Fe y ciencia: en busca de la verdad

«Fe empirista. Ni somos ni seremos./ Todo nuestro vivir es prestado./ Nada trajimos; nada llevaremos»: estos versos de Antonio Machado, de su libro Campos de Castilla, contienen la sabiduría de quien ha conocido paisajes y paisanajes, y cuya mirada –como decía de él Rubén Darío– era «tan profunda que apenas se podía ver». Si sobre el templo de Delfos se podía leer la expresión Conócete a ti m i s m o, los versos de Machado son una primera aproximación al misterio profundo de la vida humana, a la mera existencia desnuda –en palabras de Viktor Frankl– del hombre sobre la tierra: Nada trajimos, nada l l e v a re m o s. La vida del hombre sobre la tierra es un paréntesis que se cierra en un momento que no está en sus manos prever; quizá por ello, todas nuestras fuerzas deberían dirigirse a conocer a Quien nos ha prestado este vivir nuestro

Ya desde los primeros años de vida, la cabeza de los niños parece haberse convertido en un ilimitado almacén de datos, bien compartimentado en asignaturas: Matemáticas, Lengua, Ciencias Naturales... Todos los padres –como buenos padres– buscan para sus hijos los mejores colegios y la mejor educación, aquella que les otorgue una buena profesión y una buena situación en el mundo. Sin embargo, muchos de ellos olvidan que todo nuestro vivir es pre s t a d o, y así la vida se acaba convirtiendo en una asignatura pendiente. Conocemos muchas cosas, pero ¿sabemos vivir? En el hombre –en todos los hombres– existe una inclinación a conocer la verdad; es algo que nos viene dado: nadie quiere que le engañen.

Esta inclinación es ilimitada: todos deseamos conocer más y más, desde las últimas noticias aparecidas en los medios de comunicación, hasta el estado de ánimo de nuestros seres queridos; y, especialmente en determinados momentos de la vida, nos hacemos las preguntas esenciales: ¿Quién soy?; ¿para qué vi vo?; ¿qué ocurrirá cuando me muera?

Dos fenómenos especialmente nocivos atentan contra la búsqueda de respuestas a estas cuestiones fundamentales: por un lado, el intelectualismo, que reduce al hombre a un mero gestor de datos –a la manera de un chip informático– con los que producir y trabajar; y la especialización que conlleva la fragmentación del saber, lo que hace que sepamos mucho acerca de muy poco, y seamos unos completos ignorantes en el arte de vivir. Si, en épocas pasadas, los pocos que estudiaban intentaban abarcar todas las áreas del conocimiento, ahora la universalización de la educación pone a disposición de muchos un saber cada vez más concreto y cada vez más técnico, al mismo tiempo que deja de lado las Humanidades, por considerarlas poco útiles.

Juan Pablo II afirma, en la Carta encíclica Fides et ratio: «Una razón llena de interrogantes ha desarrollado sucesivamente su deseo de conocer cada vez más, y más profundamente. Se han construido sistemas de pensamiento complejos, que han producido sus frutos en los diversos ámbitos del saber, favoreciendo el desarrollo de la cultura y de la Historia. La antropología, la lógica, las ciencias naturales, la Historia, el lenguaje..., de alguna manera se han abarcado todas las ramas del saber. Sin embargo, los resultados positivos alcanzados no deben llevar a descuidar el hecho de que la razón misma, movida a indagar de forma unilateral sobre el hombre como sujeto, parece haber olvidado que éste está también llamado a orientarse hacia una verdad que lo transciende.

Sin esta referencia, cada uno queda a merced del arbitrio, y su condición de persona acaba por ser valorada con criterios pragmáticos basados esencialmente en el dato experimental, en el convencimiento erróneo de que todo debe ser dominado por la técnica. Así ha sucedido que, en lugar de expresar mejor la tendencia hacia la verdad, bajo tanto peso, la razón se ha doblegado sobre sí misma, haciéndose, día tras día, incapaz de levantar la mirada hacia lo alto para atreverse a alcanzar la verdad del ser».

Una ciencia desorientada

En los últimos años, el progreso está dejando atrás millones de vidas humanas: niños arrebatados del seno materno durante sus primeros días o meses de vida; ancianos que estorban, porque su enfermedad o su vejez hace de ellos una pesada carga, y a los que se les aplica la eutanasia; miles de embriones que son dese - c h a d o s , porque son portadores de una enfermedad, víctimas de una discriminación sin entrañas; embriones congelados en todo el mundo, olvidados ya por sus padres, que están en el codicioso punto de mira de unos científicos sin formación humana que se frotan las manos ante la posibilidad de su disección... Todo ello, bajo la bandera del progreso.

La ciencia, hoy en día está, en gran parte, desorientada; sólo responde al incierto estímulo de un pragmatismo al servicio de la rentabilidad: la inocente concepción de una técnica que avanza para el bien de la Humanidad ha dejado paso a una investigación encaminada a hacer la vida más confortable, un mundo feliz, al estilo del que denunciaba Aldous Huxley en la novela del mismo título, donde los pocos que puedan pagar sus avances puedan llevar una vida sin sufrimientos, a costa de lo que sea y de quien sea. Recientemente, una votación en la ONU acerca de la clonación decidió posponer por dos años el debate sobre la clonación terapéutica, con lo que se ha preferido investigar primero, y sólo después preguntarse por el sentido de tal investigación.

Por todas partes surgen los llamados co - mités de ética, muchos de cuyos miembros son víctimas de la antropología que ve al hombre como un mero cuerpo que produce y consume; así, la discusión ética ha quedado reducida a lo que se permite y lo que se prohíbe, sin considerar qué es lo bueno para el hombre en todas sus dimensiones, no sólo la material.

Esta concepción está calando poco a poco en la sociedad: los diarios de todo el país sacan frecuentemente a sus páginas frases como éstas: «Una de cada 100.000 personas está condenada a enfermar»; «Mi mujer t u v o que abortar porque el feto era portador de una enfermedad »; «Por ignorancia, traen personas al mundo que c u e s t a n más que los tratamientos »... Asimismo, es común la manipulación del lenguaje para tratar de enmascarar la mentira y edulcorar el mal; así, se distingue entre embrión y preembrión; entre vida humana y ser humano; se sustituye la expresión a b o rt o por la falsa «interrupción» voluntaria del em barazo; se habla de un presunto gen homosexual, con lo que parece que quien lo portase estaría determinantemente condenado a ser homosexual; en aras de una supuesta neutralidad, la educación sexual en los colegios se reduce a la simple genitalidad, completamente desgajada del a m o r. ¿Quién nos puede salvar de esta idolatría del cientificismo? ¿Quién puede librar hoy a la ciencia de su patente desorientación?

El delirio de la omnipotencia

La única voz que se enfrenta a los abusos de un progreso mal entendido es la de la Iglesia. Durante muchos años, el diálogo entre fe y razón, entre los hombres de ciencia y los teólogos, fue especialmente tenso. Los descubrimientos acerca del origen del hombre y del mundo pusieron en entredicho, para algunos, la misma existencia de Dios. Un punto de inflexión importante en esta discusión fue el nacimiento de la filosofía racionalista, de la mano de René Descartes. Ante las evidencias que parecían cuestionar la existencia de Dios, Descartes pretendió demostrar su existencia a través de la sola razón; el resultado fue un Dios prisionero en la mente del hombre, ajeno a su discurrir en el mundo. La existencia de Dios quedaba d e m o s t r a d a, pero quedaba una razón huérfana y omnipotente, abandonada a sí misma, expuesta a cualquier exceso. Al pretender demostrar a Dios con un método científico y racional, lo único que Descartes consiguió fue reducirle –y con él, toda norma que pudiera orientar la existencia humana– al ámbito privado de la intimidad de cada hombre. La consecuencia principal que ha tenido este modo de pensar racionalista, en el diálogo con la ciencia, es que la fe en Dios ha quedado sustituida por la fe en los axiomas de los científicos y en sus descubrimientos. La acusación de dogmatismo que muchos científicos hacían a la Iglesia católica ha dejado paso a un dogmatismo científico demoledor.

Los resultados han sido espectaculares: si, durante los primeros días de la Revolución Francesa, se tiraron abajo las imágenes de los santos en la catedral de Nôtre Dame, de París, para sustituirlas por otra que representaba a la diosa Razón, hoy en día el icono cultural más venerado es el de la diosa Ciencia. Los dos últimos siglos han sido testigos de descubrimientos científicos asombrosos, impensables en el pasado, como el hecho de que el hombre pudiera pisar la luna, o curarse de enfermedades letales gracias a las vacunas. Sin embargo, muchos de estos avances han atentado contra el propio hombre; las dos guerras mundiales constataron que el deseo del hombre por conocer el mundo y dominarlo también puede servir para hacer el mal; la euforia por el avance de la ciencia ha dejado paso a la perplejidad por su capacidad destructiva.

El mito del progreso indefinido y el de su supuesta neutralidad se hicieron añicos durante el siglo pasado; muchos habitantes de nuestro planeta, asediados por el hambre, las guerras y las enfermedades cuya investigación no es rentable, son aún sus principales víctimas. El Rector de la Pontificia Universidad Lateranense, monseñor Rino Fisichella, afirma que «la trasgresión de Adán equivale hoy a que es el hombre el que decide qué es lo que está bien y qué es lo que está mal, y esto supone caer en el delirio de la omnipotencia y en el del poder de un hombre sobre otro. Me sorprende la testadurez del hombre en su búsqueda de nuevas formas de autodestrucción. La historia de Babel no nos ha enseñado nada; el deseo de ser Dios resurge a cada momento. El hombre, sin embargo, tiene un límite, y este límite supone tomar conciencia de lo que el hombre es. Éste es el único límite que reconozco: el hombre no puede ser Dios».

«Ningún método es inocente», afirmaba Paul Ricoeur. Tampoco lo es el método empírico, pues siempre tendrá detrás la precomprensión de quien lo utiliza. Una concepción previa acerca del hombre, del mundo, e incluso de la existencia o no de Dios, condicionan de hecho la labor de cualquier científico. Según la agencia Aciprensa, un informe elaborado por los historiadores Edward Larson, de la Universidad de Georgia, y Larry Witham, del Instituto Discovery, de Seattle, reveló que sólo el 40 por ciento de los científicos en Estados Unidos cree en un Ser Supremo y en la existencia de una vida después de la muerte, mientras que la mayoría rechaza la sola posibilidad de la existencia de un ser trascendente. Así, según el informe, el 45 por ciento de científicos encuestados niega la existencia de Dios y se declara ateo, mientras que un 15 por ciento de indecisos se declara agnóstico. Esta precomprensión de la realidad no podría dejar de influir en el trabajo cotidiano de los hombres y de las mujeres dedicados a la investigación; un sentido moral distorsionado, de corte materialista y ajeno a cualquier orientación externa, sólo puede ofrecer avances científicos cuestionables, aunque el motivo de dicho trabajo científico sea, presuntamente, el bien del ser humano.

Un enriquecimiento mutuo

La Iglesia no ha dejado de recordar que la ciencia tiene necesidad de la guía de la fe, y la fe tiene necesidad de la contribución de la ciencia al bien de la Humanidad. Don Manuel García Doncel, en su intervención en las III Jornadas de Teología, del Instituto Te o l ó g ico Compostelano, sobre Fe en Dios, y ciencia actual, subraya las siguientes palabras del Papa Juan Pablo II: «Tanto la religión como la ciencia deben preservar su autonomía y su peculiaridad.

Mientras cada una debe y puede apoyar a la otra como dimensiones distintas de una cultura humana común, ninguna puede suponer que constituye una premisa necesaria para la otra. La oportunidad sin precedentes que tenemos hoy es la de lograr una relación interactiva común, en la que cada disciplina conserve su integridad y, al mismo tiempo, esté radicalmente abierta a los descubrimientos y concepciones de la otra.

La ciencia se desarrolla mejor cuando sus conceptos y conclusiones se integran en la gran cultura humana y en su interés por el sentido y valor últimos.

Por ello, los científicos no pueden mantenerse totalmente al margen de las cuestiones tratadas por los filósofos y teólogos. Al mismo tiempo, la ciencia puede liberar a la religión del error y la superstición; y la religión puede purificar la ciencia de idolatría y falsos absolutos».

Y en dichas Jornadas, don Manuel Carreira concluía así su ponencia: «Todo nuestro conocimiento del mundo físico, decía Einstein, es incompleto y pueril, pero para él era lo más precioso que tenemos. Conocer la obra de Dios en cualquier aspecto de su grandeza es una labor ennoblecedora, y puede y debe hacerse sin prejuicios ni miedos. Como ha dicho Carl von Weiszacker, el primer sorbo de la copa de la ciencia aparta de Dios, pero cuanto más se bebe de ella, más cla ro se ve en su fondo el rostro del Creador».

Juan Luis Vázquez
ALFA Y OMEGA
Nº 386 / 22-I-2004