Hábito
EnciCato
El hábito constituye el efecto de actos repetidos y la aptitud para
reproducirlos. Puede ser definido como “una cualidad difícil de cambiar por la
que un agente, cuya naturaleza consiste en actuar indeterminadamente de un modo
u otro, queda dispuesta fácilmente para seguir esta o aquella línea de acción a
voluntad” (Rickaby, Moral Philosophy). La experiencia diaria nos muestra que la
repetición de actos o reacciones produce, no siempre una inclinación, pero sí
por lo menos una aptitud para reaccionar del mismo modo. Decir que una persona
está acostumbrada a cierta dieta, clima o ejercicio; que es un fumador habitual
o un madrugador; Que puede bailar, pelear a esgrima, tocar el piano; que está
acostumbrada a ciertos puntos de vista, formas de pensar, sentir y querer, etc.,
significa que gracias a su pasado es capaz ahora de hacer algo que antes le era
imposible, de realizar lo que antes se le hacía difícil, de evitar el esfuerzo y
la atención que antes le eran indispensables. Igual que cualquier otra facultad
o poder, el hábito no puede ser conocido en si mismo, directamente, sino en
forma indirecta, retrospectivamente a partir del proceso actual que le da
origen, y prospectivamente a partir de los actos que proceden de él. El hábito
será considerado:
I. Hábito en general
II. Aspectos fisiológicos
III. Aspectos psicológicos
IV. Aspectos éticos
V. Aspectos pedagógicos
VI. Aspectos filosóficos
VII. Aspectos teológicos
I. HÁBITO EN GENERAL
Si una actitud, una conducta o una serie de conductas resultantes de una hábito
bien formado y profundamente enraizado se compara con la correspondiente
actitud, conducta o serie de conductas que precedieron a la adquisición del
hábito, se pueden detectar las siguientes diferencias:
La uniformidad y regularidad han ocupado el lugar de la diversidad y la
variedad; la misma acción, bajo las mismas circunstancias y condiciones, se
repite invariablemente y del mismo modo, a menos que se haga un esfuerzo
especial para inhibirla;
La selección ha ocupado el sitio de la difusión; luego de una serie de intentos
en los cuales la energía se dispersó en varias direcciones, se han detectado
finalmente los movimientos apropiados y las adaptaciones; ahora la energía sigue
una línea recta y va directamente hacia el resultado esperado;
Se requiere menos estímulo para comenzar el proceso, y donde antes se necesitaba
vencer algunas resistencias ahora parece bastar una ligera indicación para dar
pie a acciones complicadas;
Han desaparecido la dificultad y el esfuerzo; los elementos de la acción, cada
uno de los cuales acostumbraba requerir de toda nuestra atención, se suceden
automáticamente unos a otros;
Donde sólo existía un simple deseo, frecuentemente difícil de ser satisfecho, o
indiferencia e incluso repugnancia, hay ahora una tendencia, una inclinación o
necesidad, y cualquier interrupción involuntaria de una acción habitual o de un
modo de pensar generalmente se convierte en un sentimiento doloroso de
intranquilidad;
En vez de una percepción clara y distinta de la acción y de sus detalles, sólo
hay una conciencia vaga del proceso en su totalidad, junto con un sentimiento de
familiaridad y naturalidad.
En una palabra, el hábito es selectivo, produce rapidez en las respuestas,
ocasiona que los procesos sean más regulares, más perfectos, más rápidos, y
tiende a la automatización. De tales efectos del hábito, a una con la amplitud
del campo que éste cubre, se puede entender fácilmente su importancia. El
progreso requiere flexibilidad, fuerza para cambiar y conquistar, fijeza de las
modificaciones más usuales y la fuerza de conservar lo conquistado. La capacidad
de adaptarse a nuevas condiciones y la facilidad de los procesos presuponen la
fuerza de adquirir hábitos. Sin ellos, no solamente funciones mentales tales
como reflexionar, razonar y calcular, sino también las actividades más
ordinarias como vestirse, comer y caminar necesitarían un esfuerzo diferente
para cada detalle, consumirían mucho tiempo y, aún así, resultarían imperfectos.
De ahí que al hábito se le llame también segunda naturaleza, y al hombre se le
perciba como un costal de hábitos. Tales expresiones, como todo aforismo, pueden
ser sujeto de criticismo, pero no dejan de contener mucho de verdad. La
naturaleza es el común denominador de toda actividad y es esencialmente idéntica
en todo ser humano. Pero sus muy particulares orientaciones y manifestaciones,
el énfasis especial de ciertas actividades, junto con sus múltiples
características individuales, son, en su mayor parte, resultado de los hábitos.
El habla, la escritura, las diferentes aplicaciones de las habilidades y, de
hecho, cualquier acción compleja de la mente y del organismo, que para el adulto
o para la persona entrenada constituyen algo natural, solamente se perciben así
porque son resultado del hábito. Un niño o un principiante sabe en realidad cuán
complicadas son esas actividades. La influencia del hábito se siente aún en las
funciones meramente fisiológicas: el estómago se acostumbra a ciertos alimentos,
la sangre a ciertos estimulantes o venenos, el organismo total a ciertos
horarios de reposo y vigilia, al clima y al ambiente circundante. Toda actividad
mental en el adulto es resultado de hábitos, o modificada por éstos. Los hábitos
de pensamiento, especulativos y prácticos, hábitos de sentimiento y voluntad,
actitudes religiosas y morales, etc., están continuamente cambiando la visión
que las personas tienen de las cosas, de otras personas y de los sucesos a su
alrededor. De ese modo determinan su conducta respecto a quienes están de
acuerdo o en desacuerdo con ellos. La observación y la reflexión muestran que el
imperio del hábito es prácticamente ilimitado y que no hay actividad humana a la
que no llegue su influencia. Es difícil exagerar su importancia; el peligro
radica más bien en la posibilidad de minimizarla o de no valuarla debidamente.
El hábito se adquiere por el ejercicio; en ello difiere de los instintos y de
otras predisposiciones naturales o aptitudes innatas. En una serie de acciones,
el hábito comienza desde la primera pues, si ésta no dejara huella alguna, no
habría razón alguna para ejecutar la segunda o ningún otro acto subsecuente. En
esa primera fase la huella o disposición es demasiado débil para ser considerada
un hábito. Debe crecer y reforzarse a través de la repetición. El crecimiento
del hábito es doble, intensivo y extensivo, y puede ser comparado con el de un
árbol que extiende sus ramas y raíces más y más lejos adquiriendo, al mismo
tiempo, una mayor vitalidad, que puede resistir más efectivamente los obstáculos
de la vida y oponer mayor resistencia a ser derribado. También el hábito se
ramifica. Su influencia, primeramente restringida a una sola línea de acción, se
extiende gradualmente dejándose sentir en muchos otros procesos. A la vez, sus
raíces profundizan y se incrementa su intensidad de modo que es más y más
difícil cambiarlo.
Los principales factores del crecimiento de un hábito son:
El número de repeticiones, dado que cada repetición fortalece la disposición
producida por el ejercicio anterior;
Su frecuencia: un intervalo muy prolongado de tiempo hace que la disposición se
debilite mientras que uno muy corto no ayuda a que haya suficiente reposo, lo
cual produce fatiga orgánica y mental;
Su uniformidad: el cambio debe ser lento y gradual y los elementos nuevos deben
añadirse poco a poco;
El interés que se pone en las acciones, el deseo de tener éxito y la atención
que se da;
El placer que resulta o el sentimiento de éxito con el que se asocia la idea de
la acción
No obstante, no se puede dar regla general alguna para distinguir estrictamente
tales factores. Por ejemplo, la determinación de la frecuencia con la que las
acciones deben ser repetidas, o de la velocidad con la que se deba incrementar
la complejidad de las mismas, dependerá no sólo de los factores psicológicos
comprobables de interés, atención y aplicación, sino de la naturaleza de las
acciones que han de realizarse y de las tendencias y aptitudes naturales. Los
hábitos decrementan o desaparecen negativamente a causa de la falta de
ejercicio, y positivamente a base de actuar en la dirección contraria,
antagónica a los hábitos que ya existen.
II. ASPECTOS FISIOLÓGICOS
Toda operación orgánica se debe a, o es facilitada o modificada por el hábito.
Algunos hábitos, como aquellos que se refieren al clima, a la temperatura, a
ciertas comidas, etc., son puramente fisiológicos, con poca participación de la
mente. Por ejemplo, la misma dosis de alcohol o de estimulantes puede ser fatal
para algunos organismos, mientras que es algo necesario para quien se ha
habituado a él. O también, un pájaro, encerrado en un lugar en el que el aire se
ensucia gradualmente, se acostumbra tanto a esa condición de hedor de la
atmósfera que puede vivir varias horas aún después de que el aire haya sido
envenenado con tanto ácido carbónico que mataría inmediatamente a cualquier otra
ave que entrara ahí de repente. En la adquisición de otros hábitos fisiológicos,
especialmente los que tienen que ver con habilidades y destrezas, tienen gran
importancia los factores psicológicos, sobre todo la idea anticipada del fin,
que dirige la selección de los movimientos apropiados y la subsiguiente idea de
éxito, asociada a dichos movimientos. Más aún, un número de esos hábitos es
utilizado bajo la guía de la mente. De ese modo la facilidad adquirida de
escribir se adapta a las ideas que debe expresar; el ejercicio de la esgrima
consiste en la adaptación de ciertos movimientos, facilitados por el hábito, a
los movimientos percibidos o previstos del adversario. Son hábitos mixtos del
organismo y de la mente.
El hábito fisiológico supone que una acción, luego de ser ejecutada, deja cierta
huella en el organismo, principalmente en el sistema nervioso. Según los datos
actuales de la ciencia fisiológica, no se puede determinar exactamente la
naturaleza de tales huellas. Algunos las describen como movimientos y
vibraciones persistentes; otros, como impresiones fijas y modificaciones
estructurales; otros finalmente, como tendencias y disposiciones a ciertas
funciones. Esas posturas no son exclusivas. Pueden ser combinadas. Pues la
disposición, que hace referencia más directa a procesos futuros, puede resultar
de impresiones o movimientos permanentes, relacionados especialmente a procesos
pretéritos. En forma algo metafórica, se ha tratado de explicar el hábito
fisiológico describiéndolo como una canalización, o como la creación de veredas
de menor resistencia sobre las que tiende a marchar la energía nerviosa.
III. ASPECTOS PSICOLÓGICOS
El hábito psicológico significa la facilidad adquirida de los procesos
conscientes. La educación de los sentidos, la asociación de ideas, las actitudes
mentales derivadas de la experiencia y de los estudios generales o especiales,
la fuerza de la atención, la reflexión, el razonamiento, la deducción, etc., y
todos aquellos factores complejos que forman el marco humano de mente y
carácter, tales como la fuerza de voluntad, debilidad o terquedad, irascibilidad
o calma, atracción y rechazo, y otros, se deben en gran parte a hábitos
contraídos voluntaria o involuntariamente. A causa de la gran variedad de
procesos conscientes y a la complejidad de sus determinantes, es difícil reducir
los efectos psicológicos del hábito a leyes universales. Frecuentemente se dice
que el hábito disminuye la conciencia. Esta afirmación no puede ser aceptada
indiscriminadamente. A veces estar acostumbrado a un estímulo causa la cesación
de una conciencia clara del mismo, como puede ser el caso del sonido repetido de
un reloj que poco a poco deja de ser percibido distintamente. Pero a veces,
también, implica un aumento en la conciencia, como en el caso del oído del
músico, con su fineza desarrollada para percibir la más ligera variación de
sonidos. Hay que tener en mente algunas distinciones. Primeramente, entre una
sensación prolongada, que produce fatiga y consecuentemente entorpecimiento del
órgano sensorial, y una sensación repetida que permite suficiente reposo. Una
segunda, entre procesos mentales en los que la mente se mantiene pasiva, y
aquellos en los que es primariamente activa, pues el hábito disminuye la
sensitividad pasiva y aumenta la activa. Finalmente, uno debe ver si los
procesos conscientes son fines o simplemente medios. La relación a la calidad de
los sonidos que debe producir, la actividad de los dedos del pianista o las
cuerdas vocales del cantante son un medio para lograr un fin. De ahí que el
músico se vuelva menos consciente de esa actividad y más consciente del
resultado que espera. En cualquier caso, dado que la energía fluye naturalmente
en la dirección deseada, el esfuerzo y la atención están en relación inversa con
el hábito.
Al placer se le aplica generalmente el proverbio “Assueta vilescunt” (la
costumbre engendra desprecio). La repetición hace que una experiencia idéntica
pierda su novedad, que constituye uno de los elementos de placer e interés. Sin
embargo, la rapidez del decrecimiento depende no sólo de la frecuencia de la
repetición, sino también de la riqueza y variedad contenidas en la experiencia.
Es por ello que algunas composiciones musicales se vuelven aburridas más pronto
que otras en las que la mente continúa descubriendo siempre nuevos elementos de
disfrute. Los placeres que resultan de la satisfacción de necesidades
periódicas, como el descanso o el alimento, no sufren cambios por la sola
repetición. Las inclinaciones (deseo o aversión) decrecen; los deseos
frecuentemente se transforman en necesidades o en apetitos inconscientes a
partir de experiencias que en un momento fueron placenteras pero que han perdido
su sabor o se han vuelto incluso ofensivas. Cuando desaparecen, extrañamos cosas
o personas con las que teníamos estrecha relación, aún cuando no constituyeran
una fuente de placer. A menos que en realidad se incrementen o que las exagere
la imaginación, las impresiones dolorosas se vuelven menos precisas. La
actividad mental se refuerza con el ejercicio en proporción a las disposiciones
naturales y a la cantidad y calidad de la energía utilizada. De ahí que el
hábito sea una fuerza que nos empuja a actuar, disminuye la fuerza de la
voluntad y puede llegar a ser tan fuerte que sea casi irresistible.
IV. ASPECTOS ÉTICOS
Desde el punto de vista ético, la principal división de los hábitos es la que
los separa en buenos y malos, o sea, en virtudes y vicios, según que lleven a
acciones conformes o contrarias a las reglas de moralidad. No hace falta
insistir en la importancia del hábito en la conducta moral, puesto que la mayor
parte de las acciones humanas se realizan bajo su influencia, frecuentemente sin
reflexión, y de acuerdo a principios o prejuicios a los que la mente se
acostumbra. Los dictados reales de una conciencia estrecha dependen de hábitos
intelectuales, especialmente aquellos de rectitud y honestidad, sin los cuales
sucede que la mente actúa no para saber qué es malo o bueno sino para justificar
el curso de acción que uno ya ha adoptado o desea adoptar. También la costumbre
es un factor importante, por la frecuencia de su incidencia. Aunque al inicio se
sepa que algo es malo, poco a poco se vuelve familiar y su realización no nos
produce sentimientos de remordimiento o vergüenza. La voz de la conciencia se
ahoga; deja de avisarnos, o al menos, ya no ponemos atención a su aviso. A base
de limitar la libertad, el hábito también disminuye la responsabilidad del
agente, pues se pone menos atención a las acciones y escapan gradualmente al
control de la voluntad. Es importante notar, empero, la distinción entre hábitos
adquiridos y retenidos conscientemente, voluntariamente y con cierto
conocimiento de las consecuencias, y los hábitos adquiridos inconscientemente,
sin siquiera darse cuenta de ellos, y por tanto sin pensar en sus posibles
consecuencias. En el primer caso, las acciones buenas o malas, aunque no fuesen
totalmente libres, son imputables al agente puesto que su causa es voluntaria. O
sea, son voluntarias en cuanto se consintió implícitamente a las consecuencias
del hábito. Si, por el contrario, la voluntad no tuviese parte en la adquisición
o retención del hábito, los actos que nacieran de él no serían voluntarios. Pero
tan pronto se percate el agente de la existencia de los peligros anejos al
hábito, el esfuerzo por erradicarlo se convierte en obligatorio.
V. ASPECTOS PEDAGÓGICOS
La diferencia que se da entre un niño y un adulto no es meramente cuantitativa
de energía, corporal y mental, sino más que nada una de adaptabilidad,
coordinación o hábito, gracias a la cual tal energía queda disponible para un
propósito definido. El crecimiento, el desarrollo y la organización deben
avanzar juntos. El mayor objetivo de la educación es dirigir el desarrollo
armonioso de todas las facultades del niño según su importancia relativa; hacer
por el niño lo que éste no puede aún hacer por si mismo, específicamente
preparar sus diferentes energías para su uso futuro y seleccionar entre todas
las tendencias de su naturaleza aquellas que deben ser cultivadas y aquellas que
deben ser destruidas. El trabajo debe proceder gradualmente de acuerdo a las
cada vez mayores capacidades del niño y siempre se ha de guardar en mente que en
los años tempranos tanto el organismo como la mente son maleables y fácilmente
influenciables. La adaptabilidad disminuye posteriormente y frecuentemente el
aprendizaje de un nuevo hábito significa romper con alguno ya existente. Al
crecer la complejidad de funciones se vuelve imperativo, en la medida de lo
posible, que los nuevos elementos encuentren pronto su lugar y asociaciones
apropiados y que echen raíz ahí. De otro modo será necesario posteriormente
erradicarlos y quizás trasplantarlos a algún otro lugar. De ahí que todos los
hábitos necesarios para el crecimiento humano deban ser cultivados de modo que
queden como grabados uno sobre otro. Por lo mismo es inadmisible el principio de
la educación negativa propuesto por Rousseau. Según él, en los primeros años “el
único hábito que se debe permitir adquirir a un niño es el de no adquirir ningún
hábito”, ni siquiera el de usar una mano en vez de otra, o los de comer, dormir,
actuar a horas regulares. Hasta los doce años el niño no debe saber distinguir
entre su mano derecha e izquierda. En lo tocante a la inteligencia y voluntad
“la primera educación debe ser puramente negativa. No debe consistir en enseñar
virtudes y verdades, sino en proteger el corazón contra el vicio y la mente
contra el error”. Evaluando este principio se debe recordar que hay tres
períodos en el desarrollo de cualquier actividad. Uno, de difusión, en el que
las acciones se desarrollan casi al azar y la energía se dispersa por muchos
canales. El segundo, de esfuerzo para coordinar, en el que se eligen y practican
los modos apropiados de funcionar. El tercero, de hábito, que quita todo lo
superfluo y facilita enormemente los modos correctos de funcionamiento.
Prolongar el primer período y limitar el último, que es el más perfecto, sería
cometer una injusticia contra el niño, quien tiene derecho no sólo a lo
necesario para su vida sino a todo aquello que ayude en su desarrollo. Se puede
preguntar: ¿cómo se puede proteger del vicio el corazón, y la mente del error
sin mostrar lo que es el vicio y el error y sin enseñar la virtud y la verdad?
¿Cómo puede en general un mal hábito ser evitado o combatido más efectivamente
que con la adquisición de un hábito contrario? La experiencia muestra que muchos
hábitos buenos que no se adquieren en la infancia no se adquieren nunca, o por
lo menos no con la perfección deseada, y muchos defectos del adulto se pueden
rastrear hasta la educación temprana. Es importante que el maestro conozca, si
quiere obtener buenos resultados, las aptitudes naturales de cada uno de sus
alumnos. Porque lo que para éste es posible puede ser para otro, si se le exige
lo mismo, una causa de desaliento e influenciar incluso la mente del niño. La
utilización de premios y castigos debe hacerse siempre de manera adecuada a las
disposiciones del niño y dirigidos por el efecto general del hábito sobre las
impresiones y emociones placenteras y desagradables. Al mismo tiempo que crecen
los hábitos se debe poner atención a sus peligros y no se debe hacer del infante
un mero autómata. Los hábitos de reflexión y atención, a una con la
determinación y fuerza de carácter, capacitarán al niño a controlar, dirigir y
gobernar otros hábitos.
VI. ASPECTOS FILOSÓFICOS
En la metafísica aristotélica y escolástica el hábito aparece bajo la categoría
llamada cualidad. Para ser sujeto de un hábito el ser debe hallarse in potentia
(vea ACTUS ET POTENTIA), o sea, ser capaz de determinación y perfección. Su
potentia no debe reducirse a un solo modo de actividad o receptividad puesto que
donde no se da una fijación absoluta, donde se siga siempre una única línea, no
queda espacio para el hábito, que de si mismo indica adaptación y
especificación. Bajo la fuerza de esta condición, Santo Tomás sostiene que el
hábito propiamente dicho no se puede encontrar en el mundo material, sino sólo
en las facultades del intelecto y la voluntad. En el hombre se puede hablar, sin
embargo, de hábitos orgánicos acerca de aquellas funciones que dependen de las
facultades espirituales. La materia, aún en plantas o animales, es simplemente
un sujeto de disposiciones, y la diferencia entre el hábito y la disposición es
que aquel es más estable y ésta más fácilmente mutable. Se han levantado varias
objeciones contra esta posición. En primer lugar, la distinción propuesta entre
hábito y disposición no está basada en nada esencial sino en una diferencia de
grado, lo cual no parece suficiente para marcar una línea estricta entre los
seres que son sujetos de hábitos y aquellos que lo son solamente de
disposiciones. Si queda claro que los hábitos morales de voluntad son diferentes
de los meramente orgánicos, no es posible decir porqué, por ejemplo, el hábito
de un caballo de detenerse en ciertos lugares, o el hábito de animales
entrenados, difieren radicalmente de los hábitos humanos de destreza y habilidad
y porqué sólo se llama hábito al último. De acuerdo a algunos comentarios de
Aristóteles, es bien cierto que una roca arrojada al aire nunca va a adquirir
facilidad alguna para repetir esa acción, pero siempre tendrá la tendencia a
caer hacia el centro de atracción siguiendo una línea vertical. Tampoco una
rueda de molino adquiere facilidad para ejecutar igual movimiento a pesar de
haber girado en la misma dirección cientos de veces, excepción hecha de un
movimiento intrínseco causado por la adaptación de su mecanismo. A pesar de
ello, a mayor variedad de elementos de un sistema material también se dará mayor
espacio para más arreglos y, consecuentemente, nuevas aptitudes permanentes.
Ejemplo, en la hoja de papel que, una vez doblada, se dobla más fácilmente; en
las ropas o zapatos que, habiendo sido usados por algún tiempo, se adaptan mejor
al cuerpo; en el mecanismo que da mejores resultados después de funcionar por un
tiempo; en el violín que mejora con el buen uso y se desmejora con el abuso y en
los animales domésticos o entrenados, etc., hay algo análogo al hábito, que no
puede ser distinguido de él por la simple mayor mutabilidad. Si se considera el
hábito exclusivamente desde el punto de vista de la retentividad, no hay razón
alguna para dudar de su existencia en el mundo material. Se ha dicho que, siendo
simplemente una aplicación de la ley de la inercia, encuentra su máxima
aplicación en la materia inorgánica, la cual, a menos que se le oponga una
fuerza contraria, conserva indefinidamente sus modificaciones o condiciones de
reposo o movimiento. Es por ello que James escribe que “la filosofía del hábito
es, en primera instancia, un capítulo de la física antes que serlo de la
fisiología o la psicología”. Sin embargo, dado que hábito significa
esencialmente una especificación de aquello que estaba indeterminado, y la
fijación de lo que era indiferente, desde este punto de vista de la plasticidad,
adaptabilidad, indeterminación y selectividad, es mejor aplicarlo a lo orgánico
más que a la materia inorgánica. Y en un sentido aún más estricto, a la
voluntad, capaz incluso de determinaciones tan opuestas como temperancia e
intemperancia, decir la verdad o mentir, y, en general, de actuar de una u otra
manera o de abstenerse enteramente de acción alguna.
VII. ASPECTOS TEOLÓGICOS
La cuestión de los hábitos tiene, en la teología, varias aplicaciones
importantes. Su discusión es necesaria en la moral fundamental para determinar
el grado de responsabilidad de las acciones humanas. El tratado de penitentiae
se relaciona con la actitud que debe tomar un confesor respecto a penitentes que
habitualmente caen en los mismos pecados, con las reglas para conceder o negar
la absolución y con el consejo que se debe dar a tales personas para ayudarlas a
dejar esos hábitos. Los escolásticos, utilizando una terminología poco adecuada
al significado moderno de hábito y algo confusa para el lector laico, distinguen
entre hábito natural y sobrenatural, entre adquirido e infuso. Algunos hábitos
naturales son adquiridos por la práctica; otros, son innatos, como el habitus
primorum principiorum, es decir, aptitudes humanas innatas de la mente para
captar la verdad de los principios evidentes por si mismos en el mismo instante
en que se entiende su significado. Los hábitos sobrenaturales no pueden ser
adquiridos puesto que ellos dirigen a la persona humana a su fin sobrenatural y
están, por eso mismo, sobre las exigencias y las fuerzas de la naturaleza.
Suponen un principio más elevado, dado por Dios: la gracia “habitual” o
santificante. Con la gracia habitual se infunden en el alma las tres virtudes
teológicas, las cuales son también habitus supernaturales, y según una opinión
más generalizada, también las cuatro virtudes cardinales y los dones del
Espíritu Santo. Tales “habitus”, de si mismos, no están capacitados para actuar,
sino sólo la fuerza, la mera potentia. La capacidad- el hábito propiamente
dicho, o la virtud, en sentido estricto- se adquiere a través de la cooperación
del hombre con la gracia divina y por la repetición de acciones. Y al contrario,
esos habitus se pierden o disminuyen a causa del pecado.
C. A. DUBRAY
Transcrito por Mary Ann Grelinger
Dedicado a sus nietos: Christian, Elizabeth, Kathleen, John, Jamie, Mary
Catherine, William y dos que están por nacer.
Traducido por Javier Algara Cossío.