Papa
EnciCato
(En latín eclesiástico papa, del griego papas, variante de pappas, padre; en
latín clásico, pappas: “Sátiras”- 6:633 - de Juvenal)
El título papa, que alguna vez fue utilizado con gran amplitud (véase abajo,
sección V), actualmente se emplea exclusivamente para denotar al obispo de Roma
quien, en virtud en su posición como sucesor de san Pedro, es el supremo pastor
de toda la Iglesia, el vicario de Cristo sobre la tierra. Además del obispado de
la diócesis romana, el Papa detenta varias otras dignidades junto con la de
pastor universal y supremo. Él es el arzobispo de la provincia romana, primado
de Italia e islas adyacentes, y único patriarca de la Iglesia Occidental. La
doctrina de la Iglesia acerca del Papa fue declarada por el Concilio Vaticano I
en la Constitución Dogmática “Pastor Aeternus”, el 18 de julio de 1870. Los
cuatro capítulos de esa constitución tratan respectivamente del oficio de cabeza
suprema conferido a san Pedro, la perpetuidad de ese oficio en la persona del
romano pontífice, la jurisdicción papal sobre todos los fieles y su autoridad
suprema para definir cuestiones de fe y moral. Este último punto está bastante
discutido en el artículo INFALIBILIDAD, por lo que aquí será mencionado sólo
tangencialmente.
El presente artículo está dividido como sigue:
I. Institución por Cristo de una cabeza suprema
II. Primado de la sede romana
III. Naturaleza y alcance del poder papal
IV. Derechos jurisdiccionales y prerrogativas del Papa
V. Primacía de honor: títulos e insignias
I. Institución por Cristo de una cabeza suprema
La prueba de que Cristo constituyó a san Pedro cabeza de su Iglesia se encuentra
en los dos famosos textos petrinos: Mt 16, 17-19 y Jn 21, 15-17.
En el texto de Mateo, al apóstol se le promete solemnemente ese oficio. En
respuesta a su profesión de fe en la naturaleza divina del Maestro, Cristo se
dirige a él con las siguientes palabras: “Bienaventurado eres, Simón, hijo de
Jonás, porque no te ha revelado esto ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que
está en los cielos. Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra
edificaré mi Iglesia y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella. A ti
te daré las llaves del Reino de los Cielos y lo que ates en la tierra quedará
atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los
cielos”. Claramente se nota que estas prerrogativas se ofrecen personalmente a
Pedro. Contrario a lo que ha sido afirmado en ocasiones, su profesión de fe no
fue hecha a nombre de los demás Apóstoles. Esta es evidente por las palabras de
Cristo. El Maestro, distinguiendo a Pedro al utilizar su nombre de Simón, hijo
de Jonás, pronuncia sobre él una bendición peculiar y personal en la que declara
que el conocimiento que Pedro tiene de la filiación divina surge de una
revelación especial que le fue concedida por el Padre (Cf. Mt 11, 27). Y procede
a recompensar esa confesión de su divinidad entregándole un premio propio de Él:
“Tú eres Pedro [Cepha, trascrito también como Kipha], y sobre esta piedra
edificaré mi Iglesia”. La palabra para “Pedro” y para “roca” en el arameo
original es una e idéntica. Esto hace evidente que los diferentes intentos de
explicar el término “roca” como haciendo referencia a algo distinto a Pedro son
simples errores de interpretación. Es Pedro quien es la roca sobre la que se
asienta la Iglesia. La palabra ecclesia (ekklesia) empleada aquí es la
traducción griega del hebreo qahal, nombre con el que los judíos se referían a
la Iglesia de Dios (Cfr. LA IGLESIA, I). En ese texto Cristo deja en claro que
en el futuro la Iglesia va a constituir la sociedad de aquellos que lo
reconozcan a Él, y que esa Iglesia se edificará sobre Pedro. La expresión no
presenta ninguna dificultad. Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento se
habla de la Iglesia con la metáfora de “casa de Dios” (Nm 12, 7; Jer 12, 7; Os
8, 1; 9, 15; I Cor 3, 9-17; Ef 2, 20-22; I Tim 3, 5; Heb 3, 5; I Pe 2, 5). Pedro
será para la Iglesia lo que los cimientos son para una casa. Él será el
principio de unidad, de estabilidad y crecimiento. Él es el principio de unidad
puesto que lo que no está unido a los cimientos no es parte de la Iglesia; de
estabilidad, puesto que es sobre la firmeza de esta base que la Iglesia
permanece incólume ante las tormentas que la azotan; de crecimiento, puesto que
si ella crece es porque los nuevos ladrillos se colocan sobre ese cimiento. Es a
través de su unión con Pedro, afirma Cristo, que la Iglesia resultará vencedora
en su larga lucha con el maligno: “Las puertas del Hades no prevalecerán contra
ella”. Sólo puede haber una explicación para esta impresionante metáfora. La
única manera en que un hombre puede ubicarse en una relación tal a un cuerpo es
poseyendo autoridad sobre él. Solamente la cabeza suprema de un cuerpo, bajo
cuya dependencia toman su poder todas las autoridades subordinadas, puede ser
considerada el principio de estabilidad, unidad y crecimiento. (Cfr. Catecismo
de la Iglesia Católica, nos. 881, 882, 895). La promesa, además, adquiere
solemnidad adicional cuando recordamos que tanto la profecía veterotestamentaria
(Is 28, 16) como las palabras mismas de Cristo (Mt 7, 24) le habían atribuido a
Él el oficio de fundamento de la Iglesia. Por tanto, Él está otorgando a Pedro-
de modo secundario, claro- una prerrogativa que le pertenece sólo a si mismo, y
consecuentemente, asociando al Apóstol consigo mismo en una forma peculiar. En
el versículo siguiente (Mt 16, 19) Cristo promete a Pedro las llaves del Reino
de los Cielos. Sin duda esas palabras hacen referencia a Is 22, 22, donde Dios
declara que Eliaquim, hijo de Helcías, quedará investido de autoridad en
sustitución del indigno Sebná: “Pondré la llave de la casa de David sobre sus
hombros; abrirá y nadie cerrará, cerrará y nadie abrirá”. La llave es símbolo de
autoridad en cualquier parte del mundo. De ese modo, las palabras de Cristo
constituyen una promesa de que Él conferirá sobre Pedro la autoridad suprema
para gobernar la Iglesia. Pedro será su vicario, para reinar en su lugar (cfr.
Catecismo de la Iglesia Católica, no. 937). Más adelante se indican el carácter
y la amplitud de la autoridad que ahí se otorga. Se trata del poder de “atar” y
“desatar”, palabras que, como se explica más adelante, denotan la delegación de
autoridad legislativa y judicial. Y tal poder es otorgado en su medida más
completa. El acto por el cual Pedro ata o desata alguna cosa en la tierra
recibirá la correspondiente ratificación divina. Nunca ningún escritor puso en
tela de duda el significado de ese pasaje hasta el nacimiento de las herejías
del siglo XVII. A partir de entonces los opositores protestantes han publicado
una gran variedad de interpretaciones al respecto. Si bien generalmente hay poco
acuerdo entre ellos, siempre hay un punto en el que coinciden: el rechazo al
significado evidente de las palabras de Cristo. Cierta interpretación anglicana
es de la opinión que la recompensa prometida a Pedro consistía en la relevancia
del papel que jugó en las actividades iniciales de la Iglesia, pero que nunca
fue más que un primus inter pares en relación a los demás Apóstoles. Queda claro
que esta versión es insuficiente para explicar las condiciones de la promesa de
Cristo.
La promesa hecha por Cristo en Mt 16, 16-19 recibió su cumplimiento después de
la resurrección, en la escena descrita por Jn 21. En ella, el Señor, quien está
por abandonar este mundo, encarga al Apóstol todo su rebaño, los corderos y las
ovejas por igual. El término utilizado en 21, 16: “Apacienta [poimaine] mis
ovejas” indica que esa tarea no consiste únicamente en alimentar sino también en
gobernar. Es la misma palabra que se usa en el Salmo 2, versículo 9 (según los
LXX): “Los gobernarás [poimaneis] con vara de hierro”. La escena marca un
paralelismo muy contrastante con Mt 16. Mientras que en este último texto la
promesa fue hecha a Pedro a raíz de su profesión de fe, lo que lo singularizó
ante los otros once, en aquél Cristo exige una profesión semejante pero de aún
mayor virtud: “Simón, hijo de Jonás, ¿me amas tú más que éstos?”. Pero en ambos
Cristo otorga al Apóstol una misión que- en estricto sentido- es propia de Él
exclusivamente. En aquél, Cristo había prometido hacer de Pedro la piedra basal
de la casa de Dios; en éste lo hace pastor del rebaño de Dios para que tome su
lugar, el del Buen Pastor. El pasaje se hace merecedor de un admirable
comentario por parte de san Juan Crisóstomo: “Le dijo ‘Alimenta mis ovejas’.
¿Porqué no toma en cuenta a los demás y habla del rebaño sólo a Pedro?. Él era
el escogido entre los Apóstoles, la boca de sus discípulos, el líder del coro.
Fue por esa razón que Pablo fue a buscarlo a él antes que a los demás. Y también
lo hizo el Señor para demostrarle que debía tener confianza, una vez que su
negación había sido perdonada. Le confía el gobierno (prostasia) sobre sus
hermanos...Si alguien preguntara ‘¿Porqué fue entonces Santiago quien recibió la
sede de Jerusalén ?’, yo le contestaría que Pedro fue constituido maestro no de
una sede sino del mundo todo” (Homilia 88 (87) in Joannem, I. Cf. Orígenes, “In
epis. Ad Rom.”, 5, 10; Efrén de Siria “Humn. In B. Petr.”, en “Bibl.Orient.
Assemani”, 1, 95; León I, “Sermo IV de Natale”, 2). Incluso algunos
comentaristas protestantes aceptan con franqueza que indudablemente Cristo
deseaba conferir el puesto de supremo pastor a Pedro. Pero otros investigadores,
fundándose en un pasaje de san Cirilo de Alejandría (In Joan. 12, 1), sostienen
que el propósito del triple encargo fue simplemente reinstalar a san Pedro en su
cargo como apóstol al que había perdido derecho por su triple negación. Tal
interpretación carece de toda probabilidad. No hay nada en la Escritura, ni en
la tradición patrística, que sugiera que Pedro había perdido su puesto
apostólico, además de que tal suposición queda cancelada por el hecho de que, en
la noche de la resurrección, él recibió los mismos poderes apostólicos que los
otros once. Esa frase solitaria de san Cirilo no tiene peso ante la enorme
autoridad patrística en apoyo de la otra opinión. El que tal interpretación haya
sido defendida como cosa seria demuestra la gran dificultad que encuentran los
protestantes en referencia este texto.
La posición de san Pedro después de la ascensión, según aparece en los Hechos de
los Apóstoles, lleva al máximo la gran misión que se le había encomendado. Desde
el primer momento es él el líder del grupo apostólico- no primus inter pares,
sino la cabeza indiscutible de la Iglesia (Cfr. LA IGLESIA, III). Si Cristo,
como ya se vio, estableció entonces su Iglesia como una sociedad subordinada a
una única cabeza suprema, de ahí se sigue, por la naturaleza misma del caso, que
ese oficio es perpetuo y no puede ser un detalle pasajero de la vida
eclesiástica. Pues la Iglesia debe preservar hasta el final la misma
organización que Cristo estableció. En una sociedad organizada es precisamente
su constitución lo que constituye su carácter esencial. Cualquier cambio en su
constitución la transforma en una sociedad diferente. Así mismo, si la Iglesia
hubiese de adoptar otra constitución, distinta a la que Cristo le dio, ya no
sería su obra; no sería el Reino divino que Él estableció. Como sociedad, habría
pasado por un proceso de transformación esencial y sería ya una sociedad
puramente humana, no una institución divina. Nadie que crea que Cristo vino al
mundo a fundar una Iglesia, una sociedad organizada y destinada a perdurar
siempre, puede admitir la posibilidad de un cambio en la organización que le
dejó su fundador. La misma conclusión se sigue de la consideración del fin que,
por declaración de Cristo, debe lograrse por la supremacía de Pedro. Éste debe
dar a la Iglesia la fuerza necesaria para resistir a sus enemigos, para que las
puertas del infierno no prevalezcan contra ella. La lucha contra las fuerzas del
mal no es algo que le corresponda únicamente a la era apostólica; es una
característica permanente de la vida de la Iglesia. Consecuentemente, el oficio
de Pedro debe ser desempeñado en la Iglesia a través de los siglos, para que
ella pueda salir avante en su lucha perenne. Un análisis de las palabras de
Cristo nos muestra que la perpetuidad del oficio de cabeza suprema debe ser
reconocida como una de las verdades reveladas en la Escritura. La promesa a
Pedro no implicaba solamente una prerrogativa personal, sino que establecía un
cargo permanente en la Iglesia. Y, como aparecerá en la siguiente sección, esas
palabras fueron entendidas con ese sentido por los Padres latinos y griegos por
igual.
II. PRIMADO DE LA SEDE ROMANA
Hemos mostrado en la sección anterior que Cristo confirió a Pedro el oficio de
pastor supremo, y que la permanencia de ese oficio es esencial al bienestar de
la Iglesia. Debemos ahora establecer que ese oficio pertenece por derecho a la
sede de Roma. La prueba tiene dos partes:
A. que san Pedro fue obispo de Roma y
B. que los que lo suceden en esa sede también lo suceden en el cargo de cabeza
suprema.
A. San Pedro fue obispo de Roma.
Ya ningún escritor de peso niega que san Pedro visitó Roma y fue martirizado en
esa ciudad (Harnack, “Chronol.” I, 244, n. 2). Sin embargo, aún entre quienes
admiten la estancia de san Pedro en Roma hay algunos que niegan que haya sido
obispo ahí. Ejemplo: Lightfoot, “Clement of Rome”, II, 50; Harnack, op. cit. I,
703. Mas no es difícil demostrar que el hecho de su episcopado romano es algo
tan bien atestiguado que podemos concluir que es históricamente cierto. En este
punto, convendría comenzar con el siglo III, donde hay frecuentes referencias al
respecto, y partir de ahí hacia los siglos anteriores. A mediados del siglo III
san Cipriano explícitamente llama “Silla de san Pedro” a la sede romana,
diciendo que Cornelio ha sido elevado “al sitio de Fabián, que es el sitio de
Pedro” (Ep 55:8; cf. 59:14). Firmiliano de Cesarea hace notar que Esteban alegó
poder decidir la controversia sobre el rebautismo basado en que él ocupaba la
sucesión de Pedro (Cipriano, Epistola 75, 17). No niega Firmiliano tal
afirmación, cosa que hubiera hecho si hubiera podido. Ello significa que en el
año 250 el episcopado romano de Pedro era aceptado por todos aquellos que eran
capaces de reconocer la verdad no sólo en la misma Roma, sino en las iglesias de
África y de Asia Menor. En algún momento de los primeros veinticinco años de ese
siglo (cerca del 220) Tertuliano (De pudicitia, 21) menciona la afirmación de
Calixto acerca de que el poder de Pedro para perdonar los pecados le había sido
heredado de una manera especial a él. Si la iglesia romana simplemente hubiera
sido fundada por Pedro, pero él no hubiera sido su obispo, no habría fundamento
para hacer tal afirmación. Tertuliano, como Firmiliano, tenía todo la libertad
para haber rechazado esa afirmación. Más aún, él había residido en Roma, y
hubiera estado perfectamente posicionado para contradecir eso y argumentar que
el episcopado petrino era, según los opositores, una novedad que venía de los
primeros días del siglo III y que había suplantado una tradición más antigua
según la cual Pedro y Pablo habían sido los cofundadores y Lino el primer
obispo. Por ese mismo tiempo, Hipólito (Lightfoot ciertamente tiene razón al
atribuirle la autoría de la primera parte del “Catálogo Liberiano” : “Clemente
Romano”, 1, 259) coloca a Pedro en el primer lugar de la lista de obispos
romanos.
Tenemos un poema, “Adversus Marcionem”, aparentemente escrito en ese mismo
período, en el que se afirma que Pedro entregó a Lino “la silla en la que él
mismo se había sentado” (P.L. II, 1077). Esos testigos nos llevan al inicio del
siglo III. No encontramos muchas evidencias en el siglo II. Excepción hecha de
Ignacio, Policarpo y Clemente de Alejandría, todos los autores cuyos escritos
han llegado a nosotros son apologistas en contra de judíos o paganos. En tales
obras no había motivo para referirse a asuntos como el episcopado romano de
Pedro. Ireneo, sin embargo, nos brinda un argumento muy poderoso. En dos pasajes
(Adversus Haereses, I, 27, 1 y III, 4, 3) él habla de Higinio como noveno obispo
de Roma, empleando una numeración que incluye a Pedro como primer obispo (Lightfoot
indudablemente erró al suponer que había alguna duda respecto a la lectura de
estos pasajes). En III, 4, 3, la versión latina, es cierto, se lee “octavus”,
pero en el texto griego citado por Eusebio se lee enatos. Se sabe que Ireneo
visitó Roma en 177. Apenas había pasado un poco más de un siglo desde la muerte
de Pedro y bien pudo haber entrado en contacto con personas cuyos padres habrían
hablado con el Apóstol. Una tradición sustentada de ese modo debe ser aceptada
como libre de toda duda legítima. La sugerencia de Lightfoot (Clemente, 1,64),
de que dicha tradición había tenido su origen en el romance clementino, resultó
particularmente desafortunada ya que hoy día se sabe que esa obra no pertenece
al siglo II sino al IV. Tampoco hay sustento alguno para defender que el
lenguaje de Ireneo, III, 3, 3, implica que Pedro y Pablo compartían el obispado
de Roma en forma dividida, cosa que jamás ha sucedido en la Iglesia en tiempo
alguno. Sí habla, es cierto, de los dos Apóstoles transmitiendo juntos el
episcopado a Lino. Pero esa expresión queda explicada si se atiende al propósito
de ese argumento, que es defender la doctrina enseñada en la iglesia romana en
contra los gnósticos. Por eso Ireneo se vio en la necesidad de acentuar el hecho
que la Iglesia había heredado la enseñanza de ambos Apóstoles. Epifanio (“Haer”
27, 6) sí parece insinuar un episcopado dividido, pero lo hace porque
aparentemente entendió mal las palabras de Ireneo.
B. Quienes sucedieron a Pedro en esa silla también lo sucedieron en el primado
La historia da testimonio de que desde los primeros tiempos la sede romana
siempre ha reclamado para si el primado, y que ese primado ha sido siempre y
libremente reconocido por la Iglesia universal. Aquí nos limitaremos a
considerar la evidencia aportada por los tres primeros siglos. El primer testigo
es san Clemente, un discípulo de los Apóstoles, quien, luego de Lino y Anacleto,
sucedió a san Pedro como el cuarto en la lista de papas. En su “Epístola a los
corintios” (Ep. 59), escrita en 95 ó 96, él suplica a éstos que reciban a los
obispos a quienes había expulsado una facción violenta. “Si algún hombre- dice-
desobedeciera las palabras que Dios ha pronunciado a través de nosotros, sepan
que ese tal habrá cometido una grave transgresión y se verá en grave peligro” (Ep.59).
Además, los exhorta a “obedecer las cosas escritas por nosotros a través del
Espíritu Santo”. El tono de autoridad que inspira esa carta es tan evidente que
Lightfoot no duda en hablar de ella como “el primer paso hacia la dominación
papal” (Clemente, 1, 70). Al comienzo mismo de la historia de la Iglesia, antes
de que el último sobreviviente de los Apóstoles hubiese muerto, encontramos a un
obispo de Roma, discípulo él mismo de Pedro, interviniendo en los asuntos de
otra iglesia y afirmando que él los solucionará con una decisión tomada bajo la
inspiración del Espíritu Santo. Ese hecho únicamente tiene una explicación: que
en los tiempos en que la predicación apostólica estaba fresca aún en las mentes
de los fieles, ya la Iglesia universal reconocía en el obispo de Roma el oficio
de cabeza suprema.
Algunos años después (cerca del 107) san Ignacio de Antioquía, en el inicio de
su carta a la iglesia romana, se refiere a su primacía sobre todas las otras
iglesias. Él la describe como “presidiendo la hermandad de amor [prokathemene
tes agapes]. Como bien hace notar Funk, esa expresión no es compatible
gramaticalmente con la traducción defendida por algunos escritores no católicos:
“preeminente en las obras del amor”. El mismo siglo nos trae el testimonio de
san Ireneo, un hombre estrechamente ligado con la edad apostólica puesto que fue
discípulo de san Policarpo, quien fue nombrado obispo de Esmirna por san Juan.
En su obra “Adversus haereses” (III, 3, 2) vuelve a argumentar en contra de los
agnósticos de su tiempo diciéndoles que sus doctrinas no tienen apoyo en la
tradición apostólica que ha sido conservada fielmente por las iglesias, cuyos
obispos vienen en sucesión desde los Doce. Escribe: “Pero como sería demasiado
largo enumerar las sucesiones de todas las iglesias en este volumen, indicaremos
sobre todo las más antiguas y de todos conocidas, la de la iglesia fundada y
constituida en Roma por los dos gloriosísimos Apóstoles Pedro y Pablo, la que
desde los Apóstoles conserva la tradición y la fe anunciada a los hombres por
los sucesores de los Apóstoles que llegan hasta nosotros. Así confundimos a
todos aquellos que de un modo o de otro, o por agradarse a si mismos, o por
ceguera, o por una falsa opinión, acumulan falsos conocimientos. Es necesario
que cualquier iglesia esté en armonía con esta iglesia, cuya fundación es la más
garantizada- me refiero a todos los fieles de cualquier lugar- porque en ella
todos los que se encuentran en todas partes han conservado la tradición
apostólica [Ad hanc enim ecclesiam propter potentiorem principalitatem necesse
est omnem convenire ecclesiam, hoc est eos qui sunt undique fideles, in qua
semper ab his qui sunt undique, conservata est ea qua est ab apostolis traditio]".
Enseguida procede a enumerar la sucesión romana desde Lino a Eleuterio, el
duodécimo después de los Apóstoles, quien ocupaba entonces la sede. Algunos
escritores no católicos han intentado quitarle importancia al pasaje a base de
traducir la palabra convenire como “recurrir a “, y entendiendo de ese modo
únicamente que los fieles de todos lados (undique) recurrían a Roma para que el
flujo de la doctrina de la Iglesia se mantuviera inmune al error. Esa
traducción, sin embargo, queda rebatida por la conclusión del argumento, el cual
está basado enteramente en la afirmación de que la doctrina romana se mantiene
pura gracias a que tiene su origen en los dos Apóstoles fundadores de dicha
iglesia, Pedro y Pablo. Las frecuentes visitas de miembros de las otras iglesias
cristianas a Roma no añadían nada a eso. Por otra parte, la traducción
tradicional es exigida por el mismo contexto, por sobre la cual, aunque ha sido
objeto de innumerables ataques, no se ha encontrado ninguna otra con mejores
probabilidades reales (véase Dom J. Champman en “Revue Benedictine”, 1895, p.
48).
La afirmación más explícita respecto a la supremacía de la sede romana frente a
las otras iglesias se dio en el pontificado de san Víctor (189-198). El Papa se
vio forzado a actuar a raíz de una diferencia en la práctica de la fiesta de la
Pascua en las iglesias de Asia Menor y el resto del mundo cristiano. Existen
elementos que hacen suponer que los herejes montanistas alegaban que la
costumbre asiática (o Quartodeciman) era la verdadera y eso hacía indeseable a
los ojos del Papa la presencia de comunidades cristianas en las fiestas que se
celebraban bajo ese rito porque parecería que con ello las avalaban. Pero,
además, en cualquier otra circunstancia, razonaba Víctor, la existencia de una
diversidad tan grande en la vida eclesiástica de los diferentes países podría
haberse convertido en una característica lamentable de la Iglesia; su misión es
precisamente dar testimonio de la unidad y unicidad de Dios (Jn 17, 21). Víctor
exhortó entonces a las iglesias asiáticas a que se conformaran a la costumbre
del resto de la Iglesia, pero encontró gran resistencia en Polícrates de Éfeso,
quien afirmaba que sus costumbres procedían del propio San Juan. Víctor contestó
a ello con la excomunión. Hubo de intervenir san Ireneo para suplicarle a Víctor
que no cortara sus vínculos con tantas iglesias a causa de un punto que ni
siquiera era asunto de fe. Él sabía que el Papa tiene el derecho de ejercer su
autoridad, pero le suplica que no lo haga. Del mismo modo, la resistencia de los
obispos asiáticos no constituye un rechazo de la supremacía de Roma; únicamente
significa que los obispos creían que san Víctor estaba abusando de su poder al
quererlos forzar a renunciar a una costumbre para la que ellos contaban con
autorización apostólica. Era inevitable que, con el desarrollo y expansión de la
Iglesia, se presentaran problemas y cuestionamientos acerca de las condiciones y
los casos en que se debería y se podría ejercer legítimamente la autoridad
suprema. San Víctor, habiendo visto que su insistencia podría provocar más daño
que beneficio, retiró el castigo.
No hace mucho tiempo que una nueva evidencia acerca de ese período salió a la
luz en Asia Menor. La inscripción mortuoria del sepulcro de Abercio, obispo de
Hierópolis (+ alrededor del año 200), contiene una narración de sus viajes en
lenguaje alegórico. El habla así de la iglesia romana: “Él [Cristo] me envió a
Roma a contemplar la majestad y a ver a una reina cubierta con un manto de oro y
calzada con sandalias de oro”. Es difícil no reconocer en ese texto la
descripción de la supremacía de la sede romana. La amarga polémica de
Tertuliano, “De pudicitia” (cerca del año 220), fue originada por el ejercicio
de una prerrogativa papal. El Papa Calixto había decidido que la rígida
disciplina que había estado vigente en muchas iglesias debería ser relajada un
tanto. Tertuliano, que ya había caído en la herejía, ataca duramente “el edicto
perentorio”, que había sido promulgado por “el supremo pontífice, obispo de
obispos”. Las palabras, claro, pretenden ser un sarcasmo, pero igualmente
subrayan claramente la posición de autoridad de Roma. Curiosamente la respuesta
a este texto proviene no de un obispo católico sino de monje hereje.
Las opiniones de san Cipriano (+258) respecto a la autoridad papal han sido
fuente de muchos debates. Indudablemente que él sí sostenía algunas ideas
exageradas sobre la independencia de los obispos individuales, cosa que lo situó
en posición de conflicto serio con Roma. Sin embargo, su posición es clara en lo
tocante al principio fundamental. Él atribuía un primado efectivo del papa como
sucesor de Pedro. Está en comunión con la sede de Roma, lo cual es esencial para
mantener la comunión católica, describiéndola como “la iglesia principal donde
nace la unidad episcopal” (ad Petri cathedram et ad ecclesiam principalem unde
unitas sacerdotalis exorta est). La fuerza de esa expresión se percibe mejor
cuando se ve a la luz de su doctrina sobre la unidad de la Iglesia. El enseña
que ésta fue establecida cuando Cristo fundó su Iglesia sobre Pedro. Mediante
ese acto, al dar unidad al cimiento, quedó asegurada la unidad del colegio
apostólico. A través de los siglos, los obispos han formado un colegio semejante
y están unidos por la misma unidad indivisible. La fuente de esa unidad es la
sede de Pedro. Ella desempeña el mismo oficio que desempeñó Pedro durante su
vida: ser principio de unidad. Mantener la comunión con un antipapa como
Novaciano sería caer en un cisma (Ep. 68, 1). También sostiene que el papa tiene
autoridad para deponer a un obispo herético. Cuando Marciano de Arles cayó en la
herejía, Cipriano, a petición de los obispos de esa provincia, escribió al Papa
Esteban para solicitarle que “escribiera cartas para excomulgar a Marciano y
hacer que alguien tomara su lugar” (Ep. 68, 3). Es evidente que alguien que veía
la sede romana bajo esa luz ciertamente creía que el papa posee un primado real
y efectivo. Al mismo tiempo, no se puede negar que eran poco adecuadas sus ideas
respecto al derecho del papa para intervenir en el gobierno de las diócesis
gobernadas por obispos legítimos y ortodoxos. En la controversia sobre el
rebautismo, el lenguaje empleado por Cipriano ante el Papa Esteban fue agrio e
inmoderado. Su error en este asunto no contradice el hecho de que sí admite una
primacía que trascendía el simple honor o jurisdicción. Ni debe sorprendernos
mucho su error. Es algo normal tanto en la Iglesia como en cualquier
organización humana que las implicaciones de un principio general a veces sólo
se entienden gradualmente. Frecuentemente, se rechaza al inicio la aplicación
dicho principio sobre un asunto particular aunque las generaciones posteriores
se preguntan cómo fue posible que alguien se opusiera a ello.
San Dionisio de Alejandría era contemporáneo de san Cipriano. Hay dos incidentes
que versan sobre la presente cuestión y que están relacionados con él. Eusebio
(Historia ecclesiastica 7, 9) nos ofrece una carta que Dionisio dirigió a san
Sixto II acerca de un hombre que, según parece, había sido bautizado
inválidamente por herejes pero que por muchos años había estado frecuentando los
sacramentos de la Iglesia. En la carta dice que necesita el consejo de san Sixto
y solicita su decisión (gnomen), para no caer en el error (dedios me hara
sphallomai). De nuevo, algunos años después, el mismo patriarca produjo ansiedad
a algunos de los hermanos por haber utilizado algunas expresiones que
aparentemente eran incompatibles con la fe en la divinidad de Cristo. Esos
hermanos inmediatamente recurrieron a la Santa Sede y lo acusaron de
inclinaciones heréticas ante su tocayo, san Dionisio de Roma. El Papa respondió
con toda su autoridad para dejar en claro la verdadera doctrina sobre el tema.
Ambos acontecimientos son iluminadores para enseñarnos cómo Roma era reconocida
por la segunda sede de la cristiandad como poseedora del poder para hablar con
autoridad en asuntos doctrinales (cfr. San Atanasio, “De sententia Dionysii”, en
P.G. XXV, 500). Igualmente digna de mención es la acción del Emperador Aureliano
en el 270. Un sínodo de obispos había condenado a Pablo de Samosata, patriarca
de Alejandría, bajo cargos de herejía y había elegido a Domnus en su lugar.
Pablo se negó a abandonar la sede y se hubo de acudir a las autoridades civiles.
El Emperador decretó que quien fuera reconocido por los obispos de Italia y por
el obispo de Roma debería ser reconocido como el legítimo ocupante de la sede.
Ese acontecimiento prueba que aún los paganos sabían que la comunión con la sede
romana era la señal distintiva de todas las iglesias cristianas. El que el
gobierno imperial estuviese plenamente consciente de la posición del papa entre
los cristianos obtiene confirmación adicional a partir del dicho de san Cipriano
de que para Decio hubiera sido más fácil aceptar la proclamación de un emperador
que la elección de un nuevo papa para ocupar el lugar del mártir Fabián (Ep. 55,
9).
Los límites del presente artículo nos impiden ahondar en el argumento histórico
más allá del año 300. Pero tampoco hace falta que lo hagamos. Desde el comienzo
del siglo IV la supremacía de Roma está escrita en las páginas de la historia.
Las preguntas sólo surgen acerca de la primera edad de la Iglesia. Mas los
hechos que hemos descrito son más que suficientes para probar ante las mentes
sin prejuicios que el primado fue ejercido y reconocido desde los días de los
Apóstoles. Claro que el primado no fue ejercido del mismo modo que en tiempos
posteriores. La Iglesia estaba aún en su infancia; sería ilógico buscar en ella
un proceso totalmente desarrollado de relaciones entre el Sumo Pontífice y los
obispos de otras sedes. Fue obra del tiempo el establecer un sistema tal, y su
incorporación a los cánones fue algo gradual. Tampoco hubo, además, mucha
necesidad de usar el primado cuando la tradición apostólica estaba aún estaba
fresca y vigorosa en toda la cristiandad. Es por ello que fue poco frecuente el
ejercicio de las prerrogativas papales. Pero cuando la fe se vio amenazada, o
cuando la salud de las almas exigía alguna acción, entonces sí intervino Roma.
Tales fueron las causas que llevaron a la intervención de san Dionisio, san
Esteban, san Calixto, san Víctor y san Clemente, y nadie jamás discutió su
primacía como ocupantes de la Silla de Pedro. Si se tiene a la vista aquellos
únicos motivos por los que los primeros papas ejercieron su poder supremo,
desaparece la afirmación tan firmemente sostenida por los protestantes de que el
primado romano tuvo sus orígenes en la ambición de los papas. El motivo que
inspiró a esos hombres no fue la ambición terrena sino el celo por la fe y la
conciencia de que eran ellos a quienes se les había encargado la responsabilidad
de su protección. Los opositores en cuestión llegan incluso a afirmar que es
justificable rechazar como evidencia del primado papal cualquier afirmación
emanada de Roma, bajo la premisa de que, cuando están en juego los intereses de
una persona, no deben aceptarse sus declaraciones como evidencia. Tal afirmación
es abiertamente falaz. No estamos tratando aquí acerca de los intereses de un
individuo sino acerca de la tradición de una Iglesia; de la Iglesia que, desde
los tiempos primeros, es reconocida por la pureza de su doctrina y que tuvo como
fundadores y maestros a dos de los Apóstoles principales, san Pedro y san Pablo.
Esa tradición, por otra parte, ha permanecido inquebrantada, como lo demuestran
una extensa serie de pronunciamientos de papas. Ni está sola. Las enseñanzas
sobre las cuales los papas basan su exigencia de obediencia a todas las iglesias
cristianas forman parte de un gran cuerpo de testimonios referentes a los
privilegios petrinos, y tienen su origen no únicamente en los Padres
occidentales sino también en los griegos, sirios y egipcios. El reclamo para
rechazar la evidencia que nos llega de Roma puede verse como algo astuto, como
parte de un recurso especial, pero no tiene ningún otro valor. Los primeros en
emplear este argumento fueron algunos galicanos. Pero ya Bossuet en su “Defensio
cleri gallicani” (II, 1. XI, c. VI) lo había repudiado como falaz y carente de
méritos.
La primacía de san Pedro y la perpetuidad del primado de la sede romana están
definidos dogmáticamente en los cánones anexos de los dos primeros capítulos de
la Constitución “Pastor Aeternus”:
“Si alguien dijese que el Bienaventurado Apóstol Pedro no fue constituido por
Cristo el Señor como príncipe de todos los Apóstoles y cabeza visible de toda la
Iglesia militante; o que era éste sólo un primado de honor y no uno de verdadera
y propia jurisdicción que recibió directa e inmediatamente de nuestro Señor
Jesucristo mismo, sea anatema”.
“Si alguien dijese que no fue por institución del mismo Cristo nuestro Señor, ni
por un derecho divinamente instituido, que el Bienaventurado Pedro tiene
sucesión perpetua en su primado sobre la Iglesia universal, o que el Romano
Pontífice no es el sucesor del Bienaventurado Pedro en el mismo primado, sea
anatema” (Denzinger-Bannwart, "Enchiridion", nn. 1823, 1825). (Cfr. también
“Lumen Gentium”, III parte; “Catecismo de la Iglesia Católica”, 862, 863, 869,
880, 881, 882, 883, 884, 891, 892, 936, 937, 1594; Código de Derecho Canónico,
Parte II, Sección. I, capítulo I: Cánones 330 y ss., N.T.)
Se puede preguntar qué tanto valor dogmático pueda tener la cláusula del segundo
capítulo, en el que se asienta que el Romano Pontífice es el sucesor de Pedro.
La verdad es definida infaliblemente. Pero la Iglesia no únicamente tiene poder
para definir aquellas verdades que forman parte del depósito original de la
revelación, sino también aquellas que están necesariamente conectadas con ese
depósito. Las primeras deben sostenerse fide divina; las últimas, fide
infallibili. Si bien Cristo estableció el oficio de cabeza suprema, la Escritura
no nos dice que Él haya establecido también la ley por la que debe continuarse
el primado. Si concedemos que Cristo dejó que esto fuera determinado por san
Pedro, queda claro que el Apóstol no tenía porqué haber anexado la primacía a su
propia sede; la podía haber anexado a otra. Algunos creen que la ley que
estableció la sucesión del episcopado romano se hizo patente a la Iglesia
Apostólica como un hecho histórico. En ese supuesto, el dogma de que el Romano
Pontífice es para siempre el pastor supremo de la Iglesia debería ser la
conclusión de dos premisas: la verdad revelada de que la Iglesia debe tener una
cabeza suprema, y el hecho histórico de que san Pedro anexó ese oficio a la sede
romana. Esta conclusión, aunque está necesariamente vinculada con la revelación,
no es parte de ésta y se acepta fide infallibili. Según otros teólogos, la
proposición que nos ocupa sí es parte del depósito mismo de la fe. En este caso,
los Apóstoles debieron haber conocido la ley que determina la sucesión del
obispo de Roma, no basados en testimonios humanos, sino por revelación divina, y
deben haber enseñado eso a sus discípulos como una verdad revelada. Esta es la
posición más aceptada. La definición vaticana que dice que el sucesor de san
Pedro es siempre el Romano Pontífice es sostenida casi universalmente como una
verdad revelada por el Espíritu Santo a los Apóstoles y transmitida por ellos a
la Iglesia.
III. Naturaleza y alcance del poder papal
La presente sección se divide como sigue:
A. La jurisdicción coercitiva universal del Papa
B. La jurisdicción inmediata y ordinaria del Papa en relación a los fieles, ya
individual ya colectivamente
C. El derecho de aceptar apelaciones en todas las causas eclesiásticas.
El asunto de la relación entre la autoridad papal y los concilios ecuménicos, y
las autoridades civiles, se verán en otros artículos (Cfr. CONCILIOS GENERALE;
OBEDIENCIACIVIL).
A. La jurisdicción coercitiva universal del Papa.
Cristo no solamente constituyó a san Pedro cabeza de la Iglesia, sino que en las
palabras “lo que atares en la tierra será atado en el cielo, y lo que desatares
en la tierra será también desatado en el cielo” también indicó el ámbito de su
liderazgo. Las expresiones “atar” y “desatar” que se utilizan aquí están tomadas
de la terminología de las escuelas rabínicas de ese entonces. Se decía que
cuando un doctor declaraba que algo estaba prohibido por la ley estaba “atando”,
pues con ello imponía una obligación de conciencia. Y de quien declaraba que
algo no estaba prohibido, se decía que “desataba”. De ese modo esos términos
habían llegado en general a significar permiso o prohibición oficial,
respectivamente. Las palabras de Cristo, por tanto, según fueron captadas por
quienes las escucharon, hacían que la promesa a san Pedro llevase consigo la
autoridad legislativa dentro del reino a cuya cabeza había sido colocado. Y la
autoridad legislativa lleva consigo, a su vez, como compañía necesaria, la
autoridad judicial. Más aún, los poderes otorgados en esos aspectos son
plenarios. Esto queda indicado por la generalidad de los términos usados: “Lo
que ates... lo que desates”. Nada queda excluido. Y la autoridad de Pedro no
está subordinada a ningún superior terrenal. Las sentencias que él pronuncie
serán ratificadas en el cielo. No requieren antecedentes ni aprobación de ningún
otro tribunal. Es totalmente independiente de todos excepto del Maestro que lo
nombró. Las palabras acerca de atar y desatar son, por tanto, explicativas de la
promesa de las llaves que antecede inmediatamente. Ellas explican en qué sentido
es Pedro gobernante y cabeza del reino de Cristo, la Iglesia: a él se le
prometió la plena autoridad legislativa y judicial. En otras palabras, Pedro y
sus sucesores tienen el poder de imponer leyes preceptivas y prohibitivas, para
dispensar de esas mismas leyes y, cuando sea necesario, para anularlas. A ellos
les corresponde juzgar acerca de las violaciones a esas leyes, e imponer o
condonar castigos. Esta autoridad judicial incluye el poder de perdonar el
pecado. El pecado es un quebrantamiento de las leyes del reino sobrenatural y
cae bajo el ámbito de sus jueces constituidos. El don de este poder particular,
sin embargo, no queda claramente expresado en el pasaje en cuestión. Se
requirieron las palabras de Cristo (Jn 20, 23) para quitarles toda ambigüedad.
Más aún, dado que la Iglesia es el reino de la verdad, y que una nota esencial
de sus miembros es el acto de sometimiento por el que ellos aceptan totalmente
la doctrina de Cristo, el supremo poder de ese reino conlleva un magisterium
supremo, una autoridad que declare la doctrina y prescriba una regla de fe
universalmente obligatoria. Tampoco en eso está Pedro subordinado a nadie que no
sea su Maestro. Es el supremo maestro y el supremo gobernante. Empero, los
enormes poderes que le fueron otorgados tienen un ámbito limitado exclusivamente
a los fines del reino. La autoridad de Pedro y sus sucesores no se extiende más
allá de esa esfera. No tienen nada que ver con asuntos radicalmente externos a
la Iglesia.
Los oponentes protestantes enérgicamente alegan que las palabras “Lo que ates,
etc.” no otorgan prerrogativas especiales a Pedro, puesto que se otorgó
exactamente el mismo don a todos los Apóstoles (Mt 18, 18). Es un hecho que en
ese pasaje se dirigen las mismas palabras a los Doce. Pero hay una diferencia
patente entre el don que se otorga a Pedro y el que se otorga a los demás. En el
caso del primero, el don está relacionado con el poder de las llaves y este
poder, como hemos visto, significaba la máxima autoridad sobre todo el reino.
Ese poder no le fue otorgado a los otros once. El don que Cristo les dio está en
Mt 18, 18, y fue recibido por ellos en cuanto súbditos del reino, sujetos a la
autoridad de aquel a quien Cristo había nombrado su vicario en la tierra. De
hecho hay un notable paralelo entre Mt 16, 19 y las palabras empleadas acerca
del mismo Cristo en Ap 3, 7: “El tiene la llave de David: si él abre, nadie
puede cerrar; si él cierra, nadie puede abrir”. En ambos casos la segunda
cláusula aclara el significado de la primera, y es supremo el poder significado
en la primera cláusula por la metáfora de las llaves. Debe hacerse notar que la
Escritura atribuye el poder de las llaves exclusivamente a Cristo y a su vicario
elegido. Los no católicos utilizan algunos pasajes de los Padres como argumento
para contradecir lo que la Iglesia dice acerca de Mt 16, 19. En varios lugares
afirma san Agustín que Pedro recibió las llaves en representación de la Iglesia.
Por ejemplo, en “In Joannem”, 1, 12: “Si hoc Petro tantum dictum est, non facit
hoc Ecclesia . . .; si hoc ergo in Ecclesia fit, Petrus quando claves accepit,
Ecclesiam sanctam significavit”. (Si eso sólo se hubiera dicho a Pedro, la
Iglesia no ejerce ese derecho... si ese poder es ejercido por la Iglesia,
entonces Pedro significaba a la santa Iglesia cuando recibió las llaves). Cfr.
Tr. 124, 5; Sermo 295. Se arguye que, según Agustín, el poder significado por
las llaves no reside primariamente en Pedro sino en la Iglesia; que el don de
Cristo a su pueblo fue meramente otorgado a Pedro en cuanto representante de
todo el cuerpo de los fieles. El derecho de perdonar pecados, de excluir de la
comunión y ejercitar otros actos de autoridad constituye una prerrogativa de
toda la comunidad cristiana. Si el ministro realiza esos actos es porque es un
delegado de la comunidad. Ese argumento, que fue inicialmente utilizado por los
oponentes galicanos (Cfr. Febronio “De statu eccl.”, 1, 76), descansa, sin
embargo, en un malentendido sobre esos pasajes. Agustín está respondiendo a los
herejes novacianos, los cuales afirman que la autoridad para perdonar los
pecados fue una prerrogativa exclusiva de Pedro; que desapereció con él.
Consecuentemente, él afirma que Pedro la recibió de tal forma que pudiera
permanecer en la Iglesia para siempre y ser utilizada para su beneficio. Es en
ese sentido, y únicamente en ese sentido, que Agustín afirma que Pedro
representaba a la Iglesia. No existe fundamento alguno para decir que él deseaba
afirmar que el verdadero recipiente de la autoridad era la Iglesia. Tal visión
de las cosas contraría abiertamente la totalidad de la tradición patrística y
está explícitamente reprobada en el capítulo 1 del documento vaticano mencionado
más arriba.
Por lo dicho hasta el momento parece ser que cuando los papas legislan a favor
de los fieles, o juzgan a violadores de la ley en procesos judiciales, o ponen
en práctica sus sentencias a través de censuras o excomuniones, ellos
simplemente están haciendo uso de los poderes que Cristo les delegó. Su
autoridad para ejercer su jurisdicción de ese modo no nace de la concesión de
ningún gobernante civil. La Iglesia siempre ha afirmado y ejercido esos poderes
desde su inicio. Cuando los Apóstoles, luego del Concilio de Jerusalén,
promulgaron su decreto como algo revestido de autoridad divina (Hech 15, 28),
ellos estaban imponiendo una ley a los fieles. Cuando san Pablo pide a Timoteo
que no acepte acusaciones en contra de ningún presbítero a menos que vayan
acompañadas de dos o tres testigos, definitivamente sabe que Timoteo tiene el
poder de juzgar in foro externo. Claro que, como es de esperarse, esta
afirmación de tener jurisdicción coercitiva ha sido contestada por escritores
heterodoxos. Marsilio Patavino (Defensor pacis 2, 4), Antonio de Dominis (De rep.
Eccl. 4, 6-7, 9), Richer (De eccl et pol,. Potestate 11-12) y, después el Sínodo
de Pistoia, etc. mantienen que la jurisdicción coercitiva de cualquier tipo sólo
pertenece a la autoridad civil, y buscan forzar a la Iglesia a usar medios
morales. Este error siempre ha sido condenado por la Santa Sede. En la bula
“Auctorem Fidei”, Pio VI hace el siguiente pronunciamiento respecto a las
proposiciones pistoianas: “[Las proposiciones antes dichas] respecto a la
insinuación de que la Iglesia no tiene otra autoridad para exigir sumisión a sus
decretos que los medios dependientes de la persuasión. Como esa posición
significa que la Iglesia ‘no ha recibido de Dios el poder para ordenar a través
de leyes y no únicamente a través del consejo o el convencimiento, y para
obligar al delincuente y al contumaz a través de castigos externo y
saludables’[del breve 'Ad assiduas' (1755) de Benedicto XIV], nos conduce a un
sistema ya anteriormente condenado como herético”. Tampoco es sostenible afirmar
que las leyes papales exclusivamente pueden versar sobre asuntos espirituales y
que sus castigos deben ser de carácter espiritual. La Iglesia es una sociedad
perfecta (Cfr. IGLESIA, XIII). Ella no depende de algún permiso del Estado para
existir, sino que tiene su carta constitutiva de Dios. En su carácter de
sociedad perfecta, la Iglesia tiene derecho a todos los medios que le sean
necesarios para lograr sus fines. Pero estos incluyen algunos que van más allá
de las metas o los castigos espirituales; requiere posesiones materiales, como
por ejemplo templos, escuelas, seminarios, y todo lo necesario para su
mantenimiento. La administración y apropiada protección de esos bienes requiere
normas distintas a aquello que se limita a la esfera espiritual. (Cfr. Decreto
“Christus Dominus”, del Concilio Vaticano II, del 28 de octubre de 1965, N.T.)
Es inevitable formar un enorme canon de leyes para determinar las condiciones de
esa administración (Cfr. Código de Derecho Canónico, Libro V, Enero 25, de 1983,
N.T.). Hay una falacia en la afirmación que la Iglesia es una sociedad
espiritual. Es espiritual en lo tocante al fin al que están dirigidas todas sus
actividades, mas no en cuanto a su constitución actual ni en cuanto a los medios
de que dispone. Se ha cuestionado a veces la legalidad de las sentencias
dictadas por la Iglesia en contra de delincuentes, condenándoles a castigos
corporales, y para infligir ella dichos castigos (Cfr. Libros VI y VII del
Código de Derecho Canónico, N.T.). A este respecto, basta indicar que Bonifacio
VIII, en la bula “Unam Sanctam”, deja claramente asentado el derecho de la
Iglesia a solicitar apoyo del poder civil para ejecutar sus sentencias. Esa
declaración, si bien no pertenece a esas partes de la bula en las que el Papa
define asuntos de fe, está tan patentemente conectada con las partes donde
expresamente se afirma que poseen tal carácter, que los teólogos la tienen como
teológicamente cierta (Palmieri, “De Romano Pontifice”, tesis 21). La cuestión,
más que de importancia práctica, es teórica, puesto que ya hace mucho tiempo que
los gobiernos civiles dejaron de tener la obligación de poner en práctica las
decisiones de cualquier autoridad eclesiástica. Esto resultó inevitable cuando
grandes porciones de la población dejaron de ser católicas. La circunstancia
anterior únicamente podía darse cuando toda una nación era católica en espíritu
y las decisiones papales eran reconocidas como algo que obligaba en conciencia.
B. La jurisdicción inmediata y ordinaria del Papa
En la Constitución “Pastor Aeternus”, capítulo 3, se declara que el papa posee
jurisdicción ordinaria, inmediata y episcopal sobre todos los fieles:
“Enseñamos, además, y declaramos que, por disposición de Dios, la iglesia de
Roma tiene autoridad ordinaria suprema sobre todas las demás iglesias, y que la
jurisdicción del Romano Pontífice, que es verdadera jurisdicción episcopal, es
inmediata en su carácter” (Enchiridion, n. 1827). A eso se añade que esa
autoridad se extiende a todos por igual, pastores y fieles, individual o
colectivamente. Una jurisdicción ordinaria es aquella que es ejercida por quien
la posee, no gracias a una delegación, sino en virtud del oficio que esa persona
desempeña. Todos los que aceptan en el papa un primado de jurisdicción también
admiten que se trata de una jurisdicción ordinaria. Este punto, en realidad, no
está a discusión. Sin embargo a veces se ha cuestionado el que la autoridad del
papa sea también inmediata. Jurisdicción inmediata existe cuando su poseedor
está directamente relacionado con aquellos a quien está encargado de dirigir. Si
la autoridad suprema solamente pudiera ser ejercida a través de los superiores
inmediatos y no directamente con los sujetos, su poder no sería inmediato sino
mediato. Del análisis que se hizo más arriba de las palabras que Cristo dirigió
a Pedro se ve que la jurisdicción del papa no está restringida de esa manera. Se
ha demostrado que Jesús le confirió un primado sobre toda la Iglesia, que tiene
alcance universal, extensible a todos los miembros de la Iglesia y que no
necesita apoyo de ninguna otra autoridad. Un primado de esa naturaleza le da al
papa y a sus sucesores una autoridad directa sobre todos los fieles. Esto
también está implícito en el encargo pastoral: “Apacienta mis ovejas”. El pastor
tiene autoridad directa sobre todas sus ovejas. Todos y cada uno de los miembros
de la Iglesia están al cuidado de Pedro y de quienes lo sucedan. La Santa Sede
siempre ha reclamado esa autoridad para sí. Sin embargo, Febronio la negó (op.
cit. 7, 7). Ese autor alegaba que el deber del papa era ejercer una supervisión
general sobre la Iglesia y dirigir a los obispos con sus consejos; en caso de
necesidad, cuando un legítimo pastor es culpable de algún delito grave, el papa
puede emitir una sentencia de excomunión en su contra y proceder según los
cánones, pero no puede deponerlo basado solamente en su autoridad (op. cit. 2,
4, 9). Las doctrinas febronianas, si bien no cuentan con argumentos históricos,
ejercieron una poderosa y maligna influencia en la vida católica alemana en el
siglo XVIII y parte del XIX. Por ello fue necesario condenar esa doctrina
definitivamente. No hace falta probar que el poder del papa es episcopal. Se
sigue del hecho que él goza de autoridad pastoral ordinaria, tanto legislativa
como judicial, y de autoridad inmediata en relación a sus súbditos. Además, dado
que ese poder incluye a pastores y fieles, es correcto llamarlo Pastor pastorum
y Episcopus episcoporum.
Los escritores de la escuela anglicana frecuentemente objetan que, al declarar
que el papa tiene jurisdicción inmediata sobre todos los fieles, el Concilio
Vaticano I aniquiló la autoridad de los obispos diocesanos. Se señala, además,
que san Gregorio Magno repudió expresamente ese título (Ep. 7, 27; 8, 30). A
esto se responde diciendo que el ejercicio de la jurisdicción inmediata de dos
gobernantes sobre el mismo súbdito no significa ningún problema, con la
condición que uno de ellos se encuentre en posición de subordinación respecto al
otro. Ese sistema opera frecuentemente. En el ejército, el oficial del
regimiento y el general poseen ambos jurisdicción inmediata sobre los soldados,
y nadie puede afirmar que la autoridad inferior queda anulada por ello. La
objeción simplemente no tiene peso. El Concilio Vaticano I dice, correctamente (cap.
III): “Este poder del Soberano Pontífice en ningún modo deroga la autoridad
ordinaria e inmediata de la jurisdicción episcopal, en virtud de la cual los
obispos, quienes, habiendo sucedido a los Apóstoles por designio del Espíritu
Santo en su puesto de verdaderos pastores (Hech 20, 28), apacientan y gobiernan
individualmente sus rebaños, cada cual el que le ha sido asignado. De modo que
esta potestad es afirmada, apoyada y defendida por el supremo y universal
Pastor” (Enchir. N. 1828). Es un hecho irrefutable que san Gregorio Magno
repudiaba fuertemente el título de obispo universal, y relata que san León lo
repudió también cuando le fue ofrecido por los padres conciliares en Calcedonia.
Pero la forma en que él lo usaba difiere mucho en su significado de aquél con el
que lo emplean los dos concilios vaticanos celebrados hasta el momento. San
Gregorio lo entendía como la negación de la autoridad diocesana (Ep. 5, 21) y
por eso lo rechazaba. Nadie tiene el derecho- él afirma- de llamarse a si mismo
obispo universal si con ello usurpa la autoridad constituida apostólicamente.
Pero, al mismo tiempo, él es un defensor enérgico de la jurisdicción inmediata
sobre todos los fieles, según el significado del título en el decreto vaticano.
En ese talante, él revirtió una sentencia (Ep. 6, 15) que había sido dictada a
un sacerdote por el Patriarca de Constantinopla, configurando así un acto de
aceptación de su autoridad universal, y explícitamente declara que la Iglesia de
Constantinopla está sujeta a la Sede Apostólica (Ep. 9, 12). El título de obispo
universal ya aparecía desde el siglo VIII, y en 1413 la facultad de París
rechazó la teoría de Juan Hus de que el papa no era obispo universal (Natalis
Alexander, 'Hist. eccl.", saec. XV and XVI, c. ii, art. 3, n. 6).
C. El derecho de escuchar apelaciones en todas las causas eclesiásticas.
El Concilio Vaticano I va más allá, y declara que el papa es el juez supremo de
los fieles y que se le pueden dirigir apelaciones en todas las causas
eclesiásticas. El derecho de apelación es corolario necesario de la doctrina del
primado. Si el papa realmente posee jurisdicción suprema sobre toda la Iglesia,
cualquier otra autoridad, episcopal o sinodal, le está sujeta y consecuentemente
debe ser posible dirigirle apelaciones desde todos los tribunales inferiores.
Esta cuestión, empero, ha sido objeto de innumerables controversias. Los
galicanos de Marca y Quesnel, y el alemán Febronio, buscaron demostrar que el
derecho de apelación al papa era una mera concesión derivada de los cánones
eclesiásticos, y que la influencia de los decretales del Pseudo Isidoro había
llevado a muchas exageraciones injustificables acerca de las facultades del
papa. Los argumentos de esos escritores son actualmente utilizados por
opositores francamente anticatólicos que tienen en mente mostrar que el primado
es una institución meramente humana. Se alega que el derecho de apelación fue
concedido por primera vez en el concilio de Sárdica (también Serdica, hoy Sofía,
Bulgaria) (343) y que se pueden detectar fácilmente todos los pasos
subsecuentes. La historia, sin embargo, deja en claro que el derecho de
apelación ha sido conocido desde los primeros tiempos y que el propósito de los
cánones de Sárdica era simplemente ratificar conciliarmente una costumbre ya en
uso. Será bueno, primero, mencionar la cuestión de Sárdica y posteriormente
examinar la evidencia referente a la práctica previa.
En los años directamente anteriores a Sárdica, san Atanasio había apelado a Roma
en contra de la decisión del Concilio de Tiro (335). El Papa Julio había anulado
los actos de dicho concilio y había restituido a sus sedes a Atanasio y a
Marcelo de Ancira. Mas los eusebianos habían puesto en duda su derecho a
cuestionar una decisión de un concilio. Los padres que se reunieron en Sárdica,
y que incluían a los ortodoxos más eminentes del Este y del Oeste, deseaban
afirmar ese derecho a través de sus decretos y establecer una forma canónica de
proceder en esos casos. Los principales elementos de los cánones que tratan de
ese asunto son:
· Que un obispo condenado por los demás obispos de su provincia puede apelar al
papa por su propia iniciativa o a través de sus jueces;
· Que si el papa admite esa apelación, él nombrará un tribunal de segunda
instancia con obispos de las provincias vecinas y enviar, si lo juzga necesario,
enviar a jueces para que se sienten con esos obispos en el tribunal.
No hay nada que haga pensar que se trata de otorgar al papa nuevos privilegios.
San Julio había recientemente no sólo ejercitado el derecho de escuchar
apelaciones en la manera más formal, sino que había censurado duramente a los
eusebianos su negativa a respetar los máximos derechos judiciales de la sede
romana: “Pues- dice- si ellos [Atanasio y Marcelo] realmente obraron mal, como
ustedes dicen, el juicio debió ser realizado de acuerdo a los cánones
eclesiásticos y no de esa manera... ¿No saben que la costumbre es que primero
nos dirijan cartas a nosotros (plural mayestático) y después procedan según se
defina entonces?” (Atanasio, “Apologia”, 35). Tampoco hay fundamento alguno para
asentar que la acción del papa debe circunscribirse a ciertos límites estrechos,
afirmando que no puede el papa hacer más que ordenar una segunda audiencia en el
mismo lugar. Los padres conciliares nunca dudaron del derecho del papa a conocer
del caso en Roma. El objetivo de los padres conciliares era quitar a los
eusebianos la excusa fácil de decir que era inútil apelar a Roma puesto que
nunca llegaría allá la evidencia requerida. En consecuencia, establecieron un
procedimiento canónico que no pudiera convertirse en blanco de críticas
parecidas. Habiendo establecido que no hay fundamento para afirmar que el
derecho de apelación fue inicialmente establecido en Sárdica, debemos ahora
considerar las pruebas de su existencia en tiempos anteriores. Los testimonios
del siglo II son tan escasos que poca es la luz que nos pueden dar al respecto.
Empero, parece ser que Montano, Prisca y Maximila apelaron a Roma en contra de
las decisiones de los obispos frigios. Tertuliano (Con. Prax. 1), nos cuenta que
el papa inicialmente aceptó la autenticidad de sus profecías y que estaba a
punto de “otorgar la paz a las iglesias de Asia y Frigia” cuando información
posterior lo obligó a detener el envío de las cartas de paz que había escrito.
Es bastante significativo el hecho de que la decisión papal tenía suficiente
peso como para resolver todo el problema de la ortodoxia de dichos personajes.
En la correspondencia de san Cipriano encontramos clara e inequívoca evidencia
de un sistema de apelaciones. Basílides y Marcial, obispos de las ciudades
españolas de León y Mérida, respectivamente, habían aceptado certificados de
idolatría durante la persecución. Ellos confesaron su culpa y, a resultas de
ello, fueron depuestos de sus sedes. Otros obispos fueron nombrados en su lugar.
Esperando ser reinstalados, aquellos apelaron a Roma y tuvieron éxito:
tergiversaron los acontecimientos y convencieron a san Esteban, quien ordenó su
reinstalación. Se ha dicho que san Cipriano no reconoció la validez de la
decisión papal y exhortó a la feligresía a mantenerse firme en la sentencia de
deposición (Epistola 67,6). Pero ese comentario pierde de vista el sentido de la
carta de san Cipriano. En el caso del que hablamos ciertamente no había excusa
para apelar legítimamente, puesto que los dos obispos habían confesado su culpa.
No era válida una declaración de inocencia cuando había ya una confesión
espontánea. Se alega además que en el caso de Fortunato (Ep. 58, 10), Cipriano
niega su derecho a apelar a Roma y afirma que el tribunal africano bastaba. Pero
también en este caso la objeción se sustenta en un malentendido. Fortunato había
logrado que un obispo hereje lo consagrara obispo de Cartago y san Cipriano
afirma la competencia del sínodo local en ese caso basado en que en realidad no
hay un verdadero obispo, sino un pseudo episcopus. Considerado jurídicamente,
esa persona no era más que un presbítero insubordinado que debía someterse a su
propio obispo. En ese tiempo la costumbre eclesial negaba el derecho de
apelación al clero inferior. Por otra parte, la acción de Fortunato deja ver que
él basaba su derecho- a llevar ante el papa la cuestión de su posición- sobre el
supuesto de que él era un obispo legítimo. El obispo que consagró a Fortunato,
Privado de Lambese, había sido también él previamente condenado por un sínodo de
90 obispos (Ep. 59, 10) y había apelado infructuosamente a Roma (Ep. 36, 4).
Las dificultades en Cartago que dieron pie al cisma donatista nos ofrecen otro
ejemplo. Cuando los setenta obispos de Numidia que habían condenado a Ceciliano
invocaron el apoyo del emperador, éste los refirió a Roma para que el caso fuera
decidido por el Papa Milcíades (313). San Agustín cita frecuentemente las
circunstancias que rodearon ese caso y señala abiertamente que su opinión era
que Ceciliano tenía indudablemente derecho a solicitar un juicio ante el papa.
Afirma que Segundo nunca debió atreverse a condenar a Ceciliano cuando esté
declinó someter su caso ante los obispos africanos, puesto que él tenía el
derecho de “reservar su caso para el juicio de otros colegas, especialmente el
de las iglesias apostólicas” (Epistolae 43, 7). Poco tiempo después (367), otro
concilio, realizado en Tyana, en Asia Menor, reinstaló en su sede a Eustacio,
obispo de dicha ciudad, sin más fundamento que una exitosa apelación a Roma. San
Basilio (Ep 263, 3) nos cuenta que ellos no sabían qué tipo de prueba de
ortodoxia había sido requerida a Liberio. El aportó una carta del papa donde se
exigía su reinstalación y eso fue aceptado por el concilio como palabra
decisoria. Debe observarse aquí que no se trata para nada de prerrogativas
otorgadas al papa en Sárdica, pues no siguió los procedimientos que este
concilio estableció. Es más, ni siquiera hay datos que nos hagan pensar que los
procedimientos de Sárdica fueron puestos en práctica alguna vez, ni en Oriente
ni en Occidente. En 378 la jurisdicción de apelación del papa recibió el
reconocimiento civil del Emperador Graciano. Según éste, cualquier acusación en
contra de un obispo metropolitano debía llegar directamente al papa o a un
tribunal de obispos designado por él, mientras que todos los obispos
(occidentales) tenían el derecho de apelación al papa partiendo del sínodo
provincial (Mansi, III, 624). En forma semejante Valentiniano III, en 445,
concedió al papa el derecho de referir a Roma cualquier asunto que él juzgara
pertinente (Cod. Theod. Novell., tit. 24, De episcoporum ordin.). Tales
ordenamientos no fueron, sin embargo, la fuente de la jurisdicción papal, ya que
ésta descansa en la institución divina. Fueron simples reconocimientos civiles
que posibilitaban el que el papa usara la maquinaria civil del imperio para
desempeñar los deberes de su oficio. Lo que el Papa Nicolás I dijo de las
declaraciones sinodales concernientes a los privilegios de la Santa Sede también
se aplica aquí: “Ista privilegia huic sanctae Ecclesiae a Christo donata, a
synodis non donata, sed jam solummodo venerata et celebrata” (Estos privilegios
han sido otorgados a esta Santa Iglesia por Cristo, no por los sínodos, a los
cuales sólo corresponde respetarlos y proclamarlos. "Ep. ad Michaelem Imp." en
P. L., CXIX, 948).
Los escritores anticatólicos han utilizado desmedidamente la famosa carta “Optaremus”,
dirigida en 426 a los obispos africanos por el papa san Celestino, al final del
asunto relacionado con el presbítero Apiario. Ese asunto está discutido más
detalladamente en el artículo APIARIO DE SICCA, por lo que bastará aquí hacer
una breve reseña. Los oponentes protestantes sostienen que en dicha carta los
obispos de África abiertamente repudian el reclamo de Roma a tener jurisdicción
de apelación. El repudio fue consecuencia del hecho de que, en 419, ellos habían
quedado satisfechos con el reconocimiento de que el Papa Sósimo se había
equivocado al invocar la autoridad de Nicea para los cánones de Sárdica. Eso es
un error. Es cierto que la carta sí tiene un tono de enojo al sugerir que sería
más razonable y más en congruencia con el quinto canon de Nicea- referente al
clero inferior y al laicado- si aún los casos en que hubiese obispos
involucrados se dejaran a la decisión del sínodo africano. La autoridad del papa
se mantiene a salvo, no se la niega, y se afirma la pertinencia de los
tribunales locales. Indudablemente que la iglesia africana libremente reconoció
el derecho del papa a atender los casos episcopales incluso después de que quedó
demostrado que los cánones de Sárdica no habían emanado de Nicea. Antonio,
obispo de Fusala, presentó una apelación a Roma en contra de san Agustín, en
423, y dicha apelación fue apoyada por el primado de Numidia (Ep. CCIX). Más
aún, el mismo san Agustín, en su carta al Papa Celestino donde trata ese asunto,
afirma que papas anteriores habían tratado casos parecidos de la misma manera, a
veces por medio de decisiones independientes, a veces confirmando las decisiones
locales previamente adoptadas (ipsa sede apostolica judicante vel aliorum
judicata firmante), y que él podría citar ejemplos antiguos o más recientes (Ep.
209, 8). Tales eventos parecen ser absolutamente determinantes en lo tocante a
los procedimientos africanos tradicionales. La carta “Optaremus” no significó
ningún cambio y ello queda evidenciado en una carta de san León, del año 446, en
la que señala qué se debe hacer en el caso de un tal Lupicino, que había apelado
a él (Ep. 12, 13). En ocasiones se alega que si el papa realmente poseyera
jurisdicción suprema iure divino, los obispos africanos ni hubieran presentado
ninguna cuestión en 419 respecto a la autenticidad de los cánones, ni hubieran
pedido, en 426, que el papa adoptara el canon de Nicea como norma para sus
acciones. Quienes así razonan no pueden ver que, cuando se han establecido
cánones que norman los procedimientos que la Iglesia debe seguir, la recta razón
pide que la autoridad suprema no los modifique sino en casos de suma gravedad, y
que debe atenerse a ellos mientras continúen siendo la ley de la Iglesia. El
papa, en cuanto vicario de Dios, debe gobernar según la razón, no arbitraria ni
caprichosamente. Esto, sin embargo, es muy distinto de decir, como lo hicieron
los gálicos, que el papa está sujeto a los cánones. El papa no está sujeto a
ellos porque tiene la autoridad para modificarlos o abrogarlos cuando él piense
que así conviene para el bien de la Iglesia.
IV. Derechos jurisdiccionales y prerrogativas del Papa
En virtud de su oficio como supremo maestro y guía de los fieles, al papa
corresponde el control último de todos los departamentos de la vida de la
Iglesia. En esta sección se enumerarán brevemente los derechos y obligaciones
que le corresponden. Se verá que, en relación a un considerable número de
asuntos, se reserva para la Santa Sede no meramente el control supremo sino la
totalidad de su desempeño y únicamente se cede a otros por delegación expresa.
Este sistema de reserva es posible porque el papa mismo es la fuente universal
de toda jurisdicción eclesiástica. Le corresponde sólo a él determinar en qué
grado él deba conferir jurisdicción a otros obispos y prelados.
(1) En cuanto maestro supremo de la Iglesia, a quien corresponde determinar lo
que debe ser creído por los fieles y adoptar las medidas necesarias para la
preservación y propagación de la fe, he aquí los derechos que pertenecen al
papa:
· Establecer credos y determinar cuándo y quién debe hacer profesión explícita
de la fe (Cfr. Concilio de Trento, Ses. 24, CC, 1 y 12);
· Determinar los libros para la instrucción religiosa de los fieles. Es en ese
sentido, por ejemplo, que Clemente XIII recomendó el Catecismo Romano a todos
los obispos (y que Juan Pablo II ordenó, en 1992, la creación, publicación y
difusión del Catecismo de la Iglesia Católica. N.T.);
· Establecer universidades que posean el carácter y los privilegios de una
universidad católica erigida canónicamente (Cfr. canon 810 y ss. del Código de
Derecho Canónico, revisado en 1986, N.T.);
· Dirigir las misiones católicas en todo el mundo. Esta función se realiza a
través de la Congregación de Propaganda Fide (Evangelización de los Pueblos);
· Prohibir la lectura de libros que afecten negativamente la fe o las
costumbres, y determinar las condiciones en que algunos libros pueden ser
publicados por católicos (el canon 823 del Código de Derecho Canónico hace a los
obispos y conferencias episcopales colaboradores en esta función, N.T.);
· Condenar teorías que sean consideradas heréticas o merecedoras de algún grado
de censura (a través de la Congregación para la Doctrina de la Fe);
· Interpretar válidamente la ley natural. O sea, el papa puede decir qué es
correcto o incorrecto en el aspecto social y familiar, en la práctica de la
usura, etc.
(2) Estrechamente relacionados con los derechos papales respecto al oficio de
enseñar están aquellos acerca del culto divino. Pues es la ley de la oración la
que fija la ley de la fe. En este campo es mucho lo que está reservado
exclusivamente para ser reglamentado por la Santa Sede (a través de la
Congregación para el Culto Divino y Disciplina de los Sacramentos). Sólo el papa
puede determinar los ritos litúrgicos empleados en la Iglesia (los cánones 838 y
841 del Código de Derecho Canónico aclaran lo que corresponde a la Santa Sede y
a los obispos locales en materia de culto, N.T.). De surgir alguna duda respecto
al ceremonial de la liturgia, el obispo local no puede decidir con su sola
autoridad; debe recurrir a Roma. De la misma manera, la Santa Sede establece las
reglas que han de observarse en las devociones de los fieles, para poder
mantener el control del crecimiento de lo que pudiese ser novedoso pero no
autorizado.
· En épocas anteriores la institución y abrogación de festividades se hacía
libremente en cada diócesis. Roma centralizó posteriormente esa función (la
reglamentación contemporánea al respecto está contenida en los cánones 1244 y
1245 del Código de Derecho Canónico, N.T.);
· L a canonización solemne de un santo es función propia del papa, porque se
considera que en ella se da un ejercicio de la infalibilidad papal. También
están reservadas a su decisión la beatificación y cualquier tipo de permiso para
venerar públicamente a los siervos de Dios;
· Exclusivamente él puede conceder a alguien el privilegio de una capilla
privada donde se pueda celebrar misas;
· Él administra la tesorería de la Iglesia, y se reserva la concesión de
indulgencias plenarias;
· Si bien no tiene autoridad acerca de la parte substancial de los rituales de
sacramentos, y está obligado a preservarlos como le fueron dados a la Iglesia
por Cristo y los Apóstoles, sí tiene algunos poderes relativos a ellos;
· Puede otorgar a los presbíteros autorización para celebrar el sacramento de la
confirmación, bendecir el óleo de los catecúmenos y enfermos (la confirmación ya
también puede ser delegada a algún sacerdote por el obispo local; cfr. cánones
880-884, N.T.);
· Puede establecer impedimentos impedientes y dirimentes al matrimonio (Cfr.
cánones 1075-1078 del Código de Derecho Canónico)
(3) La autoridad legislativa del papa conlleva los siguientes derechos:
· Puede legislar para toda la Iglesia, con o sin la asistencia de un concilio
general;
· Si legisla con el apoyo de un concilio, él es quien debe convocarlo,
presidirlo, dirigir sus deliberaciones y confirmar sus acuerdos (Cfr. Lumen
Gentium, capítulo III; “Pope”, Michael Schmaus, en “Sacramentum Mundi”, 1969);
· Tiene total autoridad para interpretar, alterar y abrogar sus propias leyes y
las que hayan sido establecidas por sus predecesores. Tiene la misma plenitud de
poder que ellos, y tiene frente a las leyes que ellos establecieron la misma
posición que tiene frente a las promulgadas por él mismo;
· Puede conceder dispensa a las personas individuales en referencia a todas las
leyes puramente eclesiásticas y conceder privilegios y exenciones en ese
aspecto. A este respecto se puede mencionar su autoridad para dispensar de votos
cuando así lo pide la mayor gloria de Dios;
· Los obispos tienen amplios poderes de dispensa, e incluso, en medida
restringida, algunos sacerdotes, pero existen algunos votos cuya dispensa está
reservada a la Santa Sede:
(4) En virtud de su autoridad judicial suprema:
· Él se reserva las causae maiores. Bajo este concepto se entienden los casos
que versan sobre asuntos de gran importancia o aquellos en los que están
involucrados personajes de eminente dignidad.
Ya se habló en la sección anterior sobre su jurisdicción de apelación. Debe
notarse, sin embargo, que:
· El papa tiene completo derecho, si así lo juzga pertinente, a atender causae
minores de primera instancia y no simplemente por motivos de apelación (Trento,
sesión XXIV, cap. 20).
· En lo tocante a penalizaciones, él puede censurar, ya por medio de sentencia
judicial, ya por medio de leyes generales que operan sin necesidad de tal
sentencia.
· Puede reservar algunos casos a su propio tribunal. Todos los casos de herejía
llegan a la Congregación de la Inquisición (actualmente: Congregación para la
Doctrina de la Fe). Una reserva semejante rige cuando la parte acusada es un
obispo o un gobernante en funciones.
(5) En su carácter de gobernante supremo de la Iglesia, el papa tiene autoridad
sobre todos los nombramientos a los puestos públicos de la misma.
· Es derecho suyo nombrar obispos o, cuando ese derecho se ha delegado en otros,
confirmar tales nombramientos. Exclusivamente él puede decidir el traslado de un
obispo de una sede a otra, aceptar su renuncia y- habiendo causa justificante-
emitir sentencia de deposición.
· Puede establecer diócesis nuevas, modificando- si fuere necesario- las
condiciones de alguna ya existente. Igualmente, es derecho exclusivo suyo erigir
catedrales y capítulos colegiados.
· Puede aprobar nuevas órdenes religiosas y, si lo juzga conveniente, eximirlas
de la autoridad de los ordinarios locales.
· Su oficio de gobernante supremo le impone la obligación de hacer cumplir los
cánones, por lo que es necesario que esté al día de las condiciones de las
distintas diócesis. Puede obtener esa información a través de enviados o
convocando a Roma a los obispos. Actualmente este jus relationum se lleva a cabo
a través de las visitas ad limina que se exigen a todos los obispos. Este
sistema fue iniciado por Sixto V en 1585 (Constitución “Romanus Pontifex”) y
confirmado por Benedicto XIV en 1740 (Constitución “Quod Sancta”).
· Es necesario hacer notar que el oficio papal de supremo gobernante de la
Iglesia conlleva jure divino el derecho de interactuar libremente con los
pastores y los fieles. El placitum regium, por el que tal derecho llegó a ser
limitado y hasta prohibido, constituyó una violación de un derecho sagrado y,
como tal, fue solemnemente condenado por el Concilio Vaticano I (Constitución
“Pastor Aeternus”, capítulo III).
· Al papa también corresponde la administración de los bienes de la Iglesia.
Únicamente él puede, de darse una causa que lo justifique, enajenar cualquier
cantidad considerable de esas propiedades. Por ejemplo, Julio III, en tiempos de
la restauración de la religión en Inglaterra, bajo el reinado de la Reina María,
validó los títulos de posesión de los seglares que habían adquirido tierras de
la Iglesia durante las expropiaciones realizadas por los reyes anteriores.
· El papa puede decretar el pago de impuestos por parte del clero o de los
fieles para el logro de finalidades eclesiales (Cfr. Trento, sesión XXI,
capítulo IV, de Ref.).
Si bien el poder papal, según lo hemos descrito, es muy amplio, no se sigue de
ello que ese poder sea arbitrario e irrestricto. “El papa- como dice el Cardenal
Hergenröther- está circunscrito por la conciencia de la necesidad de hacer uso
correcto y benéfico de las obligaciones conexas con sus privilegios... También
está circunscrito por el espíritu y la práctica de la Iglesia, por el respeto
que se debe a los concilios generales y a las antiguas costumbres y normas, por
los derechos de los obispos, por su relación con las autoridades civiles, por el
tradicional tono amable de gobierno exigido por la misma finalidad del papado:
“apacentar”, y por último, por el respeto debido al espíritu y a la mente de las
naciones por parte de un poder espiritual” (“Catholic Church and Christian State”,
I, 197).
V. Primacía de honor: títulos e insignias
Hay algunos títulos y distintivos honoríficos peculiares del papa. Ellos
constituyen lo que se llama el primado de honor. Tales prerrogativas no son, a
diferencia de sus derechos jurisdiccionales, algo que pertenezca iure divino a
su oficio. Son cosas que se han venido incorporando en el transcurso de los
siglos y han quedado consagrados por el uso. Pero eso no los hace inmutables.
(1) Títulos
Los más destacados son Papa, Summus Pontifex, Pontifex Maximus y Servus servorum
Dei. El título papa, como ya se ha comentado, fue usado en otro tiempo con mayor
amplitud. En Oriente siempre se ha utilizado para dirigirse a los sacerdotes. En
Occidente, empero, parece que desde el principio sólo se usó para indicar a los
obispos (Tertuliano, “De pudicitia”, 13). Fue en el siglo IV cuando ese título
empezó a usarse exclusivamente para el romano pontífice. Parece ser que el Papa
Siricio (+ 398) ya lo utilizaba (Ep. vi in P. L., XIII, 1164) y Enodio de Pavia
(+ 473) lo usa en forma más clara con ese sentido en una carta al Papa Símaco (P.L.
LXIII, 69). Con todo, todavía en el siglo VII, san Galo (+ 640) se dirige a
Desiderio de Cahors con el título de papa (P.L. LXXXVII, 265). Fue finalmente
Gregorio VII quien ordenó que su uso fuera exclusivo del los sucesores de Pedro.
Los términos Pontifex Maximus y Summus Pontifex fueron sin duda originalmente
utilizados para indicar al sumo sacerdote judío, cuyo papel desempeñan los
obispos católicos en sus diócesis (I Clemente 40). En cuanto a Pontifex Maximus,
sobre todo en su aplicación al papa, hay una cierta reminiscencia de la dignidad
que conllevaba ese título en la Roma pagana. Ya se dijo antes que Tertuliano usa
ese título en referencia al Papa Calixto y si bien sus palabras están llenas de
sarcasmo, ellas mismas nos indican que ya los católicos las utilizaban en
referencia al papa. Pero también en ese caso las palabras tuvieron alguna vez un
significado menos estrecho. Pontifex Summus era el título que se daba a un
obispo de una sede más notable en comparación con los de sedes menos
importantes. Así llama Euquerio de Lyon (P.L. L, 733) a Hilario de Arles (+
449), y Lanfranc es llamado “primus et pontifex summus” por su biógrafo, Milo
Crispin (P.L. CL, 10). Arsenio, legado del Papa Nicolás I, lo llama “summus
pontifex et universalis papa” (Hardouin, “Concilia”, V, 280) y ejemplos como
esos son comunes. Ya para el siglo XI se nota que esos términos eran usados
solamente respecto a los papas. La frase “Servus servorum Dei” está hoy día tan
identificada como título del papa que una bula en la que no apareciera
instantáneamente sería considerada un fraude. Mas ese título también fue algún
día aplicado a otras personas. Agustín (Ep. 217 ad Vitalem) se nombra a si mismo
“Servus Christi et per ipsum servus servorum ipsius” (Siervo de Cristo y por Él
siervo de sus siervos). También lo usó Desiderio de Cahors (Thomassin,
“Ecclesiae novae et veterae disc.”, pt I, I.I, c. IV, n. 4), y san Bonifacio
(740), el apóstol de Alemania (P.L. LXXIX, 700). Parece ser que el primer papa
que lo adoptó fue Gregorio I. Aparentemente lo hizo para contrastar con el
reclamo del Patriarca de Constantinopla del título de obispo universal (P.L.
LXXV, 87). El uso de ese término en forma restringida al papa aparece en el
siglo IX.
(2) Insignias y distintivos honoríficos.
El papa se distinguía por el uso de la tiara o corona triple (Pablo VI fue el
último papa que la utilizó, y sólo al tomar posesión de la Sede Pontificia). No
se conoce la fecha en que se inició la costumbre de coronar a los papas.
Ciertamente fue anterior a la falsa donación de Constantino, que data del inicio
del siglo IX, pues en ella se hace mención de la coronación del papa. La triple
corona es de origen muy posterior. Por otro lado, mientras los obispos usan
báculos pastorales con el extremo superior doblado hacia abajo, el papa utiliza
una cruz erecta. Esta costumbre se introdujo antes del pontificado de Inocencio
III (1198-1216) (cap. Un. De sacra unctione, I, 15). El papa también hace uso
del pallium en todas las celebraciones litúrgicas, y sin las restricciones que
limitan a los arzobispos a los que el papa se los confiere. El besar el pie del
papa, acto característico de reverencia con el que todos los fieles solían
honrarlo en su carácter de vicario de Cristo, ya aparece en el siglo VIII.
Leemos que el Emperador Justiniano rindió ese honor al Papa Constantino (708-
716) (Anastasius Bibl. in P. L., CXXVIII, 949). Ya en fecha tan temprana el
Emperador Justino se había postrado ante el Papa Juan I (523-5266; op. cit.,
515), y Justiniano I ante Agapito (535-536; op. cit., 551). Debe añadirse que el
papa es el primero entre los príncipes cristianos, y en los países católicos sus
nuncios tienen precedencia sobre todos los demás miembros del cuerpo
diplomático. (Vea la lista completa de los hombres que han desempeñado ese cargo
en LISTA DE LOS PAPAS).
Bibliografía: Michael Schmaus, “Pope”, en “Sacramentum Mundi”, 1969; P. Arato,
“Bibliographia historia pontificiae”, en “Archivum historiae pontificiae”, 1963;
S. H. Scott, “The Eastern Churches and the papacy”, 1928; M. J. Wilks, “Papa est
nomen jurisdictionis”, JTS, nueva serie, 8, 1957; G. Thils, “Primauté
pontificale et prerogatives episcopales”, 1961; Yves Congar, “La collegialité
episcopale. Histoire et theologie”, 1965.
G. H. JOYCE
Transcrito por Gerard Haffner
Traducido por Javier Algara Cossío.