Regla
de San Agustín
EnciCato
El título, Regla de San Agustín, ha sido aplicado a cada uno de los siguientes
documentos: la Carta 211, dirigida a una comunidad de mujeres; los Sermones 355
y 356 titulados "De vitâ et moribus clericorum suorum"; una parte de la Regla
elaborada para escribas, o Consortia monachorum; una Regla conocida como Regula
secunda; y otra Regla denominada: "De vitâ eremiticâ ad sororem liber".
Esta última es un tratado sobre la vida eremítica escrito por el Beato Ælred,
Abad de Rievaulx, Inglaterra, quien murió en 1166 y, dado que las dos reglas
precedentes son de autoría desconocida, se concluye que ninguna de ellas, con
excepción de la Carta 211 y los Sermones 355 y 356, fueron escritas por San
Agustín. La Carta 211 está dirigida a las monjas de un monasterio que había sido
regido por la hermana de San Agustín, y en el cual vivían su prima y su sobrina.
Su intención al escribirla fue meramente la de acallar los disturbios derivados
de la nominación de una nueva superiora, y al mismo tiempo aprovecha la ocasión
para explayarse sobre algunas de las virtudes y prácticas que son esenciales
para la vida religiosa. Agustín diserta sobre la caridad, la pobreza, la
obediencia, el desapego del mundo, la división del trabajo, los deberes mutuos
entre superiores e inferiores, la caridad fraternal, la oración comunitaria, el
ayuno y la abstinencia proporcionales a la fuerza del individuo, el cuidado de
los enfermos, el silencio, la lectura durante las comidas, etc. En sus dos
sermones: "De vitâ et moribus clericorum suorum" Agustín busca disipar las
sospechas abrigadas por los fieles de Hipona en contra de los clérigos que
llevaban una vida monástica junto con él en su residencia episcopal. La lectura
minuciosa de estos sermones devela el hecho de que el obispo y sus sacerdotes
observaban una pobreza estricta y se apegaban al ejemplo de los Apóstoles y de
los primeros Cristianos al usar su dinero en forma comunitaria. A esto se le
llamó la Regla Apostólica. San Agustín, no obstante, en otras ocasiones era más
laxo en cuanto a la vida religiosa y sus obligaciones. Aurelio, Obispo de
Cartago, estaba muy molesto por la conducta de los monjes que se entregaban al
ocio bajo el pretexto de la contemplación y, a petición suya, San Agustín
publicó un tratado titulado "De opere monarchorum", en el cual demuestra con
base en la autoridad de la Biblia, el ejemplo de los Apóstoles, y aún las
exigencias de la vida, que el monje está obligado a dedicarse al trabajo arduo.
En varias de sus cartas y sermones se encuentra un útil complemento a su
enseñanza sobre la vida monástica y los deberes que ésta impone. Estos
documentos son fácilmente accesibles en la edición Benedictina, cuya tabla anexa
puede ser consultada tras las palabras: monachi, monachae, monasticismo,
monastica vita, sanctimoniales. La carta escrita por San Agustín a las monjas de
Hipona (423) con el propósito de restaurar la armonía en esa comunidad, versa
sobre la reforma de ciertas fases del monasticismo tal como él lo entiende. Este
documento, con toda seguridad, no contiene ordenamientos tan claros y detallados
como los que se encuentran en la Regla Benedictina, porque nunca se escribió una
regla completa con anterioridad al tiempo de San Benedicto; sin embargo, el
Obispo de Hipona es un legislador y su carta ha de leerse semanalmente, de
manera que las monjas puedan guardarse o arrepentirse de cualquier infracción a
la misma.
Agustín considera a la pobreza como la base de la vida religiosa, pero atribuye
no menos importancia a la caridad fraternal, la cual consiste en vivir en paz y
concordia. A la superiora, en especial, se le recomienda practicar esta virtud
aunque, claro está, no al extremo de omitir castigar a las culpables. Sin
embargo, San Agustín la deja en libertad de determinar la naturaleza y duración
del castigo impuesto, siendo en algunos casos privilegio de ella aún el expulsar
a aquellas monjas que se hubieran vuelto incorregibles. La superiora comparte
los deberes de su cargo con ciertas miembros de su comunidad, una de las cuales
se hace cargo de las enfermas, otra se ocupa de la bodega, otra del guardarropa,
mientras que una más es custodia de los libros, mismos que está autorizada a
distribuir entre las hermanas. Las monjas confeccionan sus hábitos, consistentes
en un cincho y un velo. La oración, realizada comunitariamente, ocupa un lugar
importante en sus vidas, siendo ésta recitada en la capilla en horas
determinadas y de acuerdo con las formas prescritas; se compone de himnos,
salmos y lecturas. Ciertas plegarias son simplemente recitadas, mientras que
otras, especialmente indicadas, son cantadas; pero como San Agustín no entra en
detalles menores, es de suponerse que cada monasterio se apegaba a la liturgia
de la diócesis en la cual estaba situado. A aquellas hermanas que desean llevar
una vida más contemplativa se les permite seguir devociones especiales en
privado. La sección de la carta que se refiere al comer, aunque severa en
algunos aspectos, no es en modo alguno de observancia obligatoria, y el Obispo
de Hipona la suaviza muy discretamente. El ayuno y la abstinencia son
recomendados únicamente en proporción a la fuerza física del individuo, y cuando
el santo habla de ayuno obligatorio, especifica que quienes no sean capaces de
esperar hasta el anochecer o la comida de la hora novena pueden comer al
mediodía. Las monjas participan de una comida muy frugal y, muy probablemente,
se abstienen de comer carne. Sin embargo, las enfermas y discapacitadas son
objeto de los más tiernos cuidados y atenciones, y se hacen ciertas concesiones
a favor de quienes antes de ingresar a la religión vivían lujosamente. Durante
las comidas ha de leerse en voz alta a las monjas ciertos temas instructivos.
Aunque la Regla de San Agustín no contiene sino unos pocos preceptos, aborda con
gran profundidad las virtudes religiosas y la vida ascética, siendo esto
característico de todas las reglas primitivas. En sus sermones 355 y 356, el
santo diserta en torno a la observancia monástica del voto de pobreza. Antes de
hacer su profesión de fe, las monjas se despojan de todos sus bienes, siendo sus
monasterios responsables de cubrir sus necesidades, y todo lo que puedan ganar o
recibir es depositado en un fondo común, sobre el cual los monasterios tienen
derechos de posesión. En su tratado, , "De opere monarchorum", Agustín inculca
la necesidad del trabajo, pero sin sujetarlo a ninguna regla; juzgándose en él
indispensable el ganar el propio sustento. Desde luego, dedicados como están al
ministerio eclesiástico, los monjes observan ipso facto el precepto relativo al
trabajo, de cuyo cumplimiento están legítimamente dispensados los enfermos y los
discapacitados. Estos son entonces los más importantes ordenamientos monásticos
encontrados en la regla y en los escritos de San Agustín.
VIDA MONÁSTICA DE SAN AGUSTÍN
Agustín era un monje; este hecho destaca inequívocamente en la lectura de su
vida y sus trabajos. A pesar de ser sacerdote y obispo, sabía cómo combinar las
prácticas de la vida religiosa con los deberes de su cargo, y su residencia
episcopal en Hipona era para él y algunos de sus clérigos un verdadero
monasterio. Varios de sus amigos y discípulos que fueron elevados al episcopado
imitaron su ejemplo; entre ellos Alipio en Tagaste, Posidio en Calamet,
Profuturo y Fortunato en Cirta, Evodio en Uzalis y Bonifacio en Cartago. Había
también otros monjes que eran sacerdotes y ejercían el ministerio fuera de las
ciudades episcopales. No todos los monjes vivían en esos monasterios
episcopales; la mayoría eran laicos cuyas comunidades, aunque bajo la autoridad
de los obispos, eran completamente distintas a las del clero. Había religiosos
que vivían en completo aislamiento, sin pertenecer a comunidad alguna y sin
tener superiores legítimos; en efecto, algunos vagaban sin rumbo, a riesgo de
dar ejemplos no edificantes mediante su vagabundeo. Los fanáticos conocidos como
Circumcelliones eran reclutados de entre las filas de dichos monjes errantes;
San Agustín censuraba a menudo su forma de vida. La vida religiosa del Obispo de
Hipona fue, durante mucho tiempo, motivo de disputa entre los Canónigos
Regulares y los Ermitaños de San Agustín, reclamándolo cada una de estas dos
familias como exclusivamente suyo. No fue tanto el establecimiento de un hecho
histórico, sino la resolución de un reclamo de derecho de precedencia lo que
causó el problema, y como ninguno de los dos bandos podía renunciar a ese
derecho, la disputa habría continuado indefinidamente de no haberle puesto fin
el Papa Sixto IV mediante su Bula "Summum Silentium" (1484). El silencio así
impuesto, sin embargo, no fue perpetuo, y durante los siglos diecisiete y
dieciocho se reanudaron las reyertas entre los Canónigos y los Ermitaños pero
sin ningún resultado. Pierre de Saint-Trond, Prior de los Canónigos Regulares de
San Martín de Louvain, narra la historia de estas disputas en el Prefacio a su
"Examen Testamenti S. Augustini" (Louvain. 1564). Gabriel Pennot, Nicolás Desnos
y Le Large apoyan la tesis de los Canónigos; Gandolfo, Lupus, Giles de la
Presentación y Noris sostienen la de los Ermitaños. Los Bollandistas se reservan
su opinión. San Agustín siguió la vida monástica o religiosa tal como era
conocida por sus contemporáneos, y ni él ni ellos pensaron siquiera en
establecer distinción de ningún tipo entre quienes la habían adoptado, en cuanto
a congregaciones u órdenes. Esta idea fue concebida en una época posterior y,
por consiguiente, no puede decirse que San Agustín haya pertenecido a alguna
orden en particular. Cierto es que hizo leyes para los monjes y monjas del
Africa Romana y ayudó a incrementar su número, mientras que ellos, a su vez, le
reverenciaban como a un padre, pero no pueden ser clasificados como miembros de
ninguna familia monástica específica.
INFLUENCIA DE SAN AGUSTÍN EN EL MONAQUISMO
Cuando se tiene en cuenta el gran prestigio de Agustín, resulta fácil entender
por qué sus escritos habrían de influir de tal manera en el desarrollo del
monaquismo occidental. Su Carta 211 fue leída y releída por San Benedicto, quien
tomó de ella algunos textos importantes para incorporarlos en su propia regla.
El capítulo de San Benedicto que versa sobre el trabajo de los monjes está
evidentemente inspirado en el tratado "De opere monarchorum", que tanto ha hecho
contribuido a proporcionar un manifiesto preciso de la doctrina que sea de
aceptación general entre las órdenes religiosas. La enseñanza relativa a la
pobreza religiosa es planteada con claridad en los sermones "De vitâ et moribus
clericoreun suorum", y la autoría de estos dos trabajos es suficiente para
granjearle al Obispo de Hipona el título de Patriarca de los monjes y
religiosos. La influencia de Agustín, sin embargo, no fue tan fuerte en ninguna
parte como lo fue en el sur de Galia durante los siglos quinto y sexto. Lerins y
los monjes de esa escuela estaban familiarizados con los escritos monásticos de
Agustín, mismos que, junto con los de Casiano, fueron la mina de la cual se
extrajeron los principales elementos de sus reglas. San Cesarius, Arzobispo de
Arlés y gran organizador de la vida religiosa en esa región, tomó de San Agustín
algunos de los artículos más interesantes de su regla para monjes, y en su regla
para monjas cita reiteradamente la Carta 211. San Agustín y Cesarius eran
animados por el mismo espíritu, el cual pasó del Arzobispo de Arlés a San
Aureliano, quien fue uno de sus sucesores y, al igual que él, un legislador
monástico. La influencia de Agustín se extendió también hasta los monasterios de
Galia, donde la Regla de Cesarius fue adoptada completa o en parte, como, por
ejemplo, en Sainte-Croix de Poitiers, Juxamontier de Besançon y Chamalières
cerca de Clermont. Pero no siempre fue suficiente la mera adopción de las
enseñanzas de Agustín y citar sus obras; el autor de la Regula Tarnatensis (un
monasterio desconocido ubicado en el valle del Ródano) incorporó a su trabajo el
texto íntegro de la carta dirigida a las monjas, habiéndola adaptado previamente
a una comunidad de hombres mediante leves modificaciones. Esta adaptación
seguramente fue hecha en otros monasterios durante los siglos sexto o séptimo, y
en su "Codex regularum" San Benedicto de Aniane publicó un texto modificado de
manera similar. En honor a la exactitud, no podemos decir en cuáles monasterios
se hizo esto, ni si acaso fueron numerosos. La Carta 211, que se ha convertido
así en la Regla de San Agustín, constituyó ciertamente una parte de las
colecciones conocidas bajo el título genérico de "Reglas de los Padres", mismas
que fueron utilizadas por los fundadores de monasterios como base para la
práctica de la vida religiosa. No parece haber sido adoptada por las comunidades
de canónigos regulares o de escribas que comenzaron a organizarse en los siglos
octavo y noveno. La regla que recibieron de parte de San Chrodegang, Obispo de
Metz (742-766), es derivada casi en su totalidad de la de San Benedicto, y no se
encuentran en ella más rastros decisivos de influencia Agustiniana que en las
decisiones del Concilio de Aquisgrán (817), las cuales pueden considerarse como
la verdadera constitución de los canónigos regulares. Para esta influencia
debemos esperar hasta la fundación de las comunidades clericales o canónicas,
establecidas en el siglo onceavo para contrarrestar eficazmente la simonía y el
concubinato clericales. El Concilio Laterano (1059) y otro concilio realizado en
Roma cuatro años más tarde aprobaron para los miembros del clero la estricta
vida en comunidad de la Era Apostólica, tal y como el Obispo de Hipona había
propiciado que se practicara en su casa episcopal, y como lo había enseñado en
sus dos sermones aquí citados. Las primeras comunidades de canónigos adoptaron
estos sermones como su base de organización. Este movimiento de reforma cundió
rápidamente a través de toda la Europa Latina y dio lugar a la fundación de los
capítulos de regulares, que fueron tan numerosos y prósperos durante la Edad
Media. Con base en el mismo plan se formaron monasterios de mujeres o de
canonesas, pero no de acuerdo con las reglas planteadas en los sermones "De vitâ
et moribus clericorum." La carta a las vírgenes fue adoptada casi
inmediatamente, y se convirtió en la regla de los canónigos y las canonesas; por
lo que fue el código religioso de los Premonstratenses, de las casas de
canónigos Regulares y de canonesas -ya fuera reunidas en congregaciones o
aisladas-, de los Frailes Predicadores, de los Trinitarios y de la Orden de la
Misericordia (ambas para la redención de cautivos), de comunidades hospitalarias
-tanto de hombres como de mujeres- dedicadas al cuidado de los enfermos en los
hospitales de la Edad Media, y de algunas órdenes militares.
J.M. BESSE
Transcrito por Joseph P. Thomas
Traducido por Omar Saleh Camberos