FE

Martín Gelabert Ballester

1. La fe, estructura fundamental de la existencia FE/ALIENACION:

«El hombre de la fe, el 'fiel', de cualquier índole, es necesariamente un hombre dependiente... Toda fe es de por sí una expresión de alienación de sí mismo, de abdicación del propio ser» 1. Estas palabras de Nietzsche expresan la idea que muchos de nuestros contemporáneos se hacen de la fe: la fe es alienante, infantil, expresión de inmadurez e incapacidad, incompatible con la ciencia, resultado de una ilusión poco realista. De ahí que bastantes sitúen la fe en el ámbito de lo infantil, de lo ilusorio o de lo irracional. Otros, pretendiendo ser más generosos, la sitúan en el área de lo religioso, considerado como un terreno opinable, en el que no cabe ninguna certeza ni comprobación científica. A este panorama, sin duda esquemático, pero que indica la orientación que subyace en los ambientes seculares y la que preocupa en los religiosos, vamos a contraponerle otra orientación que deberemos explicar: la fe no comienza en el área de lo religioso, sino que es una dimensión permanente que hace posible la vida y el progreso humanos; por eso, lejos de infantilizar, humaniza y está presente en todas las etapas de la vida; y además, lejos de ser irracional, exige el pensamiento y lo llama a su verdad. Prescindir de la fe, por tanto, no es ganar en autenticidad y grandeza, sino perder parte de la integridad humana.

1.1. Fe y vida

La fe tiene sus raíces en la vida misma. Lejos de ser un síntoma de inmadurez, la fe hace posible toda vida humana digna de este nombre, pues la fe es, ante todo, la confianza original del hombre en la vida. Sin esta confianza no podríamos dar un sólo paso, nos aislaríamos totalmente y el temor nos invadiría convirtiéndose en obsesión enfermiza. Por muy desconfiado que sea, el mero hecho de salir a la calle o de comer lo que me ponen delante implica que mi desconfianza no es absoluta, que queda en mí un resquicio de confianza en que no me van a matar o no me quieren envenenar. Así, el misterio de la fe está en la profundidad insondable del ser mismo, coincide con el ser de la persona. FE/COMUNICACION:La fe además permite la comunicación, nos abre al otro en lo que tiene de indisponible, posibilita el acceso a lo oculto de su ser. Por muchos análisis bio-psicológicos a que sometamos a una persona, no podremos conocer su intimidad más que si entre los dos se abre una corriente de «confidencia» (cum fide). Sin fe, mi «yo» sería el límite definitivo de toda experiencia posible. La libre aceptación de la presencia de otro junto a mí y de su intervención en mi vida, más aún, el conocimiento de lo que esa persona es y tiene en su intimidad personal, de aquello que es más auténticamente suyo y que nadie puede conocer si ella no se lo ofrece, no puede ser alcanzado sino mediante el don de sí y la fe. La fe humana, pues, hace posible la convivencia y la comunicación. La única manera de establecer relaciones con alguien, un hombre, o un dios si lo hubiera, es mediante la confianza y la aceptación mutua. Este es el comportamiento más normal, más humano, que podamos imaginar.

1.2. Fe y pensamiento FE/PROGRESO

Por otra parte, la fe favorece el progreso: el del pensamiento y el de la ciencia. No se pueden oponer ciencia y creencia, pues, de hecho, la creencia juega tan gran papel en la ciencia como en casi todos los otros sectores de la actividad humana. Las ciencias progresan porque los investigadores no parten de cero, sino que aceptan (creen) las conclusiones a las que otros han llegado. Cierto, en las creencias recibidas puede haber vacíos, ausencias, errores, desviaciones. Pero el remedio no se encuentra en el rechazo de la creencia, pues esto sería volver al primitivismo, sino en realizar una opción crítica, y así favorecer el progreso.

Lo mismo ocurre con el progreso del pensamiento. La fe es el movimiento más primario y espontáneo que nos permite situarnos coherentemente en el mundo e interpretarlo. En efecto, el hombre, al nacer, no entra en un lugar neutro e indeterminado, sino en un mundo ya culturalmente habitado y socialmente condicionado, heredando un lenguaje y unas formas de ser que le marcan decisivamente. A partir de y a través de este «presupuesto» adquirido (por pura confianza), percibe toda la realidad. Lo que ocurre es que su percepción está tan familiarizada con este presupuesto, que le resulta muy difícil distinguir y separar sus actitudes y su visión de las cosas, de la fe que las hace posibles.

Ya los antiguos escritores cristianos notaban que no hay conocimiento ni ciencia sin un cierto acto de fe: «La fe es más importante que la ciencia y es el criterio de la ciencia» 2, También san Agustín advierte de lo mucho que el hombre ha recibido de los otros y, por tanto, de la importancia decisiva que juega la creencia en la vida humana: «Ninguna sociedad humana podría subsistir sin merma si decidiéramos no creer nada que no pudiéramos considerar totalmente evidente» 3. Recordemos también la proposición de Anselmo de Canterbury: «creer para entender» Estos autores nos recuerdan que no hay verdadero ser humano sin la fe. Sin duda su posición supone una antropología: la del hombre como ser llamado al encuentro y a la comunión, la del hombre necesitado del otro, no sólo para conocer, sino sobre todo para realizarse. El hombre que no comprende que su verdadero ser se realiza en el abandono radical de toda forma de repliegue sobre uno mismo, en la salida de sí y en la auto-trascendencia, éste no comprende tampoco lo que significa la fe.

Si la fe hace posible el pensamiento, resulta fácil comprender que la fe no puede ir contra el pensamiento, sino que debe darse la mano con él. El conocimiento exige confianza en el maestro y la aceptación previa de unos esquemas culturales en los que situarse. Ahora bien, para que esta confianza y aceptación sean dignas del hombre y le maduren, es preciso que el pensamiento los analice y los haga suyos. Apropiarse lo que viene de fuera significa integrarlo en mi propio pensamiento, de forma que me resulte connatural y deje de ser algo externo que se tolera porque se me impone autoritariamente. Se da, pues, una interacción entre fe y pensamiento, entre lo recibido y lo propio.

Integrar lo ajeno en lo mío, de forma que lo ajeno deje de ser ajeno para ser lo más propiamente mío, he ahí la dinámica de toda maduración, he ahí la interacción a la que nos referimos. «Confía, pero mira en quién confías»: la fe no consiste en aceptar cualquier cosa, sino sólo aquello que resulta creíble. Y quien juzga de la credibilidad de un acontecimiento, de la conveniencia o inconveniencia de aceptarlo, es el hombre, el hombre razonable. De forma que la credibilidad (o sea, el que la fe resista la prueba del pensamiento) forma parte de toda fe, de la fe humana y también de la religiosa.

1.3. La apertura al misterio

Al hablar de la fe como estructura fundamental de nuestra existencia no hemos probado nada acerca de la legitimidad de la fe religiosa. Pero esto nos permite comprender que, en caso de que haya un Dios, o de que alguien se presente como su enviado, entablar con él o su enviado una relación de fe no es nada extraño ni contrario a las exigencias de nuestra humanidad, sino el comportamiento más humano que podamos imaginar. Más todavía: la legitimidad de la fe religiosa y su pretensión de absoluta necesidad para el hombre sólo resultan posibles si la fe está unida a una posibilidad del ser humano. Si el concepto de fe no designase un fenómeno predicable de todo hombre, entonces al discurso cristiano sobre la fe le faltaría el contacto con una experiencia accesible y perdería toda obligatoriedad.

La integración de la fe en la existencia y por tanto su necesidad humana no supone la fe religiosa, sino al revés: es la fe religiosa la que supone la humana. Ahora bien, el dinamismo de la fe interpersonal nos deja en el umbral de la fe religiosa. Por la fe entramos en comunión con las personas. Pero este camino hacia el otro que es la comunión personal se descubre incapaz de llevarnos hasta la comunión total, firme y segura, por encima de toda limitación. Una fe total entre hombre y hombre sería algo inhumano, pues el hombre es limitado, finito, y resulta contradictorio apoyarse absolutamente en lo limitado. Apoyarse totalmente en el hombre es buscar un «dios» donde no está, y así quedar totalmente defraudado. Sólo, pues, si existiera Dios (un Dios que fuera el amor absoluto), merecería mi confianza incondicional. Sólo si Dios nos sale al encuentro, puede merecer nuestra fe total, la entrega de todo nuestro ser. En este sentido cabe decir que «sólo Dios es digno de fe». Así, el hombre que ama la vida queda a la espera de un tú que le ofrezca una comunión definitiva y universal. La fe se convierte así en una afirmación permanente de la voluntad de ser y de vivir.

2. Credulidad, racionalismo y credibilidad

2.1. La fe, entre el racionalismo y la credulidad

Una vez visto el papel que juega la fe en la vida del hombre, debemos insistir en algo esencial y fundamental: no puede aceptarse cualquier cosa ni a cualquier persona, sino solamente aquello y a aquellos que resultan creíbles, dignos de crédito. La creencia comporta un peligro, pues en ella puede haber errores, ausencias, vacíos, desviaciones; de ahí la necesidad de realizar una opción crítica, un juicio de valor no sólo sobre el testigo y la fuente de una creencia, sino también sobre uno mismo, pues cada uno debe ser consciente de sus propios límites. En este sentido, la fe plantea una pregunta crítica al saber que pretende apoyarse en uno mismo.

¿Y por qué este juicio crítico que comporta la fe? Porque en la fe no se trata de un asunto cualquiera, sino de aquello que más puede interesar al hombre y que éste desea alcanzar, como es el encuentro y la relación con otro (hombre o Dios) que puede colmar su propia vida. Por este motivo, la fe tiene una pretensión realista: se trata, en ella y por ella, de alcanzar lo real, una realidad llena de sentido, alejándose de la nada y del vacío del sin sentido.

La credulidad, por tanto, es uno de los mayores enemigos de la fe. Ya el autor del Eclesiástico nos advierte: «El que es fácil en creer de ligero, y en esto peca, a sí mismo se perjudica» (19,4). Crédulo es quien elimina el pensamiento de la fe y acepta lo que se le dice sin juicio crítico. La credulidad es, en el fondo, la reacción infantil del que desearía que lo que se le dice y promete fuera verdad, pero que se muestra incapaz de examinarlo por miedo a que no lo sea. La credulidad está muy emparentada con el gusto por los horóscopos, sueños y visiones. Así, el crédulo corre el riesgo permanente de vivir en la ilusión y la mentira, precisamente respecto de aquello que más parece y debe interesarle. No se trata, por supuesto, de pretender que sólo puede aceptarse lo deducible racionalmente o lo comprobable, pues entonces también quedaría eliminada la fe, que apunta a un objeto no totalmente experimentable, pues, al menos en parte, está todavía por venir. Precisamente la fe va más allá de un «realismo» cerrado sobre sí mismo, que sólo acepta lo verificable con métodos positivos y pretende que no hay más futuro ni más posibilidades que la pura repetición mecánica de lo ya dado (entendiendo por dado la superficie visible de las cosas). Ahora bien, a este realismo craso y limitado no se le puede oponer un gusto por lo milagrero, lo maravilloso o lo extraordinario, que tiene como único aval una imaginación que renuncia a todo análisis, a toda pregunta, y está sustentado por un miedo inconsciente a que tras el análisis se encuentre el vacío, olvidando que Dios actúa en lo humano y a través de lo humano, no a pesar de lo humano o contra lo humano.

La fe se encuentra ante un difícil equilibrio y debe enfrentarse con dos extremos, enemigos de toda fe: el racionalismo, que limita la capacidad de lo humano a la pura comprobación empírica, y termina desembocando en el ateísmo; y la credulidad, que se deja deslumbrar por el gusto de lo maravilloso, y puede desembocar en el fanatismo. La fe está siempre dispuesta a confrontarse con el realismo, porque parte de lo real y quiere terminar en lo real. De ahí que sea a la vez humilde (frente a las pretensiones absolutas del racionalismo) y crítica (frente a las evasiones imaginarias de la credulidad). La credulidad no se deja corregir por lo real. El racionalismo es miope ante lo real y clausura lo real. La fe se fundamenta en el poder de lo real, pero descubre en lo real indicios que permiten cambiar su inercia pesimista y abrirlo a lo totalmente nuevo, aunque también es consciente de que vive en un presente que permite desmentir su esperanza. La fe lee en la realidad unos signos que fundamentan su confianza, descubre en el presente la anticipación de un futuro, confesando al mismo tiempo que todavía no es.

2. 2. La credibilidad de la fe cristiana FE/CREDIBILIDAD

La dimensión realista y anticipadora de la fe cristiana encuentra una referencia clave en Jesús de Nazaret, en la historia de este hombre y no en una proyección imaginativa sobre este hombre. De ahí el interés del cristiano por la credibilidad de Jesús, por saber y conocer de éste a quien otorga su fe, en una palabra, por la legitimación de este Jesús que se presenta como enviado del Padre. La credibilidad forma parte de la fe, como la amabilidad, el merecer ser amado, forma parte del amor. Creíble no es aquello que parece más «lógico», sino aquello que presenta signos de autenticidad, bien por la fuerza con que se presenta, bien por la confluencia de una serie de indicios, bien por la garantía que presenta un testigo.

El hombre, antes de creer y de comprometerse con la palabra supuestamente revelada, deberá preguntarse si los acontecimientos en los que Dios se revela son auténticos, si en ellos aparecen indicios de que se le habla realmente en nombre de Dios, si el mensaje que se le propone tiene sentido para él y qué sentido. Nuestros contemporáneos se plantean las mismas reflexiones que los judíos contemporáneos de Jesús: piden signos: «¿Qué señal realizas tú para que viéndola creamos?» (Jn 6,30). El «ver» no es «creer», pero sin ver tampoco hay creer (cf. Jn 20,8). Cierto que el «ver» es ambiguo, puede interpretarse de varios modos, y por eso pide una explicación, que viene de la predicación: «La fe viene de la predicación, y la predicación por la palabra de Cristo» (Rom 10,17). Y aunque «no todos obedecieron a la buena nueva» (Rom 10,16), aquellos que obedecen tienen un interés decisivo en veriflcar el origen y la autenticidad de la predicación, y no en obedecer al primer «iluminado» de turno.

Los llamados motivos de credibilidad (que no se identifican con los motivos por los que uno cree, pues la fe es siempre un acto libre, no forzado) están destinados a asegurar esta opción critica que comporta toda fe. La credibilidad no es un conocimiento conceptual ni una conclusión lógica, sino una visión panorámica que valora indicios y signos y contempla el conjunto. Aquí parece útil referirse al principio de razón suficiente o de explicación necesaria, sacada del derecho o de la historia. Así, cuando se trata de descubrir al autor del delito, la hipótesis que consigue aclarar el mayor número de hechos es la que retiene la justicia como explicación del delito. En esta línea, Newman hablaba de «sentido ilativo», propio de un buen detective, o de un buen médico ante su enfermo. Mediante una serie de indicios o signos, el hombre encuentra una confluencia de probabilidades y, con ayuda del sentido ilativo, puede realizar una opción honrada y responsable, y así mostrar la credibilidad.

El gran signo de credibilidad, que incluye todos los demás signos, es para el cristiano la vida, palabras y obras de Jesús, así como su experiencia actual del Espíritu del Resucitado. Dado que la vida de Jesús es histórica, en lo que tiene de histórica, debe ser delimitable históricamente. La aplicación entonces del mejor método histórico para esta delimitación, lejos de destruir la fe, debe servir para confirmarla y confrontarla con una sana objetividad, impidiendo un uso ideológico del nombre de Jesús, aunque la fe no depende del resultado de una investigación. Pues si lo que afirma la fe no se correspondiera de algún modo, o resultara contradictorio, con lo que descubre la investigación histórica, la fe estaría en el aire y se convertiría en la proyección de nuestros propios deseos, con lo que se podría prescindir perfectamente de Jesús.

Ahora bien, la credibilidad no anula la fe, pues ningún argumento de credibilidad puede obligarnos a confiar en una persona. La credibilidad no anula la libertad ni la voluntad. Por esta razón, la investigación hlstórica sobre Jesús o los argumentos de conveniencia que puedan darse a propósito de su mensaje, o la experiencia del Espíritu de la que dan testimonio los creyentes, nunca pueden imponer la fe. Aplicado al ejemplo citado de la investigación histórica, hay que decir: una imagen de Jesús reconstruida históricamente tiene sus límites. No puede más que admitir la interpretación cristiana o mantenerla abierta, pero no imponerla partiendo de sus propios planteamientos.

Así, es racionalmente posible interpretar a Jesús en un sentido judío, no cristiano o religioso en general. Un historiador, en cuanto tal, no puede demostrar que la auténtica acción salvífica de Dios se ha realizado (o no se ha realizado) en Jesús. Para afirmar esto se requiere una decisión de fe basada en acontecimientos relativos a Jesús, los cuales son identificables, pero no dejan de ser históricamente ambiguos. La labor histórica del investigador creyente tiene, por tanto, el cometido de descubrir la vida de Jesús como una pregunta orientada, presentada históricamente de tal forma que provoque el rechazo o el escándalo, o bien la decisión de arriesgarse a la fe en Jesús. Pues en la humanidad de Jesús tiene que haber un fundamento para interpretarlo como lo hizo el Nuevo Testamento. Pero, desde el punto de vista histórico, esta interpretación no es la única ni se impone con evidencia. Igualmente, en la experiencia del Espíritu que dicen hacer los creyentes tiene que poder verse objetivamente una transformación del individuo (una «vida nueva»), aunque el observador pueda interpretar tal transformación desde un punto de vista puramente psicológico o sociológico.

3 De la fe como conocimiento a la fe como encuentro

3.1. Fe y experiencia FE/EXPERIENCIA

Debemos ahora abordar otro aspecto de la fe que ha sido objeto de presentaciones unilaterales, pues al hablar de la fe cabe referirse a ella, al menos, de dos maneras, no sólo desde el punto de vista religioso, sino también y ante todo desde un punto de vista antropológico. Primeramente, la fe puede entenderse como una creencia. Entonces, «yo creo», desde el punto de vista antropológico, puede significar lo mismo que «no sé», «pienso», «podría ser»; pero lo contrario es perfectamente posible. Con lo que la fe equivale a un «no saber» y entra de lleno en el terreno de la sospecha, haciéndose inconciliable con la ciencia. Desde el punto de vista religioso, la fe como creencia sería la aceptación de una serie de verdades, apoyados en una autoridad sobrenatural, que se acepta como suprema, pero que por eso mismo no está al alcance de la razón. Entendida así, la fe se hace incompatible con la experiencia humana, pues lo que se sabe así no puede verificarse de ningún modo.

La fe también puede entenderse como un encuentro personal, que abarca a la totalidad de la persona, con su inteligencia, su voluntad y sus sentimientos. Entonces «yo creo» significa: «yo creo en ti, te creo». La fe entonces viene a ser la forma por la que yo tengo acceso a la persona del otro, a su intimidad más profunda, a su realidad más genuina. Sólo se conoce la hondura personal en la medida en que se cree a la persona en sí misma que se te abre libremente. La fe es entonces respuesta a una oferta de amor y posibilidad de participar en la vida del amado, en su pensamiento, en su manera de ver. La fe ha dejado el terreno de la sospecha y ha entrado en el ámbito de lo personal, de lo vivificador y transformador, convirtiéndose en la forma eminente del conocimiento 4. Desde esta perspectiva, la fe religiosa (y cristiana) designa un comportamiento humano que es determinado por la llamada de Dios, una respuesta al Dios que se nos da y que quiere entrar en contacto con los hombres.

La fe religiosa, antes que un conocimiento de verdades que no se ven, hay que entenderla como un compromiso del hombre entero con la única Verdad, el Dios vivo que nos sale al encuentro. Más que un tener, un saber o un poseer, la fe es un «ser poseído», un «ser apresado por Cristo Jesús» (/Flp/03/12). Este encuentro no excluye el conocimiento y la tradición doctrinal, sino que lo integra: la fe en la persona supone la fe en la palabra que dice la persona. Entendida así, la fe cristiana es una experiencia y una vida, un participar de la vida del Dios que se nos da: el que cree en el Hijo tendrá la vida eterna (Jn 3,16; cf. 11,25; 20,31).

UNAMUNO/FE:Por desgracia, los católicos hemos ofrecido, a veces, una imagen demasiado intelectualista de la fe. Escribiendo a Bernardo G. de Candamo, Miguel de Unamuno le ofrece la siguiente noción de la fe que, según él, «causará escándalo entre los católicos»: «La fe no es adhesión de la mente a un principio abstracto, sino entrega de la confianza y del corazón a una persona, para el cristiano a la persona histórica de Cristo». Significativamente, añade Unamuno: «Tal es mi tesis, en el fondo una tesis luterana» 5. Tal definición, en el fondo y en la superficie, es plenamente católica, aunque podamos comprender que Unamuno la considerase luterana. Un buen ejemplo de cómo la fe católica se ha entendido no como «entrega de la confianza y del corazón a una persona», sino como un conocimiento nocional, lo tenemos cuando se dice que los católicos creemos en el infierno. El católico, en todo caso, confía en el Dios misericordioso revelado en Jesucristo, pero no cree en -no confía- el infierno. Arreglados estábamos si tuviéramos que poner nuestro corazón en lo satánico, como hacen los grandes de este mundo, que confían en sus armas y sistemas diabólicos. No así los cristianos -los católicos incluidos-, que deben rechazar de plano todo lo infernal.

3.2. Fe y camino :FE/CAMINO: Si la fe cristiana es un encuentro personal, también se comprende que pueda ser un camino, pues los encuentros, como el amor, no acaban nunca. Así, en la fe pueden darse diferentes etapas, tanto por parte del Dios que se revela como del hombre que responde. Hoy es comúnmente aceptado que en la Escritura Dios se revela de forma gradual, «pedagógicamente» 6, «gradualmente» 7, «adaptando su lenguaje a nuestra naturaleza» 8, Ya Tomás de Aquino, al tratar de la relación entre las diferentes etapas de la revelación, decía que «fue conveniente que el conocimiento de la fe en el hombre procediese de lo imperfecto a lo perfecto» 9. Dicho de otro modo: Dios se revela por etapas, teniendo en cuenta la capacidad de comprensión y aceptación de cada hombre y de cada momento histórico. Tomás, en el lugar citado, se apoya en Ex 6,2-3: «Habló Dios a Moisés y dijo: Yo soy Yahvé. Me aparecí a Abrahán, a Isaac y a Jacob como el Sadday; pero mi nombre de Yahvé no se lo di a conocer». El texto del Éxodo es importante. En efecto, si Yahvé se hubiera revelado a Abrahán como el único Señor, probablemente Abrahán (que pensaba que cada clan, familia o tribu tenía sus propios dioses) no le hubiera comprendido. Por eso se le manifiesta como el más poderoso (cf. Gn 17,1). Esta fe en la superioridad del Dios de Israel sobre todos los demás dioses llevó a la formación del monoteísmo absoluto sólo en el correr de la historia: «Así dice Yahvé: fuera de mí no hay ningún dios» (Is 44,6; cf. Is 43,10-11; Dt 6,4).

Así se comprende que Jesucristo apareciese «en la plenitud de los tiempos», o sea, cuando los tiempos estaban maduros y se daban las mínimas condiciones psicológicas y culturales para que, al menos algunos, pudieran aceptarlo y transmitirlo. Ef 3,5 habla de cómo el misterio de Cristo no fue dado a conocer en generaciones pasadas como ha sido revelado ahora a los santos apóstoles y profetas por el Espíritu. En lo que se refiere a la respuesta del creyente, la Escritura distingue diversos grados o etapas en la fe: desde los que tienen una fe diabólica (Sant 2,19), o los que no tienen fe, pasando por los que tienen «poca fe», hasta llegar a los que tienen fe. Los primeros discípulos de Jesús pasaron por este proceso: Pedro tuvo una etapa de fe diabólica (Mt 16,23), María y los apóstoles fueron recriminados en diferentes ocasiones por no comprender nada, por no saber lo que pedían, o por ser hombres de «poca fe». Así se explica que, en el momento de la prueba suprema de la fe, en la hora de la cruz, todos huyeron, dejando a Jesús solo. Únicamente tras el encuentro con el Resucitado, llegaron a la etapa de la fe que mueve montañas y que transforma a la persona, convirtiéndola en nueva criatura.

Todo encuentro con el Señor supone un proceso. No hay encuentros súbitos, ni mecanismos milagrosos de acción instantánea. Pablo, cuando se encontró con el Señor resucitado, inició un camino en el que comenzó por no entender nada, por no ver nada: «Cuando estaba cerca de Damasco, de repente le rodeó una luz venida del cielo» (Hch 9,3), la misma luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo (cf. Jn 1,9). Y oyó una voz que le decía: «Levántate, entra en la ciudad y se te dirá lo que debes hacer» (Hch 9,6). La voz le invitó, como sigue invitando hoy, a escuchar la palabra, que en el caso de Pablo le vino por boca de Ananías (9,10-16). Al principio, Pablo, «aunque tenía los ojos abiertos, no veía nada» (9,8), como sucede a todos los que empiezan a caminar: miran sin ver y oyen sin entender. Pero tras escuchar la palabra por boca de Ananías y recibir el Espíritu Santo «recobró la vista, se levantó y fue bautizado. (9,18).

Todo encuentro con el Señor es una historia larga, un diálogo lento en el que a veces la experiencia inmediata no percibe progresos, o incluso percibe retrocesos o batallas perdidas. El creyente debe saber que el Espíritu sigue presente en él trabajándole, incluso cuando él no puede experimentar eso en forma de victorias efectivas, pues el mero hecho de ponerse a caminar, en la escucha de la palabra, es ya la primera obra del Espíritu de Dios en nosotros: «No me buscarías si no me hubieras encontrado» (san Agustín).

4. Psicología de la fe

4.1. A la vez seguro e inquieto

La fe es un encuentro personal con Dios. Pero Dios es un misterio, el misterio por excelencia. Este encuentro con el misterio explica la paradójica situación del creyente: realiza un encuentro que nunca le deja plenamente satisfecho, un encuentro no exento de dudas, preguntas e inquietudes, y que le mueve a una permanente profundización, a un querer ir siempre más allá, con lo que psicológicamente la fe toma la forma de una búsqueda constante del que nunca alcanza del todo el objeto de su búsqueda. En la fe, por tanto, se da un doble movimiento: el reposo o seguridad que da todo encuentro amoroso, y la inquietud o búsqueda que provoca el misterio 10. Reflexionemos sobre ello:

FE/BUSQUEDA

- Una actitud de búsqueda, puesto que el objeto de la fe (Dios mismo) carece de evidencia objetiva. Es un misterio que atrae, pero por ser misterio es también inalcanzable en su totalidad, y sólo en parte puede vislumbrarse: en la fe no se consigue el objeto de las promesas, pero se las ve y se las saluda desde lejos, dice Heb 11,13. En la fe no se trata de vagos anuncios incomprobables, sino más bien de una visión velada de realidades invisibles. La visión explica que el creyente se sienta seducido; el que esté velada explica que se sienta inquieto, que busque una mayor claridad.

De modo que en la fe hay una imperfección esencial; no es un conocimiento perfecto; no hay nada completamente claro. Esta falta de claridad ni es un motivo para glorificar la obediencia, ni es una prueba que Dios nos envía. Estamos ante un aspecto inherente a la misma vida de fe que, al menos en parte, es equiparable a la duda, a la sospecha y a la opinión. El preguntar y el dudar no demuestra necesariamente mi falta de fe. Es posible que demuestre la madurez de mi fe: cuanto más me acerco a Dios, más consciente soy de su grandeza y, por tanto, de la infinita distancia que me separa de él; más penetro en el misterio y, por tanto, mayor es mi conciencia de su incomprensibilidad, aunque también aumenta mi deseo de conocerle.

La falta de evidencia de la fe es consecuencia de la trascendencia de su objeto: Dios no es manipulable. En el momento en que se da, se retrae y se sustrae. Pretender acapararlo es convertirlo en objeto utilitario, y entonces deja de ser el Dios de la gracia, el Dios amor. Con la fe sucede como con la amistad: cuando quieres apoderarte del amigo para estar más seguro de él, manifiestas tu desconfianza y destruyes la amistad. La presencia de Dios es una presencia-huella. Huella de un paso ya pasado, pero huella que invita a seguir las «espaldas» del que ya ha pasado (cf. Ex 33,23) Así, Dios se da a conocer por medio de signos, signos que remiten siempre más allá de ellos porque respetan su misterio trascendente. Por eso, el creyente vive en la tensión del que siempre busca sin alcanzar nunca del todo, aunque la oscuridad esencial de su fe no le paraliza, sino que le hace vivir «como si viera al invisible» (Heb 11,27). El verdadero creyente vive, de una u otra forma, la experiencia que poéticamente expresa san Juan de la Cruz:

«¿A dónde te escondiste, Amado, y me dejaste con gemido? Como el ciervo huiste, habiéndome herido; salí tras ti clamando, y eras ido».

De este modo, el creyente vive en una situación paradójica: más que portador de la verdad, es uno que corre tras ella, para darle alcance (cf. Flp 3,1213), y experimenta la zozobra que comporta toda búsqueda y la ansiedad del que no acaba de encontrar. Y cuando trata de explicar por qué permanece firme en una carrera que parece no tener fin, es consciente de que su explicación sólo resultará convincente para quien se decida a entrar en la carrera. Pues cuando su explicación es juzgada racionalmente, sólo cabe presentarla como posible, pero nunca como concluyente, ya que racionalmente lo que el creyente anuncia puede terminar pareciendo una estupidez (cf. 1 Cor 1,18).

FE/CERTEZA:

- En la fe hay también una firme seguridad, una certeza inquebrantable. Aunque no lo tiene claro, el creyente está seguro de su fe: «La fe es garantía (hypostasis) de lo que se espera; la prueba (elenkos) de realidades que no se ven» (Heb 11,1). La fe es hypostasis (convencimiento o seguridad que descansa sobre una base sólida) de las cosas celestes, en cuanto que son futuras: el futuro, a pesar de todas las decepciones sufridas, no es para el creyente incierto y angustioso. Y también elenkos (argumento decisivo, razón segura de su verdad indefectible) de las cosas celestes, en cuanto que son invisibles: la fe trasciende lo que se percibe exteriormente y se palpa con las manos, aquello de que se puede disponer. Por este motivo, los creyentes suelen ser objeto de burla por parte de aquellos que se apoyan tan sólo en datos empíricamente verificables. Sin embargo, para los creyentes, la visión (Heb 11,13) de su fe es más real que la tierra misma en la que viven. Esta discordia interior entre el asentimiento y la ansiedad, el reposo del que está seguro y el movimiento irremediable, no son dos etapas sucesivas, sino dos aspectos simultáneos en el acto de creer. En la fe, el asentimiento y la búsqueda se dan al mismo tiempo. Tal es la paradoja de la fe: participa de la perfección de la certeza y de la imperfección de la búsqueda, lo que explica las descripciones ansiosas de los místicos cuando avanzan en las «tinieblas» de la fe, y la facilidad de movimientos contrarios de duda y vacilación en todo creyente.

El creyente puede decir con toda verdad: «Creo, Señor, ayuda a mi incredulidad» (Mc/09/24). A propósito de esta exclamación del padre de un endemoniado, nota Miguel de Unamuno: «Esto podrá parecer una contradicción, pues si cree, si confía, ¿cómo es que pide al Señor que venga en socorro de su falta de confianza?» 11. Y sin embargo, tras la explicación que hemos ofrecido, este versículo cobra toda su grandeza: el tema de la inquietud moderna queda legitimado con la más auténtica teología.

4.2. A la vez creyente e infiel CREYENTE/INFIEL

El texto de Mc 9,24, que acabamos de citar, no es la expresión de una anomalía, sino la situación normal del creyente que no sólo vive la fe en el claro-oscuro que provoca el misterio, sino que también siente cómo su fe está permanentemente amenazada por la incredulidad.

En efecto, la fe es un acto libre, y el creyente está siempre sometido a la tentación. Nunca posee la fe segura y definitivamente, y siempre debe rezar para que el Señor le conserve y aumente la fe. En boca del creyente aparece a veces la terrible pregunta del profeta: «¿Serás tú para mí como un espejismo, aguas no verdaderas?» Ur 15,18), o la del salmista: «Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Sal 22). Preguntas tanto más legítimas cuanto que el mismo Jesús pasó por el trance que las provoca.

Ahora bien, si el creyente puede vivir su fe en medio de la tentación y la duda, también el no creyente tiene sus problemas. Sin duda, el creyente es incapaz de aportar una prueba matemática de Dios y de su reino. Pero tampoco el increyente tiene pruebas apodícticas de que el positivismo es la verdad. No puede demostrar de forma concluyente que este universo sensible, que él afirma ser el Todo, constituye verdaderamente todo lo real. Cuando se trata de asuntos decisivos, posiblemente tenga razón Unamuno al decir que en todo hombre hay un «fondo último de incertidumbre» 12, Vale la pena seguir citando a ·Unamuno-M, en un texto en el que expone, con su estilo característico, esta situación con la que se enfrentan al unísono el creyente y el increyente: «En un escondrijo, el más recóndito del espíritu, sin saberlo acaso el mismo que cree estar convencido de que con la muerte se acaba para siempre su conciencia personal, en aquel escondrijo le queda una sombra, una vaga sombra, una sombra de sombra de incertidumbre, y mientras él se dice: 'Ea. ¡a vivir esta vida pasajera que no hay otra!', el silencio de aquel escondrijo le dice: '¡Quién sabe!...'. Cree acaso no oírlo, pero lo oye. Y en un repliegue también del alma del creyente que guarde más fe en la vida futura hay una voz tapada, voz de incertidumbre, que le cuchichea al oído espiritual: l¡Quién sabe!...'. Son estas voces acaso como el zumbar de un mosquito cuando el vendaval brama entre los árboles del bosque; no nos damos cuenta de ese zumbido y, sin embargo, junto con el fragor de la tormenta, nos llega al oído» 13. Así, pues, si el creyente está amenazado por la incredulidad, también el increyente se plantea preguntas a propósito de este mundo sensible que él considera definitivo. Quien quiere escapar a la incertidumbre de la fe, cae en la incertidumbre de la increencia, lo que significa que de un modo u otro siempre nos enfrentamos con el problema de la fe. Esto nos invita a abrirnos al diálogo, no como táctica, sino como necesidad. El hombre honrado, el que busca la verdad, siempre está a la escucha de todas las voces y, de entrada, siempre considera la posición del otro con el mismo respeto que él querría para la suya. Pues la fe es, en definitiva, una apertura. Y si la fe cristiana es también una firme adhesión a Dios al que el hombre se abre, esta firmeza se realiza y se vive en la debilidad. La fuerza del creyente no se apoya en sus propias fuerzas, sino en lo que muchas veces parece a los ojos del mundo «la debilidad de Dios», debilidad que únicamente el creyente sabe que es «más fuerte que la fuerza de los hombres» (/1Co/01/25). Por esta razón, el creyente no tiene nada de qué alardear, nunca aparece como un presuntuoso, sino como un hombre humilde.

5. Teología de la fe cristiana

La reflexión teológica sobre la fe cristiana debe considerar el objeto y el motivo de la fe: creo en el Dios que se revela en Jesucristo (y no tanto en una serie de verdades o dogmas), y creo porque me fío de este Jesús que revela el rostro del Padre (y no por intereses o razones socio-culturales).

5.1. El objeto sacramental de la fe

La fe es, ante todo, un encuentro inmediato del hombre con Dios. De ahí que la teología la califique como una virtud teologal, porque termina directamente en Dios y no en una criatura. Pero la fe también es histórica 14, y así el encuentro con Dios se da a través de mediaciones antropológicas, a saber: el hermano, las vicisitudes de la vida, la Escritura, la predicación eclesial, las formulaciones dogmáticas. En estas mediaciones (no además de, o al margen de ellas), el creyente alcanza lo que está más allá de ellas y a lo que ellas se refieren, Dios mismo.

Esta dialéctica de la fe, a saber: un encuentro con el trascendente a través de una mediación humana, no hace sino prolongar la estructura de la encarnación: cuando Dios se acerca y manifiesta definitivamente al hombre «en la plenitud de los tiempos» (Gál 4,4), lo hace a través de una humanidad, la de Jesús. Esto explica que, entonces y ahora, Dios sólo se revele a una cierta cualidad de la mirada y del oído. Jesús, estando en medio de todos, puede no ser conocido (Jn 1,26). Y la cruz puede pasar por necedad y escándalo (1 Cor 1,22ss). De ahí la vigencia del principio básico: «bienaventurados los que no vieron y creyeron» (Jn 20,29), porque «la fe es prueba de las realidades que no se ven» (Heb 11,1); de realidades divinas que sólo se ven en signos humanos y pueden, por tanto, considerarse (porque también lo son) plenamente humanas. Esto explica la posibilidad y la lógica del ateísmo: lo humano sólo es humano, dice el ateo; lo humano es signo de lo trascendente, dice el creyente. Ambos sólo ven lo humano y ambos también interpretan. Dios se comunica en lo humano y a la manera humana; allí lo encontramos, y no en un imaginario empalme directo, individual e interior, o en un contacto de tipo iluminista. Pero hay que dejar siempre claro que las mediaciones antropológicas no son el objeto de la fe, sino los medios en los que alcanzamos el objeto. La fe alcanza lo sobrenatural, es sobrehumana, pero no inhumana. Porque es sobrehumana, el hombre no dispone de Dios (Dios siempre es más grande), es Dios quien nos alcanza en Cristo Jesús (cf. Flp 3,12). Porque no es inhumana, la fe tiene cuerpo: la trascendencia se ofrece en contenidos humanos.

FE/MEDIACIONES:Al tipo de encuentro que describimos cabe calificarlo de sacramental. Sacramental significa que el Dios trascendente toma cuerpo en la historia, ante todo en la historia de Jesús, y que en este cuerpo histórico el creyente le alcanza inmediatamente: «A mí me lo hicisteis» (/Mt/25/40), dice el Señor a aquellos que, aun sin saberlo, le encontraron en los pequeños de este mundo. No dice: me sentía satisfecho porque cumplíais mis mandatos, sino: a mí me lo hicisteis. Dicho de otro modo: yo estaba allí. Dios mismo se encuentra en la mediación escriturística o dogmática, en la práctica ética, en el signo-símbolo sacramental. La fe se vive en lo corporal y se verifica en lo corporal, y no en la espiritualidad evanescente de un supuesto encuentro ilusorio con Dios. La fe sólo existe si se inscribe en alguna parte. Cuanto mayor corporalidad, más se necesita la fe para discernir en el cuerpo la presencia de un Dios que se oculta en lo que nuestras proyecciones imaginativas tienden a considerar como lo más opuesto.

Ahora bien, la afirmación de que Dios se encuentra y manifiesta en lo corporal no puede derivar en la idolatría del que manipula o reduce lo divino a los límites de lo humano. En efecto, la fe recuerda que Dios siempre está más allá y que, si se realiza en la historia, nunca se confunde ni se identifica sin más con lo histórico. Lo divino sólo se encuentra en lo concreto, pero nunca se reduce ni se identifica totalmente con lo concreto: estando ahí, Dios siempre es algo más, siempre se escapa.

La fe entonces es renunciar a la evidencia, vivir en la presencia de Dios que se manifiesta como ausente, y es el correctivo de una experiencia de Dios entendida como experimentación. La experiencia religiosa, si es auténtica, siempre saca a uno de sí mismo y le conduce más allá. La experimentación concentra en uno mismo y termina en lo más inmediato, que no es sino lo más habitual o lo más propagandísticamente presentado. Pero lo real, a lo que tiende la fe, está más allá de lo corriente, de lo habitual.

5.2. El motivo de la fe

La razón o el motivo de la fe es Dios mismo. El se nos da a conocer en Jesucristo: «Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Jn 14,9); y sólo porque Dios se da a conocer, podemos conocerle: sólo Dios habla correctamente de Dios, pues lo que Dios revela supera todo lo que el hombre puede imaginar (cf. 1 Cor 2,9). El es también el que dispone nuestro corazón, por medio del Espíritu, para que podamos acogerle (cf. 1 Cor 2,10.12). La respuesta de la fe siempre tiene su origen en Dios que nos atrae (Mt 16,17; Jn 6,4445) y nos ilumina por su Espíritu dn 14,26; 16,1315; Rom 8,15).

Ahora bien, esta atracción de Dios no anula la libertad ni desplaza la acción del hombre. La fe es obra del Espíritu de Dios. Pero es el hombre el que cree, no Dios por él y en su lugar. La fe es una respuesta personal, respuesta provocada, pero tal provocación no anula la responsabilidad personal, sino que la despierta. Por esta razón, la fe es libre por naturaleza y digna del hombre. La gracia del Espíritu posibilita y provoca la decisión personal y, lejos de anular la razón, la integra, incitándola a la búsqueda de la credibilidad de los misterios creídos.

I/FE:Importa dejar claro que el motivo de la fe es Dios mismo ante posibles escándalos que a veces nos invaden al notar los reales o supuestos pecados de la Iglesia, de su jerarquía o de fieles cualificados. Yo no creo ni dejo de creer porque el papa o el obispo sean santos o pecadores, actúen a mi gusto o a mi disgusto. La Iglesia es motivo de credibilidad (y esto es importante de cara a su responsabilidad), pero no motivo último y decisivo de mi fe. Yo no creo en la Iglesia ni a causa de ella, sino en Dios y a causa de Dios, aunque la Iglesia también juega un papel importante en mi fe: creo dentro de ella, creo en aquel del que da testimonio, pero creo en definitiva porque Dios se da a conocer en Jesucristo y porque el Espíritu me mueve a creer.

6. Fe y teología FE/TEOLOGIA;TEOLOGIA/FE:FE/RAZON:RAZON/FE:

Aludimos en 1.2 a la interacción entre fe y pensamiento. También (en 4.1) hemos indicado que la fe da qué pensar y suscita preguntas, pues se enfrenta con la no evidencia del misterio de Dios.

La interacción entre fe y pensamiento es la tarea de la teología, pues la manifestación de Dios por su palabra, que pide ser aceptada con fe, no niega la razón humana. Al contrario, la fe en Dios, precisamente porque plenifica al hombre, exige la comprensión, pide un «obsequio razonable» (según la lectura tradicional de Rom 12,1). El Dios cristiano quiere ser acogido, pero nunca se impone. Llama al hombre sin anular ninguna de sus dimensiones. Al respecto, es interesante notar que el Nuevo Testamento, cuando cita el famoso texto de Dt 6,5, añade siempre la mente (inteligencia, pensamiento) a las fuerzas con las que hay que amar a Dios: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente» (Mt 22,37; Mc 12,30; Lc l0,22).

La teología es la fe cristiana vivida en una reflexión humana, una reflexión llevada a cabo no espontáneamente (en este sentido, todo creyente es un teólogo), sino metódicamente (según unas normas exigidas por su objeto) y sistemáticamente (según un discurso coherente que busca los nexos recíprocos entre los diferentes aspectos y el significado de los mismos). Así, la teología adquiere el rango de reflexión científica sobre la fe. El mismo acceso al texto bíblico, la fuente de la fe cristiana, ya plantea problemas de comprensión, de interpretación y de coordinación, que hacen pensar y exigen un estudio y una profundización. Pero además, esta fe, una vez comprendida y acogida, siente la urgencia de hacerse vida en las diferentes culturas y mentalidades y pretende responder a los nuevos problemas que van surgiendo. Tras la época neotestamentaria, surgieron verdaderos problemas que exigieron una penetración científica que fuera más allá del simple lenguaje de la Escritura (Nicea, Calcedonia). También hoy nos encontramos con problemas que el Nuevo Testamento no pudo plantearse y que exigen una respuesta desde la fe, más allá de la literalidad del texto bíblico (moral económica, política o médica). Si arrinconamos estos problemas, terminará por peligrar la esencia misma del cristianismo. Si la fe cristiana debe hacerse vida y debe vivirse hoy, esto significa que remite ineludiblemente a cada uno de nuestros respectivos presentes.

Por eso, la teología no puede considerarse como un montaje cultural alejado de la «verdadera vida». Es posible que una conciencia elemental considere inútil la reflexión teológica (y también la filosófica). Pero si la conciencia ilustrada (a la que también quiere y debe iluminar la fe) no integra críticamente las aprehensiones infantiles de la verdad religiosa, terminará por abandonar la religión por considerarla superada.

Surge aquí una dificultad: la aparente oposición paulina entre la fe y la sabiduría de este mundo (cf. /1Co/01/17-31). En realidad, Pablo no condena en este pasaje la auténtica sabiduría humana, don de Dios y capaz de conocer a Dios, sino una sabiduría orgullosa, llena de presunción. El texto se sitúa en el conflicto de la cruz de Cristo con otras formas de salvación preconizadas: la salvación como penetración en el misterio hasta el punto de hacerlo desaparecer (gnosis), que resucitan ciertas formas de racionalismo moderno; o la salvación por el cumplimiento de la ley, en detrimento de la gratuidad de la salvación que opera la cruz de Cristo.

En suma, la fe no se identifica con lo irracional. Pero tampoco se trata de un estadio que hay que superar. La fe es y suscita una forma de conocimiento, pero no un conocimiento provisional, contrapuesto al saber, entendido como un conocimiento seguro fundamentado en uno mismo. La fe y el saber son dos modos de conocimiento, no opuestos, pero sí distintos: el conocimiento fundamentado en un otro o el conocimiento fundamentado en uno mismo. La oposición aparece cuando se subordina la fe a un saber que se pretende instancia soberana, y se pierde de vista lo específico y original de la fe, cuyo conocimiento se fundamenta en el encuentro existencial entre Dios y el hombre. Por esta misma razón, el rechazo del saber no engendra necesariamente la fe.

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1 F. Nietzsche, El anticristo, n. 54.

2 Clemente de Alejandría, Estr., II, IV, 15, 5.

3 De utilitate credendi, XII, 26; cf. Confesiones, VI, V, 7.

4 Cf. H. Fries, Teologia Fundamental. Herder, Barcelona í987, 24-36.

5 Miguel de Unamuno, Ensayos. Aguilar, Madrid 1958, II. 60-61.

6 Cf. DV 15.

7 LG 9.

8 DV 13; cf. San Juan Crisóstomo, In Gen. 3, 8 hom 17, 1; PG 53, 134.

9 Suma de Teología, 2-2, 1, 7, ad 3.

10 Cf. Tomás de Aquino, Suma de Teología, 2-2, 2, 1; De veritate, 14, 1.

11 Obras completas. Edición preparada por Manuel García Blanco. Escelicer, Madrid 1966-1969, Vll, 180.

12 Ibíd, III, 282.

13 Ibid., VII, 179. 5.1.

14 Que Dios se revela en la historia encuentra un apoyo decisivo en la Sagrada Escritura: en ella, más que una definición de la fe encontramos una historia de la fe, la historia de unos hombres que se han fiado de Dios, descubriendo cómo actuaba en su vida y en los acontecimientos, aunque Dios trasciende la historia

MARTÍN GELABERT 10-PALABRAS 1. págs. 225-251

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Bibliografía

Becker, O. y Michel O., Fe, en Diccionario Teológico del Nuevo Testamento.

Sígueme, Salamanca 1980, II, 170-187.

Fries, H., Teología Fundamental. Herder, Barcelona 1987, 23-131.

Gelabert, M., Introducción y notas a las cuestiones 1 a 16, en Tomás de Aquino,

Suma de Teología, III. (BAC), Madrid 1990, 35-148.

Lubac, H. de, La fe cristiana. Fax, Madrid 1970.

Pieper, J., La Fe. (Patmos) Rialp, Madrid 1966.

Trutsch, J. y Pfammatter, J., La fe, en Mysterium salutis, I, II, 1969, 879-989.

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Preciosa definición de la Biblia de Jerusalén en la nota a Mt 8, 10: Es un impulso de confianza y de abandono, por el cual el hombre renuncia a apoyarse en sus pensamientos y en sus fuerzas, para abandonarse a la palabra y al poder de Aquel en quien cree.