Un jefe quiere
que el empleado sea eficaz en su trabajo. Una madre quiere que
su hijo se porte bien y estudie. El responsable del tráfico
quiere que los automovilistas cumplan con el código. Todos
quieren que los suyos tengan un buen comportamiento.
Todos ellos
están motivados. ¿Cómo hacer que lo estén también los otros?
El castigo no produce
motivación
sino movimiento
El primer
recurso, quizás el más instintivo, es la amenaza del castigo. Pero
la amenaza del castigo sólo podrá conseguir que el otro se mueva.
El castigo no produce motivación sino movimiento. La única persona
motivada es la que amenaza.
Lo malo es que
después de la amenaza, si el otro no se doblega y se atreve
finalmente a infringir la norma, hay que llegar al castigo real.
Porque una amenaza que nunca se plasma en castigo es por completo
estéril, deja de ser creíble y no surte efecto ni en un niño.
El castigo puede
ser físico o psíquico. El primero se ejerce con una vara, un
talonario de multas, un expediente... El segundo tipo de castigo
puede ser todo lo sofisticado y cruel que se quiera. Desde
encerrarse en un total mutismo, hasta dirigirle una frase
despectiva o una mirada de desprecio.
El orden que
establece el castigo es altamente inestable. El profesor no puede
ausentarse ni mirar para otro lado, porque corre el peligro de que
los pupilos hagan cualquiera de las suyas. En cuanto vemos a lo
lejos al guardia de tráfico, levantamos el pie del acelerador.
Pero volvemos a las andadas tan sólo un poco más tarde.
Pero lo peor del
castigo son los efectos secundarios. Y el primer efecto secundario
es que deja huella. La huella corporal o económica del castigo
físico va a borrarse antes que la huella que produce en el
interior del individuo. A la postre, todo castigo físico no
aceptado se convierte en castigo psíquico. Y la huella se llama
depresión o resentimiento, una huella quizás indeleble.
Se corre además
el riesgo de que el castigado se rebele ante el castigo. Y que
vuelva a delinquir sólo por llevarnos la contraria, siempre que no
estemos delante, o incluso estando presente, sólo por molestar.
Puede que se atreva a declararse abiertamente insumiso.
La rebelión ante
el castigo exigirá un nuevo y mayor castigo. Estaremos abocados a
una espiral hostil, con provocaciones de una y otra parte cada vez
más graves. Hasta que se produce la total ruptura de la relación y
el empleado es despedido, el alumno cambia de colegio, el hijo se
marcha de la casa...
La dinámica del premio desemboca
en
una espiral de regalos
Cuando uno trata
de inmiscuirse de alguna forma en la vida de otro, cuando alguien
quiere gozar de influencia y poder sobre una persona o sobre un
grupo, es fácil que recurra a la estrategia del premio. Es más
refinada.
Se le promete
algo que no tiene. La promesa del premio. Con los premios y los
incentivos, con las promesas del ascenso o del regalo, el sujeto
se mueve. No hay que concederlo todo de golpe sino en pequeñas
dosis. Para que se mantenga dependiente.
El palo y la
zanahoria. Una hábil combinación de castigos y premios y el burro
no parará de dar vueltas a la noria. Se le amenaza con quitarle lo
que acabamos de darle. Aún más sutil, se le promete algo y en
seguida se le amenaza con no cumplir la promesa. Este último
recurso es además muy económico.
El premio resulta
decisivo en un medio de máxima pobreza, pero mantendrá su eficacia
en un caldo de cultivo consumista, mientras más necesidades se
logren despertar en el otro.
El poder basado
en premios o castigos se resquebraja en cuanto la sociedad va
mejorando el nivel de vida y desarrollo y la presión social impide
su arbitrario ejercicio. La eficacia del poder impuesto está en
relación inversa a la confianza que la persona tenga en sí misma.
La dinámica del
premio desemboca en una espiral de regalos. Cada vez el premio ha
de ser mayor o más frecuente. Las primas se vuelven inoperantes.
Los incentivos se consideran parte del sueldo y no hacen mella. La
dependencia se invierte: el dominador termina siendo
esclavo.
La receta de la auténtica motivación
La conocida
escala de necesidades de Maslow establece una serie progresiva de
motivaciones: en cada fase de la vida, echamos en falta algo y
luchamos por conseguirlo. En primer lugar, tratamos de cubrir las
necesidades vitales, luego las sociales, por último las más
íntimas y personales.
Las primeras
motivaciones son extrínsecas, se hace una cosa para conseguir otra
distinta. Se trabaja para comer. Las motivaciones de orden
superior serían intrínsecas. En el mismo trabajo se encuentra la
satisfacción personal.
La mejor
motivación del estudiante vendrá cuando estudie para saber y no
para obtener unas buenas notas. O la del conductor que cumple las
normas por propio convencimiento y no por evitar la multa.
La posibilidad de
alcanzar el éxito nos motiva a poner los medios. Porque si por el
contrario sabemos que va a ser inútil nuestro esfuerzo,
desistimos. La esperanza es un ingrediente necesario de la
motivación.
Esta es la receta
de la auténtica motivación, la síntesis. Necesitamos algo, o al
menos lo sentimos así. Lo queremos y lo podemos lograr. Nos
movemos para conseguirlo. Y lo hacemos conscientemente, conforme a
nuestros criterios, libremente, porque esa es nuestra voluntad.
No nos movemos al
son de una flauta. El motor lo llevamos dentro.
Por supuesto,
también nos movemos –verdaderamente motivados- cuando se pone en
peligro cualquiera de nuestras pasadas conquistas. Eso que
teníamos antes sin apenas percatarnos de su existencia y que su
falta repentina acaba de convertir en nuestra noticia de primera
plana.
En todo caso, la
motivación es fruto de una dialéctica personal. Muy personal e
intransferible.
La motivación del cristiano
La catequesis
cristiana hace mucho tiempo que dejó de ser tremendista. Ha sido
una evolución natural, casi imperceptible, acorde con los
nuevos tiempos. Atrás quedó, en un borroso recuerdo, la imagen de
un predicador que desde el púlpito se encendía en alegatos y
amenazas del castigo eterno.
Hoy se predica el
amor a Dios-Padre. No se insiste en el temor a Dios, porque es
suficiente con el amor y el respeto que se merece un buen padre.
El mensaje
evangélico se ha quintaesenciado. La predicación cristiana de hoy
se polariza en la responsabilidad de cada uno frente a nuestros
compañeros de viaje. La voluntad de Dios es que nos queramos unos
a otros.
La salvación
eterna sigue siendo la meta final, pero ha dejado de ser la
auténtica motivación. Vendrá por añadidura, vendrá pero sin
merecerlo. Porque no es cuestión de reunir méritos y cubrir un
test. Nadie exige nada a Dios. Dios nos acoge libremente en su
casa. Es un puro regalo de Dios.
No hay que hacer
el bien por interés propio. En realidad, no es posible amar a los
demás sin sentirlo de verdad, sólo por ganar el premio prometido.
Esta es hoy
nuestra motivación para tratar de ser sencillamente cristianos. No
nos mueven castigos ni premios. Nos encandila la personalidad de
nuestro líder Jesús y nos motiva la ingente tarea de hacer más
humano este mundo.