Un signo para creer

 

Massimo Borghesi *

 

 

Según la cultura moderna y parte de la teología contemporánea, Dios no puede manifestarse “visiblemente”. La carne, el mundo en su aspecto “sensible”, es la substancia opaca que impide que se revele lo “espiritual”. Y sin embargo, para creer con la razón son necesarios signos evidentes. En este ensayo, Borghesi emprende el itinerario filosófico del pensamiento moderno y sus objeciones contra una religión que sostiene la actuación de Dios en el mundo a través de signos evidentes. Pero como afirma Romano Guardini “El signo indica que Dios se hace manifiesto; que Él es experimentado como presente y operante, aquí y ahora, en este determinado acaecimiento...”.

 

 

            El discurso que Juan Pablo II pronunció el miércoles 15 de junio y que estuvo dedicado a los enfermos tiene una importancia especial que merece ser subrayada. En sus palabras el Pontífice, recordando el poder de Cristo de hacer milagros, un poder transmitido a los Apóstoles y otorgado igualmente a la Iglesia durante toda su historia, evocó una doctrina tradicional que de hecho es profundamente extraña a la mentalidad actual. De ahí la sorpresa de algunos opinion-leaders, que se quedan desconcertados cada vez que la Iglesia, en vez de limitarse a confirmar el sentido común, afirma lo específico cristiano en su peculiaridad.

 

            El punto en cuestión –la posibilidad del milagro- es del máximo interés ya que choca con uno de los postulados sobre los que se ha ido formando el horizonte espiritual a lo largo de los últimos dos siglos. Según este postulado, Dios, aunque exista, no puede “obrar” en el mundo. En la reciente teología cristiana esta postura ha sido indirectamente englobada en la idea de un Dios que, humillándose hasta la muerte en la cruz, puede manifestarse a sí mismo sólo en la forma de una “impotencia” radical. Al Señor del mundo, el Dios glorioso y omnipotente del Antiguo Testamento, se contrapone el Deus absconditus del Nuevo. El resultado es un Dios ausente, escondido, que, al igual que el Cristo de la Leyenda del Gran Inquisidor de Fiodor Dostoyevski, sólo puede responder al poderío del mundo callando. En el pensamiento contemporáneo una posición semejante nace del encuentro de una teología luterana de la kenosis, que insiste dialécticamente en el sub contrario, y esa parte de la reflexión judía que, a partir de la experiencia trágica y devastadora de Auschwitz, viene afirmando el abandono del mundo por parte de Dios.

 

            En este contexto es donde el tema del milagro se plantea en toda su importancia. El milagro, en efecto, indica precisamente el signo del Dios “presente” que obra aquí y ahora. En este sentido el discurso del Papa toca un punto crucial, el punto del contraste entre cristianismo y modernidad. Este contraste no atañe tanto a la negación abstracta de la existencia de Dios, sino más bien a la negación de su presencia actual, de su gracia operante aquí y ahora. Desde este punto de vista adquiere importancia en el discurso pontificio la afirmación según la cual los milagros no pertenecen sólo a los comienzos del hecho cristiano, sino que acompañan a la Iglesia durante toda su historia. Precisamente por esto los milagros testimonian la acción actual del Dios “vivo”. Documentan, como escribe Orígenes en su Contra Celso, toda su “fuerza”.

 

1.       La fe pura y los milagros inútiles

 

Esta prueba, sin embargo, carece de valor para el ilustrado Lessing que, en su Ubre den Beweis des Geistes und der Kraft [Sobre el llamado “argumento del espíritu y de la fuerza”], de 1777, nota como “en su época [de Orígenes] “la fuerza de realizar cosas milagrosas no había desaparecido” en aquellos que vivían según los dictámenes de Cristo; y si de esto él tenía al alcance de su mano ejemplos indudables, necesariamente, a no ser que quisiera  renegar la evidencia de sus ojos, también tenía que aceptar ese argumento del espíritu y de la fuerza. Pero yo no estoy en las condiciones de Orígenes; yo vivo en el siglo XVIII donde ya no hay milagros”.

 

Del mismo modo Hegel, en su Wastebook jenés observaba: “En Suabia se dice de algo que pasó hace mucho tiempo: ha pasado tanto tiempo que ya casi no es verdad. Igualmente, hace tanto tiempo que Cristo murió por nuestros pecados que ya casi no es verdad”.

 

La distancia en el tiempo es una objeción a la verdad de los milagros, y, por tanto, a la verdad del Dios “vivo”. Ya según Baruch Spinoza del Tratado teológico-político, los milagros pertenecen a la esfera de la imaginación, representan en la Biblia una concesión al “vulgo”, al ignorante. Lo que conviene a Dios es sólo el orden universal y necesario de las leyes naturales, no el “desorden” de los milagros, que son una irrupción que turba la armonía del cosmos. Para Spinoza lo divino, por su naturaleza universal, no puede manifestarse en lo individual, en el hecho histórico. Esta aserción constituye de hecho el postulado del pensamiento moderno. Lessing, en el texto antes citado, dará la formulación canónica: “casuales verdades históricas no pueden nunca llegar a ser la prueba de necesarias verdades racionales”.

 

En relación a los milagros esto significa que éstos, aun cuando aparezcan como tales, no pueden, sin embargo, «probar» nada, no tienen ningún valor demostrativo. No pueden atestiguar lo divino, ya que lo divino es espiritual y nada tiene que ver con signos sensibles. Como afirma Hegel en sus Vorlesungen über die Philosophie der Religión: «Los milagros pueden producir una confirmación para el hombre sensible. Pero es sólo el principio de la confirmación, un testimonio no espiritual por medio del cual precisamente lo espiritual no puede ser confirmado. Lo espiritual, en cuanto tal, no puede ser confirmado directamente por medio de lo no espiritual, de lo sensible». La imposibilidad de esta confirmación lleva a Hegel, al igual que había hecho Immanuel Kant en Die Religión innerhalb der Grenzen der blossen Vernunfft, a distinguir una «doble» fe, una fe interior y una fe exterior, y ésta última, basada en los milagros y en el Cristo «histórico», sólo es propedéutica de la primera. «La fe exterior, pues, hay que considerarla sólo como un medio para llegar a la verdadera fe; en cuanto exterior está sometida a la contingencia y el espíritu alcanza su verdad no según la contingencia, sino según el libre testimonio». Al contrario de la fe «exterior», que mantiene todavía una relación con la «presencia sensible inmediata» de lo divino, la verdadera fe, «espiritual», «no se apoya en la autoridad, en lo que se ha visto y entendido», sino en la interioridad del espíritu. La verdadera fe consiste en el «testimonio del espíritu, no en los milagros». Éstos se pueden citar para la edificación, pero para la verdadera fe «que los invitados a las bodas de Cana bebieran el vino o se tuvieran que ir sin catarlo es indiferente, y es también indiferente que el nombre con la mano seca la conservara así o se le curara, aunque hay que felicitarle por una cura que no se otorga a miles de hombres. Miles de hombres tienen miembros secos y lisiados y nadie los cura».    

 

2. El milagro como «producto» de la fe         

 

El milagro, en cuanto signo sensible, particular, no puede comunicar lo divino que es espiritual, universal. Lo único que puede1 hacer es suscitar una fe inmediata, ligada al Cristo histórico, personal, y no al Cristo ideal, símbolo del eterno Logos cuya esencia se abre a la pura razón. El paso sucesivo respecto a Hegel, en la línea Herder-Strauss, es el de situar la fe «exterior» en el ámbito pre-lógico de lo «mítico». Para esta corriente la fe «exterior», modulada por la imaginación, «ve» lo que no existe. Por ello es una «locura» para la razón. Es lo que afirma Feuerbach en su ensayo de 1839 Über das Wunder: «El milagro, en cuanto tal, contradice la razón; no es posible, por tanto, establecer límite alguno entre un milagro razonable y otro irracional. Al contrario: un milagro, cuanto más contradice la razón, cuanto más loco es, tanto más corresponde al concepto de milagro». Mientras que la «sabiduría actúa sobre la razón, el milagro, en cambio, lo hace sólo sobre los sentidos; la sabiduría hace pensar, el milagro, sólo mirar; la sabiduría ilumina, el milagro ofusca la inteligencia; el resultado de la sabiduría es el conocimiento, mientras que el resultado del milagro es el asombro aturdido». La fe en los milagros procede, según Feuerbach, «de tiempos en que veían lo que creían porque lo creían». En este sentido, «el milagro existe ya antes de acontecer. Lo precede una fe, una representación, debe suceder». Es la fe la que produce el milagro. De este modo, «la diferencia esencial entre el hecho histórico y el milagroso es que la fe en un hecho histórico la suscita sólo el hecho mismo, sigue sólo ‘post factum’, al final, mientras que la fe en el milagro precede al hecho milagroso», es su origen. El milagro, en cuanto hecho sensible, no puede, según Feuerbach, mostrar, indicar una verdad racional. «Si algo es verdadero o no es verdadero, lo puede decidir sólo la razón, no la sensibilidad; la sensibilidad carece de juicio. El hecho es indiferente a las distinciones de verdadero o falso, bueno o malo, racional o irracional».

 

Podemos notar que aquí Feuerbach tiene una concepción positivista de los «hechos» sensibles. El conjunto de los hechos es un conjunto cuantitativo, no cualitativo. El evento sensible no revela nada, no existe ningún nexo causal entre lo externo y lo interno que el evento pueda evidenciar. El acontecimiento sensible no es signo. En el reciente volumen de Luigi Giussani, Il senso di Dio e l'uomo moderno, Milán, 1994, se llama «signo» a «una cosa cuyo sentido es otra cosa. Signo es, pues, una realidad que no tendría explicaciones si no implicara la existencia de otra realidad; sin esta otra realidad la mirada dirigida a la primera no sería humana, o no se agotaría la consideración de la primera realidad sin la admisión de la segunda». De hecho, la concepción moderna de la realidad se prohíbe a sí misma esta conexión entre signo y significado. Oscilante entre idealismo y materialismo, o en el campo teológico, entre fideísmo y racionalismo, esta concepción moderna no alcanza una visión plena, cualitativa, de los hechos histórico-sensibles. Por esto los hechos nunca pueden interrogar a la razón; la realidad, desde siempre «pre-comprendida» en la red de los conceptos, no puede provocar el pensamiento. Así los milagros, aun cuando suceden — y no pudiendo la razón, en rigor, negar a Dios no debería excluir esta posibilidad — , sólo tienen significado para la «fe».      

 

3. La fractura entre «ver» y «comprender" en Emanuele Severino

 

En el ámbito de las reacciones al discurso pontificio es significativa, desde este punto de vista, la convergencia entre el psicólogo junguiano Aldo Carotenuto, para el que «no existe el milagro, existe la exigencia de creer en el milagro», y el teólogo Sergio Quinzio, según el cual los milagros «para un creyente, son hechos reales, para un no creyente son inadmisibles», también en el diario de Turín La Stampa. Para ambos el milagro no es el hecho que, eventualmente, precede a la fe, la provoca o la confirma, sino más bien, en la acepción de Feuerbach, lo que «aparece» en la fe. La fe no es el resultado de un hecho de gracia experimentado, sino que es la condición genético-trascendental del hecho que, lejos de ser «encontrado» es más bien «construido». De este modo se interrumpe el nexo entre el «ver» y el «comprender», entre la verdad del hecho y la verdad de la razón, ya que el ver sólo ve lo que la fe quiere hacerle ver.

 

Quien ha expresado en el pensamiento italiano moderno con mayor rigor la imposibilidad de este nexo ha sido Emanuele Severino. Para Severino—que replicaba al texto de Giussani Está porque actúa— nosotros no podemos ver nunca el corazón del otro; por muchos esfuerzos que hagamos la interioridad ajena es siempre extraña para nosotros. Entre la exterioridad que percibimos sensiblemente y la interioridad que no vemos existe un abismo insuperable. Así «lo que Jesús realiza lleva a algunos de sus contemporáneos a creer que él es el Salvador; pero ni siquiera las obras de Jesús hacen visible su corazón de Salvador, ni siquiera los milagros más extraordinarios pueden hacer experimentar que Jesús es el Salvador». El creer no puede, por tanto, basarse en el ver. no existe «experiencia» del hecho cristiano. No existe fides a partir de lo que se ha visto, oído, tocado, a partir de la credibilidad del sujeto que se encuentra, de las pruebas morales, por tanto, de los signos con los que él confirma su naturaleza. El dualismo kantiano entre fenómeno y noúmeno, al que Severino sigue siendo fiel, no sólo condena su posición a un solipsismo radical, superado sólo por la fe como un acto irracional de confianza, sino también a la disolución crítica de toda certeza existencial. Según la concepción de Severino, la fe, desde el momento en que ningún signo puede desvelarme el corazón del otro, es lo que supera el diafragma yo-otro realizando un salto entre lo externo y lo interno, es decir, entre dos no-evidencias. Severino confirma así la conversión idealista de la noción de fe, la cual oscila entre una postura platonizante (= lo que trasciende los fenómenos) y otra mitopoiética (= lo que produce los fenómenos). En los dos casos la fe ya no tiene ninguna relación con la realidad externa, con los signos visibles y tangibles de una presencia «diferente». Para ella también los milagros, aun cuando suceden, son mudos. Dios mismo, por otra parte, aun cuando se hubiese encarnado en un hombre, no podría revelarse, en cuanto realidad histórica, físico-corpórea. El mismo Hegel, refiriéndose a Cristo en sus Vorlesungen über die Philosopbie der Religion, observaba: «Se piensa —si lo hubiese visto, solamente entonces habría tenido frente a mí lo sensible— en un hombre como se le ve todos los días —si hubiese oído las palabras de su boca—. Por tanto no puede hallarse una confirmación sensible con la propia vista y testimonio; éstos podrían errar; el individuo después de haberlo visto es él mismo un testigo; así pues, su mismo ver no ayuda para nada. Por tanto, hay que probar la verosimilitud, es necesario que se escuchen testimonios jurídicos; y tampoco esto sirve para nada».            .

 

Conclusión                

 

Según la cultura moderna, Dios no puede manifestarse «visiblemente». La carne, el mundo en su aspecto «sensible», es la sustancia opaca que impide que se revele lo «espiritual». De aquí la posibilidad del error, de entender una cosa por otra, de la ilusión, y además de la inutilidad de los testigos oculares. Hay que superar la esfera de la contingencia, del espacio-tiempo, de la sensibilidad en general, para hallar, en la «fe», al eterno Dios espiritual sin rostro. De esta manera, el postulado anticristológico de Lessing — un hecho histórico no puede probar una verdad universal — es central en el pensamiento moderno, cuya parte sobresaliente, en la que se manifiesta toda la importancia de lo que está en juego, es la argumentación que conduce a la negación, no tanto de la posibilidad de los milagros, sino más bien de su valor ostensivo, demostrativo.

 

 

 

 

Fuente: Revista Internacional 30Días en la Iglesia y el mundo, Año VIII, Número 82/83,