«El centro que nos descentra»
Un espíritu que derramándose en nuestro interior nos abre a la realidad


Xavier MELLONI
Jesuita, miembro de EIDES
(«Escuela Ignaciana de Espiritualidad»)
Manresa


Vivimos exiliados de nosotros mismos. Y experimentamos este 
exilio como un desasosiego, una sequía, un vacio. Por eso 
necesitamos invocar al Espíritu que derrame amor sobre los 
corazones. Este derramarse de Dios en nosotros viene a sanar 
nuestros tres vínculos fundamentales: nos sana de nuestro exilio 
respecto de nuestro Origen, que es Dios; respecto de nosotros 
mismos, la tierra que somos y que estamos llamados a habitar; y 
respecto de los demás, los rostros que pueblan esta misma tierra. 
COR/CENTRO YO-PROFUNDO/COR: Este triple exilio se 
absuelve por el retorno a la propia tierra, que es el corazón. En la 
Tradición espiritual, el corazón no es el órgano de la afectividad, sino 
el centro unificador de la persona humana. Se trata del «leb» 
hebreo, al que apelan los profetas como el «lugar» de la conversión: 
«lava tu corazón para salvarte» (Jr 4,14); «Yo, el Señor, penetro el 
corazón, sondeo las entrañas» (Jr 17,10)1. Es la «kardía» de san 
Pablo y de los Padres del Desierto, puerta del verdadero 
conocimiento2. El corazón es aquel tesoro del que habla Jesús que, 
una vez encontrado, requiere que todo lo demás sea vendido para 
adquirirlo (Mt 13,44). El corazón es también esa piedra angular (Sal 
118,22) que sostiene el edificio de nuestra persona, constituyendo 
nuestro ser. Siendo nuestro fundamento, a la vez está siempre en la 
lejanía. Esa lejanía que es una profundidad. Por ello, algunas 
corrientes de la psicología moderna han llamado al corazón el «yo 
profundo».
PERSONA/CENTRO INTERIORIDAD: El acceso al corazón es un 
don del Espíritu. Dios es el que nos abre el camino desde las zonas 
desérticas de nosotros mismos hacia las fértiles. Cuando alcanzamos 
ese núcleo fértil en lo hondo de nosotros, los que están a nuestro 
alrededor quedan beneficiados. «El corazón indica la indecible 
profundidad del homo absconditus, y es en ese nivel en el que se 
sitúa el centro de irradiación específico de cada uno: la persona»3. 
La persona, ese don y misterio que es cada uno para sí mismo y 
para los demás. Cuando accedemos a nuestro propio Centro nos 
convertimos en una bendición para todos. Ese centro es la tierra 
fecunda donde crece la semilla de Reino que llega a hacerse tan 
grande que miles de pájaros vienen a cobijarse en sus ramas (Mt 
13,31-32). Quien riega esta semilla es el Espíritu que derrama amor 
sobre la tierra de nuestro corazón. Ese Espíritu que es Dios mismo 
en nosotros, haciéndonos participar de lo que es El: capacidad 
infinita de donación. 

1. El Espíritu, el beso entre el Padre y el Hijo
Invocar al Espíritu para que derrame su amor es pedirle a Dios 
que se dé a sí mismo y que nos vaya transformando para 
introducirnos en Él. El modo occidental de comprender al Espíritu 
Santo es como una comunión o irradiación del amor que hay entre el 
Padre y el Hijo: «El Espíritu Santo es el amor que hay entre el Padre 
y el Hijo; es su unidad y suavidad, su bien y su beso, su abrazo», 
dice Guillermo de SaintThierry4. La Iglesia de Oriente, en cambio, 
destaca más la dimensión personal del Espíritu, con misión propia, 
según la cual el Espíritu no sólo es un beso, sino que también besa. 

Recogiendo ambas Tradiciones, descubrimos que lo que estamos 
implorando es más que el hecho de que el Espíritu derrame su amor: 
lo que pedimos es que se nos dé ese mismo Espíritu Santo, que es 
ese Dios-Amor que se da, es decir, que es Dios mismo en tanto que 
se da; Dios mismo que, besando, se da a sí mismo en ese beso. 
TRI/EXTASIS-ENSTASIS: Así, invocando al Espíritu Santo 
estamos pidiendo participar de la vida misma de Dios. ¿Y en qué 
consiste esta vida de Dios, esta vida intradivina? Los Padres griegos 
hablaron de la perichoresis5 trinitaria, es decir, del movimiento 
incesante de darse y recibirse mutuamente, entre el Padre, el Hijo y 
el Espíritu Santo. Este constante darse y recibirse hace que 
podamos pensar en Dios como un éxtasis6 continuo, sin fin. Es decir, 
que la naturaleza de Dios es un permanente salir de sí, 
comunicándose, del Padre como Fuente, del Hijo como receptáculo y 
del Espíritu como dinamismo de y hacia esa comunión. 
Esta donación es también mutua recepción, con lo cual el ser de 
Dios es también un recogimiento, un enstasis7 continuo, por el que 
cada una de las Personas se recibe a sí misma por el don que le 
hacen las demás de sí mismas: el Padre es plenamente Padre 
recibiendo del Hijo todo lo que le había entregado (I Cor 15,23-28); 
también la acción del Espíritu consiste en reconducirlo todo hacia Él 
(Jn 16,13; Rom 8,23); el Hijo es el continente que recibe el 
derramarse del Espíritu del Padre; y el Espíritu no actúa de lo que es 
suyo, sino de lo que recibe del Padre y del Hijo: «El Espíritu no 
hablará por su cuenta; me glorificará, porque recibirá de lo mío» (Jn 
16,13-14). 
Dicho de otro modo, la vida interior de Dios se revela como una 
plenitud que está constantemente vaciándose de sí misma, para que 
ese «vacío» se colme de presencia del «Otro». Dios es donación sin 
término, donación infinita que engendra lo «otro». Todo lo que existe 
—lo «otro» de Dios, nosotros— proviene de esta donación y está 
llamado a esta donación. 
Pidiendo que el Espíritu derrame su amor en nosotros, lo que 
pedimos es que nosotros podamos participar de este movimiento de 
recibir para entregar, y de entregar para recibir. Es decir, pedimos 
que, como hijos en el Hijo, podamos participar en la relación que hay 
entre el Padre y el Hijo por la acción del Espíritu, y seamos 
convertidos en ella. En Occidente, dice de nuevo Guillermo de 
Saint-Thierry: 

«Como el Hijo con el Padre y el Padre con el Hijo, como el beso del 
Padre y el Hijo, por la unidad consustancial, así en cierto modo le 
sucede al alma dichosa cuando de modo inefable, imposible de 
imaginar, el hombre de Dios merece transformarse, no en Dios, 
ciertamente, pero si en lo que Dios es. El hombre es por gracia lo 
que Dios es por naturaleza8 

Y en la Iglesia de Oriente, por medio de Máximo el Confesor, 
escuchamos lo mismo: 

«Aquel que lo desee ardientemente, recibirá el beso de la 
salvación, adquiriendo con ello toda la cualidad de Aquel que le 
abraza por entero, de forma que el que es abrazado de este modo 
ya no puede ser conocido por sí mismo, sino a partir de Aquel que le 
abraza, como el aire es totalmente iluminado por la luz y como el 
hierro es totalmente abrasado por el fuego»9. 
DIVINIZACION/QUE-ES: Es decir, estamos llamados a participar 
de la vida de Dios, a transformarnos en ese amor de Dios que es 
Dios mismo. Esto es lo que han anunciado desde antiguo las 
Escrituras: «Ahora ya somos hijos de Dios, pero todavía no se ha 
manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, 
seremos semejantes a Él, porque lo veremos tal como es» 
(/1Jn/03/02). Esto es lo que han anhelado siempre los hombres y 
mujeres transidos de Dios. 
Ahora bien, ¿en qué consiste esta semejanza con Dios, esta 
divinización? El término divinización es poco utilizado en nuestra 
teología y evoca más bien ideas negativas: o bien hace pensar en 
una especie de evaporización del mundo, o bien sugiere una 
conquista sutil del poder: aquel «seréis como dioses» de la tentación 
original narrada en el Génesis (Gn 3,5). 
Sin embargo, tal como hemos intentado presentar hasta aquí el 
ser de Dios, la divinización que transmite el Espíritu implica 
precisamente lo contrario: es una posibilidad infinita de donación, 
que en Cristo se convirtió en dinamismo de encarnación, es decir, de 
asunción de todo lo real en su propia carne, renunciado a toda 
dominación. 
«Dios nos ha hecho donación de preciosas y magníficas 
promesas para que seáis partícipes de la naturaleza divina», se lee 
en la Segunda Carta de Pedro (2 Pe 1,4). Invocar al Espíritu para 
que derrame su amor en nuestros corazones es disponerse a acoger 
este don de participar en la vida de Dios. ¿Diremos que sólo son 
metáforas, meras imágenes? Uno se pregunta si todavía somos 
capaces de creer en estas palabras. Y si es un problema de 
interpretación, ¿cómo las podríamos interpretar? Dicho de otro 
modo, ¿en qué consiste esta participación en la naturaleza divina? 
¿Cuáles son los signos de la transformación del ser humano 
divinizado? 
La respuesta late en los mismos términos del título que sirve de 
hilo conductor de nuestras reflexiones: «El Centro que nos 
descentra». 

2. El camino hacia el centro: el lugar del corazón
CENTRADO-DESCENTRADO: El retorno al propio Centro no es 
un retorno cualquiera. Cuando encontramos el verdadero Centro, no 
nos ensimismamos10. El ensimismamiento es una forma de 
distracción que no viene de habitar el propio centro, sino de estar 
curvados sobre nosotros mismos. Este «estar curvado sobre sí» es 
lo contrario de «habitar el propio centro». La curvatura es un 
autocentramiento que absorbe nuestras energías, como la viuda 
enferma del Evangelio (/Lc/13/10-13)11, mientras que el estar 
centrado las despliega. Lo que distingue la curvatura sobre uno 
mismo del estar centrado es que lo primero provoca encerramiento, 
mientras que lo segundo abre y, paradójicamente, des-centra. 
El encerramiento es un mecanismo de protección ante todo lo de 
fuera, que nos hace percibir «lo otro» como hostil. Viviendo fuera de 
nuestro Centro, nos debilitamos, y cualquier cosa nos parece una 
amenaza o un objeto de conquista. Entonces nos debatimos entre la 
agresión y el temor. A causa de nuestro encerramiento, nos 
relacionamos con lo demás —los demás, nuestro entorno y Dios 
mismo, y también con nosotros mismos— o bien arrebatando, 
violentando, o bien huyendo (replegándonos o evadiéndonos). 
En cambio, cuando habitamos nuestro Centro, la realidad, en 
lugar de amenaza, se convierte en posibilidad, en oportunidad de 
reciprocidad y de comunión. Desde el propio centro, en lugar de 
defendernos, nos damos. Y nos damos porque acogemos. El darse 
procede del mismo movimiento que el recibir. Haber sido creados «a 
imagen y semejanza de Dios» (Gn 1,26) significa que estamos 
hechos para la relación, tal como hemos visto que Dios mismo es 
relación y reciprocidad en el interior de su propio Ser. Perdemos la 
semejanza cuando la oscurecemos con el autoencerramiento 
—apartándonos de lo «otror» o la dominación —absorbiendo o 
devorando lo «otro». Sin embargo, la imagen —icono en griego— 
de la Trinidad en nosotros, aunque sepultada, sigue intacta; la 
imagen se desvela cuando nos abrimos, dejamos de devorar y nos 
disponemos a acoger. Entonces adviene la posibilidad de la 
semejanza, es decir, el camino de la «divinización». 

3: El don de la oración: su enstasis y su éxtasis
Como criaturas, estamos llamados a entrar en la plenitud de esa 
transformación que nos convierte en comunión. Por ello rogamos al 
Espíritu que infunda su amor en nuestros corazones. Cuando 
oramos en profundidad, no hacemos más que esto: participar del ser 
de Dios, que es amor. Cuando oramos, estamos abriéndonos a esa 
reciprocidad que engendra Vida. Una profundidad que viene del 
corazón, de ese Centro nuestro -el lugar de la Imagen que Dios ha 
impreso en nosotros- desde el que nos abrimos a esta relación. 
Ahora bien, uno no puede centrarse por sí mismo, sino que es 
centrado. Por la oración, recibimos el don de ser centrados por el 
Espíritu que es derramado hacia ese Centro de nosotros mismos, 
desde el Centro de Dios. El Espíritu es esa interioridad de Dios, ese 
Centro en Dios que es fuente de toda donación. Como lo que se da 
desde ese Centro de Dios es el amor, es decir, la posibilidad de 
donación misma, el centramiento que produce esta efusión de Dios 
no es encerramiento o ensimismamiento, sino apertura y capacidad 
cada vez mayor de donación. 
ORA/ENSIMISMAMIENTO: La oración, pues, es intrínseca a la 
posibilidad de darse y lleva inscrita en sí misma el signo de la 
apertura. Si cuando oramos no nos abrimos, es que no hay oración, 
sino ensimismamiento, curvatura sobre sí. La verdadera oración nos 
salva y nos cura de este encerramiento. 
ABNEGACION/DONACION El signo 
de la auténtica oración es la apertura real al mundo. Los auténticos 
hombres y mujeres de oración son los más receptivos a los demás, 
porque, llenos del Espíritu, viven, desde su centro, descentrados de 
sí mismos. Porque el propio Centro, el corazón, no es una fortaleza a 
defender, sino un cáliz abierto, dispuesto a verter lo que ha sido 
derramado en él. Por eso el viejo Ignacio, un día que oía que 
alababan a un jesuita por ser hombre de oración, corrigió diciendo: 
«Sí, es un hombre de abnegación». No es que la abnegación se 
contraponga a la oración, sino todo lo contrario: el signo de la 
oración es la capacidad de abnegación, porque es la participación 
en el ser de Dios, que es Des-centramiento, Vaciamiento sin fin. La 
oración se va adentrando, consolidando en el corazón, y desde ese 
centro nuestro nos va colmando de amor, es decir, de capacidad de 
donación. 

4. Todos somos uno
Por esta salida —ex-stasis— de uno mismo que viene del amor es 
decir, del Espíritu de Dios en nosotros—, podemos llegar a percibir 
que todos formamos parte de un único destino, que todos somos 
uno (Jn 17,23). Algunos seres transfigurados llegan a este estado de 
solidaridad universal. Silouan del Monte Athos (1866-1938), por 
ejemplo. Muerto un año antes de la Segunda Guerra Mundial, 
percibió los males que habían sufrido e iban a sufrir sus 
contemporáneos. Así lo expresó en su cántico sobre el Llanto de 
Adán: 

«Abrumado de pesar, Adán se lamentaba y pensaba: 'De mí 
saldrán y se multiplicarán pueblos enteros; sufrirán, vivirán en la 
enemistad y se matarán unos a otros'. Este dolor era inmenso como 
el mar, Y sólo puede comprenderlo aquel cuya alma ha conocido al 
Señor y sabe cuánto nos ama»12 . 

OBRAS/SIGNO-DEL-A: La solidaridad universal, sentir que todos 
somos uno, sólo puede venir de haber conocido ese amor de Dios 
derramado en los corazones de todos. Desde el propio centro 
entramos en comunión con el centro de los demás. Y entonces nos 
es dado sentir esa solidaridad planetaria que hoy, gracias a los 
medios de comunicación, tiene un nombre incipiente: la «aldea 
global». Televisores, diarios, revistas, las pantallas de nuestros 
ordenadores conectados a Internet, son ventanas sobre nuestra 
aldea, ante la que podemos comportarnos como simple 
espectadores o como co-autores. El derramarse del Espíritu sobre 
nuestros corazones no puede soportar la parálisis de la mera 
expectación, porque el Espíritu es participador y creador. El amor 
que Él derrama fluye, fluye sin cesar hacia los actos. Si no fluye, es 
mera autosegregación de sentimientos. El fluir hacia los actos no es 
una imposición exterior al amor, sino que es el signo del amor. La 
aldea está por hacer. 
Cuando andamos curvados sobre nosotros mismos, nos 
empeñamos más bien en deshacerla. Encerrados en la dinámica de 
la dominación, en lugar de la comunión, los medios de que 
disponemos aumentan las posibilidades de la agresión o de la 
distracción, lo que nos hace perpetuar la existencia como una 
depredación o un entretenimiento, donde se reparten los roles de 
víctima y verdugo, y butacas para los espectadores. 
La oración en el corazón —y por ella la vida del Espíritu, que es 
Amor descentrando el corazón— convierte el rostro de los demás en 
una llamada incandescente, irresistible. El amor del Espíritu 
derramado sobre el corazón arrastra éste hacia los corazones 
ajenos. 

5. Cuanto más abajo, más divino
El Espíritu fue derramado en Maria el día de la encarnación. Y en 
Jesús, el Cristo, en el bautismo del Jordán. Cristo significa 
precisamente el Ungido. Jesucristo es el Ungido por excelencia, es 
decir, Aquel que, por su capacidad de acogida, recibió el 
derramamiento del Espíritu en sobreabundancia. Este 
derramamiento fue conduciendo a Jesús cada vez más hacia abajo. 
La pasión de Jesús por los pobres y sencillos (Mt 5,3; 11,25) es la 
pasión del Dios trinitario por los que están vacíos de poder. Siendo 
El vaciamiento, se vierte, se derrama, sobre aquellos que están en 
disposición de acogerlo. Y la disposición para acoger al Dios que se 
da es el propio vaciamiento. Así, aquellos que se han despojado —o 
se van despojando— de toda dominación y los que han sido 
despojados por la dominación de otros, son receptáculos del dolor, 
pero también son los más abiertos al amor. 
La atracción de Dios por el dolor humano revela lo más divino de 
nuestro Dios: su volcarse en aquello que está despojado en 
nosotros y en aquellos que han sido despojados por nosotros. 
Percibir esta presencia suya en estos despojos es re-velación, 
porque no es evidente a nuestra mirada opaca —dominadora o 
evasiva— que Dios esté presente ni en el dolor ni en la pobreza.
DEBILIDAD/RV  POBREZA/RV: Y es 
que estamos llamados continuamente a convertir nuestra imagen de 
Dios. Sobre ella proyectamos nuestras propias curvaturas: lo 
creemos omnipotente, omnisciente, etc., palabras llenas de poder 
que saturan de sonoridad nuestras cuerdas vocales cuando las 
pronunciamos. Sin embargo, el Dios revelado en Jesús es el 
Dios-más-bajo, el Dios-tan-identificado-con- nuestra-debilidad, con 
nuestro vacío y con los que han sido vaciados, que casi no se deja 
ver. Para mostrarse, para revelarse, da como signo «un niño 
envuelto en pañales y acostado en un pesebre» (/Lc/01/12), la 
imagen misma de la debilidad y de la vulnerabilidad; o el Inocente 
crucificado que muere perdonando a los que lo están torturando 
(/Mt/27/54). Para re-velarse en un lugar tan opaco, ha tenido que 
desgarrarse el velo del templo (Mt 27,51). Desde ese despojo total, 
Cristo entrega el Espíritu (Jn 19,30). CZ/PENTECOSTES: 
En la cruz del Viernes Santo sitúa Juan el día de Pentecostés: el 
Espíritu derrama su amor en el corazón del mundo a través de 
Cristo, vaciado totalmente de sí mismo. Ese vaciamiento de Cristo en 
la Cruz es un vaciamiento trinitario: el Padre, el Hijo y el Espíritu 
están allí entregándose. El Dios crucificado es el Dios vaciado de sí 
y vaciado por los hombres. Despojado de todo poder, de toda forma 
de dominación, responde a nuestra agresión haciéndose donación, 
es decir entregando el Espíritu. En la Cruz, Dios se manifiesta 
El-totalmente-Otro respecto de nuestras imágenes todavía 
demasiado paganas que asociamos con la Divinidad, que 
quisiéramos poderosa. Pero no. Dios se ha revelado derramamiento, 
vaciamiento de Amor, y ello le hace máximamente vulnerable. 
Así, la divinización en la que nos introduce el Espíritu que se 
derrama desde el costado de Cristo no nos «evaporiza» del mundo, 
ni nos otorga un poder mágico de dominación sobre la naturaleza o 
sobre los demás, sino que, por el contrario, nos convierte más y más 
en donación, haciéndonos cada vez más libres para olvidarnos de 
nosotros mismos e ir al encuentro del dolor y el vacío ajenos. 

6. Hombres-de-Dios-para-los-demás
La transformación que va operando el Espíritu en nosotros nos va 
haciendo receptivos a los demás de un modo indecible. Valga un 
ejemplo que recoge Pedro Miguel Lamet en su biografía sobre Pedro 
Arrupe13: después de una visita a una misión que vivía situaciones 
difíciles, la comunidad fue a despedir al Padre Arrupe al aeropuerto; 
su presencia les había dado coraje para continuar adelante, pero 
ahora se quedaban solos de nuevo; el superior de la misión estaba 
con estos pensamientos sombríos cuando el Padre Arrupe, que iba 
unos metros más adelante, se volvió hacia atrás y se puso a caminar 
con él, estrechándole por el hombro, sin decirle nada. Tampoco el 
superior tuvo necesidad de hablar, porque con ese gesto 
espontáneo e imprevisto del Padre Arrupe recibió la fuerza que 
necesitaba. El Padre Arrupe probablemente no fue consciente de 
todo lo que sucedía en su compañero, pero, sin darse cuenta, había 
sido receptivo a su necesidad. 
Así es un corazón transformado por el Espíritu: se convierte en 
receptividad y donación. Derramado el Amor en él, se derrama en 
amor hacia los demás. Y esta solicitud le hace particularmente atento 
a los que están más desprotegidos. 
Todo ello nos lleva a decir que la vida de Dios en nosotros es 
consustancial para que vivamos nuestra vida en los otros. Del mismo 
modo que Dios es Comunidad de Personas que se dan y se reciben 
mutuamente, así nosotros, para ser comunidad de personas, 
estamos llamados a participar más y más de la vida de Dios. Los 
extremos no se oponen, sino que se necesitan mutuamente: para ser 
profetas en nuestro tiempo, para que haya personas lúcidas y 
generosas capaces trabajar por la aldea global, habremos de ser 
mujeres y hombres de Dios. Personas que, desde el centro de sí 
mismas, recogidas —no encogidas—, expendan la vida de Dios. Esa 
vida divina que es despojo de toda forma de poder y 
descentramiento para acoger al «otro». 
CZ/CREACION: El Espíritu que se derrama desde el Costado del 
Inocente Crucificado contiene la misma dynamis del Espíritu Creador. 
La Creación es el inicio de la participación en la vida de Dios; la 
re-creación que se implora con cada invocación del Espíritu 
desbloquea todo aquello que ha sido retenido, absorbido, para 
liberarlo de nuevo. El Espíritu nos recuerda que todo lo que tenemos 
es don, don en su doble sentido: don en cuanto que recibido y don 
para entregarlo. Cuando nos liberamos de las garras de la posesión, 
entonces entramos en la circularidad de la vida de Dios. Acogiendo 
el don de Dios, nos convertimos en don para los demás. 
«Nadie será malvado ni nadie hará daño, porque la tierra estará 
llena del conocimiento de Dios, como las aguas colman el mar», 
anuncia Isaías ( 11,9). Las aguas colmando el mar es el Espíritu 
derramado sobre la Tierra, nuestra pequeña aldea, donde la 
curvatura de la dominación o de la inhibición se habrá transformado 
en receptividad para la acogida y la donación. Tal es el conocimiento 
de Dios que anunciaron los profetas, el conocimiento del Padre que 
tuvo Jesús14 y que el Espíritu va derramando y alumbrando en los 
corazones, hasta conducirnos a la verdad plena (Jn 16,13), esa 
Verdad que nos hace libres para amar (Jn 8,32). Toda otra forma de 
comportamiento que no nos abra a la comunión es una forma de 
desconocimiento que nos exilia de nuestro Origen, de nosotros 
mismos y de los rostros que pueblan nuestra aldea. 

·MELLONI-Xavier. _SAL-TERRAE/98/01. Págs. 17-26

......................
1. Ver también: Is 6,8-13; Jr 11,6-8; 24,7; 32,39; Ez 11,19-20; 36,26-29; Os 
2,16-22. 
2. Cf. Ef 1.18; 3,17-19. 18
3. Paul EVDOKIMOV. L'Orthodoxie, Desclée de Brouwer, Paris 1979, p. 68. 
4. Carta a los Hermanos de Monte Dei, 263, Sígueme, Salamanca 1995, p. 
115. 
5. Peri-: «alrededor de»; -choresis: propagación, difusión. 
6. Ex-stasis. «ex-», preposición que indica movimiento de salida, y «-stasis», 
acto de estar. 
7. La preposición «en-» indica movimiento de entrada. 
8. Op. cit., p. 115. 20 
9. Philocalie des Peres Neptiques, Abbaye de Bellefontaine, 1985, Vol. Vl: 
Centurias sobre la Teología y la Economía, VII, 68, p. 231. 
10. «Idiota», que proviene del término griego ideo, «lo mismo», significa el que 
está ensimismado, encerrado en sí mismo. 
11. En la tradición espiritual, varios autores han utilizado esta imagen: san 
Agustín y san Bernardo, Cor-curvatum in seipsum (un corazón 
ensimismado); san Buenaventura, Libertas curvaba in seipsam (libertad 
encerrada en sí misma); Martín Lutero, Homo incurvatus in seipsum (una 
persona curvada sobre sí misma). 
12. Archimandrita SOPHRONY, San Silouan el Athonita, Ed. Encuentro, 
Madrid 1996, p. 374.
13. Arrupe. Una explosión en la Iglesia, Ed. Temas de Hoy, Madrid 1994. 
14. Cf. Mt 5,45.48.