Matteo Ricci
EnciCato


Fundador de las misiones católicas en China, nacido en Macerata, en los entonces Estados Pontificios, el 6 de octubre de 1552; fallecido en Pekín, el 11 de mayo de 1610.

Ricci realizó los estudios clásicos en su ciudad natal, estudió leyes en Roma durante dos años y el 15 de agosto de 1571 entró en la Compañía de Jesús en el Colegio Romano, dónde realizó el noviciado y los estudios filosóficos y teológicos. Al mismo tiempo también dedicó su atención a la matemática, la cosmología y la astronomía, bajo la dirección del famoso padre Christopher Clavius. En 1577 pidió ser enviado a las misiones en la Asia más lejana y, aceptada su petición, embarcó en Lisboa el 24 de marzo de 1578. Llegando a Goa, la capital de las indias portuguesas, el 13 de septiembre de ese año, se le encomendaron allí y en Cochin tareas de enseñanza y del ministerio hasta el final de la Cuaresma de1582, cuando el padre Alessandro Valignani (que había sido su maestro de novicios en Roma y que, desde agosto de 1573, estaba encargado de todas las misiones jesuíticas en las Indias Orientales) lo llamó a Macao para preparar la entrada en China. El padre Ricci llegó a Macao el 7 de agosto de 1582.

El inicio de la Misión

En el siglo XVI, nada quedaba de las comunidades cristianas fundadas en China por los misioneros nestorianos en el siglo VII y por los monjes católicos en el XIII y XIV (ver CHINA). Es más es dudoso que la vida de la población nativa china estuviera afectada en serio por esta antigua evangelización. Por lo tanto, para aquéllos que deseaban reasumir el trabajo, todo estaba por hacer y los obstáculos eran mayores que antes. Después de la muerte de San Francisco Javier (el 27 de noviembre de1552) se habían hecho muchos esfuerzos infructuosos. El primer misionero a quien se le abrieron temporalmente las barreras chinas fue el jesuita, Melchor Núñez Barreto, que fue dos veces hasta Cantón dónde estuvo un mes en cada ocasión (1555). Un dominico, el padre Gaspar da Cruz, también fue admitido en Cantón durante un mes, pero igualmente tenía que abstenerse de "formar una Comunidad Cristiana". Todavía otros, jesuitas, agustinos y franciscanos en 1568, 1575, 1579 y 1582, tocaron tierra china únicamente al verse forzados a descansar, a veces por el tratamiento de enfermedades. Al padre Valignani se atribuye el mérito de haber descubierto aquello que impedía a todas estas tareas tener resultados duraderos. Los esfuerzos habían sido hechos, hasta el momento, improvisadamente, con hombres insuficientemente preparados e incapaces de aprovechar las circunstancias favorables que habían encontrado. El padre Valignani sustituyó el ataque metódico por una cuidadosa selección previa de los misioneros que, una vez abierto el campo, implantarían la Cristiandad allí. Con este fin llamó primero a Macao al padre Miguel de Ruggieri, que también había ido a la India desde Italia en 1578. Sólo habían pasado veinte años desde que los portugueses habían conseguido establecer sus colonias a las puertas de China y los chinos, atraídos por las oportunidades para los negocios, estaban congregándose allá. Ruggieri llegó a Macao en julio de 1579 y, siguiendo las órdenes recibidas, se aplicó totalmente al estudio del idioma mandarín, es decir, el chino hablado a lo largo del imperio por los funcionarios y la gente culta. Su progreso, aunque muy lento, le permitió trabajar, con más frutos que sus predecesores, en sus dos estancias en Cantón (1580-81), permitidas por una inusual complacencia de los mandarines. Finalmente, después de muchos episodios adversos, fue autorizado (el 10 de septiembre de 1583) a fijar su residencia con el padre Ricci en Chao-K'ing, la capital administrativa de Cantón.

El método de los Misioneros

Solo el ejercicio de una gran prudencia permitió a los misioneros permanecer en la región en la que habían tenido tanta dificultad para entrar. Omitiendo al principio toda mención de su intención de predicar el Evangelio, respondieron a los mandarines que les preguntaban sobre su objeto " que ellos eran religiosos, que había dejado su país en el distante oeste debido al renombre del buen gobierno de China dónde ellos deseaban permanecer hasta su muerte, sirviendo a dios, el "Señor de Cielo". Si hubieran declarado inmediatamente su intención de predicar una nueva religión, nunca habrían sido recibidos; esto habría chocado con el orgullo chino, que no admitía que China tuviera algo que aprender de los extranjeros, y habría alarmado especialmente a sus políticos que veían un peligro nacional en cada innovación. Sin embargo, los misioneros nunca escondieron ni su fe ni el hecho de que eran sacerdotes cristianos. En cuanto se establecieron en Chao-k'ing pusieron en un lugar destacado de su casa un cuadro de la Bienaventurada Virgen con el niño Jesús en sus brazos. Los visitantes raramente dejaban de preguntar por el significado de esta, para ellos, nueva representación y los misioneros lo aprovechaban para darles una primera idea del Cristianismo. Los misioneros tomaron la iniciativa de hablar de su religión en cuanto hubieron superado suficientemente la antipatía y la desconfianza chinas, esperando a que su enseñanza fuera deseada o, al menos, tener la certeza de hacérsela entender sin asustar a sus oyentes. Lograron este resultado apelando a la curiosidad de los chinos, haciéndoles sentir, sin decirlo, que los extranjeros tenían algo nuevo e interesante que enseñar; con este fin hicieron uso de las cosas europeas que habían traído con ellos. Tales eran los relojes, grandes y pequeños, instrumentos matemáticos y astronómicos, prismas que mostraban los diferentes colores, instrumentos musicales, pinturas al óleo e impresos, el cosmógrafo, trabajos geográficos y arquitectónicos con diagramas, mapas y vistas de pueblos y edificios, grandes volúmenes, magníficamente impresos y espléndidamente encuadernados, etc.
Los chinos, que habían imaginado hasta el momento que fuera de país sólo existía el barbarismo, quedaron asombrados. Los rumores de las maravillas mostradas por los religiosos de occidente se extendieron por todos los lugares y desde ese momento su casa siempre estuvo llena, sobre todo de mandarines y gente culta. A continuación, dice el padre Ricci, "todos llegaron gradualmente a tener, con respecto a nuestros países, nuestra gente y, sobre todo, a nuestros hombres cultos, una idea inmensamente diferente de la que habían tenido hasta el momento". Esta impresión se intensificó por las explicaciones, concernientes a su pequeño, museo dadas por los misioneros en respuesta a las numerosas preguntas de sus visitantes. Uno de los artículos que despertó más su curiosidad era un mapa del mundo. Los chinos tenían mapas, llamados por sus geógrafos "descripciones del mundo", pero casi todo el espacio estaba cubierto por las quince provincias de China, alrededor de las que se pintaba un trozo de mar y unas islas en las que se inscribían los nombres de los países de los que ellos habían oído hablar --todos juntos no eran más grandes que una pequeña provincia china-. Naturalmente los hombres sabios de Chao-K'ing protestaron inmediatamente, cuando el padre Ricci señaló las diferentes partes del mundo en su mapa europeo y cuando vieron la pequeña porción que ocupaba China. Pero, después de que los misioneros hubieran explicado su construcción y el cuidado tomado por los geógrafos de occidente al asignar a cada país su posición real y límites, los más sabios de entre ellos se rindieron a la evidencia y, empezando por el gobernador de Chao-K'ing, todos instaron al misionero a que hiciera una copia de su mapa con los nombres e inscripciones en chino. Ricci dibujó un mapa más grande del mundo en el que escribió inscripciones más detalladas, adaptadas a las necesidades de los chinos; cuando el trabajo fue completado, el gobernador lo imprimió y entregó copias como regalo a sus amigos en la provincia y fuera de ella. El padre Ricci no duda en decir: "Éste era el trabajo más útil que podría hacerse en ese momento para disponer a China a dar crédito a las cosas de nuestra santa Fe... Su concepción de la grandeza de su país y de la insignificancia de todas las otras tierras los hacía tan orgullosos que el todo el mundo les parecía salvaje y bárbaro comparado con ellos; sería extraño esperar de ellos, mientras mantuvieran esta idea, que prestaran atención a maestros extranjeros". Pero ahora muchos estaban ávidos por aprender de los misioneros asuntos europeos, que aprovecharon esta disposición para presentar más a menudo la religión en sus explicaciones. Por ejemplo, sus bonitas Biblias y las pinturas y grabados de motivos religiosos, los monumentos, las iglesias, etc., les dieron la oportunidad de hablar de "las buenas costumbres en los países cristianos, de la falsedad de idolatría, de la conformidad de la ley de Dios con la razón natural y enseñanzas similares encontradas en las escrituras de los antiguos sabios de China". Este último caso muestra que el padre Ricci supo extraer, de sus estudios chinos, testimonios favorables a la religión que iba a predicar.

Se hizo pronto evidente a los misioneros que sus comentarios con respecto a la religión no eran menos interesantes para muchos de sus visitantes que sus curiosidades occidentales y sus enseñanzas y, para satisfacer aquéllos que deseaban aprender más, distribuyeron hojas impresas que contenían una traducción china del Decálogo, una abreviación del código moral, muy apreciado por los chinos, compusieron un pequeño catecismo en el que se explicaban los puntos principales de doctrina cristiana, en forma de diálogo entre un pagano y un presbítero europeo. Este trabajo, impreso aproximadamente en 1584, también fue bien recibió, los más altos mandarines de la provincia se consideraron honrados de recibirlo como un regalo. Los misioneros distribuyeron ciento y miles de copias y así "el buen olor de nuestra Fe empezó a ser extendido a lo largo de China." Habiendo empezado su apostolado directo de esta manera, lo llevaron más allá, y no poco, por su edificante vida moral, su desinterés, su caridad y su perseverancia en las persecuciones, que a menudo destruyeron los frutos de su trabajo.

El desarrollo de las Misiones

El padre Ricci desarrolló la parte más importante de estos tempranos esfuerzos por dar a conocer el Cristianismo a los chinos. En 1607 falleció el padre Ruggieri en Europa, dónde había sido enviado en 1588 por el padre Valignani para interesar más particularmente a la Santa Sede en las misiones. Dejado exclusivamente con un joven sacerdote, que era más un alumno que ayudante, Ricci fue expulsado de Chao-k'ing en 1589 por un virrey de Cantón que había encontrado la casa de los misioneros satisfactoria para sus propias necesidades; pero la misión tenía raíces lo suficientemente profundas como para no ser exterminada por la ruina de su primera casa. Desde ese instante, en cualquier pueblo en que Ricci buscó un nuevo campo de apostolado era precedido por su reputación y encontró amigos poderosos para protegerlo. Primero fue a Shao-Chow, también en la provincia de Cantón, dónde prescindió de los servicios de los intérpretes y adoptó las costumbres de los chinos cultos. En 1595 hizo un intento en Nan-King, la capital famosa en el sur de China, y, aunque infructuoso, le proporcionó la oportunidad de formar una Iglesia cristiana a Nan-Ch'ang, capital de Kiang-Si, que era muy famosa por el número y sabiduría de sus hombres cultos. En 1598 hizo un intento, igualmente infructuoso, de establecerse en Pekín. Obligado a regresar a Nan-King, el 6 de febrero de 1599, encontró una providencial compensación allí; la situación había cambiado completamente desde el año precedente y los mandarines más importantes estaban deseosos de ver afincado en su ciudad al santo doctor de occidente. Aunque su celo fue premiado con mucho éxito en este ancho campo, constantemente anhelaba reparar su repulsa en Pekín. Sentía que la misión no era segura en las provincias hasta que fuera establecida y autorizada en la capital. El 18 de mayo de 1600, Ricci partió de nuevo para Pekín y, cuando toda esperanza humana de éxito estaba perdida, entró el 24 de enero de 1601 llamado por el emperador Wan-Li.

Últimos Labours

Los últimos nueve años de Ricci se consumieron en Pekín, fortaleciendo su trabajo con la misma sabiduría y propósito de tenacidad que lo habían dirigido hasta ahora. La buena voluntad imperial fue ganada con regalos de curiosidades europeas, sobre todo el mapa del mundo en el que el gobernante asiático aprendió por primera vez la verdadera situación de su imperio y la existencia de tantos otros reinos y gentes diferentes; le exigió al padre Ricci que hiciera una copia del mismo para él en su palacio. En Pekín, como en Nan-King y en otras partes, el interés de los chinos más inteligentes fue despertado principalmente por las manifestaciones que el maestro europeo les hizo de su dominio de las ciencias, incluso en aquéllas en que se consideraban más hábiles. Por ejemplo, las matemáticas y la astronomía formaban parte, desde tiempos inmemoriales, de las instituciones del gobierno chino, pero, cuando escucharon al padre Ricci, incluso los hombres más sabios tuvieron que reconocer cuan poco era su conocimiento y la gran cantidad de errores que contenía. Pero este reconocimiento de su ignorancia y su estima por los conocimientos europeos, que habían simplemente vislumbrado, empujó a pocos chinos a hacer serios esfuerzos por adquirir este conocimiento, su atadura a la tradición o la rutina de la enseñanza nacional estaban profundamente arraigadas. Sin embargo, los gobernadores chinos, que hasta el presente no habían hecho ningún esfuerzo en la reforma en esta materia, no deseaban privar al país de todas las ventajas de los descubrimientos europeos. Para procurarles los recursos debían tener a los misioneros y así, las misiones chinas desde el tiempo de Ricci hasta el fin del siglo XVIII encontraron su principal protección en los servicios realizados en la enseñanza de la sabiduría europea. El padre Ricci sólo hizo al uso de ciencia profana para preparar la tierra y abrir el camino al apostolado propiamente dicho. Con este objetivo a la vista empleó otros medios que dejaron una profunda impresión en la mayoría de la clase educada y sobre todo en los funcionarios. Compuso de diversos modos, adaptados al gusto chino, pequeños tratados morales, por ejemplo, el llamado por los chinos "Las Veinticinco Palabras", porque en veinticinco cortos capítulos trató "de la mortificación de las pasiones y la nobleza de virtud." Todavía mayor admiración despertó las "Paradojas", una colección de frases prácticas, útil para una vida moral, familiar para los cristianos pero nueva para los chinos, que Ricci desarrolló con montones de ejemplos, comparaciones, y extractos de las Escrituras y de los filósofos y doctores cristianos. Razonablemente orgullosos de su rica literatura moral, los chinos se sorprendieron de ver a un extranjero tener tanto éxito; no podían abstenerse de alabar su exaltada doctrina, y el respeto que adquirieron pronto hacia los escritos cristianos hizo mucho para disipar su desconfianza hacia los extranjeros y disponerlos amablemente hacia la religión cristiana.

Pero el libro a través del que Ricci ejerció la más grande y afortunada influencia fue su "T'ien-Chu-She-I" (La Verdadera Doctrina de Dios). Éste era el pequeño catecismo de Chao-K'ing que se había distribuido día tras día, corregido y mejorado aprovechando cualquier motivo, hasta que finalmente contuvo toda la materia sugerida por los largos años de experiencia en el apostolado. Las verdades que deben admitirse como necesidad preliminar para la fe --la existencia y unidad de Dios, la creación, la inmortalidad del alma, el premio o castigo en una vida futura-- son demostrados aquí por los argumentos más buenos de la razón, mientras los errores más extendido en China, sobre todo el culto a los ídolos y la creencia en la trasmigración de las almas, son refutados con éxito. Al testimonio proporcionado por la filosofía y la teología Ricci agregó numerosas pruebas de libros chinos antiguos que hicieron mucho para ganar credibilidad para su trabajo. Una obra maestra de apología y controversia, el "T'ien-Chu-She-I", se convirtió legítimamente en el manual de los misioneros e hizo más eficaz el trabajo misionero. Antes de la muerte de su autor se había reimpreso cuatro veces, al menos, y dos veces por los paganos. Llevó innumerables miembros a la Cristiandad, y despertó la estima por nuestra religión en aquellos lectores a quienes no convirtió. Su lectura indujo al Emperador K'ang-Hi a emitir su edicto de 1692 concediendo la libertad para predicar el Evangelio. El emperador Kien-Long, aunque persiguió el cristianismo, ordenó que el "T'ien-Chu-She-I" fuera colocado en su biblioteca con su colección de las producciones más notables del idioma chino. Incluso los misioneros de tiempo actuales han experimentado su influencia benéfica, que no se confinó solo en China también se hizo sentir en Japón, Tong-King, y otros países tributarios de la literatura china.

Además de los trabajos dirigidos a los infieles y los catecúmenos, cuya iniciación estaba en marcha, el padre Ricci escribió otros para los nuevos cristianos. Como fundador de la misión tenía que inventar formulas capaces de expresar nuestros dogmas y ritos clara e inequívocamente en un idioma que nunca, hasta le momento, se había usado para ello (salvo el uso de los nestorianos que no era conocido para Ricci). Fue una tarea delicada y difícil, pero solo una parte de la pesada carga que fue la dirección de la misión para el padre Ricci, particularmente durante sus últimos años. Mientras avanzaba gradualmente en la capital, Ricci no abandonó el territorio ya conquistado; adoctrinó en sus métodos a los compañeros que se le unieron y los comisionó para continuar su trabajo en las ciudades que dejaba. Así en 1601, la misión incluía, además de Pekín, las tres residencias de Nan-King, Nan-Ch'ang, Shao-Chow a las que se agregó en 1608 Shang-Hai. En cada uno de ellas había dos o tres misioneros con "hermanos", cristianos chinos de Macao que había sido aceptados en la Compañía de Jesús, y que servían en la misión como catequistas. Aunque el número de cristianos no era muy grande todavía (2.000 bautizaron en 1608), el padre Ricci en sus "Memorias", bendecía considerando que, por los obstáculos a la entrada del Cristianismo en China, eran el resultado de "un grandísimo milagro de la Omnipotencia Divina." Para conservar y aumentar el éxito ya obtenido, era necesario que los medios que se habían demostrado eficaces, continuaran siendo empleados; siempre y en todo lugar, los misioneros, sin descuidar los deberes esenciales del apostolado cristiano, tenían que adaptar sus métodos a las condiciones especiales del país y evitar los ataques innecesarios a las costumbres y hábitos tradicionales. La aplicación de este innegable sentido político fue a menudo difícil. En respuesta a las dudas de sus compañeros, el padre Ricci perfiló las reglas que recibieron la aprobación del padre Valignano; éstas aseguraron la unidad y la fructífera eficacia del trabajo apostólico a lo largo de la misión.

La cuestión de los Nombres Divinos y los ritos chinos

El problema más difícil en el evangelización de China tenía que ver con los ritos o ceremonias, en uso desde tiempo inmemorial, para dar honor a los antepasados y difuntos y las particulares muestras de respeto que las personas cultas se sentía obligadas a dar a su maestro Confucio. La solución de Ricci a este problema causó una larga y acalorada controversia en que la Santa Sede finalmente decidió en su contra. La discusión también se extendió al uso de los términos chinos T'ien (el cielo) y Shang-Ti (Soberano Señor) para designar a Dios; aquí también la costumbre establecida por el padre Ricci tuvo que ser corregida. Lo siguiente es una breve historia sobre esta famosa controversia que fue singularmente complicado y estuvo emponzoñada por la pasión. Con respecto a las designaciones de Dios, Ricci prefirió siempre, y empleó desde el principio, el término el T'ien Chu (Señor del Cielo) para el Dios de los cristianos; como hemos visto, lo usó en el título de su catecismo. Pero estudiando los libros chinos más antiguos, consideró que estos decían de T'ien (el Cielo) y Shang-Ti (Soberano Señor) lo que nosotros decimos del verdadero Dios; es decir, ellos describían bajo estos dos nombres a un señor soberano de espíritus y hombres, que conoce todo lo que tiene lugar en el mundo, fuente de todo poder y toda autoridad legal, regulador supremo y defensor de la ley moral, que premia a aquéllos que la observan y castiga a aquéllos que la violan. De ello concluyó que, en el los más reverenciados monumentos de China, T'ien y Shang'ti no designaban otra cosa que al verdadero Dios a quien él predicaba. Ricci mantuvo esta opinión en varios pasajes de su "T'ien-Chu-She-I"; se entenderá rápidamente qué esto fue de gran ayuda para destruir los prejuicios chinos contra la religión cristiana. Es verdad que, trazando esta conclusión, Ricci tenía que contradecir la interpretación común de los estudiosos modernos que aplicaban a Chu-Hi la referencia a T'ien y Shang-ti al cielo material; pero él manifestó que esta interpretación material no hace justicia a los textos y era, al menos razonable, ver en ellos algo mejor. De hecho él nos informa que los confucionistas cultos, que no adoraban ídolos, le estaban agradecidos por interpretar las palabras de su maestro con tan buena voluntad. En efecto, la opinión de Ricci ha sido adoptada y confirmada por ilustres sinologistas modernos, entre quienes basta mencionar James Legge ("Las Nociones de los chinos acerca de Dios y los espíritus", 1852"; "Carta al Prof. Max Muller experto en la traducción de los términos chinos Ti y Chang-ti", 1880).

Por consiguiente tenía profundos cimientos que el fundador de la misión china y sus sucesores se creyeran justificados en el empleo de los términos T'ien y Shang-Ti, así como T'ien-Chu, para designar al verdadero Dios. Había sin embargo, objeciones a esta práctica, incluso entre los jesuitas, la más temprana apareció poco después la muerte del padre Ricci y fue formulada por los jesuitas japoneses. En la discusión resultante, llevada adelante en varios escritos a favor y en contra, que no circuló más allá del círculo de los misioneros, únicamente uno de los que trabajaban en China se declaró en contra del uso del nombre Shang-ti. Éste fue el padre Nicolás Longobardi, el sucesor de Ricci como general superior de la misión que, sin embargo, no se apartó en nada de las líneas dejadas por su fundador. Después de permitir que la cuestión se discutiera durante algunos años, el superior ordenó que los misioneros simplemente cumplieran la costumbre del padre Ricci; después esta costumbre junto con los ritos se sometió al juicio de la Santa Sede. En 1704 y 1715 Clemente XI, sin pronunciarse acerca del significado de T'ien y Shang-ti en los antiguos libros chinos, prohibió, por estar abiertos a mala interpretación, el uso de estos nombres para indicar al verdadero Dios y permitió sólo el de T'ien-Chu. Con respecto a los ritos y ceremonias en honor de los antepasados y de Confucio, el padre Ricci era también de la opinión que era permisible una gran tolerancia sin lesionar la pureza de la religión cristiana. Es más, la cuestión era de suma importancia para el progreso del apostolado. Honrar a sus antepasados y difuntos, con las tradicionales postraciones y sacrificios, era a los ojos de los chinos el más grave deber de piedad filial y uno que lo descuidara era tratado por todos sus parientes como un miembro indigno de su familia y de su nación. Las similares ceremonias en honor de Confucio eran una obligación indispensable para los estudiantes, de modo que no podían recibir ningún grado ni solicitar cualquier trabajo público sin haberlo cumplido. Esta ley todavía permanece inviolable (n.d.t: lógicamente no es así en la actualidad, bajo el gobierno comunista) ; Kiang-Hi, el emperador que mostró la mejor voluntad hacia los cristianos, siempre se negó a suprimirla en su favor. En tiempos más modernos el gobierno chino no mostró ningún favor a los ministros de Francia que, en nombre de los tratados que garantizaban la libertad del catolicismo en China, exigieron, para los cristianos que había superado los exámenes, los títulos y ventajas de las licenciaturas correspondientes, sin necesidad de pasar por las ceremonias; el Tribunal de Pekín invariablemente contestó que ésta era una cuestión de tradición nacional en la que era imposible llegar a un compromiso.

Después de haber estudiado cuidadosamente lo que los libros clásicos chinos decían con respecto a estos ritos y después de haber observado la práctica de ellos durante mucho tiempo y preguntado a los numerosos estudiosos de todo rango con quien tuvo relación durante sus dieciocho años de apostolado, Ricci se convenció de que estos ritos no tenían significación religiosa, ni en las instituciones ni en su práctica por las clases ilustradas. Los chinos, dijo, no reconocen más divinidad en Confucio que la que reconocen en sus antepasados difuntos; oran a nadie; el hecho no pide ni espera cualquier intervención extraordinaria de ellos. De hecho sólo hacen por ellos lo que hacen por los vivos a los que desean mostrar un gran respeto. "El honor que dan a sus padres consiste en servirles en la muerte como ellos lo hicieron en vida. No por ello piensan que el muerto vendrá a comer sus ofrendas [la carne, frutas, etc.] o que los necesita. Ellos dicen que actúan de esta manera porque no saben otra manera de mostrar su amor y gratitud a sus antepasados. . . . Igualmente lo que hacen [sobre todo las personas cultas], es agradecer a Confucio la excelente doctrina que les dejó en sus libros y a través de la cual obtienen licenciaturas y cargos de mandarín. No hay en ello nada que sugiera idolatría, y quizás incluso puede decirse que no hay superstición." Los "quizás" agregados a la última parte de esta conclusión muestra la escrupulosidad con que el fundador actuó en esta materia. Que el vulgo, y de hecho incluso la mayoría de los paganos chinos, mezclaba la superstición con sus ritos nacionales, Ricci nunca lo negó; ni pasó por alto el hecho de que los chinos, como los infieles en general, mezclaban la superstición con sus acciones más legítimas. En estos casos la superstición es sólo un accidente que no adultera la sustancia de la justa acción en sí misma, y Ricci pensó que esto también se aplicaba a los ritos. Por consiguiente permitió a los nuevos cristianos continuar la práctica de ellos, evitando todo lo que sugiriera superstición, y les dio normas para ayudarles a diferenciarlo. Creía, sin embargo, que esta tolerancia, aunque lícita, debía limitarse por la necesidad del caso; siempre que la comunidad cristiana china pudiera disfrutar de libertad suficiente, sus costumbres, especialmente su manera de honrar a los muertos, debe hacerse de conformidad con las costumbres del resto del mundo cristiano. Estos principios del padre Ricci, controlados por sus seguidores durante su vida y después de su muerte, sirvieron durante cincuenta años como guía de todos los misioneros.

En 1631 se fundó la primera misión de los dominicos en Fu-Kien por dos religiosos españoles; en 1633 dos franciscanos, también españoles, llegaron para establecer una misión de su orden. Los nuevos misioneros pronto se alarmaron por los ataques hacia la pureza de la religión que pensaron que descubrían en las comunidades fundadas por sus predecesores. Sin tomar quizá tiempo suficiente para enterarse de los asuntos chinos y aprender lo que se había hecho exactamente en las misiones jesuíticas, enviaron una denuncia a los obispos de Filipinas. Los obispos se lo refirieron al Papa Urbano VIII (1635), y pronto la gente fue informada. Inmediatamente en 1638, empezó una controversia en Filipinas entre los jesuitas, en defensa de sus hermanos, de un lado y los dominicos y franciscanos en el otro. En 1643 uno de los acusadores principales, el dominico, Juan-Bautista Moralez, fue a Roma para someter a la Santa Sede una serie de" cuestiones" o" dudas" en las que, dijo, había controversia entre los misioneros jesuitas y sus rivales. Diez de estas cuestiones concernían a la participación de los cristianos en los ritos en honor a Confucio y los muertos. La petición de Moralez intentaba demostrar que los casos en los que pedía la decisión de la Santa Sede representaban la práctica autorizada por la Compañía de Jesús; en cuanto los jesuitas lo supieron, declararon que estos casos eran imaginarios y que ellos nunca habían permitido a los cristianos tomar parte en los ritos como había expuesto Moralez. Declarando las ceremonias ilícitas, en su Decreto de 12 de septiembre de 1645 (aprobado por Inocente X), la congregación de la Propaganda dio la única respuesta posible a las cuestiones que se le presentaron.

En 1651 el padre Martin Martini (autor del "Novus Atlas Sienensis") fue enviado desde China a Roma por sus hermanos para dar cuenta veraz de las prácticas de los jesuitas y de los permisos con respecto a los ritos chinos. Este delegado llegó a la Ciudad Eterna en 1654 y, en 1655, remitió cuatro preguntas a la Sagrada Congregación del Santo Oficio. Este supremo tribunal, en su Decreto del 23 de marzo de 1656, aprobado por Papa Alexandro VII, sancionó la práctica de Ricci y sus socios, expuesta por el padre Martini, declarando que las ceremonias en honor de Confucio y los antepasados parecían constituir "un culto puramente civil y político." ¿Este decreto anuló el de 1645? Acerca de esta pregunta, llevada ante el Santo Oficio por el dominico, padre Juan de Polanco, la contestación fue (20 de noviembre de 1669) que ambos decretos deben permanecer "en pleno vigor" y deben observarse "de acuerdo con las cuestiones, las circunstancias, y lo contenido en las dudas propuestas."

Entretanto se alcanzó un compromiso por los, hasta ahora divididos, misioneros. Esta conciliación se aceleró por la persecución de 1665, qué congregó durante casi cinco años en la misma casa de Cantón a diecinueve jesuitas, tres dominicos y un franciscano (entonces el único miembro de su orden en China). Aprovecharon su forzada desocupación para acordar un método apostólico uniforme, los misioneros discutieron todos los puntos en que debía adaptarse la disciplina de la Iglesia a las exigencias de la situación china. Después de cuarenta días de conversaciones, que terminaron el 26 de enero de 1668, todos (con la posible excepción del franciscano Antonio de Santa Maria que era muy celoso y sumamente inflexible) subscribieron cuarenta y dos artículos, el resultado de las deliberaciones, de los que el cuadragésimo primero era como sigue: "Sobre las ceremonias en las que los chinos honran a su maestro Confucio y a los muertos, las contestaciones de la Sagrada Congregación de la Inquisición, aprobadas por nuestro Santo Padre Alejandro VII, en 1656, deben seguirse absolutamente porque están basadas en una muy probable opinión, a la que es imposible contraponer cualquier evidencia contraria, y, asumida esta probabilidad, la puerta de la salvación no debe cerrarse a los innumerables chinos que abandonarían la religión cristiana si se les prohibiera aquello que pueden hacer lícitamente y de buena fe y qué no pueden abandonar sin perjuicio serio." Después de la firma, sin embargo, una nueva cortés discusión sobre este artículo tuvo lugar por escrito entre el padre Domingo Fernández Navarrete, superior de los dominicos, y el más sabio de los jesuitas en Cantón. Navarrete finalmente pareció satisfecho y el 29 de septiembre de1669, envió su escrito de aceptación del artículo al superior de los jesuitas. No obstante, el 19 de diciembre de este año abandonó clandestinamente Cantón hacia Macao de donde marchó a Europa. Allí, sobre todo en Roma dónde estaba en 1673, solo buscó en adelante echar abajo aquello que se había intentado en las conferencias de Cantón. Publicó los "Tratados históricos, políticos, ethicos, y religiosos de la monarchia de China" (I, Madrid, 1673; del volúmen II, impreso en 1679 e incompleto, sólo son conocidas dos copias). Este trabajo está lleno de apasionadas imputaciones contra los misioneros jesuitas, rechazando sus métodos de apostolado y sobre todo su tolerancia de los ritos. No obstante, Navarrete no consiguió inducir a la Santa Sede para reasumir la cuestión, esto estaba reservado para Charles Maigrot, miembro de la Nueva Sociedad de Misiones Extranjeras. Maigrot fue a China en 1683. Era vicario apostólico de Fu-kien, antes de ser obispo, cuando, el 26 de marzo de 1693, dirigió a los misioneros de su vicariato un mandato que proscribía los nombres T'ien y Shang-ti; prohibiendo que a los cristianos se les permitiera participar o ayudar en "los sacrificios o solemnes oblaciones" en honor de Confucio o los difuntos; prescribiendo la modificación de las inscripciones en las lápidas ancestrales; censurando y prohibiendo ciertas, según su parecer, referencias demasiado favorables a los antiguos filósofos chinos; y, finalmente, pero no por ello menor, declarando que la exposición hecha por el padre Martini no era verdad y que por consiguiente la aprobación que este había recibido de Roma no era válida.

Por orden de Inocencio XII, el Santo Oficio reasumió en 1697 el estudio de la cuestión en los documentos elaborados por los procuradores de Mons. Maigrot y en los de aquéllos que mostraban el lado opuesto, presentados por los representantes de los misioneros jesuitas. Es digno de hacer notar que en este período, muchos de los misioneros de fuera de la Compañía de Jesús, en especial todos los agustinos, casi todos los franciscanos y algunos dominicos, se habían convertido a la práctica de Ricci y los misioneros jesuitas. La dificultad de comprender la verdad, en medio de tan diferentes presentaciones de los hechos e interpretaciones contradictorias de los textos, impidió a la Congregación alcanzar una decisión hasta el final de 1704, bajo el pontificado de Clemente XI. Mucho antes de ello, el papa había elegido y enviado al lejano oriente un legado para asegurar la ejecución de los decretos Apostólicos y regular todas las otras cuestiones para el bienestar de las misiones. El prelado escogido fue Charles-Thomas-Maillard de Tournon (nacido en Turín) a quien Clemente XI había consagrado con sus propias manos el 27 de diciembre de 1701 y a quien confirió el título de Patriarca de Antioquia. Saliendo de Europa el 9 de febrero de1703, Mons. de Tournon se quedó durante un tiempo en India (ver RITOS MALABARES) alcanzando Macao el 2 de abril de 1705 y Pekín el 4 de diciembre del mismo año. El emperador K'ang-Hi le otorgó una bienvenida calurosa y lo trató con gran honor hasta que supo, quizás a través de la imprudencia del mismo legado, que uno de los objetos de su embajada, si no el más importante, era abolir los ritos entre los cristianos. Mons. de Tournon era consciente de que la decisión contra los ritos estaba tomada desde el 20 de noviembre de 1704, pero todavía no se había publicado en Europa, porque el papa deseaba que primero se publicase en China. Obligado a dejar Pekín, el legado marchó a Nan-King cuando se enteró de que el emperador había ordenado a todos los misioneros, bajo pena de expulsión, que se presentaran ante él para recibir un piao o diploma que les otorgaba el permiso para predicar el Evangelio. Este diploma sólo sería concedido a aquéllos que prometieran no oponerse a los ritos nacionales. Al recibir estas noticias, el legado sintió que ya no podía posponer el anuncio de las decisiones de Roma. Por un mandato del 15 de enero de 1707, requirió de todos los misioneros, bajo pena de excomunión, responder a las autoridades chinas, si les preguntaban, que "algunas cosas" en la doctrina y costumbres chinas no estaban de acuerdo con la ley Divina y que éstas eran principalmente "los sacrificios a Confucio y a los antepasados" y" el uso de lápidas ancestrales" y además que "Shang-Ti" y" T'ien" no eran el "verdadero Dios de los cristianos." Cuando el emperador tuvo conocimiento de este Decreto, ordenó que Mons. de Tournon fuera traído a Macao y le prohibió que saliera allí antes del retorno de los enviados que él mismo envió al papa para explicar sus objeciones a la prohibición de los ritos. Mientras todavía era sujeto de esta restricción, el legado falleció en 1710.

Entretanto habían sido expulsados de China Mons. Maigrot y varios otros misioneros que se han negado a pedir el piao. Pero la mayoría (es decir, todos los jesuitas, la mayoría de los franciscanos, y otros religiosos misioneros, teniendo a la cabeza al obispo de Pekín, un franciscano, y el obispo de Ascalon, vicario Apostólico de Kiang-Si, un agustino) consideraron que, para prevenir la ruina total de la misión, podrían posponer la obediencia al legado hasta que el papa hubiera manifestado su voluntad. Clemente XI replicó publicando (marzo de 1709) la respuesta del Santo Oficio, que él ya había aprobado el 20 de noviembre de 1704, y entonces conminó a la misma Congregación a emitir (25 de septiembre de 1710) un nuevo Decreto que aprobaba los actos del legado y ordenaba la observancia del mandato de Nan-King, pero interpretado en el sentido de las contestaciones romanas de 1704, omitiendo todas las cuestiones y la mayoría de los preámbulos y concluyendo con una formula de juramento que el papa impuso a todos los misioneros y que les obligaba, bajo las penas más severas, a observar y hacer observar totalmente y sin reservas las decisiones incluidas en el acta pontificia. Esta Constitución, que llegó a China en 1716, no encontró rebeldía entre los misioneros, pero incluso aquéllos que lo buscaron con más celo, no pudieron inducir a la mayoría de sus fieles a observar estas disposiciones. Al mismo tiempo se despertó de nuevo el odio de los paganos, reencendido por la antigua acusación de que la Cristiandad era enemiga de los ritos nacionales, y los neófitos empezaron a ser los objetos de persecuciones a las que K'ang-Hi, hasta ahora tan bien dispuesto, dio entonces casi total libertad. Clemente XI buscó remediar esta crítica situación enviando a China un segundo legado, Juan-Ambrosio Mezzabarba a quien nombró Patriarca de Alejandría. Este prelado zarpó de Lisboa el 25 de marzo de 1720, llegando a Macao el 26 de septiembre y a Cantón el 12 de octubre. Admitido, no sin la dificultad, en Pekín y a una audiencia con el emperador, el legado solo pudo evitar su inmediato despido y la expulsión de todos los misioneros, dando a conocer algunas suavizaciones de la Constitución "Ex illâ die" que estaba autorizado a ofrecer, y dando la esperanza a K'ang-Hi de que el papa todavía concedería otras. Entonces aceleró su regreso a Macao, donde dirigió (4 de noviembre de 1721) una carta pastoral a los misioneros de China, comunicándoles el texto auténtico de sus ocho "permisos" en relación a los ritos. Manifestó que él no permitiría nada prohibido por la Constitución; en la práctica, sin embargo, sus concesiones relajaron el rigor de las prohibiciones pontificias, aunque ello no produjo armonía o unidad de acción entre los operarios apostólicos. Para conseguir este resultado tan deseable, el papa pidió una nueva investigación, cuyo objetivo principal era la legitimidad y oportunidad de los "permisos" de Mezzabarba; iniciada por el Santo Oficio bajo Clemente XII, sólo se alcanzó una conclusión bajo Benito XIV. El 11 de julio de 1742, esta papa, por la Bula "Ex quo singulari", confirmó y reimpuso, de un modo más enfático, la Constitución "Ex illâ die", y condenó y anuló los "permisos" de Mezzabarba como consentidores de las supersticiones que esa Constitución buscaba destruir. Esta acción terminó la controversia entre los católicos.

La Santa Sede no entró en las cuestiones puramente teóricas, como es el caso de lo que los ritos chinos eran y significaban según su institución y su antigüedad. En esto el padre Ricci tenía razón; pero estaba equivocado pensando que, como práctica en tiempos modernos, no eran supersticiosos o podrían realizarse libres de toda la superstición. Las papas declararon, después de escrupulosas investigaciones, que las ceremonias en honor de Confucio o los antepasados y difuntos estaban teñidas de tal grado de superstición que no podían ser purificadas. Pero el error de Ricci, como el de sus compañeros y sucesores, fue sin embargo un error de juicio. La Santa Sede prohibió expresamente que se afirmase que ellos habían aprobado la idolatría; sería de hecho una odiosa calumnia acusar a un hombre como Ricci, y otros tantos santos y celosos misioneros, de haber aprobado y permitido a sus neófitos prácticas que sabían que eran supersticiosas y contrarias a la pureza de la religión. A pesar de este error, Matteo Ricci sigue siendo un espléndido ejemplo de misionero y fundador, insuperable en su celosa intrepidez, en la inteligencia de los métodos aplicados a cada situación, y la incansable tenacidad con que siguió los proyectos que emprendió. A él pertenece la gloria, no sólo de la apertura del Evangelio a un inmenso imperio, sino la de abrir al mismo tiempo la primera brecha en la desconfianza de los extranjeros que excluían a China del progreso general del mundo. El establecimiento de la misión católica en el corazón de este país también tuvo sus consecuencias económicas: puso los cimientos de un buen entendimiento entre el Lejano Oriente y Occidente, que creció con el progreso de la misión. Es superfluo detallar sus consecuencias desde el punto de vista de los intereses materiales del mundo entero. Por último, la ciencia debe al padre Ricci el primer conocimiento científico exacto recibido en Europa acerca de China, su verdadera situación geográfica, su antigua civilización, su inmensa y curiosa literatura, su organización social tan diferente de lo que existió en otros lugares. El método instituido por Ricci hizo necesario un estudio fundamental de este nuevo mundo, y si los misioneros que lo han seguido han dado tanto servicio a la ciencia como a la religión, una gran parte del mérito es debida a Ricci.

[MATTEO RICCI], "Dell' entrata della Campagnia di Giesu e christianita nella Cina" (Ms. del padre Ricci, existentes en los archivos de la Compañía de Jesús; citado en el articulo anterior como las "Memorias del padre Ricci", una traducción un tanto libre de esta obra se encuentra en TRIGAULT, "De christiana expeditione apud Sinas suscepta ab Societate Jesu"). "Ex P. Matthaei Ricci commentariis libri", V (Augsbrg, 1615); DE URSIS, "P. Matheus Ricci, S.J. Relacao escripta pelo seu companhiero" (Rome, 1910); BARTOLI, "Dell' Historia della Compagnia di Gesu. La Cina", I-II (Rome, 1663). Bartoli es el más fiable biógrafo de Ricci; d'ORLEANS, "La vie du Pere Matthieu Ricci" (Paris, 1693); NATALI, "Il secondo Confucio" (Rome, 1900); VENTURI, "L'apostolato del P. M. Ricci d. C. d. G. in Cina secondo I suoi scritti inediti" (Rome, 1910); BRUCKER, "Le Pere Matthieu Ricci" in "Etudes", CXXIV (Paris, 1910), 5-27; 185-208; 751-79; DE BACKER-SOMMERVOGEL, "Bibl. Des ecrivains de la C. de J", VI, 1792-95). Chinese Rites.-BRUCKER in VACANT, "Dict. De Theol. cath., s.v. "Chinois Rites" y los trabajos mencionados; CORDIER, "Bibl. Sinica", II, 2nd. Ed., 869-925; IDEM, "Hist. Des relations de la Chine avec les puissances occidentales", III (Paris, 1902) xxv.

JOSEPH BRUCKER
Transcribed por John Looby
Traducido por Quique Sancho
Como agradecimiento al Señor por aquellos que anuncian y anunciarán el Evangelio en la China del Tercer Milenio.