¿Caminar sobre el agua?
Ha
escrito un pensador español que quien en aras de la libertad
pretendiera caminar sobre las aguas, sólo conseguiría ahogarse. Y si
esto sucede en el orden físico, algo parecido ocurre en el orden moral.
Es
verdad que los efectos de transgredir las leyes morales no suelen ser
tan patentes como ir en contra de las leyes físicas, pero no por eso
las consecuencias son menos destructoras. Transgredir las leyes físicas
–como, por ejemplo, al pretender caminar sobre las aguas– acarrea
unas consecuencias fácilmente comprobables. Pero el hecho de que sean más
fácilmente comprobables no implica que por eso sean más ciertas:
simplemente, son más fáciles de entender.
Es
cierto que somos libres. Somos libres de tirarnos volando desde un
tercer piso. Somos libres de intentar caminar por el agua. Pero eso no
significa que sea lo más sensato, porque no tenemos alas ni aletas.
Somos
libres para caminar desnudos por el polo norte, pero no es lo más
aconsejable si la naturaleza no nos ha dado una protección térmica
como la de la foca o el pingüino.
Hacemos
un uso sensato de la libertad
sólo en la medida en que
asumimos libremente
las leyes que rigen
nuestra propia naturaleza.
Necesitamos
de nuestra libertad, pero debemos contar siempre, además, con la
realidad de nuestra naturaleza. Si no, podremos demostrar que somos muy
libres, pero no habremos demostrado mucha sensatez.
—Pero
no todo el mundo coincide en cuáles son las exigencias morales de
la naturaleza del hombre.
Todo
ser humano tiene un conocimiento íntimo, natural, de la ley moral, con
los consiguientes deberes para con uno mismo, con los demás y con la
propia naturaleza. Otra cuestión es que podamos engañarnos al
percibirlo o al llevarlo a la práctica.
Cuestión
de sensibilidad
—Pero
de alguna manera deberíamos percibir que la transgresión de esa
ley nos perjudica, ¿no?
Si
en un coro hay uno que da una nota falsa, una persona que apenas
entendiera de música, o que tuviera mal oído, no notaría nada. Pero
si el que escucha es alguien que sabe, se dará cuenta enseguida de que
hay uno que está desafinando.
Algo
parecido nos sucede cuando, por las razones que sean, nos falta
sensibilidad moral: no notamos hasta qué punto nos perjudica una
transgresión de la ley natural (con la diferencia de que ese error
tiene mayor influencia en nosotros que un fallo musical).
Cuando
alguien quebranta las leyes físicas, pronto comprueba que el verdadero
quebrantado es él mismo. Con la ley moral sucede algo parecido, aunque
a veces tarde en descubrirse. Cuando el hombre transgrede las exigencias
morales naturales se degrada, se aleja de su pleno desarrollo personal.
Por eso, si nos esforzáramos más por conocer las verdaderas
consecuencias de nuestros actos, cambiaría quizá bastante nuestra
forma de actuar.
¿Aguafiestas
de la vida?
Hay
personas que creen –como dice aquel dicho popular– que todo lo
que nos gusta está prohibido o engorda. Piensan que la virtud, o la
religión, son realidades que vienen a aguarles la fiesta de la vida.
Las ven como una ingrata secuencia de restricciones, obligaciones y
renuncias. Sólo se fijan en el lado antipático que siempre presenta
cualquier esfuerzo, y no advierten el lado atractivo de la virtud, su
rostro amable, su efecto liberador.
Solamente
haciendo el bien se puede realmente ser feliz,
decía Aristóteles. Todo lo que Dios exige, nos lo exige precisamente
porque es lo que más nos conviene.
Dios
no ha señalado una serie de exigencias morales con el sencillo objeto
de fastidiarnos. Sería un error asociar la voluntad de Dios, o el
premio en el más allá, a una supuesta resignación a la infelicidad en
esta tierra. Si la vida es un don de Dios, y la felicidad eterna es su
destino, tiene razón Aristóteles cuando dice que la felicidad está
unida a cumplir ese designio divino.
La
ética es
una facilitación de la vida,
no su constante entorpecimiento.
Vivir
los mandatos de Dios tiene cierto parecido –aunque muy lejano– con
seguir las instrucciones de mantenimiento de un vehículo. Esas
instrucciones pueden prescribir algunas normas cuyo motivo no siempre el
usuario entiende totalmente. Pero el fabricante, que conoce bien el
funcionamiento, nos recomienda que, por nuestro bien, cumplamos esas
normas, aunque no siempre terminemos de comprenderlas bien. Si alguna
cosa nos parece inútil es porque quizá ignoramos los daños que
provocaría su incumplimiento.
—Pero
ya que la fe es algo razonable, lo lógico sería que entendiéramos
bien por qué conviene hacer las cosas.
Siguiendo
con el ejemplo del vehículo, imagina una persona que quisiera utilizar
durante años un automóvil sin querer cambiar el aceite, o sin reponer
el líquido de frenos, porque dice no entender bien la necesidad de
hacerlo con tanta frecuencia. Acabaría por gripar el motor por falta de
lubricante, o se estrellaría por falta de líquido de frenos. Y no
dejaría de correr esos riesgos por el hecho de desconocerlos, o de no
entenderlos bien del todo (o de no querer entenderlos).
Si
desea entender bien las razones de lo que hace, lo más sensato entonces
es aprender mecánica del automóvil. Si sabe poco de esa ciencia, el
hecho de seguir esas instrucciones del fabricante no supone actuar de
modo poco razonable, sino actuar fiándose de alguien. Cuando se actúa
fiado en otro, también se aplica el entendimiento: uno entiende que lo
que le dicen merece credibilidad, porque cree que la persona que se lo
dice es digna de crédito.
Creer
es propio de seres inteligentes
Creer
es algo razonable. Nos pasamos la vida fiándonos de lo que alguien nos
dice. Por la autoridad de otros aceptamos las creencias históricas, la
mayoría de las geográficas y buena parte de las referidas a los
asuntos de la vida cotidiana. Nos fiamos del manual de instrucciones del
coche, y de multitud de cosas en la vida normal de cada día: de lo
contrario, sería imposible vivir.
—Pero
a muchos las exigencias de la fe les parecen exageradas.
Hay
realidades que exigen un cierto nivel de exigencia y de compromiso. Es fácil
encontrar o inventar teorías agradables al oído, cálidamente
permisivas, y que incluso adornen la vida de un cierto aire
trascendente, pero no basta con eso para que sean verdaderas.
—Pero
decías que hacer el bien no tiene por qué ser desagradable.
Lo
principal no es buscar lo agradable ni lo desagradable, sino lo que es
propio de nuestra naturaleza de hombres. O lo que quiere Dios de
nosotros, que en definitiva es lo mismo. Y como Dios busca siempre
nuestro bien, precisamente eso será lo mejor para nosotros. Y, a
la larga, también lo más agradable.
Si
llegamos con sed a una fuente en la que encontramos un cartel que dice agua
no potable, esto puede producirnos una primera reacción de
desagrado, pues tenemos sed y allí hay agua fresca. Pero saciar la sed
con esa agua nos llevaría a una intoxicación, que ese cartel nos
ahorra. Quien pone ese cartel no busca fastidiar, sino ayudar,
prevenirnos ante un mal no siempre perceptible con evidencia. Y esa agua
no nos hace daño por tener el cartel, sino que han puesto el cartel
para que no nos haga daño.
La
fe verdadera es exigente. Y exige una conversión verdadera, del corazón.
El deber moral no puede considerarse como una cárcel de la que el
hombre tenga que liberarse para poder hacer finalmente lo que le venga
en gana. Las normas morales no son limitaciones arbitrarias impuestas a
las personas, sino verdades liberadoras que llenan de luz su existencia
y constituyen su propia dignidad.
Gentileza
de http://www.interrogantes.net
para la
BIBLIOTECA CATÓLICA DIGITAL
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