RELACIONES HUMANAS   

                             
                               cristianos siglo veintiuno
 

 


    CASTIGOS Y PREMIOS
       

Un jefe quiere que el empleado sea eficaz en su trabajo. Una madre quiere que su hijo se porte bien y estudie. El responsable del tráfico quiere que los automovilistas cumplan con el código. Todos quieren que los suyos tengan un buen comportamiento.

Todos ellos están motivados. ¿Cómo hacer que lo estén también los otros?

El castigo no produce motivación                             

sino movimiento

El primer recurso, quizás el más instintivo, es la amenaza del castigo. Pero la amenaza del castigo sólo podrá conseguir que el otro se mueva. El castigo no produce motivación sino movimiento. La única persona motivada es la que amenaza.

Lo malo es que después de la amenaza, si el otro no se doblega y se atreve finalmente a infringir la norma, hay que llegar al castigo real. Porque una amenaza que nunca se plasma en castigo es por completo estéril, deja de ser creíble y no surte efecto ni en un niño.

El castigo puede ser físico o psíquico. El primero se ejerce con una vara, un talonario de multas, un expediente... El segundo tipo de castigo puede ser todo lo sofisticado y cruel que se quiera. Desde encerrarse en un total mutismo, hasta dirigirle una frase despectiva o una mirada de desprecio. 

El orden que establece el castigo es altamente inestable. El profesor no puede ausentarse ni mirar para otro lado, porque corre el peligro de que los pupilos hagan cualquiera de las suyas. En cuanto vemos a lo lejos al guardia de tráfico, levantamos el pie del acelerador. Pero volvemos a las andadas tan sólo un poco más tarde.

Pero lo peor del castigo son los efectos secundarios. Y el primer efecto secundario es que deja huella. La huella corporal o económica del castigo físico va a borrarse antes que la huella que produce en el interior del individuo. A la postre, todo castigo físico no aceptado se convierte en castigo psíquico. Y la huella se llama depresión o resentimiento, una huella quizás indeleble.

Se corre además el riesgo de que el castigado se rebele ante el castigo. Y que vuelva a delinquir sólo por llevarnos la contraria, siempre que no estemos delante, o incluso estando presente, sólo por molestar. Puede que se atreva a declararse abiertamente insumiso.

La rebelión ante el castigo exigirá un nuevo y mayor castigo. Estaremos abocados a una espiral hostil, con provocaciones de una y otra parte cada vez más graves. Hasta que se produce la total ruptura de la relación y el empleado es despedido, el alumno cambia de colegio, el hijo se marcha de la casa...

 

La dinámica del premio desemboca en             

una espiral de regalos

Cuando uno trata de inmiscuirse de alguna forma en la vida de otro, cuando alguien quiere gozar de influencia y poder sobre una persona o sobre un grupo, es fácil que recurra a la estrategia del premio. Es más refinada.

Se le promete algo que no tiene. La promesa del premio. Con los premios y los incentivos, con las promesas del ascenso o del regalo, el sujeto se mueve. No hay que concederlo todo de golpe sino en pequeñas dosis. Para que se mantenga dependiente.

El palo y la zanahoria. Una hábil combinación de castigos y premios y el burro no parará de dar vueltas a la noria. Se le amenaza con quitarle lo que acabamos de darle. Aún más sutil, se le promete algo y en seguida se le amenaza con no cumplir la promesa. Este último recurso es además muy económico.

El premio resulta decisivo en un medio de máxima pobreza, pero mantendrá su eficacia en un caldo de cultivo consumista, mientras más necesidades se logren despertar en el otro.

El poder basado en premios o castigos se resquebraja en cuanto la sociedad va mejorando el nivel de vida y desarrollo y la presión social impide su arbitrario ejercicio. La eficacia del poder impuesto está en relación inversa a la confianza que la persona tenga en sí misma.

La dinámica del premio desemboca en una espiral de regalos. Cada vez el premio ha de ser mayor o más frecuente. Las primas se vuelven inoperantes. Los incentivos se consideran parte del sueldo y no hacen mella. La dependencia se invierte: el dominador termina siendo esclavo. 

 

La receta de la auténtica motivación

La conocida escala de necesidades de Maslow establece una serie progresiva de motivaciones: en cada fase de la vida, echamos en falta algo y luchamos por conseguirlo. En primer lugar, tratamos de cubrir las necesidades vitales, luego las sociales, por último las más íntimas y personales.

Las primeras motivaciones son extrínsecas, se hace una cosa para conseguir otra distinta. Se trabaja para comer. Las motivaciones de orden superior serían intrínsecas. En el mismo trabajo se encuentra la satisfacción personal.

La mejor motivación del estudiante vendrá cuando estudie para saber y no para obtener unas buenas notas. O la del conductor que cumple las normas por propio convencimiento y no por evitar la multa.

La posibilidad de alcanzar el éxito nos motiva a poner los medios. Porque si por el contrario sabemos que va a ser inútil nuestro esfuerzo, desistimos. La esperanza es un ingrediente necesario de la motivación.

Esta es la receta de la auténtica motivación, la síntesis. Necesitamos algo, o al menos lo sentimos así. Lo queremos y lo podemos lograr. Nos movemos para conseguirlo. Y lo hacemos conscientemente, conforme a nuestros criterios, libremente, porque esa es nuestra voluntad.

No nos movemos al son de una flauta. El motor lo llevamos dentro.

Por supuesto, también nos movemos –verdaderamente motivados- cuando se pone en peligro cualquiera de nuestras pasadas conquistas. Eso que teníamos antes sin apenas percatarnos de su existencia y que su falta repentina acaba de convertir en nuestra noticia de primera plana.

En todo caso, la motivación es fruto de una dialéctica personal. Muy personal e intransferible.

 

La motivación del cristiano

La catequesis cristiana hace mucho tiempo que dejó de ser tremendista. Ha sido una evolución natural, casi imperceptible,  acorde con los nuevos tiempos. Atrás quedó, en un borroso recuerdo, la imagen de un predicador que desde el púlpito se encendía en alegatos y amenazas del castigo eterno.

Hoy se predica el amor a Dios-Padre. No se insiste en el temor a Dios, porque es suficiente con el amor y el respeto que se merece un buen padre.

El mensaje evangélico se ha quintaesenciado. La predicación cristiana de hoy se polariza en la responsabilidad de cada uno frente a nuestros compañeros de viaje. La voluntad de Dios es que nos queramos unos a otros.

La salvación eterna sigue siendo la meta final, pero ha dejado de  ser la auténtica motivación. Vendrá por añadidura, vendrá pero sin merecerlo. Porque no es cuestión de reunir méritos y cubrir un test. Nadie exige nada a Dios. Dios nos acoge libremente en su casa. Es un puro regalo de Dios.

No hay que hacer el bien por interés propio. En realidad, no es posible amar a los demás sin sentirlo de verdad, sólo por ganar el premio prometido.

Esta es hoy nuestra motivación para tratar de ser sencillamente cristianos. No nos mueven castigos ni premios. Nos encandila la personalidad de nuestro líder Jesús y nos motiva la ingente tarea de hacer más humano este mundo.