Honor
EnciCato
El honor puede definirse como el respetuoso reconocimiento mediante la palabra o
el gesto del mérito o posición de otro. Así yo muestro honor a otro dándole su
título si tiene uno, y quitándome el sombrero ante él, o cediéndole un lugar de
precedencia. Así expreso mi sentimiento de su valía, y al mismo tiempo reconozco
mi propia inferioridad ante él.
Es correcto y apropiado que se rindan muestras de honor a cualquier clase de
dignidad, si no hay razón especial para lo contrario, y estamos obligados a
honrar a los que se sitúan en cualquier relación de superioridad con respecto a
nosotros mismos. Primero y principal, debemos honrar a Dios dándole culto como
nuestro primer principio y último fin, fuente infinita de todo lo que somos y
tenemos. Honramos a los ángeles y a los santos a causa de los dones y gracias
concedidos a ellos por Dios. Honramos a nuestros padres, de los que hemos
recibido nuestro ser terrenal, y a los que debemos nuestra educación y
preparación para la batalla de la vida. Nuestros gobernantes, temporales y
espirituales, tienen una justa pretensión a nuestro honor por razón de la
autoridad que han recibido de Dios sobre nosotros. Honramos a los mayores por su
presunta sabiduría, virtud, y experiencia. Siempre debemos honrar el valor moral
dondequiera lo encontremos, y podemos honrar a las personas de talento superior,
que están dotadas de gran belleza, fuerza, y habilidad, los bien nacidos, e
incluso a los ricos y poderosos, pues la riqueza y el poder pueden, y deben, ser
instrumentos de virtud y bienestar.
Entre los bienes que son exteriores al hombre el honor se sitúa en primer lugar,
por encima de la riqueza y el poder. Es lo que específicamente damos a Dios, la
máxima recompensa que podemos otorgar a la virtud, y es lo que los hombres
aprecian más naturalmente. El Apóstol nos ordena honrar a quien se debe honor, y
así, negarlo o deshonrar a quien se debe honor es un pecado contra la justicia,
e implica la obligación de hacer una restitución satisfactoria. Si simplemente
hemos descuidado nuestro deber a este respecto, debemos repararlo cultivando más
asiduamente a la persona perjudicada por nuestro descuido. Si hemos sido
culpables de inferir un insulto público a otro, debemos brindarle una
satisfacción igualmente pública; si el insulto fue privado, debemos dar la
apropiada reparación en privado, de forma que la persona perjudicada sea
satisfecha razonablemente. Los que tienen autoridad en la Iglesia o el Estado, y
otorgan honores públicos, están obligados por la virtud específica de la
justicia distributiva a conceder los honores según el mérito. Si incumplen esta
obligación, son culpables del pecado específico de acepción de personas. El bien
común de la Iglesia requiere específicamente que los que son más dignos sean
promovidos a dignidades superiores como el cardenalato o episcopado, y por la
misma razón hay obligación grave de promover a los más dignos antes que a los
menos dignos a beneficios eclesiásticos que lleven consigo la cura de almas.
Según la opinión más probable esto mismo es válido para la promoción a
beneficios a los que no se añade la cura de almas, aunque S. Alfonso admite que
la opinión contraria es probable, supuesto que la persona favorecida sea al
menos digna del honor aunque menos digna que su rival. Cuando se celebra un
examen para decidir quién entre varios candidatos ha de ser elegido para un
puesto de honor, hay una obligación aún más estricta de elegir a aquél que las
pruebas demuestren que es – siendo igual lo demás—el más digno del puesto. Sobre
la base de que, cuando se incumple esta obligación, no sólo se viola la justicia
distributiva, como en los casos anteriores, sino la justicia conmutativa
también, la opinión común sostiene que si uno que por examen prueba ser más
digno es postergado, tiene derecho a compensación por el perjuicio que ha
sufrido. Muchos, sin embargo, niegan la obligación de restituir en materia de
beneficios incluso en este caso, sobre la base de que, aunque se celebre un
examen para probar la adecuación, aun así no incluye un pacto estricto por el
que los que confieren el beneficio se obligan a sí mismos en estricta justicia a
concedérselo al más digno. Está claro que los responsables del nombramiento de
una persona inadecuada a un puesto de superioridad son también responsables del
daño que cause su inadecuación. Los principios antedichos han sido expuestos por
los teólogos para la resolución de cuestiones relacionadas con la provisión de
beneficios eclesiásticos, pero son aplicables a otros nombramientos similares,
tanto eclesiásticos como civiles.
Una cuestión de gran interés en la historia de la religión y la moral, y de
primaria importancia en el ascetismo cristiano, se debe tratar aquí. Hemos visto
que el honor es no sólo un bien, sino que es el principal de los bienes externos
que el hombre puede disfrutar. Santo Tomás de Aquino y los teólogos católicos
están de acuerdo en esto con Aristóteles. Hemos visto también que, según la
doctrina católica, todos están obligados a rendir honor a quien el honor es
debido. De esto se sigue que no es moralmente malo buscar el honor con la debida
moderación y el motivo apropiado. Y aun así Cristo reprochó severamente a los
Fariseos por gustar de los primeros puestos en los banquetes, los primeros
asientos en las sinagogas, los saludos en el mercado, y los títulos honoríficos.
Dijo a sus discípulos que no se llamaran Rabbí, Padre, o Maestro, como los
Fariseos; el mayor entre sus discípulos debía ser el servidor de todos; y el que
se exaltara sería humillado, y el que se humillara sería exaltado.
Aquí damos con la característica distintiva de la moral cristiana en cuanto se
distingue de la ética pagana. El tipo ideal de humanidad en el sistema de
Aristóteles se nos diseña en la célebre descripción del hombre magnánimo. El
hombre magnánimo se describe como quien, siendo realmente capaz de grandes
cosas, se tiene a sí mismo por digno de ellas. Pues el que se considera así
digno más allá de sus méritos reales es un tonto, y un hombre que posea
cualquier virtud no puede ser un tonto o demostrar falta de entendimiento. Por
otro lado, el que se tiene a sí mismo por menos de sus méritos es un pusilánime,
sin que importe que los méritos que menosprecia sean grandes, moderados, o
pequeños. Los méritos, por tanto, del hombre magnánimo son excepcionales pero en
su conducta observa el justo medio. Pues él se siente a sí mismo digno de su
méritos exactos, mientras que los demás o sobreestiman o subestiman sus propios
méritos. Y puesto que no sólo es capaz de grandes cosas sino que también se
tiene por digno de ellas – o más bien, en realidad, de las mayores cosas – se
deduce que hay algún objeto que debe dedicársele a él. Ahora bien este objeto es
el honor, pues es el mayor de todos los bienes externos. Pero el hombre
magnánimo, puesto que sus méritos son los máximos posibles, debe estar entre los
hombres óptimos, pues cuanto mejor hombre sea mayores serán sus méritos, y los
hombres óptimos tendrán los méritos máximos. La verdadera magnanimidad, por
tanto, no puede sino implicar virtud; o, más bien, el criterio de la
magnanimidad es la perfección conjunta de todas las virtudes individuales. La
magnanimidad, entonces, parecería ser la corona, por así decir, de todas las
virtudes; pues no sólo implica su existencia, sino que también intensifica su
esplendor. Es con el honor entonces, y con el deshonor con los que el hombre
magnánimo se relaciona más específicamente. Y donde reciba un gran honor, y eso
de hombres íntegros, se complacerá en ello, aunque su complacencia no será
excesiva, puesto que en suma ha obtenido lo que se merece, si no, tal vez, menos
–puesto que no se encuentra el honor adecuado a la virtud perfecta. No será sin
embargo menos recibir tal honor de hombres íntegros, puesto que ellos no tienen
mayor recompensa que ofrecerle. Pero el honor rendido por la gente vulgar, y en
ocasiones sin importancia, lo despreciará de manera absoluta, pues no estará a
la medida de sus méritos. Ahora bien el hombre magnánimo desprecia a sus
prójimos justamente, pues su estimación siempre es correcta; pero la mayoría de
los hombres desprecia a sus compañeros por motivos insuficientes. También le
gusta conceder un favor, pero siente vergüenza de recibirlo, pues lo primero es
prueba de superioridad, lo segundo de inferioridad. Además, parecería que el
magnánimo se acuerda de aquellos a los que ha hecho un favor, pero no de
aquellos de quienes lo ha recibido. Pues el que ha recibido un favor se
encuentra en una posición inferior a la del que lo ha concedido, mientras que el
hombre magnánimo desea una posición de superioridad. Y así oye con placer hablar
de los favores que ha concedido, pero con disgusto de los que ha recibido.
Estos son los rasgos principales de este célebre retrato en cuanto se relacionan
con el asunto que estamos tratando. Aristóteles completa los detalles del
retrato con minuciosa exactitud, es obvio que se extiende en él con amoroso
cuidado, como supremo ideal de su sistema ético. Y aun así, cuando lo leemos
ahora, la descripción tiene en sí misma un elemento ridículo. Si el hombre
magnánimo de Aristóteles apareciera hoy en cualquier sociedad decente, pronto se
le daría a entender que se tomaba a sí mismo demasiado en serio, y se burlarían
de él despiadadamente hasta que rebajara algo sus pretensiones. En realidad, es
un consumado retrato de noble orgullo lo que el pagano nos pinta, y el
Cristianismo nos enseña que todo orgullo es mentira. La naturaleza humana,
incluso en lo mejor y más noble, es, después de todo, algo pobre, e incluso vil,
como nos dice el ascetismo cristiano. Entonces, ¿estaba simplemente equivocado
Aristóteles en su doctrina relativa a la magnanimidad? De ninguna manera. Santo
Tomás acepta su enseñanza referente a esta virtud, pero, para evitar que se
convierta en orgullo, la atempera con la doctrina de la humildad cristiana. La
doctrina cristiana une todo lo que es verdadero y noble en la descripción de
Aristóteles de la magnanimidad con lo que la revelación y la experiencia nos
enseñan igualmente referente a la fragilidad y condición pecadora del hombre. El
resultado es la dulzura, la verdad, y habitual fuerza del carácter supremo
cristiano. En vez del autosatisfecho Arístides o Pericles, tenemos un San Pablo,
un San Francisco de Asís, o un San Francisco Javier. El gran santo cristiano
está penetrado de un sentido de su propia debilidad e indignidad separado de la
gracia de Dios. Esto le impide creerse digno de cualquier cosa excepto del
castigo por sus pecados e infidelidad a la gracia. Nunca desprecia a su prójimo,
sino que estima a todos los hombres más que a sí mismo. Si se le deja, prefiere,
como San Pedro de Alcántara, ser despreciado de los hombres y sufrir por Cristo.
Pero si la gloria de Dios y el bien de sus hermanos los hombres lo requiere, el
santo cristiano está preparado para abandonar su oscuridad. Sabe que lo puede
todo en Aquél que le conforta. Con increíble energía, constancia, y absoluto
olvido de sí, obra maravillas sin medios aparentes. Si se le conceden honores
sabe como aceptarlos y referirlos a Dios si son para su servicio. De otro modo
los desprecia como hace con las riquezas, y prefiere ser pobre y despreciado con
Aquél que fue manso y humilde de corazón.
En contraposición a la doctrina pagana de Aristóteles y a la egoísta mundanidad
de los Fariseos, la actitud cristiana hacia los honores puede expresarse en
pocas palabras. El honor, al ser el homenaje debido a la dignidad es el
principal de los bienes externos que el hombre puede disfrutar. Puede buscarse
legítimamente, pero puesto que toda dignidad es de Dios, y el hombre no tiene
nada por sí mismo sino el pecado, debe referirse a Dios y buscado sólo por amor
a Él o por el bien del prójimo. Los honores, como las riquezas, son dones
peligrosos, y es digno de alabanza renunciar a ellos por amor de Aquél que fue
pobre y despreciado por nuestra salvación.
ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco; SANTO TOMÁS, Summa; SAN ALFONSO DE LIGORIO,
Theologia Moralis (Turín, 1823); SAN IGNACIO DE LOYOLA, Ejercicios Espirituales;
LESSIUS, De Justitia et Jure (Venecia, 1625).
T. SLATER
Transcrito por Joseph P. Thomas
Traducido por Francisco Vázquez