«El centro que nos descentra»
Un espíritu que derramándose en nuestro interior nos abre a la realidad
Xavier MELLONI
Jesuita, miembro de EIDES
(«Escuela Ignaciana de Espiritualidad»)
Manresa
Vivimos exiliados de nosotros mismos. Y experimentamos este
exilio como un desasosiego, una sequía, un vacio. Por eso
necesitamos invocar al Espíritu que derrame amor sobre los
corazones. Este derramarse de Dios en nosotros viene a sanar
nuestros tres vínculos fundamentales: nos sana de nuestro exilio
respecto de nuestro Origen, que es Dios; respecto de nosotros
mismos, la tierra que somos y que estamos llamados a habitar; y
respecto de los demás, los rostros que pueblan esta misma tierra.
COR/CENTRO YO-PROFUNDO/COR: Este triple exilio se
absuelve por el retorno a la propia tierra, que es el corazón. En la
Tradición espiritual, el corazón no es el órgano de la afectividad, sino
el centro unificador de la persona humana. Se trata del «leb»
hebreo, al que apelan los profetas como el «lugar» de la conversión:
«lava tu corazón para salvarte» (Jr 4,14); «Yo, el Señor, penetro el
corazón, sondeo las entrañas» (Jr 17,10)1. Es la «kardía» de san
Pablo y de los Padres del Desierto, puerta del verdadero
conocimiento2. El corazón es aquel tesoro del que habla Jesús que,
una vez encontrado, requiere que todo lo demás sea vendido para
adquirirlo (Mt 13,44). El corazón es también esa piedra angular (Sal
118,22) que sostiene el edificio de nuestra persona, constituyendo
nuestro ser. Siendo nuestro fundamento, a la vez está siempre en la
lejanía. Esa lejanía que es una profundidad. Por ello, algunas
corrientes de la psicología moderna han llamado al corazón el «yo
profundo».
PERSONA/CENTRO INTERIORIDAD: El acceso al corazón es un
don del Espíritu. Dios es el que nos abre el camino desde las zonas
desérticas de nosotros mismos hacia las fértiles. Cuando alcanzamos
ese núcleo fértil en lo hondo de nosotros, los que están a nuestro
alrededor quedan beneficiados. «El corazón indica la indecible
profundidad del homo absconditus, y es en ese nivel en el que se
sitúa el centro de irradiación específico de cada uno: la persona»3.
La persona, ese don y misterio que es cada uno para sí mismo y
para los demás. Cuando accedemos a nuestro propio Centro nos
convertimos en una bendición para todos. Ese centro es la tierra
fecunda donde crece la semilla de Reino que llega a hacerse tan
grande que miles de pájaros vienen a cobijarse en sus ramas (Mt
13,31-32). Quien riega esta semilla es el Espíritu que derrama amor
sobre la tierra de nuestro corazón. Ese Espíritu que es Dios mismo
en nosotros, haciéndonos participar de lo que es El: capacidad
infinita de donación.
1. El Espíritu, el beso entre el Padre y el Hijo
Invocar al Espíritu para que derrame su amor es pedirle a Dios
que se dé a sí mismo y que nos vaya transformando para
introducirnos en Él. El modo occidental de comprender al Espíritu
Santo es como una comunión o irradiación del amor que hay entre el
Padre y el Hijo: «El Espíritu Santo es el amor que hay entre el Padre
y el Hijo; es su unidad y suavidad, su bien y su beso, su abrazo»,
dice Guillermo de SaintThierry4. La Iglesia de Oriente, en cambio,
destaca más la dimensión personal del Espíritu, con misión propia,
según la cual el Espíritu no sólo es un beso, sino que también besa.
Recogiendo ambas Tradiciones, descubrimos que lo que estamos
implorando es más que el hecho de que el Espíritu derrame su amor:
lo que pedimos es que se nos dé ese mismo Espíritu Santo, que es
ese Dios-Amor que se da, es decir, que es Dios mismo en tanto que
se da; Dios mismo que, besando, se da a sí mismo en ese beso.
TRI/EXTASIS-ENSTASIS: Así, invocando al Espíritu Santo
estamos pidiendo participar de la vida misma de Dios. ¿Y en qué
consiste esta vida de Dios, esta vida intradivina? Los Padres griegos
hablaron de la perichoresis5 trinitaria, es decir, del movimiento
incesante de darse y recibirse mutuamente, entre el Padre, el Hijo y
el Espíritu Santo. Este constante darse y recibirse hace que
podamos pensar en Dios como un éxtasis6 continuo, sin fin. Es decir,
que la naturaleza de Dios es un permanente salir de sí,
comunicándose, del Padre como Fuente, del Hijo como receptáculo y
del Espíritu como dinamismo de y hacia esa comunión.
Esta donación es también mutua recepción, con lo cual el ser de
Dios es también un recogimiento, un enstasis7 continuo, por el que
cada una de las Personas se recibe a sí misma por el don que le
hacen las demás de sí mismas: el Padre es plenamente Padre
recibiendo del Hijo todo lo que le había entregado (I Cor 15,23-28);
también la acción del Espíritu consiste en reconducirlo todo hacia Él
(Jn 16,13; Rom 8,23); el Hijo es el continente que recibe el
derramarse del Espíritu del Padre; y el Espíritu no actúa de lo que es
suyo, sino de lo que recibe del Padre y del Hijo: «El Espíritu no
hablará por su cuenta; me glorificará, porque recibirá de lo mío» (Jn
16,13-14).
Dicho de otro modo, la vida interior de Dios se revela como una
plenitud que está constantemente vaciándose de sí misma, para que
ese «vacío» se colme de presencia del «Otro». Dios es donación sin
término, donación infinita que engendra lo «otro». Todo lo que existe
—lo «otro» de Dios, nosotros— proviene de esta donación y está
llamado a esta donación.
Pidiendo que el Espíritu derrame su amor en nosotros, lo que
pedimos es que nosotros podamos participar de este movimiento de
recibir para entregar, y de entregar para recibir. Es decir, pedimos
que, como hijos en el Hijo, podamos participar en la relación que hay
entre el Padre y el Hijo por la acción del Espíritu, y seamos
convertidos en ella. En Occidente, dice de nuevo Guillermo de
Saint-Thierry:
«Como el Hijo con el Padre y el Padre con el Hijo, como el beso del
Padre y el Hijo, por la unidad consustancial, así en cierto modo le
sucede al alma dichosa cuando de modo inefable, imposible de
imaginar, el hombre de Dios merece transformarse, no en Dios,
ciertamente, pero si en lo que Dios es. El hombre es por gracia lo
que Dios es por naturaleza8
Y en la Iglesia de Oriente, por medio de Máximo el Confesor,
escuchamos lo mismo:
«Aquel que lo desee ardientemente, recibirá el beso de la
salvación, adquiriendo con ello toda la cualidad de Aquel que le
abraza por entero, de forma que el que es abrazado de este modo
ya no puede ser conocido por sí mismo, sino a partir de Aquel que le
abraza, como el aire es totalmente iluminado por la luz y como el
hierro es totalmente abrasado por el fuego»9.
DIVINIZACION/QUE-ES: Es decir, estamos llamados a participar
de la vida de Dios, a transformarnos en ese amor de Dios que es
Dios mismo. Esto es lo que han anunciado desde antiguo las
Escrituras: «Ahora ya somos hijos de Dios, pero todavía no se ha
manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste,
seremos semejantes a Él, porque lo veremos tal como es»
(/1Jn/03/02). Esto es lo que han anhelado siempre los hombres y
mujeres transidos de Dios.
Ahora bien, ¿en qué consiste esta semejanza con Dios, esta
divinización? El término divinización es poco utilizado en nuestra
teología y evoca más bien ideas negativas: o bien hace pensar en
una especie de evaporización del mundo, o bien sugiere una
conquista sutil del poder: aquel «seréis como dioses» de la tentación
original narrada en el Génesis (Gn 3,5).
Sin embargo, tal como hemos intentado presentar hasta aquí el
ser de Dios, la divinización que transmite el Espíritu implica
precisamente lo contrario: es una posibilidad infinita de donación,
que en Cristo se convirtió en dinamismo de encarnación, es decir, de
asunción de todo lo real en su propia carne, renunciado a toda
dominación.
«Dios nos ha hecho donación de preciosas y magníficas
promesas para que seáis partícipes de la naturaleza divina», se lee
en la Segunda Carta de Pedro (2 Pe 1,4). Invocar al Espíritu para
que derrame su amor en nuestros corazones es disponerse a acoger
este don de participar en la vida de Dios. ¿Diremos que sólo son
metáforas, meras imágenes? Uno se pregunta si todavía somos
capaces de creer en estas palabras. Y si es un problema de
interpretación, ¿cómo las podríamos interpretar? Dicho de otro
modo, ¿en qué consiste esta participación en la naturaleza divina?
¿Cuáles son los signos de la transformación del ser humano
divinizado?
La respuesta late en los mismos términos del título que sirve de
hilo conductor de nuestras reflexiones: «El Centro que nos
descentra».
2. El camino hacia el centro: el lugar del corazón
CENTRADO-DESCENTRADO: El retorno al propio Centro no es
un retorno cualquiera. Cuando encontramos el verdadero Centro, no
nos ensimismamos10. El ensimismamiento es una forma de
distracción que no viene de habitar el propio centro, sino de estar
curvados sobre nosotros mismos. Este «estar curvado sobre sí» es
lo contrario de «habitar el propio centro». La curvatura es un
autocentramiento que absorbe nuestras energías, como la viuda
enferma del Evangelio (/Lc/13/10-13)11, mientras que el estar
centrado las despliega. Lo que distingue la curvatura sobre uno
mismo del estar centrado es que lo primero provoca encerramiento,
mientras que lo segundo abre y, paradójicamente, des-centra.
El encerramiento es un mecanismo de protección ante todo lo de
fuera, que nos hace percibir «lo otro» como hostil. Viviendo fuera de
nuestro Centro, nos debilitamos, y cualquier cosa nos parece una
amenaza o un objeto de conquista. Entonces nos debatimos entre la
agresión y el temor. A causa de nuestro encerramiento, nos
relacionamos con lo demás —los demás, nuestro entorno y Dios
mismo, y también con nosotros mismos— o bien arrebatando,
violentando, o bien huyendo (replegándonos o evadiéndonos).
En cambio, cuando habitamos nuestro Centro, la realidad, en
lugar de amenaza, se convierte en posibilidad, en oportunidad de
reciprocidad y de comunión. Desde el propio centro, en lugar de
defendernos, nos damos. Y nos damos porque acogemos. El darse
procede del mismo movimiento que el recibir. Haber sido creados «a
imagen y semejanza de Dios» (Gn 1,26) significa que estamos
hechos para la relación, tal como hemos visto que Dios mismo es
relación y reciprocidad en el interior de su propio Ser. Perdemos la
semejanza cuando la oscurecemos con el autoencerramiento
—apartándonos de lo «otror» o la dominación —absorbiendo o
devorando lo «otro». Sin embargo, la imagen —icono en griego—
de la Trinidad en nosotros, aunque sepultada, sigue intacta; la
imagen se desvela cuando nos abrimos, dejamos de devorar y nos
disponemos a acoger. Entonces adviene la posibilidad de la
semejanza, es decir, el camino de la «divinización».
3: El don de la oración: su enstasis y su éxtasis
Como criaturas, estamos llamados a entrar en la plenitud de esa
transformación que nos convierte en comunión. Por ello rogamos al
Espíritu que infunda su amor en nuestros corazones. Cuando
oramos en profundidad, no hacemos más que esto: participar del ser
de Dios, que es amor. Cuando oramos, estamos abriéndonos a esa
reciprocidad que engendra Vida. Una profundidad que viene del
corazón, de ese Centro nuestro -el lugar de la Imagen que Dios ha
impreso en nosotros- desde el que nos abrimos a esta relación.
Ahora bien, uno no puede centrarse por sí mismo, sino que es
centrado. Por la oración, recibimos el don de ser centrados por el
Espíritu que es derramado hacia ese Centro de nosotros mismos,
desde el Centro de Dios. El Espíritu es esa interioridad de Dios, ese
Centro en Dios que es fuente de toda donación. Como lo que se da
desde ese Centro de Dios es el amor, es decir, la posibilidad de
donación misma, el centramiento que produce esta efusión de Dios
no es encerramiento o ensimismamiento, sino apertura y capacidad
cada vez mayor de donación.
ORA/ENSIMISMAMIENTO: La oración, pues, es intrínseca a la
posibilidad de darse y lleva inscrita en sí misma el signo de la
apertura. Si cuando oramos no nos abrimos, es que no hay oración,
sino ensimismamiento, curvatura sobre sí. La verdadera oración nos
salva y nos cura de este encerramiento.
ABNEGACION/DONACION El signo
de la auténtica oración es la apertura real al mundo. Los auténticos
hombres y mujeres de oración son los más receptivos a los demás,
porque, llenos del Espíritu, viven, desde su centro, descentrados de
sí mismos. Porque el propio Centro, el corazón, no es una fortaleza a
defender, sino un cáliz abierto, dispuesto a verter lo que ha sido
derramado en él. Por eso el viejo Ignacio, un día que oía que
alababan a un jesuita por ser hombre de oración, corrigió diciendo:
«Sí, es un hombre de abnegación». No es que la abnegación se
contraponga a la oración, sino todo lo contrario: el signo de la
oración es la capacidad de abnegación, porque es la participación
en el ser de Dios, que es Des-centramiento, Vaciamiento sin fin. La
oración se va adentrando, consolidando en el corazón, y desde ese
centro nuestro nos va colmando de amor, es decir, de capacidad de
donación.
4. Todos somos uno
Por esta salida —ex-stasis— de uno mismo que viene del amor es
decir, del Espíritu de Dios en nosotros—, podemos llegar a percibir
que todos formamos parte de un único destino, que todos somos
uno (Jn 17,23). Algunos seres transfigurados llegan a este estado de
solidaridad universal. Silouan del Monte Athos (1866-1938), por
ejemplo. Muerto un año antes de la Segunda Guerra Mundial,
percibió los males que habían sufrido e iban a sufrir sus
contemporáneos. Así lo expresó en su cántico sobre el Llanto de
Adán:
«Abrumado de pesar, Adán se lamentaba y pensaba: 'De mí
saldrán y se multiplicarán pueblos enteros; sufrirán, vivirán en la
enemistad y se matarán unos a otros'. Este dolor era inmenso como
el mar, Y sólo puede comprenderlo aquel cuya alma ha conocido al
Señor y sabe cuánto nos ama»12 .
OBRAS/SIGNO-DEL-A: La solidaridad universal, sentir que todos
somos uno, sólo puede venir de haber conocido ese amor de Dios
derramado en los corazones de todos. Desde el propio centro
entramos en comunión con el centro de los demás. Y entonces nos
es dado sentir esa solidaridad planetaria que hoy, gracias a los
medios de comunicación, tiene un nombre incipiente: la «aldea
global». Televisores, diarios, revistas, las pantallas de nuestros
ordenadores conectados a Internet, son ventanas sobre nuestra
aldea, ante la que podemos comportarnos como simple
espectadores o como co-autores. El derramarse del Espíritu sobre
nuestros corazones no puede soportar la parálisis de la mera
expectación, porque el Espíritu es participador y creador. El amor
que Él derrama fluye, fluye sin cesar hacia los actos. Si no fluye, es
mera autosegregación de sentimientos. El fluir hacia los actos no es
una imposición exterior al amor, sino que es el signo del amor. La
aldea está por hacer.
Cuando andamos curvados sobre nosotros mismos, nos
empeñamos más bien en deshacerla. Encerrados en la dinámica de
la dominación, en lugar de la comunión, los medios de que
disponemos aumentan las posibilidades de la agresión o de la
distracción, lo que nos hace perpetuar la existencia como una
depredación o un entretenimiento, donde se reparten los roles de
víctima y verdugo, y butacas para los espectadores.
La oración en el corazón —y por ella la vida del Espíritu, que es
Amor descentrando el corazón— convierte el rostro de los demás en
una llamada incandescente, irresistible. El amor del Espíritu
derramado sobre el corazón arrastra éste hacia los corazones
ajenos.
5. Cuanto más abajo, más divino
El Espíritu fue derramado en Maria el día de la encarnación. Y en
Jesús, el Cristo, en el bautismo del Jordán. Cristo significa
precisamente el Ungido. Jesucristo es el Ungido por excelencia, es
decir, Aquel que, por su capacidad de acogida, recibió el
derramamiento del Espíritu en sobreabundancia. Este
derramamiento fue conduciendo a Jesús cada vez más hacia abajo.
La pasión de Jesús por los pobres y sencillos (Mt 5,3; 11,25) es la
pasión del Dios trinitario por los que están vacíos de poder. Siendo
El vaciamiento, se vierte, se derrama, sobre aquellos que están en
disposición de acogerlo. Y la disposición para acoger al Dios que se
da es el propio vaciamiento. Así, aquellos que se han despojado —o
se van despojando— de toda dominación y los que han sido
despojados por la dominación de otros, son receptáculos del dolor,
pero también son los más abiertos al amor.
La atracción de Dios por el dolor humano revela lo más divino de
nuestro Dios: su volcarse en aquello que está despojado en
nosotros y en aquellos que han sido despojados por nosotros.
Percibir esta presencia suya en estos despojos es re-velación,
porque no es evidente a nuestra mirada opaca —dominadora o
evasiva— que Dios esté presente ni en el dolor ni en la pobreza.
DEBILIDAD/RV POBREZA/RV: Y es
que estamos llamados continuamente a convertir nuestra imagen de
Dios. Sobre ella proyectamos nuestras propias curvaturas: lo
creemos omnipotente, omnisciente, etc., palabras llenas de poder
que saturan de sonoridad nuestras cuerdas vocales cuando las
pronunciamos. Sin embargo, el Dios revelado en Jesús es el
Dios-más-bajo, el Dios-tan-identificado-con- nuestra-debilidad, con
nuestro vacío y con los que han sido vaciados, que casi no se deja
ver. Para mostrarse, para revelarse, da como signo «un niño
envuelto en pañales y acostado en un pesebre» (/Lc/01/12), la
imagen misma de la debilidad y de la vulnerabilidad; o el Inocente
crucificado que muere perdonando a los que lo están torturando
(/Mt/27/54). Para re-velarse en un lugar tan opaco, ha tenido que
desgarrarse el velo del templo (Mt 27,51). Desde ese despojo total,
Cristo entrega el Espíritu (Jn 19,30). CZ/PENTECOSTES:
En la cruz del Viernes Santo sitúa Juan el día de Pentecostés: el
Espíritu derrama su amor en el corazón del mundo a través de
Cristo, vaciado totalmente de sí mismo. Ese vaciamiento de Cristo en
la Cruz es un vaciamiento trinitario: el Padre, el Hijo y el Espíritu
están allí entregándose. El Dios crucificado es el Dios vaciado de sí
y vaciado por los hombres. Despojado de todo poder, de toda forma
de dominación, responde a nuestra agresión haciéndose donación,
es decir entregando el Espíritu. En la Cruz, Dios se manifiesta
El-totalmente-Otro respecto de nuestras imágenes todavía
demasiado paganas que asociamos con la Divinidad, que
quisiéramos poderosa. Pero no. Dios se ha revelado derramamiento,
vaciamiento de Amor, y ello le hace máximamente vulnerable.
Así, la divinización en la que nos introduce el Espíritu que se
derrama desde el costado de Cristo no nos «evaporiza» del mundo,
ni nos otorga un poder mágico de dominación sobre la naturaleza o
sobre los demás, sino que, por el contrario, nos convierte más y más
en donación, haciéndonos cada vez más libres para olvidarnos de
nosotros mismos e ir al encuentro del dolor y el vacío ajenos.
6. Hombres-de-Dios-para-los-demás
La transformación que va operando el Espíritu en nosotros nos va
haciendo receptivos a los demás de un modo indecible. Valga un
ejemplo que recoge Pedro Miguel Lamet en su biografía sobre Pedro
Arrupe13: después de una visita a una misión que vivía situaciones
difíciles, la comunidad fue a despedir al Padre Arrupe al aeropuerto;
su presencia les había dado coraje para continuar adelante, pero
ahora se quedaban solos de nuevo; el superior de la misión estaba
con estos pensamientos sombríos cuando el Padre Arrupe, que iba
unos metros más adelante, se volvió hacia atrás y se puso a caminar
con él, estrechándole por el hombro, sin decirle nada. Tampoco el
superior tuvo necesidad de hablar, porque con ese gesto
espontáneo e imprevisto del Padre Arrupe recibió la fuerza que
necesitaba. El Padre Arrupe probablemente no fue consciente de
todo lo que sucedía en su compañero, pero, sin darse cuenta, había
sido receptivo a su necesidad.
Así es un corazón transformado por el Espíritu: se convierte en
receptividad y donación. Derramado el Amor en él, se derrama en
amor hacia los demás. Y esta solicitud le hace particularmente atento
a los que están más desprotegidos.
Todo ello nos lleva a decir que la vida de Dios en nosotros es
consustancial para que vivamos nuestra vida en los otros. Del mismo
modo que Dios es Comunidad de Personas que se dan y se reciben
mutuamente, así nosotros, para ser comunidad de personas,
estamos llamados a participar más y más de la vida de Dios. Los
extremos no se oponen, sino que se necesitan mutuamente: para ser
profetas en nuestro tiempo, para que haya personas lúcidas y
generosas capaces trabajar por la aldea global, habremos de ser
mujeres y hombres de Dios. Personas que, desde el centro de sí
mismas, recogidas —no encogidas—, expendan la vida de Dios. Esa
vida divina que es despojo de toda forma de poder y
descentramiento para acoger al «otro».
CZ/CREACION: El Espíritu que se derrama desde el Costado del
Inocente Crucificado contiene la misma dynamis del Espíritu Creador.
La Creación es el inicio de la participación en la vida de Dios; la
re-creación que se implora con cada invocación del Espíritu
desbloquea todo aquello que ha sido retenido, absorbido, para
liberarlo de nuevo. El Espíritu nos recuerda que todo lo que tenemos
es don, don en su doble sentido: don en cuanto que recibido y don
para entregarlo. Cuando nos liberamos de las garras de la posesión,
entonces entramos en la circularidad de la vida de Dios. Acogiendo
el don de Dios, nos convertimos en don para los demás.
«Nadie será malvado ni nadie hará daño, porque la tierra estará
llena del conocimiento de Dios, como las aguas colman el mar»,
anuncia Isaías ( 11,9). Las aguas colmando el mar es el Espíritu
derramado sobre la Tierra, nuestra pequeña aldea, donde la
curvatura de la dominación o de la inhibición se habrá transformado
en receptividad para la acogida y la donación. Tal es el conocimiento
de Dios que anunciaron los profetas, el conocimiento del Padre que
tuvo Jesús14 y que el Espíritu va derramando y alumbrando en los
corazones, hasta conducirnos a la verdad plena (Jn 16,13), esa
Verdad que nos hace libres para amar (Jn 8,32). Toda otra forma de
comportamiento que no nos abra a la comunión es una forma de
desconocimiento que nos exilia de nuestro Origen, de nosotros
mismos y de los rostros que pueblan nuestra aldea.
·MELLONI-Xavier. _SAL-TERRAE/98/01. Págs. 17-26
......................
1. Ver también: Is 6,8-13; Jr 11,6-8; 24,7; 32,39; Ez 11,19-20; 36,26-29; Os
2,16-22.
2. Cf. Ef 1.18; 3,17-19. 18
3. Paul EVDOKIMOV. L'Orthodoxie, Desclée de Brouwer, Paris 1979, p. 68.
4. Carta a los Hermanos de Monte Dei, 263, Sígueme, Salamanca 1995, p.
115.
5. Peri-: «alrededor de»; -choresis: propagación, difusión.
6. Ex-stasis. «ex-», preposición que indica movimiento de salida, y «-stasis»,
acto de estar.
7. La preposición «en-» indica movimiento de entrada.
8. Op. cit., p. 115. 20
9. Philocalie des Peres Neptiques, Abbaye de Bellefontaine, 1985, Vol. Vl:
Centurias sobre la Teología y la Economía, VII, 68, p. 231.
10. «Idiota», que proviene del término griego ideo, «lo mismo», significa el que
está ensimismado, encerrado en sí mismo.
11. En la tradición espiritual, varios autores han utilizado esta imagen: san
Agustín y san Bernardo, Cor-curvatum in seipsum (un corazón
ensimismado); san Buenaventura, Libertas curvaba in seipsam (libertad
encerrada en sí misma); Martín Lutero, Homo incurvatus in seipsum (una
persona curvada sobre sí misma).
12. Archimandrita SOPHRONY, San Silouan el Athonita, Ed. Encuentro,
Madrid 1996, p. 374.
13. Arrupe. Una explosión en la Iglesia, Ed. Temas de Hoy, Madrid 1994.
14. Cf. Mt 5,45.48.