Mártir
EnciCato
Este artículo se divide en los siguientes temas:
I. Etimología de la palabra
II. Fundamento legal de las persecuciones
III. Número de mártires
IV. La prueba de los mártires
V. Honores rendidos a los mártires
ETIMOLOGÍA DE LA PALABRA
La palabra griega martus significa testigo que testifica un hecho del que tiene
conocimiento por observación personal. Con este sentido es con el que aparece
por primera vez en la literatura cristiana; los apóstoles fueron “testigos” de
todo lo que habían observado en la vida pública de Cristo, así como de todo lo
que habían aprendido con su enseñanza, “en Jerusalén, en toda Judea y Samaría,
hasta lo último de la tierra” (Hech 1, 8). San Pedro emplea el término con este
significado en su alocución a los apóstoles y discípulos con motivo de la
elección del suplente de Judas: “Así que es necesario que de los que anduvieron
con nosotros todo el tiempo que el Señor Jesús convivió con nosotros, empezando
desde el bautismo de Juan hasta el día en que, dejándonos, fue elevado al cielo,
uno de ésos sea, junto con nosotros, testigo de su resurrección” (Hech 1,
21-22). El primero de los apóstoles habla en su primer discurso público de sí
mismo y de sus compañeros como de “testigos” que vieron la resurrección de
Cristo y posteriormente, tras la milagrosa evasión de los apóstoles de prisión,
cuando los llevaron por segunda vez ante el tribunal, Pedro alude de nuevo a los
doce como testigos de Cristo, Príncipe y Salvador de Israel que resucitó de
entre los muertos; y añadió que ellos debían obedecer a Dios antes que a los
hombres (Hech 5, 29ss) al dar público testimonio de estos hechos, de los cuales
ellos estaban seguros. También en su primera carta se refiere San Pedro a sí
mismo como “testigo de los padecimientos de Cristo” (1Pe 5, 1).
Pero incluso en estos primeros ejemplos del uso de la palabra martus en la
terminología del cristianismo ya es digno de atención un nuevo matiz en su
acepción, además del significado aceptado para el término. Los discípulos de
Cristo no eran testigos corrientes como los que prestaban declaración en un
tribunal de justicia. Estos últimos no corrían ningún riesgo al atestiguar los
hechos que habían observado, mientras que los testigos de Cristo se enfrentaban
diariamente, desde el comienzo de su apostolado, con la posibilidad de sufrir
graves castigos y aún la misma muerte. Así, San Esteban fue un testigo que selló
su testimonio con su sangre a principios de la historia cristiana. Las
vocaciones de los apóstoles estuvieron siempre rodeadas de peligros del carácter
más serio, hasta que todos ellos sufrieron finalmente la última pena por sus
convicciones. De este modo, en vida de los apóstoles, el término martus llegó a
usarse en el sentido de testigo al que se le puede exigir en cualquier ocasión
que renuncie o reniegue de lo que ha testificado, bajo pena de muerte. A partir
de esta fase fue natural la transición hacia el significado habitual del
término, según se usa en la literatura cristiana desde entonces: un mártir, o
testigo de Cristo, es una persona que, aunque no ha visto ni oído nunca al
divino fundador de la Iglesia, está no obstante tan firmemente convencida de las
verdades de la religión cristiana que sufre de buen grado la muerte antes que
renegar de ella. San Juan emplea la palabra con este significado a finales del
siglo primero; se habla de Antipas, un converso del paganismo, como de "mi
testigo (martus), mi fiel (seguidor), que sufrió la muerte entre vosotros, donde
habita el Adversario " (Ap 2, 13). El mismo apóstol habla más adelante de "las
almas de los que habían sido inmolados a causa de la palabra de Dios y a causa
del testimonio (martyrian) [de Jesucristo] que mantenían " (Ap 6, 9).
Aún así, tan sólo gradualmente, durante el transcurso de la primera época de la
Iglesia, llegó a aplicarse la denominación de mártir exclusivamente a quienes
habían muerto por la fe. Por ejemplo, los nietos de san Judas fueron
considerados mártires tras su huida del peligro que arrostraron cuando fueron
citados ante Domiciano (Euseb., "list. eccl", III, xx, xxxii). Los célebres
confesores de Lyón, que tan valientemente soportaron tremendos suplicios por sus
creencias, fueron estimados como mártires por sus compañeros en la fe cristiana,
pero ellos mismos declinaron este título como un derecho perteneciente sólo a
quienes habían muerto de hecho: "Son ya mártires los que Cristo ha juzgado
dignos de ser arrestados por su confesión, habiendo sellado su testimonio con su
partida; nosotros solamente somos pobres y humildes confesores" (Euseb., op. cit.,
V, ii). Por lo tanto, esta distinción entre mártires y confesores puede situarse
hacia las postrimerías del siglo segundo: sólo fueron mártires aquellos que
habían padecido la última pena, mientras que se dio el título de confesores a
los cristianos que habían mostrado la buena voluntad de morir por su credo,
soportando con valentía prisión o tortura, pero no fueron ejecutados. Con todo,
el calificativo de mártir aún se aplicó algunas veces durante el siglo tercero a
personas todavía vivas, como por san Cipriano, por ejemplo, que dio el título de
mártires a varios obispos, presbíteros y seglares condenados a trabajos forzados
en las minas (Ep. 76). Tertuliano trata como martyres designati a los arrestados
por ser cristianos y aún no condenados. En el siglo cuarto, San Gregorio
Nacianceno se refiere a san Basilio como “un mártir”, pero es evidente que
emplea el término en un sentido amplio, en el que la palabra todavía se aplica a
veces a una persona que ha sufrido muchas y graves penalidades por la causa del
cristianismo. La descripción de mártir dada por el historiador pagano Ammianus
Marcellinus (XXII, xvii) muestra que a mediados del siglo cuarto el título se
reservaba en todas partes para los que habían sufrido realmente la muerte por su
fe. A los herejes y cismáticos ajusticiados como cristianos se les negó el
título de mártires (san Cipriano, "De Unit.", xiv; san Agustín, Ep. 173;
Eusebio., "Hist. Eccl.", V, xvi, xxi). San Cipriano formula con claridad el
principio general de que "no puede ser un mártir quien no está en la Iglesia; no
puede alcanzar el reino quien reniega de lo que reinará allá." San Clemente de
Alejandría desaprueba con firmeza (Strom., IV, iv) a algunos herejes que se
entregaron a la justicia; ellos "se proscriben a sí mismos sin que sean
mártires".
Lo ortodoxo era no buscar el martirio. Sin embargo, Tertuliano aprueba la
conducta de los cristianos de la provincia de Asia que se entregaron al
gobernador Arrius Antoninus (Ad. Scap., v). También Eusebio relata con
aprobación el incidente de tres cristianos de Cesarea, en Palestina, que se
presentaron ellos mismos al juez en la persecución de Valeriano y fueron
condenados a muerte (Hist. Eccl., VII, xii). Pero en general se consideraba
imprudente, si bien las circunstancias podían excusar a veces tal proceder. San
Gregorio Nacianceno recapitula en una sentencia la regla a seguir en casos
semejantes: buscar la muerte es una pura temeridad, pero es cobarde renunciar a
ella (Orat. xlii, 5, 6). El escarmiento de un cristiano de Esmirna llamado
Quintus, que en tiempo de san Policarpo persuadió a varios de sus compañeros
creyentes a manifestarse como cristianos, fue un aviso de lo que puede pasarle
al demasiado ardoroso: Quintus apostató en el último momento, si bien sus
acompañantes perseveraron. La rotura de ídolos fue condenada en el Concilio de
Elvira (306), el cual decretó, en su canon sexagésimo, que no sería inscrito
como mártir un cristiano ajusticiado por un vandalismo de esa clase. En cambio
Lactancio solo censura levemente a un cristiano de Nicomedia que sufrió el
martirio por derribar el edicto de persecución (Do mort. pers., xiii). San
Cipriano autoriza en un caso a buscar el martirio. Escribiendo a sus presbíteros
y diáconos respecto a los lapsi arrepentidos que pedían a gritos ser aceptados
de nuevo en la comunión, el obispo, tras dar las instrucciones generales sobre
el asunto, concluye diciendo que si estos impacientes personajes eran tan
vehementes para regresar a la Iglesia había un modo de abrírsela. "La lucha va
aún más allá", dice, "y la contienda se emprende a diario. Si ellos (los lapsi)
se arrepienten con sinceridad y lealtad de lo que han hecho, y prevalece el
fervor de su fe, el que no pueda ser postergado debe ser premiado" (Ep. xiii).
FUNDAMENTO LEGAL DE LAS PERSECUCIONES
En la antigüedad, la aceptación de la religión nacional era un deber obligatorio
para todos los ciudadanos; la omisión del culto a los dioses del Estado era
equivalente a traición. Este principio universalmente aceptado es el origen de
diversas persecuciones sufridas por los cristianos antes del reinado de
Constantino; los cristianos negaban la existencia de los dioses del panteón
estatal y en consecuencia rechazaban el culto. Por consiguiente los cristianos
eran considerados ateos. Realmente, es cierto que los judíos también rechazaban
a los dioses de Roma y aún así eludieron la persecución. Pero, desde el punto de
vista romano, los judíos tenían una religión nacional y un Dios nacional, Yahveh
o Jehovah, que tenían un derecho de culto legal pleno. Incluso tras la
destrucción de Jerusalén, cuando los judíos dejaron de existir como nación,
Vespasiano no realizó ningún cambio en su estado legal religioso, salvo que el
tributo enviado anteriormente por los judíos al templo de Jerusalén debía
pagarse en adelante al erario romano. Tras su fundación, la Iglesia cristiana
disfrutó algún tiempo de los privilegios religiosos de la nación judía, pero
está claro que por la índole del caso los jefes de la religión judía no
consentirían esta situación durante mucho tiempo sin protestar. En efecto, ellos
aborrecían la religión de Cristo tanto como detestaban a su fundador. No puede
determinarse la fecha en que las autoridades romanas dirigieron su atención
hacia la diferencia entre las religiones judía y cristiana, pero parece estar
bastante bien fundado que las leyes que proscribían el cristianismo fueron
promulgadas antes de finales del siglo primero. La autoridad de Tertuliano
afirma que la persecución de los cristianos fue institutum Neronianum — una
institución de Nerón — (Ad nat., i, 7). La primera carta del apóstol san Pedro
también alude claramente a la proscripción de los cristianos, en calidad de
cristianos, en la época en que fue escrita (1Pe 4, 16). Además, se sabe que
Domiciano (81-96) castigó con la muerte a miembros de su propia familia bajo el
cargo de ateísmo (Suetonius, "Domitianus", xv). Por tanto, aunque es probable
que la fórmula: "Que no haya cristianos" (Christiani non sint) se remonte a la
segunda mitad del siglo primero, sin embargo, la primera promulgación clara
sobre el asunto del cristianismo es la de Trajano (98-117) en su célebre carta
al joven Plinio, su legado en Bitinia.
Plinio había sido enviado desde Roma por el emperador para restablecer el orden
en la provincia de Bitinia-Pontus. Una de las más serias dificultades que
encontró para el cumplimiento de su cometido concernía a los cristianos. Le
sorprendió profundamente el número especialmente grande de cristianos que halló
en su jurisdicción: el contagio de su “superstición”, informó a Trajano, no sólo
afectaba a la ciudades sino también a las aldeas y a los distritos rurales de la
provincia (Plinio, Ep., x, 96). Una consecuencia del abandono general de la
religión estatal era de orden económico: se había hecho cristiana tanta gente
que no se encontraban compradores para las víctimas que en otro tiempo fueron
ofrecidas a los dioses en gran cantidad. Se presentaron quejas ante el legado
relativas a esta situación de los negocios, con el resultado de que algunos
cristianos fueron detenidos y conducidos ante Plinio para el interrogatorio. Los
sospechosos eran interrogados respecto a su credo y los que persistían en
declinar las repetidas invitaciones a retractarse eran ejecutados. Sin embargo,
algunos prisioneros tras afirmar primero que eran cristianos, después, cuando
eran amenazados con un castigo, modificaban su primer reconocimiento diciendo
que en otro tiempo habían sido adictos de la institución proscrita pero que ya
no lo eran. Asimismo, otros negaban que eran o habían sido cristianos. No
habiendo tenido que tratar nunca antes cuestiones concernientes a los
cristianos, Plinio solicitó instrucciones al emperador sobre tres puntos
respecto a los que no veía con claridad su modo de obrar: primero, si debía
tenerse en cuenta la edad del acusado para encontrarse libre de castigo; en
segundo lugar, si los cristianos que renunciaban a sus creencias debían ser
perdonados; y en tercer lugar, si la mera declaración de cristianismo debía
considerarse como un delito, y punible como tal, independientemente de la
inocencia o culpabilidad del acusado de los delitos comúnmente asociados con
dicha manifestación.
Trajano respondió a estas consultas con un rescripto que estaba destinado a
tener fuerza de ley con relación al cristianismo durante todo el siglo segundo.
Después de aprobar lo que había hecho su representante, el emperador indicó que
en lo sucesivo la norma a observar al tratar con los cristianos sería la
siguiente: los magistrados no tenían que tomar ninguna medida para averiguar
quienes eran o no eran cristianos, pero, al mismo tiempo, si una persona era
denunciada y admitía que era cristiana debía ser castigada – con la muerte
evidentemente. No se debía obrar sobre denuncias anónimas y, por otra parte, los
que se arrepintiesen de ser cristianos y ofreciesen sacrificio a los dioses
debían ser perdonados. De este modo, desde el año 112, fecha de este documento,
quizá incluso desde el reinado de Nerón, un cristiano era ipso facto un
proscrito o un fuera de la ley. Por el testimonio de Plinio a este respecto, así
como por la orden de Trajano: conquirendi non sunt, es evidente que las máximas
autoridades del Estado sabían que los seguidores de Cristo eran inocentes de los
numerosos delitos y fechorías que les atribuía la calumnia popular. Y por el
contenido general de las instrucciones del emperador está claro que éste no
consideraba a los cristianos como una amenaza para el Estado. Su único delito
era ser cristianos, unos adictos a una religión ilegal. La Iglesia vivió bajo
este régimen de proscripción desde el año 112 hasta el reinado de Septimio
Severo (193-211). La situación de los fieles fue siempre de serio peligro,
estando como estaban a merced de cualquier persona maliciosa que podía citarles,
sin previo aviso, al tribunal más cercano. Realmente, es cierto que el delator
era una persona impopular en el Imperio Romano y, además, al acusar a un
cristiano corría el riesgo de incurrir en severos castigos si era incapaz de
probar su acusación contra su pretendida víctima. No obstante, a pesar del
riesgo, se conocen casos de cristianos víctimas de la delación o acusación
durante la época de la persecución.
Las prescripciones de Trajano sobre el asunto del cristianismo fueron
modificadas por Septimio Severo con la adición de una cláusula que prohibía a
cualquier persona convertirse en cristiana. La ley existente de Trajano contra
los cristianos en general no fue verdaderamente derogada por Severo, si bien de
momento resaltó la intención del emperador de que debía quedar en letra muerta.
La finalidad pretendida con la nueva ley no era la de inquietar a quienes ya
eran cristianos, sino poner freno al crecimiento de la Iglesia impidiendo las
conversiones. Con esta prohibición se sumaron a la lista de los paladines de la
libertad religiosa algunos insignes mártires conversos, siendo los más famosos
las santas Perpetua y Felicidad, pero no llevó a cabo nada de importancia
respecto a su propósito principal. La persecución acabó en el segundo año del
reinado de Caracalla (211-17). Los cristianos gozaron de una paz relativa desde
esta fecha hasta el reinado de Decio (250-53), con la excepción del corto
período en que ocupó el trono Maximino Traciano (235-38). El encumbramiento
imperial de Decio inició una nueva época en las relaciones entre el cristianismo
y el estado romano. Aunque era oriundo de Iliria, este emperador estuvo
profundamente imbuido por el espíritu del conservadurismo romano. Ascendió al
trono con el firme propósito de restaurar el prestigio que el imperio estaba
perdiendo con rapidez y parece haber estado convencido de que la principal
dificultad para realizar su intención era la existencia del cristianismo. La
consecuencia fue que en el año 250 despachó un edicto, cuyo tenor sólo se conoce
por los documentos que se refieren a su ejecución, que prescribía que todos los
cristianos del imperio debían ofrecer sacrificio a los dioses cierto día.
Esta nueva ley tenía una entidad completamente distinta a la legislación
existente contra el cristianismo. Los cristianos habían disfrutado hasta ahora
de relativa seguridad, aunque estuvieran prohibidos legalmente, bajo un régimen
que sentaba abiertamente el principio de que no debían ser conocidos
oficialmente por las autoridades civiles. El edicto de Decio era exactamente lo
contrario: ahora se constituía a los magistrados en inquisidores religiosos cuyo
deber era castigar a los cristianos que rehusasen apostatar. En resumidas
cuentas, el designio del emperador era aniquilar la cristiandad forzando a
renunciar a su fe a todos los cristianos del imperio. El primer efecto de la
nueva legislación pareció favorable a los deseos de su autor. Durante el
prolongado período de paz desde el reinado de Septimio Severo – cerca de
cuarenta años – se había deslizado dentro de la conducta de la Iglesia un
relajamiento considerable, una de cuyas consecuencias fue que con la publicación
del edicto de persecución multitudes de cristianos asediaron a los magistrados,
en todas partes, en su afán de acatar sus exigencias. Muchos otros cristianos
nominales obtuvieron con sobornos los certificados que afirmaban que habían
cumplido con la ley, en tanto que otros apostataron bajo tortura. No obstante
esta primera muchedumbre de criaturas débiles que se habían situado ellas mismas
fuera del gremio de la cristiandad, todavía quedaron numerosos cristianos en
todo el imperio dignos de su religión, los cuales soportaron por sus
convicciones todo género de tormento e incluso la muerte. La persecución duró
unos dieciocho meses y produjo un daño incalculable.
Antes de que la Iglesia tuviera tiempo de subsanar el perjuicio ocasionado de
ese modo, se inició otro conflicto con el Estado con un edicto de Valeriano que
se publicó en el año 257. Esta ley iba dirigida contra el clero, obispos,
presbíteros y diáconos, a los cuales se ordenaba que ofreciesen sacrificios bajo
pena de exilio. Además se prohibía que los cristianos frecuentasen sus
cementerios, bajo pena de muerte. Los resultados de este primer edicto tuvieron
tan poca entidad que al año siguiente, 258, apareció otro edicto que requería al
clero a ofrecer sacrificios bajo pena de muerte. También fueron afectados
senadores cristianos, caballeros, e incluso damas de sus familias, mediante un
decreto de ofrecer sacrificios bajo pena de confiscación de sus bienes y de
reducción al estado plebeyo. Y, en el supuesto de que estas medidas resultasen
ineficaces, la ley prescribía castigos adicionales: la ejecución para los
varones, para las mujeres el exilio. Los esclavos cristianos y los libertos de
la casa del emperador también eran castigados con la confiscación de sus
pertenencias y la reducción al grado más bajo de esclavitud. El Papa Sixto II y
san Cipriano de Cartago se hallaron entre los mártires de esta persecución. Se
sabe poco sobre sus efectos adicionales por la falta de documentos, pero parece
que puede conjeturarse con seguridad que debió causar enorme sufrimiento a la
nobleza cristiana, además de añadir muchos nuevos mártires a la lista de la
Iglesia. La persecución acabó tras la captura (260) de Valeriano por los persas;
su sucesor, Galieno (260-68), revocó el edicto y restauró a los obispos, los
cementerios y los lugares de culto o asamblea.
La Iglesia permaneció en la misma situación legal que en el siglo segundo desde
esta fecha hasta la última persecución iniciada por Diocleciano (284-305),
excepto en el corto período del reinado de Aureliano (270-75). El primer edicto
de Diocleciano se promulgó en Nicomedia en el año 303 y tenía el siguiente
contenido: las asambleas cristianas fueron prohibidas, se ordenó que se
destruyesen las iglesias y los libros sagrados, y a todos los cristianos se les
ordenaba abjurar de su religión inmediatamente. La sanción por el incumplimiento
de estas exigencias era la degradación y la muerte civil para las clases más
altas, la reducción a la esclavitud para los libertos de las clases más modestas
y para los esclavos la incapacidad para recibir el don de la libertad. Después,
en el mismo año, un nuevo edicto ordenó el arresto de los eclesiásticos de
cualquier grado, desde obispos hasta exorcistas. Un tercer edicto impuso la pena
de muerte por rechazar abjurar y concedía la libertad a quienes ofreciesen
sacrificios, mientras que un cuarto edicto, publicado en el año 304, mandaba a
todo el mundo sin excepción ofrecer sacrificios públicamente. Éste fue el último
y más decidido esfuerzo del Estado Romano de acabar con el cristianismo. Ello
dio a la Iglesia incontables mártires y concluyó con su triunfo durante el
reinado de Constantino.
NÚMERO DE MÁRTIRES
Se calcula que de los 249 años que van desde la primera persecución de Nerón
(64) hasta el año 313, en el que Constantino erigió la paz final, los cristianos
sufrieron persecución 129 años aproximadamente y disfrutaron de cierto grado de
tolerancia unos 120 años. Sin embargo, debe tenerse presente que incluso en los
años de relativa tranquilidad los cristianos estuvieron siempre a merced de
cualquier persona del imperio mal dispuesta hacia ellos o hacia su religión. No
se sabe si ocurrió o no con frecuencia la delación de cristianos en la época de
persecución, pero teniendo en cuenta el odio irracional de la población pagana
hacia los cristianos puede conjeturarse con seguridad que no pocos cristianos
sufrirían el martirio debido a la traición. Un ejemplo del tipo referido por san
Justino, mártir, muestra cuán repentinas y atroces eran las consecuencias de la
delación. Una mujer que se había convertido al cristianismo fue acusada por su
marido ante un magistrado de ser cristiana. A través de influencias se le
concedió una breve prórroga para resolver sus asuntos materiales, después de lo
cual tenía que comparecer en el tribunal y presentar su defensa. Mientras tanto
su furioso marido provocó la detención del catequista, de nombre Ptolomeo, que
había instruido a la conversa. Cuando fue interrogado, Ptolomeo reconoció que
era cristiano y fue condenado a muerte. En el momento de pronunciar esta
sentencia estaban en el juzgado dos personas que protestaron contra la iniquidad
de infligir la pena capital por el mero hecho de profesar el cristianismo. Como
contestación el magistrado les preguntó si también ellos eran cristianos y ante
su respuesta afirmativa se ordenó que ambos fueran ejecutados. Como aguardaba el
mismo destino a la esposa del delator, a menos que se retractase, tenemos aquí
un ejemplo de tres, quizá cuatro, personas que sufrieron la pena de muerte por
la acusación de un hombre que actuó con malicia, únicamente por el motivo de que
su esposa había renunciado a la endemoniada vida que había llevado anteriormente
en su compañía (San Justino Mártir, II, Apol., ii).
No tenemos información precisa respecto al número real de personas que murieron
como mártires durante estos dos siglos y medio. La autoridad de Tácito afirma
que fue ejecutada por Nerón una multitud inmensa (ingens multitudo). El
Apocalipsis de San Juan habla de "las almas de los que murieron por la Palabra
de Dios" durante el reinado de Domiciano, y Dion Cassius nos informa de que
"muchos" de la nobleza cristiana murieron por su fe durante la persecución de la
que es responsable este emperador. Escribiendo alrededor del año 249, antes del
edicto de Decio, Orígenes consigna que realmente el número de los ejecutados por
su religión cristiana no fue muy grande, pero probablemente quiere decir que el
número de mártires hasta ese momento era pequeño comparado con el número total
de cristianos (cf. Allard, "Ten Lectures on the Martyrs", 128). San Justino
mártir, que debe su conversión en gran medida al ejemplo heroico de los
cristianos que sufrieron por su fe, nos da incidentalmente un resplandor fugaz
sobre el peligro de profesar el cristianismo a mediados del siglo segundo, en el
reinado de un emperador tan bueno como Antonino Pío (138-161). En su "Diálogo
con el judío Trifón " (cx), tras aludir a la fortaleza de sus hermanos de
religión, el apologista añade: "porque es manifiesto que decapitados,
crucificados, lanzados a las fieras, encadenados, abrasados y en toda otra
suerte de tortura, no renunciamos a nuestra profesión de fe; sino que cuanto más
pasan tales cosas, tanto más hacen que muchos otros pasen a ser creyentes. . . .
Cada cristiano ha sido arrojado fuera no sólo de sus propiedades, sino hasta del
mundo entero; por que no permitís vivir a ningún cristiano." Tertuliano,
escribiendo a finales del siglo segundo, también alude con frecuencia a las
sobrecogedoras condiciones bajo las que subsistían los cristianos ("Ad martyres",
"Apología", "Ad Nationes", etc.): muerte y tortura eran contingencias siempre
presentes.
Pero fue aún más funesto para los cristianos el nuevo sistema de edictos
extraordinarios que comenzó en el año 250 con el edicto de Decio. Las
persecuciones de Decio y Valeriano no se prolongaron realmente mucho tiempo,
pero hay indicios claros de que mientras duraron, y a pesar del gran número de
los que renegaron, produjeron numerosos mártires. Por ejemplo, Dionisio de
Alejandría relata en una carta al obispo de Antioquía una violenta persecución
que tuvo lugar en la capital egipcia, mediante violencia popular, antes de
publicarse siquiera el edicto de Decio. El obispo de Alejandría pone algunos
ejemplos de lo que soportaron los cristianos a manos del populacho pagano y
después añade que "muchos otros, en las ciudades y en los pueblos, fueron
separados en pedazos por los gentiles" (Eusebio, "Hist. eccl.", VI, xli sq.).
Además de los que perecieron por la violencia misma, también una "multitud
anduvo errante por los desiertos y las montañas, muriendo de hambre y de sed,
por frío y enfermedad, por los salteadores y los animales salvajes" (Eusebio, l.
c.). Dionisio expone en otra carta, al hablar de la persecución de Valeriano,
que "triunfaron en la contienda y ganaron su corona hombres y mujeres, de toda
raza y edad, jóvenes y ancianos, doncellas y matronas, soldados y civiles, unos
por la flagelación y el fuego, otros por la espada" (Id., op. cit., VII, xi). En
la misma persecución, en Cirta, al Norte de África, decidieron apresurar las
cosas tras la ejecución de cristianos durante algunos días. Para ello, llevaron
al resto de condenados a la orilla de un río y les hicieron arrodillarse en
filas. El verdugo pasó entre ellas cuando todo estuvo listo y los despachó a
todos sin demora (Ruinart, p. 231).
Sin embargo, la última persecución fue aún más dura que todos los intentos
anteriores de extirpar la cristiandad. “Una gran muchedumbre” fue ejecutada en
Nicomedia junto con su obispo, Anthimus; unos perecieron a espada, otros en el
fuego y otros fueron ahogados. En Egipto, “miles de hombres, mujeres y niños,
desdeñando esta vida, . . . soportaron diversas formas de muerte" (Eusebio,
"Hist. eccl.", VII, iv sqq.) y lo mismo sucedió en otros muchos lugares del
Este. La persecución terminó antes en el Oeste que en el Este, pero mientras
duró se agregaron numerosos mártires al calendario, especialmente en Roma (cf.
Allard, op. cit., 138 sq.). Mas, junto a los que vertieron verdaderamente su
sangre en los tres primeros siglos, debe tenerse en cuenta el gran número de
confesores de la fe que sufrieron un martirio diario, en prisión, en el exilio o
en trabajos forzados, más difícil de aguantar que la misma muerte. Por lo tanto,
aunque no es posible una estimación numérica de la cantidad de mártires, aún las
escasas evidencias que existen sobre el asunto establecen bastante claramente
que incontables hombres, mujeres e incluso niños de esta primera edad gloriosa,
pero terrible, del cristianismo sacrificaron con júbilo sus bienes, sus
libertades o sus vidas antes que renunciar a la fe que apreciaban sobre todas
las cosas.
LA PRUEBA DE LOS MÁRTIRES
El primer hecho en la tragedia de los mártires era su detención por un agente de
la justicia. Antes de llevar al acusado a juicio se concedía en algunos casos el
privilegio de custodia libera, otorgado a San Pablo durante su primer
encarcelamiento; san Cipriano, por ejemplo, fue retenido en casa del oficial que
le detuvo y fue tratado con consideración hasta el momento de su interrogatorio.
Pero tal proceder era la excepción de la regla; los cristianos acusados
generalmente eran arrojados en prisiones públicas, donde sufrían frecuentemente
las mayores penalidades durante semanas o meses enteros. Las Actas de los
Mártires proporcionan en casos singulares reflejos de los sufrimientos que
padecieron en prisión. Por ejemplo, santa Perpetua fue horrorizada con una
oscuridad espantosa, con el intenso calor provocado por el hacinamiento en el
clima del África romana y con la brutalidad de los soldados (Passio SS. Perpet.,
et Felic., i). Otros confesores aluden a las miserias de la vida en la cárcel
como más allá de lo que podían describir (Passio SS. Montani, Lucii, iv).
Privados de alimentos, salvo los suficientes para mantenerlos con vida, de agua,
de luz y de aire; sujetos con grilletes o puestos en cepos con las piernas
separadas lo más posible sin llegar al desgarro; expuestos a toda clase de
infección por el calor, el hacinamiento y la ausencia de cualquier medida
higiénica adecuada — estas eran algunas de las aflicciones que precedían al
martirio verdadero. Naturalmente, muchos morían en la cárcel en semejantes
condiciones, mientras que otros, incapaces lamentablemente de soportar la
tensión, adoptaban la escapatoria más fácil que se les ofrecía, es decir,
acataban la condición impuesta por el Estado de ofrecer sacrificio.
Aquellos cuya fortaleza, física y moral, era capaz de aguantar hasta el final
eran, además, interrogados con frecuencia por los magistrados ante el tribunal,
los cuales trataban de inducirlos a retractarse mediante la persuasión o la
tortura. Estas torturas comprendían todos los medios que ha ideado la ingenuidad
humana de la antigüedad para echar atrás al más valiente; los obstinados eran
azotados con látigos, correas o cuerdas, o eran de nuevo estirados en el potro
de tortura y desgarrados con rastrillos de hierro. Otro castigo atroz consistía
en colgar a la víctima por una mano, a veces durante un día entero, en tanto que
a las mujeres modestas además se las exponía desnudas a las miradas del
tribunal. Casi peor que todo esto eran los trabajos forzados a los que se
condenó, en algunas de las persecuciones más violentas, a obispos, presbíteros,
diáconos, laicos y mujeres, e incluso niños; estos delicados personajes de ambos
sexos, víctimas de leyes despiadadas, fueron sentenciados a pasar el resto de
sus días en la oscuridad de las minas, donde arrastraron una existencia
desdichada, medio desnudos, hambrientos y sin un lecho que les protegiera del
húmedo suelo. Tuvieron mejor suerte incluso los que fueron condenados a la
muerte más vergonzosa en la arena o mediante la crucifixión.
HONORES RENDIDOS A LOS MÁRTIRES
Es fácil comprender que los que sufrieron tanto por sus convicciones hayan sido
tan profundamente venerados por sus correligionarios aún desde los primeros días
de prueba en el reinado de Nerón. Normalmente, los oficiales romanos permitían a
los parientes y amigos recoger los restos mutilados de los mártires para su
entierro, aunque se negó dicha autorización en algunos casos. Los cristianos
consideraban estas reliquias "más valiosas que el oro o las piedras preciosas" (Martyr.
Polycarpi, xviii). Algunos de los mártires más memorables recibieron honores
especiales, como por ejemplo San Pedro y San Pablo en Roma cuyos “trofeos”, o
tumbas, se mencionan a comienzos del siglo tercero por el presbítero romano Cayo
(Eusebio, "Hist. eccl.", II, xxi, 7). También numerosas criptas y capillas de
las catacumbas romanas, algunas de las cuales fueron construidas en la época sub-apostólica,
como la capella grœca, atestiguan la temprana veneración de aquellos paladines
de la libertad de conciencia que consiguieron, muriendo, la mayor victoria del
género humano. Las ceremonias especiales de conmemoración de los mártires, en
las que se ofrecía el Santo Sacrificio sobre sus tumbas, honraron la costumbre
de consagrar los altares poniendo en ellos las reliquias de los mártires y
dieron origen a conservar los aniversarios de su muerte; probablemente el
célebre fresco Fractio Panis de la capella grœca, que data desde comienzos del
siglo segundo, es una representación en miniatura de dicha celebración (véase s.
v. FRACTIO PANIS; EUCARISTÍA; SÍMBOLOS DE). Todavía se otorgó mayor veneración a
los mártires desde la época de Constantino. El Papa Dámaso (366-84) tuvo un amor
particular por los mártires, como sabemos por las inscripciones, sacadas a la
luz por Rossi, que compuso para sus tumbas de las catacumbas romanas. La
veneración de los mártires mostró más tarde ocasionalmente un contenido no
deseado; muchos de los frescos de las catacumbas fueron mutilados para
satisfacer la ambición de los fieles de ser enterrados cerca de los santos
(retro sanctos), en cuya compañía esperaban resucitar algún día de la tumba. Fue
igualmente grande el aprecio que se tuvo a los mártires en la Edad Media;
ninguna privación resultó ser demasiado rigurosa de soportar al visitar los
famosos santuarios que contenían sus reliquias, como los de Roma.
ALLARD, Ten Lectures on the Martyrs (New York, 1907); BIRKS in Dict. of Christ.
Antiq. (London, 1875-80), s. v.; HEALY, The Valerian Persecution (Boston, 1905);
LECLERCQ, Les Martyrs, I (Paris, 1906); DUCHESNE, Histoire ancienne de l'église,
I (Paris, 1906); HEUSER in KRAUS, Realencyklopädie f. Christlichen Altenthümer (Freiburg,
1882-86), s. v. Märtyrer; BONWETCH in Realencyklopädie f. prot. Theol. u. Kirche
(Leipzig, 1903), s. v. Märtyrer u. Bekenner, and HARNACK in op. cit., s. v.
Christenverfolgungen.
MAURICE M. HASSATT.
Transcribed by Douglas J. Potter
Dedicated to the Sacred Heart of Jesus Christ
Traducido por Miguel Villoria de Dios