Obediencia
EnciCato
La obediencia (del latín Obêdire, "escuchar", "Obedecer") es el cumplir con un
mandato o con un precepto. Aquí se ve no como un acto transitorio y aislado sino
como una virtud o principio de una conducta correcta. Se dice entonces que es un
hábito moral por el cual uno ejecuta una orden de un superior con el intento
preciso de cumplir con lo acordado . Santo Tomás de Aquino considera la
obligación de la obediencia como una consecuencia obvia de la subordinación
establecida en el mundo por la ley natural y positiva. La idea de que
subordinarse un hombre a otro es incompatible con la libertad humana --noción
ésta que estuvo de moda en las enseñanzas religiosas y políticas del período
posterior a la Reforma-- la refuta Santo Tomás demostrando que dicha idea está
en desacuerdo con la naturaleza constituida de las cosas, y con las
prescripciones positivas de Dios Todopoderoso. Vale la pena notar que, mientras
es posible discernir un aspecto general de obediencia en algunos actos de todas
las virtudes, en lo que respecta a la obediencia en sí, la ejecución de algo que
es un precepto está contemplado en este artículo como una virtud definitivamente
especial. El elemento que la diferencia adecuadamente de otros buenos hábitos se
encuentra en la última parte de la definición dada. Se enfatiza el hecho que uno
no cumple solamente por cumplir, sino que lo hace con el fin de estar de acuerdo
con la voluntad del que dio la orden. En otras palabras, es el homenaje brindado
a la autoridad el cual la califica como una virtud diferente. Aunque la
obediencia ocupa un lugar destacado entre las virtudes, no ocupa el lugar
principal. Esta distinción pertenece a la fe, la esperanza y la caridad (q.v.)
las que nos unen inmediatamente con Dios Todopoderoso. Entre las virtudes
morales, la obediencia goza de una primacía de honor. La razón es que la mayor o
menor excelencia de una virtud moral está dada por el mayor o menor valor del
objeto al que se le está midiendo la importancia que el mismo tenga para
nosotros respecto a Dios. Entre nuestras diferentes posesiones, ya sean bienes
corporales o bienes espirituales, está claro que la voluntad humana es la más
íntimamente personal y querida de todas ellas.
Por lo tanto, la obediencia que hace ceder al hombre la más preciada de las
fuerzas de su alma individual por el bien hacia su Creador, es considerada la
mayor de las virtudes morales. Considerando a quién vamos a obedecer, no puede
haber duda de que estamos comprometidos antes que nada a brindar un servicio sin
reservas a Dios Todopoderoso en todos Sus mandamientos. No puede haber ningún
impedimento contra esta verdad en poner en yuxtaposición la inmutabilidad de la
ley natural y una orden, tal como la dada a Abraham de matar a su hijo Isaac. La
respuesta concluyente en este caso es que la soberanía absoluta de Dios sobre la
vida y la muerte era, bajo su dirección, la correcta en esa instancia particular
de tener que matar a un ser humano inocente. Por otro lado, la obligación de
obediencia a los superiores por debajo de Dios, tiene sus limitaciones. No
estamos obligados a obedecer a un superior en un asunto que va más allá de su
autoridad de mando. Por ejemplo, los padres, aunque están obligados más allá de
toda duda con la sumisión de sus hijos hasta que llegan a cierta edad, no tienen
derecho a obligarles a casarse. Ni puede tampoco un superior pedirnos obediencia
en contraposición a las disposiciones de una autoridad superior.
De aquí se deduce que no podemos hacer caso a la petición de ningún poder
humano, no importa cuán venerable o sobresaliente sea, si ello va en contra de
las ordenanzas de Dios. Toda autoridad a la que respetamos tiene su origen en Él
y no puede ser utilizada en Su contra. Lo que confiere a la obediencia su mérito
especial es el reconocimiento de la autoridad de Dios ejercida en forma delegada
a través de un agente humano. No es posible establecer una medida certera para
determinar el grado de culpabilidad del pecado de la desobediencia. Visto
formalmente como un desprecio deliberado hacia la autoridad, comprende un
divorcio entre el alma y el principio sobrenatural de la caridad que equivale a
un pecado grave. De hecho, hay que tomar en cuenta otras cosas como la mayor o
menor advertencia del acto, el carácter importante o no de lo solicitado, la
forma en que se pidió hacerlo, el derecho de la persona que lo ordenó. Por estas
razones, frecuentemente este pecado será considerado venial.
JOSEPH F. DELANEY
Transcripto por Suzanne Fortin
Traducido por Dr. Raúl Toledo, El Salvador