La familia, lugar de transmisión de la fe

 

 

 Mari Patxi AYERRA
Sal Terrae, mayo 2003

 

 

Asusta el silencio y asusta la celebración

 

Vivimos tiempos de poco silencio, asusta la espiritualidad, y andamos siempre en la superficialidad de las cosas y de las relaciones. Se reflexiona poco, se vive el presente para disfrutarlo, y también se vive mucho para tener, en vez de ser. Los nuevos ídolos como el trabajo, el dinero y el éxito han apagado esa necesidad del ser humano de construir la propia historia personal, y eso nos distrae también del encuentro sosegado con Dios. Se dejan las cosas religiosas para momentos puntuales en los que la gente celebra una boda, asiste a un bautizo o a un funeral, y luego comenta la celebración o la liturgia de la misma manera que se puede comentar la película al salir del cine.

 

Pero, si uno sabe abrirse al silencio, acaba por recibir una respuesta. Ésta sobreviene como un estado interior distinto del que se tiene habitualmente. Se trata de una alegría interior, una paz profunda y una gran libertad que le hace a uno sentir que hay Alguien que acompaña su vida.

 

Igualmente necesitamos espacios para compartir nuestros proyectos personales y celebrar juntos lo cotidiano y lo especial. Hay que buscar momentos de familia, fechas especiales, crear hábitos o tradiciones de ocio, espirituales o solidarias. Contar las dudas y tentaciones que se tienen de abandonar el propio proyecto personal y las ofertas seductoras que se reciben. La familia se fortalece y se hace bloque común al compartir los mismos valores y estilo de vida. Las alegrías y las dificultades que conlleva la vida de toda persona se hacen más fáciles cuando son compartidas y celebradas, es contando con la presencia de Dios en nosotros en los buenos v en los malos momentos.

 

Ahí es donde creo yo que hay que utilizar toda la capacidad pastoral creativa, cercana y contagiosa, para aprovechar esa asistencia social a una celebración o la preparación de una liturgia, para entusiasmar con la vivencia de Dios y ofrecerla como proyecto de liberación ilusionante que ayude a borrar imágenes caducas y renovar el encuentro con el Señor o el deseo de buscarlo.

 

He asistido a celebraciones vivas, cálidas, proféticas, que han tocado el corazón de los alejados, que quizá acudían sólo por cumplir. Aplaudo a tanta gente que se toma mucho interés en preparar la celebración y los símbolos que faciliten la participación, que presentan a un Dios cercano y liberador. Creo que el reclamo de los jóvenes va por ahí.

 

Hemos de actualizarnos en estos tiempos que corren y saber utilizar los avances de la técnica y los medios de comunicación de forma agradable y atrayente. Y como los hijos de las tinieblas son más sagaces que los de la luz, a la hora de utilizar los medios de comunicación hemos de ser profetas del siglo XXI e inventar formas nuevas de responder a la pregunta quién es Dios y anunciarla y anunciarlo, de celebrar y compartir la experiencia de Dios que llena de sentido al que la vive.

 

No es que se me haya escapado el tema de que es la familia la que transmite la fe, sino que estoy dando marcha atrás para ver quién forma a esa familia, quién le aporta recursos para que lo haga bien, quién la ayuda a hacerse adulta, a vivir una fe viva, pues en el fondo también la familia está tocada del cambio de valores de la sociedad.

 

 

La familia, primera comunidad creyente

 

Creer es adoptar una forma de vivir; y como a vivir se aprende en los primeros años y en familia, es ahí donde la persona vive la primera comunidad creyente. En ella se transmite a los hijos que Dios está con ellos, en su rincón secreto, en el trabajo y en el cansancio, en la alegría, en el dolor, en los éxitos y en los fracasos. Se les contagia la capacidad de encontrarlo en soledad y entre la multitud y se les impulsa a comprometerse en facilitar la vida a los otros y en construir el Reino de Dios, ese estilo de vida en el que todos seamos felices.

 

En la familia es donde se adquiere el hábito de los pequeños gestos de amor y de ternura, los sacrificios que benefician al otro, las generosidades y el compartir. También en la vida familiar se aprende a cuidar, ya desde muy niño, a reír, a trabajar y a descansar. Tienen que saber los niños que Dios es el impulso que nos lanza hacia los demás y nos convierte en un permanente regalo.

 

La base de la familia es el amor; se vive en familia para ayudar a que todos cumplan, a que cada uno sea él mismo y pueda cubrir sus necesidades básicas. Cuando todos tienen cubiertas sus necesidades físicas, de vivienda, vestido, alimento y descanso, hay que ocuparse también de las necesidades mentales de cada persona que son:

 

Amar y ser amado: Que se sienta querido y aprenda a decir el cariño. También la comunicación con Dios es una historia afectiva que, cuando se expresa y se celebra, alegra el corazón y dinamiza la vida de la familia. Hablar a los niños del amor de Dios les da seguridad; rezar por otras personas les contagia fraternidad; compartir les enseña solidaridad y justicia; acostarles explicándoles que Dios está dentro de ellos y les envuelve con su amor les sana de todos sus miedos y les alegra el corazón, al sentirse personas habitadas. Dar gracias a Dios por ellos aumenta su autoestima y seguridad para la vida. Saberse amados por Dios les ayuda a gozar del abandono en Él. A los adultos nos ocurre lo mismo que a los niños en relación con Dios: cuando lo compartimos con otros, nos fortalecemos en la fe y en la lucha por la justicia y la construcción del Reino de Dios, y la familia posee en sí misma capacidades para sanar a todos.

 

Ser válidos: Valorar unos y otros el trabajo de los demás, agradecer los detalles, expresarlo con frecuencia y, desde muy niños, enseñarles que todos somos valiosos en la vida familiar, ya que todos aportamos algo, sea material, afectivo, relacional... Cada cual tiene su papel en ese engranaje que es la familia, y hay que explicitarlo para que unos y otros, en las diferentes edades que se comparten en el hogar, saquen lo mejor de sí mismos para aportar a la vida familiar y, desde allí, al mundo exterior. La vida familiar es una fuente de seguridad y autoestima o puede llegar a ser todo lo contrario, si no se valora lo que cada uno es en sí mismo y aporta al común. Y como estamos en el tema religioso, hay que agradecer al que ha provocado una oración o una participación en algún acto solidario, o bien ha hecho que todos recordáramos en la oración algo o a alguien. Muchos compromisos sociales familiares han llegado a la familia por unos hijos a los que el evangelio ha impulsado a comprometerse. Eso hace sentirse válidos a unos y a otros, al vivir la justicia y la construcción del Reino de Dios.

 

Ser autónomos: El valor de la autonomía, es decir, el que la familia promueva la independencia de sus miembros, es una cualidad importante que sana a los individuos. Somos seres en relación, hemos nacido para el encuentro; pero también cada cual es un ser único e irrepetible, que la familia tiene que potenciar. Cuando «de un clan salen clones», es mala señal. La familia debe impulsar la diferencia y vivirla como enriquecimiento. Cada uno nace con unas cualidades, unos carismas o unos valores. La familia ayudará a que ese miembro crezca y se desarrolle, y también a que viva su propio proceso vital y espiritual, que no tiene porqué ser igual al de los demás.

 

Pertenecer: Necesitamos sentir que pertenecemos a los nuestros, que nos echan de menos, que somos parte de su vida, de una cultura y de una forma de vivir. Pero también la vida familiar nos ayuda a pertenecer a grupos que nos relacionan con otras personas, nos socializan y nos complementan. La pertenencia a la iglesia, al grupo de amigos, al colegio o a la parroquia nos enriquece como personas. Rezando junta, la familia construye un entramado sutil de relación que hace sentir un impulso de vida y cercanía, así como de envío a ser buena noticia, a vivir cada uno su misión, a salir a contarlo a otros. Cuando en la vida espiritual la familia se pide perdón, se sanean las relaciones y se fortalecen los vínculos. Se me olvida el humor. El reírse juntos en la vida familiar es de las cosas que más sanan. Hay que tomarse a uno mismo menos en serio, bromear con los propios defectos e incongruencias y, así, dejarse cuestionar por los otros, sin susceptibilidades ni malos humores.

 

Y otro sentido de pertenencia que tenemos los creyentes es que formamos parte de la iglesia, la gran familia de los hijos de Dios, y que, además, no podemos vivir en comunión íntima con Jesús sin ser enviados a nuestros hermanos que pertenecen a esa misma humanidad, a esa familia que Jesús aceptó como suya y que es obligación de todos hacerla mensajera de liberación para el ser humano y oferta de compromiso por la justicia para todos los cristianos.

 

Sin duda, cuando una pareja siente que Dios forma parte de su amor, se les nota, lo expresan y lo transmiten a los hijos, y éstos sienten que viven siempre acompañados, que se reza, se bendice, se comenta, se cuestiona y se celebra la vida. Y en muchos casos estos padres jóvenes han tenido un encuentro con Dios ya en su niñez, en una familia religiosa. Además, el vivir la fe les mantiene en unos valores y un talante solidario, comunicativo y fraterno, que les impulsa a crear el reino de Dios aquí y ahora, viviendo en solidaridad y justicia. Y si también tienen la suerte de tener una comunidad con la que compartir su vida, su fe y su compromiso posterior, será un impulso para crecer juntos, aun conservando cada cual su propio estilo personal y único.

 

 

 

Otra manera de vivir

 

Cuando una familia vive una auténtica relación con Dios, una fe que impulsa su vida, se siente invitada a otro estilo de vida que se le irá notando en su libertad. No necesitarán tantas cosas como las demás personas, y su talante será más desprendido. Su casa estará más abierta, estarán más dispuestos a compartir todo lo que tienen y son. Su manera de invitar será sencilla y acogedora. A la hora de elegir su ropa, se sentirán menos manejados por las modas y más libres para reutilizar y cuidar lo que usan, para que les sirva a otros. Y lo mismo ocurrirá con sus libros y material escolar, que lo cuidarán para compartirlo y llegue a otros en el mejor estado posible. No se estancarán en la rutina de la vida, de las relaciones ni de su relación con Dios, sino que unos a otros se mantendrán despiertos e ilusionados, abiertos y atentos a Dios y a los hermanos.

 

Y como saben que Dios nos ha creado para la felicidad y la plenitud, y su deseo es que seamos ese ser único que estamos llamados a ser, que desarrollemos todas nuestras capacidades, se ayudan unos a otros a «cumplirse», a ser lo mejor posibles. Así se dinamizarán hacia la plenitud y la felicidad, que es Dios. Al tener una escala de valores diferente, cubrirán sus necesidades básicas, pero desearán menos cosas y podrán trabajar menos horas para tener más tiempo para «hacer familia» y para comprometerse en la mejora de la sociedad. En estas familias impulsadas a amar al estilo de Jesús, se dirán el cariño entre unos y otros, lo que favorecerá su salud mental, ya que en muchas familias se quieren, pero no saben verbalizarlo.

 

También las dificultades como la enfermedad, la muerte, el desempleo y otras, vividas y compartidas en la familia, fortalecen la fe y la madurez de todos y cada uno de ellos. Todos ellos se ven diferentes desde una dimensión religiosa, que ayuda, no a pedir a Dios que cambien las cosas, sino a que su compañía facilité el vivirlas o anime a una mayor generosidad, sensibilidad y fortaleza.

 

De estas familias que tienen valores comunes y que hablan la vida brotará la risa y la carcajada, que es el síntoma de la gente feliz; disfrutarán al estar juntos y tendrán cuidado de que todos ellos tengan también tiempo y espacio para su intimidad. La oración será un alimento fuerte para todos y cada uno de ellos, lo que les enviará a ser buena noticia allá donde estén. Y toda esa fuerza vital que Dios pone en cada uno de nosotros, sumada así en familia, parece que, en vez de sumarse, lo que hace es multiplicarse... Quizás estoy siendo demasiado optimista... ¿o serán mis sueños los que me hacen escribir todo esto?

 

 

Despertar la fe en mis hijos

 

Si al término de mis días hubiera conseguido que mis hijos vivieran con su fe despierta, es decir, gozando de una relación habitual con Dios, podría decir que habría logrado la mayor ilusión de mi vida. Pero he de reconocer que esto no es nada fácil.

 

Y esta preocupación la he compartido con cantidad de madres y padres (bueno, más bien madres, ya que, no sé por qué demonios, siempre somos las madres las que ponemos un mayor énfasis en los temas de Dios).

 

A los hijos intenta uno darles una buena alimentación, pone cuidado en que se tomen el zumo mañanero; del mismo modo, pone interés en transmitirle hábitos de higiene y de orden, y tantas otras cosas necesarias para su mejor calidad de vida. Para mí, de todas las cosas que he intentado dejar a mis hijos como herencia, la primera y principal sería el contagiarles la experiencia de Dios, el que vivieran sabiéndose profundamente amados por Dios y gozaran de esta relación.

 

Sólo quien tiene hijos puede entender cuánto duele verles alejados de Dios. Después de haber puesto sumo cuidado en presentarles a Dios, en enseñarles que les ha soñado felices, en hacerle compañero de su vida, en su catequesis, en sus celebraciones, llega un día en que tus hijos, esos bandidos que parece que al principio aceptan tus valores, comparten tu oración y sienten, como tú, que Dios Padre los tiene abrazados por detrás y por delante, de pronto se cuestionan a ese Dios, les parece una teoría anticuada, una relación infantil o algo caduco y trasnochado. Da igual que lo digan o no, da igual que expresen lo que sienten o pongan cara de indiferencia escéptica... El caso es que, más tarde o más temprano, los hijos «se borran» de la fe de los padres para encontrar la suya. Y mientras no han abandonado la nuestra, aquella que aceptaron por hábito o por cariño a nosotros, no pueden reelegirla por ello mismos. Y para apuntarse a algo, primero hay que borrarse. Aunque duela, aunque a los padres nos sangre el alma ver que nuestro hijo vive una temporada de «orfandad espiritual», hay que respetarle su decisión de abandonar nuestra fe para encontrar la suya, ya que su vida no nos pertenece.

 

La labor catequética de los primeros años creo que es la más importante; a partir de la adolescencia sólo les sirve nuestro hacer, más que nuestra palabra. Esperemos que aquella semilla que plantamos florezca algún día. Yo confieso haber puesto un enorme cuidado en contagiar la fe a nuestros hijos, haber dado mil vueltas hasta encontrar los libros más apetecibles, haber preparado la catequesis con todos los adultos de la comunidad, haber cuidado las celebraciones y mil cosas más. Estoy realmente contenta de algunas de ellas que me gusta compartir, como son el haber vivido convivencias en las que nuestras celebraciones familiares eran algo realmente vital y profundo, de las que salíamos todos fortalecidos en la fe, unidos y comprometidos. Los adultos nos bajábamos a la altura de los pequeños, en momentos, y los pequeños tiraban de nosotros hacia una mayor coherencia y autenticidad. Recuerdo como especiales las celebraciones penitenciales en las que compartíamos nuestros fallos personales y familiares y de las que más de una vez nosotros, los padres, salíamos «trasquilados», pues los hijos se daban perfecta cuenta de nuestras incoherencias o fallos repetidos una y mil veces. El pedirnos perdón unos a otros nos ayudaba a mejorar y a disculparnos mutuamente.

 

El rezar juntos en momentos especiales o el bendecir la mesa hace que Dios sea una presencia constante en nuestra vida familiar. El poner cuidado en que nadie comience a comer mientras no hayamos rezado, incluso cuando viene alguien invitado y nota el gesto de esperar hasta agradecer a Dios y recordar a los hermanos. También es un momento bonito que nos universaliza el corazón, pues entre unos y otros siempre se trae a la mesa a los hermanos queridos, a los de la última noticia de televisión, a los cercanos y a los lejanos. Y lo que a uno se le olvida se le ocurre al otro, y así la familia nos empuja a todos a la solidaridad, a la fraternidad, a estar al día en lo que pasa cerca y no tan cerca. Hoy nos hace reír ver a un nieto pequeño que dice varias veces amén cuando nos ve recogidos en actitud de recogimiento, para que terminemos de bendecir y empecemos pronto a comer.

 

Estamos suscritos a una hoja dominical que nos trae cada domingo las lecturas y reflexiones. Es algo que «anda por casa» y ha creado el hábito de su lectura, como la prensa del fin de semana (bueno, algo menos de lo que a mí me gustaría). Nos acerca los textos del domingo, nos ayuda a la reflexión, y cualquiera la puede utilizar con su grupo o sus amigos. Cuando salimos al campo, a mí me encanta «invitarnos» a las reflexiones evangélicas, igual que nos gusta parar en un pueblo cercano a tomar unos torreznos (queda un poco mal la comparación, ¿no?; demasiado prosaica quizás...). De todas formas, cuando los hijos se emancipan y cambian de hogar, les regalamos una suscripción vitalicia a la citada hoja dominical, por si acaso les da amnesia espiritual, y queremos que las cosas de Dios anden por ahí en medio, recordándoles lo esencial de la vida.

 

Algo que creo que también puede despertar en los hijos el deseo de vivir cerca de Dios es que nos vean orar y que descubran la importancia que tiene en nuestra vida la oración. Me gusta cuando un hijo entra en mi cuarto y ve, o simplemente nota, que estoy en oración, y dice: «Perdón... sigue, que no es importante»; o «te interrumpo un momento...». Saben ellos que mi fuente de energía es Dios, y lo respetan y valoran. De paso, yo siento que estoy compartiendo con ellos lo que más valor tiene en mi vida, mi gran tesoro, el secreto de mi felicidad, lo que me produce el gozo completo.

 

Estoy convencida de que la fe, como las enfermedades, no las contagia el que más sabe de ellas, sino el que tiene el virus. En las cosas de Dios, no contagia la fe el que más ha estudiado, sino el que tiene la experiencia de comunicación con Él. Por eso hay que contar a los hijos, al tiempo que vivirla, nuestra amistad con Dios, para que ellos la valoren, la descubran y la saboreen.

 

A veces somos demasiado pudorosos para compartir nuestra amistad con Dios. Hablamos poco de ella, la guardamos en el último hondón del alma, y lo que se manifiesta es poco apetecible. Yo me acuso de ser osada en estos temas, atrevida, incluso poco pudorosa, pues me gusta ir a despertar a un hijo y decirle: «Te invito a la lectura de hoy...», y leerle un poco o compartir con él la idea principal del evangelio. Pero también se lo grito tras la puerta del baño, o lo leemos cuando vamos juntos de camino a algún sitio.

 

Bueno, no creáis que soy una pesada con estos temas; siempre van mezclados de otras carcajadas, risas y confidencias. Creo que la comunicación es algo que cuidamos, y por eso es más fácil compartir las cosas de Dios. También es necesario hablar del Dios en el que no creemos, para fortalecer y aclarar nuestra fe, para ser unos cristianos adultos y para tener recursos y respuestas ante las situaciones de la vida y ante otras ofertas y otros dioses.

 

Tenemos que encontrar la mejor forma de transmitir la fe a los hijos; tenemos que buscar la manera de que les acerque a lo mejor de la vida. Que logren hacer suyo ese encuentro y esa forma de vivir que debe caracterizar a un cristiano. Y ser padres nos hace dar vueltas y vueltas a la cabeza hasta encontrar respuestas para todo. Su ropa, su habitación, su salud, sus estudios, su aspecto, su... su todo, y gastamos mucho tiempo y mucha energía en cantidad de temas, y a veces los temas de Dios los dejamos en manos de otros y no le ponemos la ilusión ni la creatividad necesaria para vendérselo como algo nuestro, apetecible y fantástico.

 

Yo le doy mucha importancia a este asunto. He cometido cantidad de aciertos y errores, y los resultados han sido... de todo tipo. Al final sólo me queda ponerlos en manos de Dios, como la mujer del Zebedeo, y decirle una y mil veces: «Señor, Tú tienes más interés en ellos que yo misma, así que métete en su corazón, sé su amigo principal, ocúpate Tú de que vivan la vida contigo y... perdona que sea pesada, pero mañana te lo volveré a recordar».

 

 

Para concluir: algunas orientaciones prácticas

 

Para compartir más experiencias personales y a título anecdótico, por si a alguien le sirven, en Navidad fabricamos una especie de barajita, con una frase del evangelio en cada carta; le pusimos por detrás el dibujo de un regalo y la plastificamos. Fue un regalo de navidad que preparamos para nuestros hijos. Más tarde, cuando descubrimos lo «apostólica» que era, la hemos seguido repartiendo. La utilizamos para ver qué regalo nos dice Dios a cada uno en ese momento. Y nos ayuda a hacer una reflexión o un comentario evangélico, lo mismo en la vida familiar que visitando a un enfermo, en una juerga o en un paseo por el campo.

 

También en Navidad les., envío a mis nietos una carta navideña, donde les cuento quién es el niño que nace y cuánto nos ama. Otra tradición familiar consiste en añadir entre los regalos de Navidad un ejemplar del evangelio diario anual, el cual va acompañado de un folleto de instrucciones, como si se tratara de una medicina. Es otra forma de decirles más de lo mismo. Por si os sirve, ahí va:

 

 

 

EVANGELIO DIARIO

(grageas)

 

COMPOSICION: Extracto de evangelio para tomar en pequeñas dosis diarias.

 

INDICACIONES: Tratamiento de la vida, estados carenciales de optimismo, salud mental, claridad de ideas y solidez interior fuerte. Le pone a uno en contacto con lo mejor de sí mismo. Potencia el estado de plenitud, armonía y felicidad.

 

CONTRAINDICACIONES: No se conocen, salvo en ateos alérgicos.

 

POSOLOGIA Y MODO DE EMPLEO: Se recomienda una dosis diaria mínima, aunque fortalece el usarlo habitualmente en mayor medida. No basta con ingerirlo. Debe saborearse, profundizarse, dejarse cuestionar la propia vida y dinamizarse.

            ADULTOS: nunca menos de una toma diaria.

            NIÑOS: conviene ayudarles a digerirla.        

            JÓVENES: Una vez entusiasmados con la dosis, son más constantes que los adultos.

            ANCIANOS: Facilita la autorreflexión, la calma, la ilusión, la vitalidad y el encuentro      reposado y amoroso con la enfermedad y con el Padre.

 

SOBREDOSIS: En caso de ingerir una dosis excesiva, puede ocurrir que no se digiera y saboree, por lo que no es recomendable. Apenas produce intoxicación, únicamente la pérdida de su intenso valor.

 

ADVERTENCIAS: Este producto es conocido desde la antigüedad, pero pocos conocen su enorme valor energético y su ilimitada capacidad multiplicadora y profética. No dude en recomendarlo.

 

CADUCIDAD Y CONSERVACION: No precisa condiciones especiales de conservación, pues está siempre de plena actualidad y es adaptable a cualquier momento, situación y lugar.

 

RECUERDE QUE ESTE MEDICAMENTO DEBE MANTENERSE AL ALCANE DE LOS NIÑOS, LOS ANCIANOS, LOS VECINOS, LOS AMIGOS...

 

 

¡Ah! Y como esto de transmitir la fe a los hijos nos resulta tan difícil hacerlo, además de esforzarnos con mucha paz interior, pongámoslos muy a menudo en manos de Dios, que les quiere mucho más que nosotros, aunque no esté levantado la madrugada del viernes, esperando su regreso a casa, pero que les tiene abrazados por delante y por detrás y tiene su nombre tatuado en la palma de su mano.