplió doce años subieron a las fiestas, 
según la costumbre, y cuando éstas terminaron, se volvieron. Pero el 
niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin que lo supieran sus padres. 
Estos, creyendo que iba en la caravana, al terminar la primera jornada 
se pusieron a buscarlo entre los parientes y conocidos; y, como no lo 
encontraron, volvieron a Jerusalén en su busca. A los tres días lo 
encontraron, por fin, en el templo, sentado en medio de maestros, 
escuchándolos y haciéndoles preguntas: todos los que lo oían 
quedaban desconcertados de su talento y de las respuestas que 
daba. Al verlo se quedaron extrañados, y le dijo su madre:
¡Hijo!, ¿por qué te has portado así con nosotros? ¡Mira con qué 
angustia te buscábamos tu padre y yo!
El le contestó: ¿Por qué me buscaban? ¿No sabían que yo tenía 
que estar en la casa de mi Padre?
Ellos no comprendieron lo que quería decir. Jesús bajó con ellos a 
Nazaret y siguió bajo su autoridad. Su madre conservaba en su 
interior el recuerdo de todo aquello. Jesús iba creciendo en saber, en 
estatura y en el favor de Dios y de los hombres" (/Lc/02/41-52).
¿Qué es lo que esta historia nos puede enseñar a nosotros sobre 
la familia? 
Ante todo, hay una cosa bastante clara: Jesús no se quedó en 
Jerusalén porque "se perdió" en el barullo de la gente de la gran 
ciudad, como si fuera un niño ignorante que se extravía de sus padres 
cuando lo llevan a la capital. Jesús no "se perdió", sino que "se 
quedó" intencionalmente. 
Y se quedó en la capital "sin que lo supieran sus padres", o sea, 
se quedó allí sin avisarles que se iba a quedar. Esto resulta chocante, 
pues Jesús no era el típico niño travieso, que les juega una mala 
pasada a sus padres en cuanto éstos se descuidan. Y se queda en el 
gran templo de la capital, consciente de que eso va a ser motivo de 
gran preocupación para José y María.
¿Por qué se portó así Jesús? Si él se quería quedar en el templo, 
pudo muy bien decírselo a sus padres, que se lo habrían permitido sin 
dificultad. De esa manera se habría evitado su dolor. Pero no, el niño 
se quedó a sabiendas de lo que hacía. Por eso se comprende la 
pregunta de su madre: "¿Por qué te has portado así con nosotros? 
¡Mira con qué angustia te buscábamos tu padre y yo!". Sin duda, lo 
más misterioso para María no era que el niño se hubiera quedado en 
el templo, sino que hiciera eso sin contar con ellos. Y eso debió ser 
tan misterioso para María y José que ni siquiera se enteraron de la 
respuesta que les dio Jesús: "Ellos no comprendieron lo que quería 
decir". En realidad, ¿qué es lo que no comprendieron ? 
Según la legislación de entonces, un muchacho de doce años era 
un menor de edad. El padre tenía la plena potestad sobre su hijo 
hasta que éste cumplía los doce años y medio. Hasta esa edad el niño 
tenía la obligación estricta de obedecer en todo a sus padres. En los 
documentos del tiempo se dice que a partir de los trece años 
cumplidos el padre no tenía ya obligación de mantener a su hijo, de tal 
forma que éste podía independizarse, contraer obligaciones y 
casarse. En este Evangelio se da a entender que Jesús tenía un año 
menos de la edad requerida para la autonomía propia del mayor de 
edad. Por eso precisamente sus padres no alcanzaron a entender el 
comportamiento del niño. 
¿Qué es lo que viene a decir esta conducta de Jesús? Al quedarse 
intencionalmente en el templo, sin decir nada a sus padres, Jesús 
muestra su independencia con respecto a la propia familia. Tengamos 
en cuenta que él no hizo eso por causa de una actitud de rebeldía 
hacia sus padres, ya que en seguida añade el Evangelio que bajó con 
ellos a Nazaret "y siguió bajo su autoridad". 
Jesús mostró esa libertad porque para él lo único intocable era su 
relación con el Padre Dios. Ni siquiera aquella familia tan maravillosa 
era algo que había que mantener como absoluto. "¿No sabían que yo 
tenía que estar en la casa de mi Padre?" Para él no hay nada más 
que una relación definitiva e intocable: la relación al Padre. Por eso 
dirá más tarde a sus discípulos: "No se llamarán 'padre_' unos a otros 
en la tierra, pues nuestro Padre es uno solo, el del cielo" (Mt 23, 9). 
Este es el problema básico para Jesús. La relación con el Padre Dios 
cuestiona hasta las mismas relaciones familiares.

La familia de Jesús tuvo que soportar difíciles condiciones de vida; 
pero, ante las dificultades, todos reaccionaban apoyándose unos a 
otros.
José reacciona con una bondad y comprensión extraordinaria, 
cuando se le presenta el problema del embarazo de su esposa. No se 
muestra celoso de su honor; sino que, como hombre bueno, no quiere 
perjudicar a María. Justamente por esa disposición puede acoger en 
su corazón la revelación que Dios le hace: "No temas tomar a María 
por esposa... " (Mt 1,20).
El largo viaje para el censo, el desprecio de los habitantes de 
Belén, el nacimiento del Niño en un pesebre, la persecución de 
Herodes, el viaje a Egipto, muestran a José y a María compartiendo el 
sufrimiento y ayudándose a cumplir con la misión que Dios les había 
encomendado. La visita de los pastores, la llegada de los magos, la 
presentación en el templo, los muestran compartiendo la alegría de la 
salvación.
Junto a José y María, "Jesús crecía en sabiduría, en edad y en 
gracia, tanto para Dios como para los hombres" (Lc 2,52). Esta 
educación que José y María dieron a Jesús no es autoritaria. El 
incidente del templo nos demuestra cómo sus padres respetan a 
Jesús. Los padres de Jesús saben que su hijo tiene su personalidad y 
vocación propia, y, aunque no lo entienden, lo respetan. 
Por su parte Jesús "volvió con ellos a Nazaret, donde vivió 
obedeciéndoles" (Lc 2,51). Hijo respetuoso con sus padres, no 
renuncia a su forma de ser ni a su misión; pero obedece a sus padres, 
porque los quiere.
María "guardaba fielmente en su corazón estos recuerdos" (Lc 
2,51). Ni María ni José quieren apropiarse para sí mismos al hijo; lo 
preparan para su misión.
En la Sagrada Familia admiramos un gran cariño, que ayuda 
mucho a que las personas se comprendan y se respeten cada una en 
su forma de ser; y la unión necesaria para superar las dificultades de 
la vida y disfrutar juntos las alegrías.

Preguntas para el diálogo
1. ¿Hasta qué medida los problemas de nuestra familia nos ayudan 
a comprendernos y a respetarnos más a fondo?
2. ¿Quién es para nosotros la Virgen María? ¿Cómo nos la 
imaginamos? ¿Qué esperamos de ella?
3. Demos nuestra opinión acerca de lo leído sobre San José. ¿Qué 
pensábamos antes y qué pensamos ahora?
4. ¿Nos empeñamos por mantener el modelo actual de la familia 
como una cosa absoluta e intocable? ¿Hemos tenido que preferir 
alguna vez la relación con el Padre Dios antes que la relación con la 
familia? ¿Por qué? Contemos algún caso. 
5. ¿Es Dios nuestro valor absoluto, que está sobre todo y ante 
todo? Procuremos contestar con absoluta sinceridad.

9 - FAMILIA Y REINO DE DIOS
RD/FAMILIA FAM/RD: Ciertamente muchas familias creen en Jesús 
y quieren honradamente seguirlo, colaborando para construir el Reino 
de su Padre Dios. Intentamos en este capítulo esclarecer la relación 
existente entre la construcción del Reino y la familia.

Familias abiertas
Seguir el ejemplo de la "Sagrada Familia" es hacer todo lo contrario 
de lo que hace ese tipo de familia que sólo piensa en su propio 
interés, sin preocuparse por los sufrimientos de los otros: la aspiración 
suprema de ésta es no complicarse la vida, pues su horizonte es vivir 
lo mejor que se pueda, sin importar cómo.
A Jesús, en cambio, su familia nunca le encerró en sí mismo. Es 
más, la conciencia de su misión le impulsó a dejar su propia casa. Y a 
partir de entonces viaja casi continuamente, sin establecerse en 
ninguno de los sitios a los que llega. "Este Hombre no tiene ni dónde 
descansar la cabeza" (Mt 8,20). En Cafarnaún la gente le insistía 
"para que no se fuera de su pueblo. Pero él les dijo: Debo anunciar 
también en otras ciudades la Buena Nueva del Reino de Dios, porque 
para eso fui enviado" (Lc 4,42-43).
Cuando Jesús llama a sus apóstoles, éstos dejan su oficio y su 
familia para seguirle (Mc 2,14). "Todo el que deja su casa, hermanos, 
hermanas, padre, madre, hijos o propiedades por amor de mi nombre 
recibirá cien veces lo que dejó y tendrá por herencia la vida eterna" 
(Mt 19,29).
No todos están llamados a dejar la propia familia, pero sí lo están a 
mantenerse abiertos a los problemas de los demás. Jesús nos enseña 
que no debemos limitar nuestras preocupaciones al pequeño mundo 
de la familia.
Debe haber tiempo para oír la Palabra de Dios, para formarse 
mejor, para comunicarse con los demás, para luchar por que el Reino 
de Dios se haga presente. Esta es la lección que Jesús dio a Marta 
cuando ésta presentó su reclamo porque María estaba sentada 
escuchándolo: "Señor, ¿no se te da nada que mi hermana me deje 
sola para atender? Dile que me ayude. Pero el Señor le respondió: 
Marta, Marta, tú te inquietas y te preocupas por muchas cosas, sin 
embargo, pocas son necesarias, o más bien una sola cosa es 
necesaria. María escogió la parte mejor, que no le será quitada" (Lc 
11,40-42). 
La verdadera familia cristiana enseña a vivir en profundidad el 
amor mutuo, pero rompiendo los muros en que instintivamente tiende 
a encerrarse ese amor. Será tanto más cristiana la familia cuanto más 
vaya dejando de ser exclusiva, cuanto más vaya queriendo como 
verdaderos hermanos a los que no lo son. A los prójimos hay que 
hacerlos cada vez más próximos; mirándolos a ellos hay que ver a 
Jesús.
La dedicación de Jesús al Reino de Dios no quiere decir que 
descuidó los deberes para con su madre. Tenemos un indicio claro de 
que Jesús se preocupó de la situación de ella cuando en la cruz, poco 
antes de morir, "al ver a su madre y junto a ella a su discípulo más 
querido, dijo a su madre: Mujer, ahí tienes a tu hijo" (Jn 19,26).
El hecho de que se insista en el servicio de la familia a la 
comunidad no quiere decir que la comunidad sea una alternativa a la 
familia. Porque la familia desempeña funciones y tareas que no 
pueden ser desempeñadas por ningún otro grupo humano. Los 
cuidados y atenciones que recibe el niño, primero de la madre, y más 
tarde también del padre, no pueden ser sustituidos por nadie.
La comunidad es un principio de enriquecimiento humano para la 
familia. Porque la comunidad de fe se construye sobre la base de la 
libertad y la igualdad entre todos, con una indispensable dosis de 
confianza y transparencia. Y cuando la familia se abre a la experiencia 
comunitaria, compartida con otras personas, entonces, lógicamente, 
las relaciones humanas se hacen más sanas y más limpias en el 
grupo familiar.

Familias libres para construir el Reino del Padre 
Hemos visto que el Evangelio y la familia no siempre coinciden . Y 
no sólo no coinciden, sino que, incluso, son dos realidades que corren 
el peligro de enfrentarse. 
En cierta ocasión "estaba Jesús hablando a la gente, cuando su 
madre y sus hermanos se presentaron fuera, tratando de hablar con 
él. Uno se lo avisó: Oye, tu madre y tus hermanos están ahí fuera y 
quieren hablar contigo.
Pero Jesús contestó al que le avisaba: ¿Quién es mi madre y 
quiénes son mis hermanos? Y señalando con la mano a sus 
discípulos, dijo: aquí están mi madre y mis hermanos. Porque el que 
cumple la voluntad de mi Padre del cielo, ése es hermano mío y 
hermana y madre" (Mt 12,46-50).
Una cosa resulta clara en este pasaje, a primera vista un tanto 
extraño: Jesús se siente más vinculado a su comunidad de discípulos 
que a su familia humana: antepone la comunidad a la familia.
Es que Jesús viene a establecer un nuevo orden de relaciones 
humanas, basadas precisamente en que Dios es el Padre de todos y, 
por consiguiente, todos los hombres somos hermanos. De esta 
manera, la familia pasa a segundo término en las intenciones y 
preocupaciones de Jesús. El centro es la relación con Dios como 
Padre y la relación con todos los hombres como hermanos. Así se 
comprende la significación tan honda que tienen aquellas palabras 
que puso Juan en el prólogo de su Evangelio:
(La Palabra) vino a su casa,
pero los suyos no la acogieron.
En cambio, a cuantos la recibieron,
los hizo capaces de hacerse hijos de Dios;
son los que mantienen la adhesión a su persona.
Y éstos no nacieron de una sangre cualquiera,
ni por designio de una carne cualquiera,
ni por designio de un varón cualquiera,
sino que nacieron de Dios" (Jn 1,11-13).
No es ya la familia, ni el parentesco humano, lo que cuenta en el 
proyecto de Jesús, sino la nueva gran familia de los "que mantienen la 
adhesión a su persona", con lo que son "capaces de hacerse hijos de 
Dios".

Saquemos algunas conclusiones de estos planteamientos: 
1º - Jesús exige a sus seguidores una libertad total con relación a 
su propia familia. De la misma manera con que Jesús exige a los 
discípulos vivir libres con relación al dinero, al poder y al prestigio, 
igualmente exige también a sus seguidores una libertad real con 
relación a todo lo que crea dependencias y ataduras basadas en los 
lazos humanos que brotan del afecto familiar. Por eso, Jesús no 
acepta ni la despedida de los parientes, ni aun siquiera el entierro del 
propio padre (Lc 9, 59-62). Por eso también, Jesús no reconoce más 
familia que la comunidad de sus seguidores y ni siquiera acepta los 
elogios que se hacen a su madre (Mt 12, 46-50). 
2º - La libertad para trabajar por el Reino lleva consigo, 
inevitablemente, enfrentamientos, conflictos, odios y rencores, que a 
veces pueden llegar a causar la misma muerte. Por eso Jesús habla 
de la división y las espadas que él ha venido a introducir en el seno 
de la familia (Mt 10, 34-37). Jesús anuncia el odio que va a nacer 
entre padres e hijos (Lc 14,26; 21, 16-18). Y les dice a los suyos que 
todo el mundo les va a odiar por causa de él. Por consiguiente, está 
claro que el Evangelio no presenta la unidad familiar como un valor 
supremo. Hay algo que está por encima del amor entre padres e hijos 
y hermanos de la misma sangre.
3º - Estos conflictos, odios y rencores tienen su explicación en una 
cosa: el que quiera seguir a Jesús, tiene que renegar de sí mismo y 
cargar con su cruz (Mt 10,38; 16,24; Mc 8,34; 10,32; Lc 9,23; Jn 
12,26; 13,36-37; 21,19). Es decir, el que quiera ser creyente de 
verdad, tiene que renunciar al deseo de acaparar, a la pasión por 
dominar y mandar, y a la pretensión por sobresalir y brillar. Pero no 
sólo eso. El que quiera ser creyente de verdad, tiene que aceptar el 
ser tenido por un delincuente al que hay que ejecutar (eso es "cargar 
con la cruz" ). Y la experiencia nos enseña que lo que casi toda familia 
fomenta es que sus miembros tengan mucho, que suban todo lo que 
puedan en la vida y que brillen lo más posible. 
Y no es que Jesús pretenda que los creyentes sean despreciados 
u odiados. Es que él sabe perfectamente que el modelo de sociedad 
en que vivimos está basado sobre los pilares del dinero, del poder y 
del prestigio. Y el que se enfrenta a esos pilares, como lo hizo Jesús, 
corre la misma suerte que él corrió. He ahí el secreto y la explicación 
del conflicto cristiano entre el Evangelio y la familia.

Familias llamadas a la santidad 
Con frecuencia se ha pensado que la familia no está llamada a 
seguir de cerca a Jesús. Eso de la perfección cristiana era sólo para 
los que tenían "vocación". Para los casados había otro camino: el 
Evangelio era para ellos sólo algo remoto, que había que cumplir 
únicamente en los puntos imprescindible para salvarse.
Pero el llamamiento de Jesús a seguirlo es para todos los que 
dicen tener fe en él. Y él no solamente llama a cada persona, sino a la 
familia y a la sociedad toda. 
Si una familia quiere ser cristiana ha de estar dispuesta a seguir a 
Jesús, viviendo con él, y así continuar en la tierra su actitud ante la 
vida, su fe en el Padre Dios, su fraternidad, sus esfuerzos por ir 
construyendo el Reinado del Padre.
La familia cristiana trata a todos como hermanos en plano de 
igualdad; lucha contra el egoísmo y contra toda clase de avaricia; 
orienta su vida desde el amor. Su preocupación central no consiste ya 
en prosperar, sino en cómo construir comunidades de hermanos. Los 
seguidores de Jesús no pueden aceptar nada que suponga 
disminución, atropello o supresión de la dignidad de una persona; y 
están dispuesto a enfrentarse con los poderes que intenten reprimir, 
explotar o manipular esta dignidad.
Este servir a Dios, haciendo propia la causa del hombre, fue la 
misión de Jesús. La gloria de Dios es la dignificación de la persona 
humana. El quiere a todos los hombres bajo un único señorío de Dios, 
como Padre, donde todos vivamos como hermanos y donde todos nos 
guiemos por la verdad, la justicia y el amor.
Estos son los ideales de todo el que quiera seguir a Jesús, sea que 
se encuentre solo o acompañado, soltero o casado. Estos deben ser, 
pues, los ideales que debe vivir toda familia que de verdad quiera ser 
cristiana.
Solamente situándonos en la perspectiva del Reino podremos 
comprender el profundo significado del matrimonio cristiano. Sin la 
perspectiva del Reino el amor de la pareja se convierte en un juego 
solitario sometido al azar de la pasión y de los sentimentalismos. El 
amor de la pareja fuera de su contexto humano y político es un amor 
reaccionario; es un amor encerrado en sí mismo y, por lo tanto, un 
no-amor.
Los valores del Reino los encontramos sintetizados en las 
bienaventuranzas (Mt 5, 3-12). Conoceremos algo del Reino a través 
de los pobres, de los que sufren, de los que tienen hambre y sed de 
justicia, de los que prestan ayuda, de los limpios de corazón, de los 
que trabajan por la paz, de los que viven perseguidos por su fidelidad. 
El amor de la pareja tiene que insertarse ahí, en el contexto concreto 
de las bienaventuranzas.
El matrimonio cristiano tiene que ser compromiso social, y no, como 
sucede con frecuencia, tumba en la que se entierra el compromiso. La 
pareja creyente tiene como meta el ser feliz haciendo felices a los 
demás. Casarse cristianamente supone un compromiso social en 
pareja. 
En una perspectiva bíblica el matrimonio y la familia se deben 
convertir en una comunidad de amor abierto y universal. En el Antiguo 
Testamento, el matrimonio es comparado con el amor de Dios hacia 
su pueblo. Y en el Nuevo, es imagen de la unión y amor de Cristo con 
la Iglesia-Humanidad.
El amor de Dios es integrador, es fuerza que acoge en sí a todos 
los hombres y de esta forma crea fraternidad. El amor de Dios está 
abierto a todos como fuerza de bien, de bondad, de perdón, de 
fidelidad... El amor de Dios es Cristo mismo. Por eso, el matrimonio 
será imagen de Dios en la medida en que su amor no se quede en los 
dos, en la medida en que su amor sea integrador, fuerza abierta a 
crear la unidad de la humanidad. Y será también imagen de Dios en la 
medida en que su amor sea la fuerza de bien y de bondad que ayude 
a salvar a los hombres de sus egoísmos.
Según lo dicho, el matrimonio no es una meta para lograr unidad y 
amor de los dos, sino un punto de partida para llegar a ser unidad que 
integre y acoja, y amor que salve. Esta es la meta.
Planteado así el matrimonio, tendríamos que llegar a la conclusión 
de que, lejos de ser la tumba donde mueren y se entierran los 
grandes y nobles compromisos sociales, debe ser como el generador 
que crea y potencia todo compromiso social, pues él mismo es 
compromiso social. Es la misma fuerza de la unidad y amor de la 
pareja la engendradora de tales compromisos, porque el amor de por 
sí es abierto, dinámico, creador.
El matrimonio cristiano no se reduce, pues, a casarse por la Iglesia. 
Es necesario casarse para la Iglesia y para el mundo. Lo que fue 
decisivo para Jesús, debe serlo también para la familia que creen en 
Jesús. Por ello cualquier proyecto de familia vivido desde la fe debe 
estar subordinado a la implantación del Reino de Dios, tal como lo hizo 
Jesús. 

Preguntas para el diálogo
1. ¿En qué medida mi familia está abierta a los problemas de los 
demás? ¿O estamos encerrados en nosotros mismos? Seamos 
sinceros al contestar.
2. ¿Qué hacemos como familia para ayudar a los demás? No se 
trata de ayudas meramente personales, sino de la familia como tal.
3. Conversemos sobre la contribución que hacemos como familia 
en la construcción del Reino de Dios. Detallemos el aporte que damos 
y el que debemos dar.
4. ¿Nos sentimos llamados a la santidad como matrimonio y como 
familia? ¿Qué podemos hacer para que la vocación a la santidad sea 
en nosotros cada vez más una realidad?
5. ¿Es Jesús el centro de nuestro matrimonio y nuestra familia? 
¿Qué debemos hacer?

10 - LAS ENSEÑANZAS PAULINAS 

Se ha dicho con frecuencia que San Pablo traicionó la enseñanza 
de Jesús con respecto a la familia y a la dignidad de la mujer. Y ello no 
es tan cierto. Es necesario situar sus afirmaciones dentro de aquel 
contexto histórico. Hay que saber distinguir entre textos doctrinales y 
textos que hacen relación a las costumbres culturales de entonces y 
aun a problemas muy concretos de una comunidad o región. Además, 
la investigación actual nos está entregando una nueva ayuda al 
distinguir entre cartas que verdaderamente escribió Pablo y otras que 
fueron escritas años más tarde por diversos autores que usaron su 
nombre. 
Entre las cartas auténticas de Pablo están 1ª Tesalonicenses, 
Gálatas, Filipenses, 1 y 2 de Corintios, Romanos y Filemón. Las 
cartas de la cautividad (Colosenses, Efesios y quizás 2ª 
Tesalonicenses), parece que no proceden del mismo Pablo, sino de 
su círculo; las podemos llamar "postpaulinas". Las cartas pastorales (1 
y 2 Timoteo y Tito), reflejan un momento posterior y más 
institucionalizado de la Iglesia; se suelen llamar "deuteropaulinas". 
Las cartas postpaulinas, deuteropaulinas y 1 Pedro reflejan en 
parte la imagen del matrimonio y la familia que tenía aquella cultura 
ambiental. Sus autores pretenden realizar un difícil equilibrio entre la 
cultura ambiental y el mensaje de Jesús. 
Pero, en general, se puede afirmar que todos estos textos, que, si 
los comparamos con el tiempo actual, representan un retroceso, son, 
de hecho, un avance, si los situamos en el contexto de la cultura y de 
la sociedad de aquella época.

Actividad pastoral de la mujer en las primeras comunidades
PABLO/MUJER MUJER/PABLO: Las mujeres desempeñaron en 
las primeras comunidades cristianas algunas actividades importantes 
en el anuncio y en la práctica de la fe. Son muchas las mujeres que, 
en lenguaje paulino, "trabajaron duro" por el Señor (Rom 16,12). 
Los Hechos de los Apóstoles nos hablan de Lidia (Hch 16,14- 15), 
negociante de púrpura, la primera convertida en Filipo, muy activa en 
la comunidad. Mencionan también a Dámaris, (17,34), a algunas 
profetisas (21,9), y a unas que confeccionan ropa para los pobres 
(9,36-37). 
Pablo revela a través de sus cartas que diversas mujeres participan 
activamente en el movimiento cristiano, al mismo nivel que los 
varones, y ejercen funciones misioneras, de enseñanza y de liderazgo 
de las comunidades.
Conocemos a Ninfa que, junto con Filemón y Arquipo, eran líderes 
de una iglesia en su casa (Col 4,15). Evodia y Síntique son dos 
mujeres importantes en la actividad pastoral de Filipo. Pablo les pide 
que se pongan de acuerdo, puesto que "lucharon conmigo al servicio 
del Evangelio" (Flp 4, 2-3). 
Priscila, con su marido Aquila, son los jefes de una iglesia en Efeso 
primero (1 Cor 16,19) y en Roma después (Rom 16, 3.5). Este 
matrimonio precedió a Pablo en la tarea misionera y colaboró con él 
en diversas partes, pero nunca estuvo subordinado a él. Se les 
menciona siete veces y en cuatro ocasiones se nombra primero a la 
mujer. Además, Priscila siempre es nombrada por su nombre y no por 
el de su marido, señal de que era muy conocida en su actividad 
pastoral. Era mujer instruida, pues intervino en la enseñanza cristiana 
de Apolo, que era un hombre muy culto (Hch 18,26). 
En Romanos Pablo saluda a María, Trifena, Trifosa y Perside, de 
las que dice que "han trabajado mucho en el Señor" (Rom 16, 6.12). 
Saluda a la madre de Rufo, "que ha sido para mí como una segunda 
madre" (Rom 16,13). De una mujer, Junías, junto con su marido 
Andrónico, dice Pablo que "son compañeros de cárcel, apóstoles 
notables y se entregaron a Cristo antes que yo" (Rom 16,7). Saluda a 
otras dos parejas, Folólogo y Julia, Nereo y su hermana, que 
seguramente son también misioneros (Rom 16,15).
Especial mención merece Febe, que probablemente es la 
portadora de la carta a los Romanos; de ella Pablo dice que es 
"diaconisa de la Iglesia de Cencrea", y pide que la ayuden "en todo lo 
que sea necesario, puesto que ella ayudó a muchos y entre ellos a 
mí", dice él. En el sentido paulino, el diácono era responsable de una 
Iglesia, con el oficio de misionar y enseñar. 
Por Pablo sabemos también que diversos apóstoles y el mismo 
Cefas misionaban acompañados de "alguna mujer hermana" (1 Cor 
9,5). 
O sea, que en tiempo de Pablo diversas mujeres aparecen 
colaborando con él en la enseñanza, como misioneras itinerantes o 
responsables de una Iglesia, como apóstoles y diáconos. Y Pablo las 
estima y se alegra de ello. Tanto es así, que hoy día hay quienes 
designan a San Pablo como promotor de la actividad pastoral de la 
mujer. 

Igualdad de la mujer
El movimiento de Jesús había producido una verdadera revolución 
en lo referente a la dignificación de la mujer. San Pablo nos trasmite la 
gran proclama de este movimiento misionero, anterior a él: "Ya no hay 
diferencia entre judío y griego, entre quien es esclavo y quien es 
hombre libre; no se hace diferencia entre hombre y mujer. Pues todos 
ustedes son uno solo en Cristo Jesús" (Gál 3,28). Es ésta una 
magnífica expresión del entusiasmo de entrada en una nueva forma 
de existencia, tan distinta a la de la sociedad reinante... Muchas 
mujeres entraron entusiasmadas en el cristianismo, pues en él 
encontraban posibilidades de participación y protagonismo, que les 
eran negadas en la sociedad en general.
Algunos textos de San Pablo han sido interpretados como 
menospreciadores de la mujer y, por consiguiente, contrarios a su 
igualdad con el varón. Veamos algunos casos, generalmente mal 
interpretados por no considerarlos dentro del contexto histórico y, 
además, por verlos desde la perspectiva de los textos 
deuteropaulinos
1. Ciertamente él alguna vez aconseja a las jóvenes que no se 
casen (1 Cor 7, 32-34). Pero este consejo hay que situarlo en su 
contexto histórico. En primer lugar, en aquel ambiente tan machista, a 
veces era la única forma de poder servir al Señor en las comunidades. 
Se trata de un consejo de sentido común. Pero además debemos 
saber que se trataba de un consejo subversivo según el orden 
reinante en Roma. El emperador Augusto había dado un decreto por 
el que imponía sanciones y fuertes impuestos a los solteros; y a las 
viudas sólo se les permitía permanecer en su estado si habían 
cumplido más de cincuenta años. Más tarde, Domiciano reforzaría aún 
más esta legislación. El consejo de Pablo era un desafío a las leyes y 
a los valores culturales dominantes, pues se dirigía especialmente a 
personas de los centros urbanos del imperio.
Pero Pablo no sólo afirma las ventajas del celibato. También 
defiende el matrimonio en contra de las tendencias ascéticas que lo 
negaban. El énfasis con que subraya la reciprocidad y la igualdad de 
las relaciones entre los sexos es notable y no encuentra parangón ni 
en la sociedad judía ni en la pagana de su tiempo (ver 1 Cor 7, 3-5. 
10-11). En esto Pablo recoge fielmente la tradición de Jesús. Y, por 
cierto, nunca pone la unión matrimonial en función de la procreación.
Pablo hace aún más. Defiende la estabilidad del matrimonio incluso 
cuando uno de los cónyuges se hace cristiano y el otro no (1 Cor 7, 
12-13), a pesar de que el judaísmo, en este caso, consideraba roto el 
vínculo.
2. En cuanto al problema del velo de las mujeres, ciertamente se 
trata de un texto enrevesado y ambiguo (/1Co/11/02-16), pero se 
encuentran en él aportes interesantes. El primer dato es la 
constatación del hecho de que algunas mujeres oraban y profetizaban 
en el culto como dirigentes (1 Cor 11, 5). El problema está en si deben 
hacerlo con la cabeza descubierta o no. Pues las mujeres corintias 
expresaban su conciencia de igualdad y libertad actuando 
públicamente sin velo. Así rompían la costumbre de entonces y con 
ello producían grave escándalo entre los cristianos no instruidos y 
entre los paganos. Ante esto Pablo quiere que se respeten las 
conciencias más débiles, como acababa de decir en la misma carta, 
en el capítulo 8, refiriéndose al hecho de que algunos cristianos 
comían carne sacrificada a los ídolos. El principio que da entonces, 
vale también para lo del velo: "Es cierto que somos libres, pero 
cuídense que esa misma libertad no haga caer a los débiles" (1 Cor 
8,9).
En el caso del velo, comienza usando un argumento sacado de la 
cultura y la filosofía ambiental: la subordinación de la mujer al hombre; 
pero enseguida se corrige afirmando que "bien es verdad que en el 
Señor no se puede hablar del varón sin la mujer, ni de la mujer sin el 
varón. Pues si Dios ha formado del hombre a la mujer, el hombre nace 
de la mujer, y ambos vienen de Dios" (1Cor 11, 11-12). En toda esta 
sección de la carta (caps. 11-14) habla Pablo de la "edificación de la 
comunidad". En ella reconoce la igualdad de los dos sexos y admite 
las funciones dirigentes de las mujeres en las asambleas, pero les 
pide por prudencia que no hagan obstentación de su libertad con un 
comportamiento externo que planteaba graves problemas a la 
evangelización.
3. Una tensión parecida, entre el mensaje cristiano de igualdad y la 
cultura ambiental, la encontramos en el famoso texto de /Ef/05/21-33, 
en donde Pablo habla de la relación entre el hombre y la mujer dentro 
del matrimonio. Inicialmente se afirman unas relaciones no igualitarias: 
"Las mujeres sean dóciles a sus maridos como si fuera al Señor; 
porque el marido es cabeza de la mujer, como el Mesías, Salvador del 
cuerpo, es cabeza de la Iglesia. Como la Iglesia es dócil al Mesías, así 
también las mujeres a sus maridos en todo" (Ef 5,22-24). 
La finalidad de este pasaje es subrayar que el matrimonio es un 
"símbolo magnífico" (Ef 5,32) para revelar el amor que Dios tiene a la 
humanidad. Siguiendo la tradición profética, en la que el amor divino 
había sido simbolizado por el matrimonio, Pablo parte del matrimonio 
judío tal como existía, para llegar a revelar el amor de Dios a la Iglesia, 
a través de Cristo. Dice que Cristo es la cabeza (el jefe) de la Iglesia 
(que es el cuerpo), así como el marido en aquella cultura era el jefe 
de la mujer. Nótese bien que no quiere definir las relaciones de debe 
haber entre marido y mujer. Se parte sencillamente de un hecho 
cultural, sin cuestionarlo, ni mucho menos purificarlo. El hecho 
existente entonces de la sumisión de la mujer al marido Pablo lo usa 
para comparar la relación que existe entre la Iglesia y Cristo.
Pero, igual que hizo en 1 Cor 11, aquí también en seguida 
recupera Pablo la novedad cristiana y pasa por eso a amonestar al 
marido: "Debe amar a su mujer como a sí mismo" (Ef 5,33), ya que los 
dos son una sola carne (Ef 5,25-33). A pesar de las ambigüedades, 
procura enseguida recuperar el equilibrio. 
Este difícil equilibrio entre mensaje de Jesús y cultura ambiental no 
ha sido suficiente para impedir que en la historia posterior los textos 
de Pablo fueran invocados como palabra de revelación para legitimar 
el dominio del varón sobre la mujer.

La relación sexual según San Pablo
SEXO/PABLO PABLO/SEXO: Siguiendo el espíritu del 
Mandamiento nuevo de Jesús, la escuela de Pablo lo concreta así en 
el caso del matrimonio: "Maridos, amen a sus mujeres igual que el 
Mesías demostró su amor a la Iglesia entregándose por ella" (Ef 
5,25). Si Cristo, impulsado por su amor, ha hecho lo indecible por 
llenar a su esposa, la Iglesia, de gracia y santidad, de igual manera la 
entrega del hombre a la mujer tiene que estar llena de la misma 
actitud. La unidad entre ambos debe ser tan profunda que llegue a 
desaparecer toda posibilidad de ruptura y división, pues "el que ama a 
su mujer a sí mismo se ama" (Ef 5,28).
Este amor tiene que llegar también a la esfera de lo sexual. San 
Pablo habla claramente de ello en dos pasajes refutando un enfoque 
demasiado libertino sobre la sexualidad y otro demasiado estrecho.
En el primer caso, ante la presencia de ciertos gnósticos libertinos, 
para los que ninguna actividad sexual manchaba el espíritu, Pablo 
muestra el carácter profundamente humano y personalista de la 
relación sexual. Su enseñanza se apoya en una exigencia bautismal y 
en una reflexión antropológica: 
"El cuerpo no es para la lujuria, sino para el Señor, y el Señor para 
el cuerpo, pues Dios, que resucitó al Señor, nos resucitará también a 
nosotros con su poder. ¿Se les ha olvidado que son miembros de 
Cristo?, ¿Y voy a quitarle un miembro al Mesías para hacerlo miembro 
de una prostituta? ¡Ni pensarlo! ¿No saben que unirse a una 
prostituta es hacerse un cuerpo con ella? Lo dice la Escritura: 'Serán 
los dos un solo ser'. En cambio, estar unido al Señor es ser un 
Espíritu con él. Huyan de la lujuria; cualquier perjuicio que uno cause 
queda fuera de uno mismo; en cambio, el lujurioso perjudica a su 
propio cuerpo. Saben muy bien que su cuerpo es templo del Espíritu 
Santo, que está en ustedes porque Dios se lo ha dado. No se 
pertenecen a sí mismos; han sido comprados pagando; pues 
glorifiquen a Dios con su cuerpo" (/1Co/06/13-19).
Por razón del bautismo el hombre entero, hasta en sus estructuras 
corporales, ha sido transformado por Cristo. El cuerpo participa 
también de este destino, que le lleva a convertirse en realidad 
sagrada, propiedad exclusiva de Dios. Está impregnado por la fuerza 
del Espíritu que resucitó el cuerpo de Jesús. De ahí la urgencia de 
glorificar a Dios con el propio cuerpo; pero esa glorificación no es 
posible mientras la unión sexual no manifieste la plenitud y totalidad 
de su significado.
La entrega corporal, en efecto, no es un gesto sin importancia, sino 
que expresa un mensaje profundo. No se reduce a una simple 
necesidad biológica, como "la comida es para el estómago" (1 Cor 
6,13), sino que la donación del cuerpo, como símbolo de la persona 
entera, supone la ofrenda de toda la persona, cosa que no se realiza 
en la unión con una persona no amada.
En el segundo caso, en Corinto, bajo la influencia del espiritualismo 
griego, algunos predican la abstención matrimonial. Creían que el 
cuerpo era malo por naturaleza. Los consejos del apóstol muestran un 
equilibrio realista extraordinario. Negar las relaciones sexuales en el 
matrimonio supone el desconocimiento de los deberes mutuos entre 
los esposos, pues por la entrega matrimonial se pertenecen el uno al 
otro: "La mujer ya no es dueña de su cuerpo, lo es el hombre; ni 
tampoco el hombre es dueño de su cuerpo, lo es la mujer" (1 Cor 
7,4). La continencia puede darse dentro del matrimonio, pero de una 
forma temporal y pasajera para fomentar la oración. Lo contrario sería 
imprudencia y un posible engaño, ya que "cada uno tiene el don 
particular que Dios le ha dado" (1 Cor 7,7).

Las cartas paulinas posteriores a Pablo
El pensamiento de Pablo es desarrollado después de él en una 
línea en la que cada vez predomina más el punto de vista masculino. 
En las cartas a los Colosenses y a los Efesios y en la 1ª de Pedro 
encontramos los famosos "códigos domésticos" que, en sustancia, 
legitiman la estructura patriarcal de la familia y el puesto del padre 
como señor absoluto (Col 3,18 - 4,1; Ef 5,21 - 6,9; 1 Pe 2,18 - 3,7; 
5,1-5). Y se exige la sumisión de la mujer a su marido (1 Pe 3,1; Tit 
2,5).
Más tarde, en las cartas pastorales, el proceso de 
institucionalización está bastante avanzado y, lógicamente también, el 
de patriarcalización. Ahora la mujer debe oír en silencio; ya no puede 
enseñar (1 Tim 2,11-12), lo que se opone a la costumbre de Pablo. Y 
la justificación que da el autor es ciertamente despreciativa (1 Tim 2, 
13-14). El Pablo auténtico no veía nunca a la mujer ni como tentación 
para el hombre ni como responsable del primer pecado (Rom 5, 
12-19). El autor de 1 Timoteo acaba restringiendo el papel de la mujer 
a la mera maternidad (1 Tim 2,15), cosa que Pablo en 1 Corintios 
nunca menciona.
En estas cartas deuteropaulinas la legitimación del orden patriarcal 
va acompañada de la aceptación del orden político del imperio (1 Tim 
2,1-2; Tit 3,1). El modelo de la casa patriarcal sirve para configurar la 
vida y las relaciones internas de la comunidad cristiana. Por eso se 
pide que se elija como obispo a un padre de familia probado y de 
buena casa (1 Tim 3, 2-7; Tit 1, 7-9).
Al hablar del problema de las viudas (1 Tim 5, 2-16) se habla de 
ellas con cierta rudeza y se quiere reducir su número. A las jóvenes se 
les ordena casarse. Y sólo se puede aceptar oficialmente a las viudas 
después de haber cumplido sesenta años y haber dado muestras de 
vivir los valores de la sociedad patriarcal (1 Tim 5, 9-10).
En /1Tm/02/12 el autor dice de forma contundente: "A la mujer no 
le consiento enseñar ni imponerse a los hombres; le corresponde 
estar quieta, porque Dios formó primero a Adán y luego a Eva. 
Además, a Adán no lo engañaron; fue la mujer quien se dejó engañar 
y cometió el pecado". Este tipo de argumentación, contraria a la de 
San Pablo, se repetirá continuamente en ambientes eclesiásticos, 
incluso hasta nuestros días. Pero en aquel tiempo, hasta este texto 
tan duro tenía su explicación. El autor de tamaña prohibición se está 
refiriendo a un grupo de señoras ricas de Éfeso, recién convertidas, 
que opinaban y discutían de todo, como si fueran grandes doctoras, 
con lo que creaban serios problemas en su comunidad. Por eso se les 
pide seriamente que sean más modestas y se pongan a aprender con 
humildad.
Como resumen, podemos decir que en las cartas posteriores a 
Pablo sus autores se dejaron influenciar en algo por la cultura de su 
tiempo. Nos encontramos constantemente con dos datos en tensión: 
el dato dignificante y liberador propio de Jesús y el dato 
discriminatorio de aquel ambiente cultural. Por un lado asumen la 
novedad introducida por Jesús en relación con la igualdad de la mujer; 
por otro, no consiguen hacer valer esa novedad en su cultura y sigue 
pensando en la sumisión de la mujer. Mantienen una ambigüedad 
entre el elemento cultural y el que procede de Jesús. 
La doctrina de Jesús es siempre la norma fundamental. Jesús es la 
cumbre de la revelación. Nótese, además, que casi todos los 
Evangelios se escribieron después de las cartas paulinas. Y 
ciertamente, desde el proyecto de Jesús, surgen hasta nuestros días 
exigencias emancipatorias de la mujer, muy críticas para la sociedad y 
para la Iglesia. Estamos autorizados y, más aún, obligados a 
promoverlas.

Preguntas para el diálogo
1. ¿Cómo es considerado en nuestra Iglesia local el trabajo 
pastoral de la mujer? ¿Qué nos enseña en esto San Pablo?
2. ¿Cómo podemos reinterpretar a la luz de este comentario el 
tema de la igualdad de la mujer?
3. ¿Qué hemos podido profundizar sobre la relación sexual según 
San Pablo? Concretemos las cosas nuevas que hemos aprendido.

11 - EL CELIBATO

CELIBATO/SENTIDO: Si la sexualidad es algo tan importante 
dentro del plan de Dios, resulta algo extraño que algunas personas, 
justo por ser fieles a Dios, decidan no casarse nunca. Mucha gente no 
cree en el celibato o no lo entiende; algunos piensan que la persona 
que renuncia al sexo es un reprimido que nunca podrá realizarse 
plenamente.
Pero tenemos el hecho histórico de que Jesús no se casó. Y en 
aquel tiempo ello era incomprensible. El que una persona renunciase 
a formar una familia era algo realmente extraño, ya que el pueblo 
judío había exaltado grandemente la fecundidad. 
Si nos preguntamos por qué Jesús no se casó, resulta que no 
encontramos en el Evangelio una respuesta directa y expresa sobre 
ello. Y, sin embargo, debió existir una razón profunda para que Jesús 
renunciase a algo tan santo como casarse y tener hijos.
A través de la historia, en la Iglesia se han dado diversidad de 
razones para justificar y defender el celibato. Se ha dicho que es un 
modo de testimoniar la otra vida en la que no habrá sexo. Se ha 
insistido en que las personas consagradas a Dios deben ser puras, 
ajenas a las turbulencias de la sexualidad.
Pero estos enfoques encierran algo terrible, porque en el fondo 
suponen que la sexualidad es algo negativo, que hay que dejarlo a un 
lado si se quiere avanzar en el camino de la fe. Piensan que Dios está 
más contento si se renuncia al sexo. Y entonces resulta que hay 
cristianos de primera y de segunda categoría, según renuncien o no 
al sexo.
Evidentemente, éstas no pudieron ser las razones de Jesús para 
no casarse.
En cierta ocasión, en la que Jesús les dice a sus discípulos que no 
es lícito divorciarse, puesto que la mujer es tan persona como el 
hombre y tiene los mismos derechos que él, los apóstoles se asustan 
y afirman que "si ésa es la situación del hombre con la mujer, más vale 
no casarse". A esto respondió Jesús:
"No todos comprenden lo que acaban de decir, sino solamente los 
que reciben este don. Hay hombres que nacen incapacitados para 
casarse. Hay otros que fueron mutilados por los hombres. Hay otros 
que por amor al Reino de los Cielos han descartado la posibilidad de 
casarse. ¡Entienda el que pueda!" (Mt 19, 11-12).
Vemos que Jesús empieza reconociendo que no todo el mundo 
puede renunciar a una mujer o a un hombre. Es señal de inmenso 
realismo. La sexualidad es sumamente exigente y no es fácil renunciar 
a su realización. No todo el mundo puede "sublimar" su sexualidad. Es 
decir, poner sus energías sexuales en otras cosas que no tienen que 
ver directamente con ella. 
Dice Jesús que no casarse "por el Reinado de Dios" es un don del 
mismo Dios. Por consiguiente, se trata de algo bueno, un "carisma" 
que Dios concede. Y si es un don divino, necesariamente contribuye a 
la realización humana de quien lo recibe, ya que es imposible que 
Dios dé algo que cause daño. Por lo tanto, si una persona encuentra 
que en la vida de célibe no se realiza humanamente, eso quiere decir 
que no ha recibido ese don o que lo ha perdido. Cada uno tiene que 
encontrar el modo de realizarse humanamente mejor. Y es posible que 
algunos se realicen humanamente renunciando al sexo. Pero quede 
claro que el célibe "por el Reinado de Dios" no renuncia a su 
sexualidad. Ya vimos que ésta no se reduce a lo genital ni a lo 
meramente corporal, sino que es algo mucho más amplio.
Es importante recalcar que el motivo fundamental para elegir el 
celibato es el Reinado de Dios. En ciertos casos, el deseo de 
dedicarse a la proclamación y extensión del Reino, centrado en Jesús, 
es tan grande, que el individuo se ve absorbido por ello. La creación 
de una nueva sociedad según el modelo del Evangelio se convierte en 
el interés fundamental, y entonces, por eso, y sólo por eso, se 
renuncia al matrimonio y a la creación de una familia, a ejemplo de 
Jesús.
Si este ideal deja de constituir lo más importante, entonces el 
celibato pierde su sentido y se convierte en una limitación humana, en 
un empobrecimiento, en algo perjudicial para el que lo vive. Los 
peligros de convertirse en un solterón egoísta y neurótico serán 
entonces probablemente muy grandes.
Del mismo modo que la ciencia, la filosofía o el arte no exigen de 
suyo que el hombre renuncie a una familia, el Reino de Dios tampoco 
lo exige. Pero puede darse el caso de que alguien encuentre que así, 
a él particularmente, le va mejor para dedicarse más de lleno. 
Evidentemente, otros, con otro modo de ser, con otro "carisma" 
distinto, pueden servir al Evangelio y a Dios viviendo su sexualidad 
plenamente.

Preguntas para el diálogo
1. ¿Creemos nosotros que es posible y que es bueno que algunas 
personas guarden celibato? ¿Por qué?
2. ¿En qué consiste para nosotros el ideal del celibato?
3. ¿Cómo podemos ayudar los casados a los célibes para que 
vivan a fondo su vocación?

Epílogo: 

Familia y futuro de la humanidad

FAM/PERSONA-RAON: Cuando un niño nace, no está acabado de 
hacer; el niño, "se hace" del todo, no sólo por los alimentos que toma 
y los cuidados físicos que recibe, sino además -y esto es decisivo- por 
la relación que mantiene con los padres y con los demás miembros de 
la familia y de la sociedad ambiental. El cariño que los padres 
muestran al recién nacido, los sentimientos que experimentan hacia él, 
la acogida, la ternura o, por el contrario, la indiferencia, la apatía, la 
agresividad, todo eso y hasta los sentimientos más íntimos, se van 
grabando en la intimidad del niño de tal forma que todo eso es lo que 
va "haciendo" y configurando lo que será, durante toda su vida, el 
equilibrio humano del futuro varón o mujer. 
Mediante la familia, el niño pequeño se acomoda a las normas de 
comportamiento vigentes en una determinada civilización. La familia 
actúa, en todo tiempo y lugar, como el mejor instrumento de 
transmisión de las tradiciones, los criterios, y los convencionalismos 
de los padres. La vida y el trabajo de los hijos se determinarán por las 
normas transmitidas. Así es como cada sociedad y cada civilización se 
perpetúa, hasta el punto de que en eso reside una de las condiciones 
esenciales para la continuidad de la civilización y de la Historia. 
Esto quiere decir que la persona "se hace" en la familia. Y "se 
hace" en la familia, no sólo porque de los padres recibe la vida, sino 
además porque en la familia se forma y se organiza (o se deforma y 
se desorganiza para siempre) la vida de la persona.
Pero si el bebé tiene la desgracia de nacer en una familia donde la 
madre tiene sus necesidades afectivas descontroladas, o donde el 
padre es una persona excesivamente rígida y dominante, entonces las 
cosas se pueden complicar hasta el punto de que el hijo resulte un 
individuo más o menos desadaptado o enfermizo.
Un desarrollo sano y adecuado del niño exige no sólo la 
satisfacción de sus necesidades físicas, sino especialmente una 
atención y un amor personalizados. Los niños educados sin una 
auténtica familia muy difícilmente se adaptan a las condiciones de la 
vida adulta. 
Los hijos asimilan en el medio familiar cosas tan maravillosas como 
son el amor, la fidelidad, la responsabilidad, el compromiso por los 
pobres, la lucha por un mundo nuevo; pero con frecuencia asimilan 
también cosas tan negativas como son el elitismo puritano, el racismo, 
el machismo, el deseo de instalación y de lucro, la pretensión de subir 
sin importarles aplastar a los demás, la acomodación a los valores 
burgueses de la sociedad... 
La libertad de cada individuo con respecto a su propia familia es 
mucho menor de lo que normalmente nos imaginamos. Porque la 
familia no es sólo un grupo de personas determinadas a las que el 
sujeto se siente profundamente vinculado; es, además, un modelo de 
realizar la vida. Y sabemos que, en la mayoría de los casos, el 
individuo tiende a reproducir ese modelo.
Todo esto nos viene a decir que la vida de la familia en nuestra 
cultura y en nuestra sociedad es un problema muy serio. Más aún 
cuando tratamos de afrontar las exigencias de nuestra fe en Jesús 
hasta sus últimas consecuencias. 
Del modelo de familia que cultivemos y vivamos depende, ante 
todo, el futuro de la humanidad... Y para ello, la Biblia, y Jesús, en 
concreto, nos ofrecen una ayuda muy valiosa...


APENDICE: 

LA DOCTRINA MATRIMONIAL ANTES Y DESPUES DEL CONCILIO 

Por mucho tiempo en la Iglesia el matrimonio ha estado sumamente 
desvalorizado. Sólo se daba importancia a lo jurídico y a lo moral. Los 
valores bíblicos, teológicos y espirituales se mantenían marginados. 

Antes del Concilio
Según el antiguo Derecho Canónico (cánones 1012, 1013 y 1801) 
el matrimonio no era sino un contrato, basado en el consentimiento de 
dos personas, "por el cual ambas partes se dan y aceptan el derecho 
perpetuo y exclusivo sobre sus cuerpos, en orden a poner los actos 
que de suyo son aptos para la generación de la prole". Como se ve, 
se trata de una definición pobrísima y aun ofensiva: ¡Un contrato de 
cuerpos...! Como si la pareja fuera únicamente un instrumento 
mecánico para "hacer hijos". Se llegaba a mirar al matrimonio como 
"remedio contra la concupiscencia..." Se daban normas minuciosas 
sobre lo que se podía hacer y sobre lo que no estaba permitido. Pero 
rara vez se hablaba del amor conyugal, y menos aún de la 
espiritualidad y santidad matrimonial. La perfección cristiana estaba 
reservada sólo para los religiosos. 
En las primeras décadas del siglo actual hubo algunas reacciones 
positivas en torno a los valores matrimoniales y se comenzó a hablar 
del amor como elemento necesario para la vida conyugal. Por los 
años treinta algunos teólogos se atreven a señalar como fin primario 
del matrimonio el mutuo perfeccionamiento de los esposos y el amor 
mutuo. Esta enseñanza fue condenada por el Santo Oficio el 3 de julio 
de 1942. Pero, poco después, Pío XI la proclamó en su encíclica 
"Casti connubii". Dice así su número 8: 
"La formación interna recíproca de los casados, el cuidado asiduo 
por perfeccionarse mutuamente, puede llamarse en un sentido muy 
verdadero la causa y razón primera del matrimonio..." 
Pío XII volvió a repetir conceptos parecidos. Diversos teólogos los 
desarrollaron, como Guardini y Haring, Y Juan XXIII, en la "Mater et 
Magistra", registra afirmaciones aún más amplias sobre los valores 
matrimoniales y familiares. Hasta que al fin maduró el Concilio, con el 
que se inició una verdadera revolución espiritual en el campo del 
matrimonio y la familia. 
En el Concilio 
El Vaticano II se refiere expresamente al matrimonio y la familia en 
los siguientes documentos: 
- Constitución Luz de las Gentes (LG), nn. 11 y 47.
- Constitución Gozo y Esperanza (GE), nn. 47 al 52.
- Constitución sobre la Sagrada Liturgia, nn. 77 y 78.
- Decreto Optatam totius, n. 10.
- Decreto sobre la Actividad Apostólica (AA), n. 11.
En el Concilio, el amor pasa a ser esencial en el matrimonio: "Este 
amor, por ser eminentemente humano, ya que va de persona a 
persona con el afecto de la voluntad, abarca el bien de toda la 
persona y, por tanto, es capaz de enriquecer con una dignidad 
especial las expresiones del cuerpo y del espíritu y de ennoblecerlas 
como elementos y señales específicas de la amistad conyugal" (GE, 
49). La alianza matrimonial está encaminada a formar una comunidad 
de vida y de amor. El amor, según el Concilio, es la base, el 
fundamento, el alma de la vida matrimonial y familiar. 
Los números 48 y 49 de la constitución "Gozo y Esperanza" forman 
un himno maravilloso al amor matrimonial. Se canta la unión íntima 
entre los cónyuges; la ayuda y servicio mutuo; la donación y entrega 
del uno al otro. El amor abarca el bien de toda la persona. Asociando 
a la vez lo humano y lo divino, el amor lleva a los esposos a una 
mutua y libre donación de sí mismos, expresada en actos y tiernos 
afectos. El amor se perfecciona y se desarrolla por su misma 
generosa actividad; supera toda inclinación meramente erótica y 
convierte el acto sexual en mutua donación. 
El sacramento del matrimonio da al amor un carácter sobrenatural. 
"Este genuino amor conyugal es asumido en el amor divino y se rige y 
enriquece por la virtud redentora de Cristo... Los esposos cristianos, 
para cumplir dignamente sus deberes de estado, están fortalecidos y 
como consagrados por un sacramento especial, con cuya virtud, al 
cumplir su misión conyugal y familiar, imbuidos del Espíritu de Cristo 
que satura toda su vida de fe, esperanza y caridad, llegan cada vez 
más a su propia perfección y su mutua santificación y, por tanto, 
conjuntamente, a la glorificación de Dios" (GE, 48). Según este texto, 
matrimonio y amor están inseparablemente unidos. 
El amor es tan importante, que hay que cuidarlo y hacerlo crecer 
sin cesar. El número 50 usa expresiones como "cultivo del amor 
conyugal", "cultivo del amor fiel"... No basta casarse por amor. Al amor 
hay que cuidarlo y alimentarlo, regarlo y acariciarlo, para que crezca, 
se desarrolle y dé fruto. Ello es una obligación de toda pareja. 
La procreación no se antepone al amor, sino que es consecuencia 
de él (GE, 50). Y esta fecundidad ha de ser generosa, pero 
responsable. 
El amor conyugal ha de ser el testimonio más preciado que deben 
dar los esposos cristianos ante sus propios hijos y ante el mundo 
entero: "De esta manera ofrecen a todos el ejemplo de un incansable 
y generoso amor, contribuyen al establecimiento de la fraternidad en 
la caridad y se constituyen en testigos y colaboradores de la 
fecundidad de la madre Iglesia..." (LG, 41). 
Este amor los debe llevar a un compromiso activo y dinámico, de 
forma que influya en el propio ambiente, trabajando por el cambio 
social, político, económico y religioso (GE, 75 y AA, 14). Deben 
colaborar con los hombres de buena voluntad para promover la paz, 
la justicia y la verdad (AA, 14). De esta forma, los esposos, con su 
testimonio de amor fuerte y fecundo, contribuirán a la extensión del 
Reino que Cristo vino a implantar en la tierra. 
Después del Concilio
Como eco y respuesta al Concilio fueron apareciendo poco a poco 
otros documentos importantes. 
En julio de 1968 Pablo VI publicó una encíclica sobre la "Vida 
Humana", acerca de la regulación de la natalidad. 
En 1979 el episcopado latinoamericano publicaba sus documentos 
de Puebla. Sobre el tema matrimonial y familiar se habla en los 
números 568 al 616. Afirman que "el matrimonio es una alianza a la 
que se llega por vocación amorosa del Padre que invita a los esposos 
a una íntima comunidad de vida y de amor... Un amor, así entendido, 
en su rica personalidad sacramental, es más que un contrato; tiene 
las características de una alianza" (P. 582). 
A finales de 1980 se celebró en Roma un sínodo dedicado a la 
"Misión de la familia cristiana en el mundo moderno". Fruto suyo fue la 
exhortación apostólica de Juan Pablo II "Familiaris Consortio", de 
noviembre de 1981. 
En ella se insiste de una manera hermosa en la importancia del 
amor conyugal y familiar: "El amor es la vocación fundamental e innata 
de todo ser humano... El amor abarca también el cuerpo humano y el 
cuerpo se hace partícipe del amor espiritual" (FC, 11). "Así como sin 
el amor la familia no es una comunidad de personas, así también sin 
el amor la familia no puede vivir, crecer y perfeccionarse como 
comunidad de personas" (FC, 18). "El matrimonio propone de nuevo 
la ley evangélica del amor, y con el don del Espíritu, la graba más 
profundamente en el corazón de los cónyuges cristianos..." (FC, 63).
La fecundidad aparece como "el fruto y el signo del amor conyugal, 
el testimonio vivo de la entrega plena y recíproca de los esposos" (FC, 
28).
Quedan superados antiguos desprecios, al reconocer por igual 
"dos modos específicos de realizar integralmente la vocación de la 
persona humana al amor: el Matrimonio y la Virginidad. Tanto el uno 
como la otra, en su forma propia, son una concretización de la verdad 
más profunda del hombre, de su 'ser imagen de Dios'" (FC, 11). "El 
matrimonio y la virginidad son dos modos de expresar y de vivir el 
único Misterio de la Alianza de Dios con su pueblo. Cuando no se 
estima el matrimonio, no puede existir tampoco la virginidad 
consagrada; cuando la sexualidad humana no se considera un gran 
valor donado por el Creador, pierde significado la renuncia por el 
Reino de los cielos " (FC, 16). 
Con toda claridad se afirma que el matrimonio es un "sacramento 
de mutua santificación". Y "de ahí nace la gracia y la exigencia de una 
auténtica y profunda espiritualidad conyugal y familiar..." (FC, 56), 
espiritualidad que es todo un reto a construir.
Se insiste también en la necesidad de que la familia se abra a los 
demás (FC, 21), en desempeño de una función social y política (FC, 
44), orientada a la construcción de un nuevo orden internacional (FC, 
48).
El nuevo Derecho Canónico, publicado en 1983, aun dentro de su 
propio juridicismo, da una nueva definición de matrimonio: "La alianza 
matrimonial, por la que el varón y la mujer constituyen entre sí un 
consorcio de toda la vida, ordenado por su misma índole natural al 
bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole, fue 
elevado por Cristo Nuestro Señor a la dignidad de sacramento entre 
bautizados" (1055).

BIBLIOGRAFIA
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Popular Granada. 
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femenino: una meditación teológica. 
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No cometerás adulterio. 
X. Leon-Dufour, Vocabulario de Teología Bíblica, Barcelona 1982, 
pgs 850-854: Sexualidad.

JOSÉ LUIS Caravias