Esperanza
EnciCato
La esperanza, en su significado más amplio, puede ser descrita como el deseo de
algo aunado a la expectativa de obtenerlo. La Escolástica dice que es un
movimiento del apetito hacia un bien futuro que, aunque difícilmente, puede ser
alcanzado. En el presente artículo consideraremos este estado del alma solamente
en cuanto constituye un factor del orden sobrenatural. Y desde esta perspectiva
la esperanza puede definirse como una virtud divina gracias a la cual esperamos,
con ayuda de Dios, llegar a la felicidad eterna y tener a nuestro alcance los
medios para ello. Se afirma que es divina no sólo porque su objeto inmediato es
Dios, sino también por su origen peculiar. La esperanza, tal como la estudiamos
aquí, es una virtud infusa, o sea, es distinta a los hábitos buenos, que son el
producto de la repetición de actos nacidos de nuestras propias fuerzas. Al igual
que la fe y la caridad sobrenaturales, la esperanza es plantada directamente en
el alma por Dios todopoderoso. Tanto en su naturaleza como en el alcance de su
operación sobrepasa los límites del orden creado y únicamente puede ser obtenida
por la generosidad del Creador. La capacidad conferida por ella no solamente
refuerza un poder ya existente, sino que eleva y transforma el desempeño de esa
facultad para desempeñar funciones que quedan esencialmente fuera del ámbito de
la esfera natural de su actividad. Pero todo esto se entiende exclusivamente
sobre la base, que damos por sentada, de que existe un orden sobrenatural y que
es en ese orden donde radica el destino final del hombre de acuerdo a la actual
providencia de Dios.
Se dice que la esperanza es una virtud teologal porque su objeto inmediato es
Dios. Y lo mismo se dice de las otras dos virtudes infusas: la caridad y la fe.
Santo Tomás, de forma precisa, afirma que las virtudes teologales son tales
"porque tienen a Dios como su objeto, tanto en cuanto ellas nos dirigen
apropiadamente a Él, como porque son infundidas en nuestras almas exclusivamente
por Dios y porque, también, llegamos a conocerlas solamente a través de la
revelación en las Sagradas Escrituras". Los teólogos amplían esa idea diciendo
que Dios todopoderoso constituye simultáneamente el objeto formal y material de
la esperanza. Es el objeto material porque Él es aquello que principalmente,
aunque no exclusivamente, buscamos al ejercer esa virtud. Cualquier otra cosa
que deseemos sólo es deseada porque está relacionada con Él. De ahí que, según
la doctrina más generalizada, no solamente los auxilios sobrenaturales,
especialmente aquellos que son necesarios para nuestra salvación, sino
igualmente las cosas del orden temporal, en la medida en que puedan servirnos de
medios para lograr el fin supremo de la vida humana, pueden ser vistos como
objetos materiales de la fe sobrenatural. Vale la pena poner énfasis en que, en
sentido estricto, no podemos apropiadamente esperar la vida eterna si no es para
nosotros mismos. Esto se debe a que la naturaleza de la esperanza es desear y
esperar aquello que es percibido precisamente como el bien o felicidad de quien
espera (bonum proprium). Sin embargo, unidos a los demás por el amor, podemos
desear y esperar la felicidad de los demás del mismo modo como esperamos la
nuestra.
Entendemos por objeto formal de la esperanza el motivo o motivos que nos llevan
a mantener una expectativa confiada de que nuestros esfuerzos en pos de nuestra
salvación eterna tendrán un final dichoso, a pesar de las dificultades que nos
estorban el camino. No hay consenso entre los teólogos en lo tocante a
determinar qué debe ser entendido como la razón suficiente de la esperanza
sobrenatural. Mazzella (De Virtutibus Infusis, disp. V, art. 2), cuyo juicio
tiene el mérito de la simplicidad junto con el de constituir un análisis muy
adecuado, encuentra el fundamento de nuestra esperanza en dos cosas. Según él,
se funda en nuestra comprensión de Dios como supremo bien sobrenatural, cuya
comunicación a través de la visión beatífica nos hará dichosos por toda la
eternidad. Y también en algunos atributos divinos tales como la omnipotencia, la
misericordia y la fidelidad, los cuales, reunidos, nos muestran a Dios como
nuestro auxilio infalible. Esas consideraciones, piensa él, motivan nuestra
voluntad o nos dan la respuesta a la pregunta de porqué esperamos. Obviamente se
da por sentado que la añoranza de Dios, no simplemente a causa de sus infinitas
perfecciones, sino explícitamente porque Él es nuestra recompensa, es un motor
del alma. De otro modo la actitud espiritual de esperanza en la que está
incluida esa añoranza, no sería una virtud. Lutero y Calvino insisten en que el
único producto del amor perfecto de Dios, o sea, de amar a Dios por lo que Él es
en si mismo, es que debe ser reconocido como moralmente bueno. Consecuentemente,
rechazaban como pecaminosa cualquier acción que se realizara como resultado de
pensar en la recompensa eterna o, en otras palabras, por el tipo de amor de Dios
que los escolásticos denominan "amor concupiscentiae". El Concilio de Trento (Ses.
VI, can 31) declaró que esos errores constituyen una herejía: "Si alguien afirma
que una persona justificada comete pecado por actuar correctamente movido por la
esperanza de la recompensa eterna, sea anatema". A pesar de esa declaración
inequívoca del concilio, Baio, el afamado teólogo de Lovaina, reiteró
substancialmente la falsa doctrina de los reformadores en ese sentido. Su
enseñanza sobre el tema fue formulada en los treinta y seis artículos de la
proposición extraída de sus obras, y condenada por san Pío V. Según él,
únicamente es verdadero acto virtuoso aquel que nace de la caridad, y como todo
amor se refiere ya a Dios, ya a sus creaturas, todo amor que no sea amor de Dios
por si mismo, o sea, por sus infinitas perfecciones, no pasa de ser un simple
deseo depravado y pecado. Es claro que en tal teoría no habría cabida para la
virtud de la esperanza según la entendemos nosotros. También es fácil percibir
cómo cabe esa teoría en la posición protestante inicial de identificar la fe con
la confianza, haciendo de la esperanza un acto del intelecto más que de la
voluntad. Si no podemos esperar, en el sentido católico, la bienaventuranza, el
único substituto a la mano sería la fe en la misericordia y promesas divinas.
La virtud de la esperanza es necesaria para la salvación. Ello constituye una
verdad en la que se insiste mucho en la Iglesia Católica, y a la que corresponde
una enseñanza explícita. Es necesaria, primero, como medio indispensable (necesitate
medii) de alcanzar la salvación y nadie puede entrar a la bienaventuranza eterna
sin ella. De ello se sigue que incluso los infantes, si bien no pueden haber
realizado actos de esperanza, deben ya tener el hábito de la esperanza en forma
infusa por el bautismo. Se dice que la fe es "la garantía de las cosas que
esperamos" (Heb 11,1) y sin ella "es imposible agradar a Dios" (Ibíd. 11,6).
Obviamente, por lo tanto, la esperanza es requerida para la salvación con la
misma necesidad absoluta que la fe. Además, la esperanza es necesaria porque
está prescrita por la ley natural, la cual, aceptada la hipótesis de que estamos
destinados a un fin sobrenatural, nos obliga a usar los medios necesarios para
lograrlo. Más aún, también la prescribe la ley divina. Ejemplo de ello es la I
carta de san Pedro (1, 13): "Poned toda vuestra esperanza en la gracia que se os
procurará mediante la revelación de Jesucristo".
Hay una norma positiva y una negativa de la esperanza. La negativa está vigente
siempre y en toda circunstancia. No hay ninguna contingencia que justifique
legalmente la desesperanza. La norma positiva que exige el ejercicio de la
virtud de la esperanza demanda su cumplimiento ocasionalmente, cuando uno debe
realizar ciertas obligaciones cristianas que incluyen la puesta en práctica de
actos correspondientes a una confianza sobrenatural. Tales actos son, por
ejemplo, la oración, la penitencia y otros semejantes. Tal obligación, en el
lenguaje escolástico, se llama per accidens. Por otro lado, hay ocasiones en que
no es necesaria tal motivación para hacer obligatoria la esperanza, a causa de
su importancia intrínseca, per se. Es imposible determinar con exactitud cuántas
veces sucede eso en la vida de un cristiano, pero el que eso acontece, y sucede
libremente, queda claro por la condena que hace Alejandro VII de cierta
propuesta: "El hombre nunca está obligado durante su vida a hacer actos de fe,
esperanza y caridad como consecuencia de preceptos divinos relativos a esas
virtudes". El acto explícito de esperanza no es obligado por nadie. El cristiano
promedio, cuidadoso de vivir de acuerdo a sus creencias, implícitamente
satisface el deber impuesto por el precepto de la esperanza.
La doctrina expuesta hasta aquí respecto a la necesidad de la esperanza
cristiana fue impugnada en el siglo XVI por una curiosa mezcla de misticismo
fanático y falsa espiritualidad llamada quietismo. Este singular conjunto de
errores fue dado al mundo por un sacerdote español llamado Miguel Molinos. El
enseñaba que para alcanzar el estado de perfección era necesario renunciar a
todo amor de si mismo de tal manera que uno llegara a ser indiferente al propio
progreso, a la salvación y/o a la condenación propia. La condición del alma a la
que había que tender era una de absoluta quietud, lograda a base de renunciar a
cualquier clase de deseo o cualquier cosa que pudiera entenderse como tal.
Citaré la séptima de las propuestas condenadas del libro de Molino, "Guía
Espiritual": "El alma no debe ocuparse de si misma con pensamientos de
recompensa o castigo, cielo o infierno, muerte o eternidad". Ello significa que
uno no debe esperar nada respecto a la propia salvación; cualquier manifestación
de voluntad propia es una imperfección. Consecuentemente, cualquier petición que
se haga a Dios Todopoderoso será considerada algo incorrecto. No se debe oponer
resistencia alguna a las tentaciones, si no es en forma negativa, y en todo
momento se debe alentar una actitud pasiva. En el año 1687, Inocencio XII
condenó las sesenta y ocho propuestas que incorporaban esta doctrina
extraordinaria como algo herético, blasfemo y escandaloso. Al mismo tiempo,
ordenó que el autor de la misma fuera recluido de por vida en un monasterio en
el que, habiendo abjurado de sus errores, murió en 1696. En ese misma época
Madame Guyon defendió una especie de pseudomisticismo, casi idéntico al de
Molinos, pero que excluía las conclusiones objetables. Incluso encontró un
aliado en Fenelón, quien se había engarzado en una disputa con Bossuet en
referencia al mismo tema. Posteriormente, Inocencio XII proscribió 33
proposiciones extraídas de las "Explicaciones de las máximas de los santos
acerca de la vida interior" de Fenelón. El núcleo de esa enseñanza, en lo a que
nosotros concierne, era que existe ya en esta vida un estado de perfección con
la que es imposible reconciliar cualquier amor de Dios que no sea absolutamente
desinteresado, o sea, que no contemple la posesión de Dios como nuestra
recompensa. De ahí se concluye que el acto de esperanza es incompatible con tal
estado de perfección, puesto que postula el deseo de Dios y no sólo porque Dios
es bueno en si mismo, sino porque también, y formalmente, Él es nuestro bien
final y adecuado. La esperanza es menos perfecta que la caridad, pero el
reconocimiento de esa verdad no implica deformidad moral de ninguna clase.
Tampoco es verdad que podamos o debamos pasar nuestras vidas en una acto casi
ininterrumpido de amor a Dios. De hecho no se ha dado nunca tal caso, y si se
diera, definitivamente no sería congruente con la esperanza cristiana.
A la cuestión relativa a la necesidad de la esperanza sigue, como consecuencia
natural, la relativa a su certeza. Si la esperanza es requerida absolutamente
como medio de salvación, se presume que su uso debe estar acompañado de la
certeza. Queda claro que, dado que la certeza es en sentido estricto un
predicado del intelecto, solamente se puede decir derivativamente- o como dice
santo Tomás: participativamente-, que la esperanza es algo cierto; la esperanza
es un asunto de la voluntad. En otras palabras, la esperanza, cuya función es
elevar y fortalecer nuestra voluntad, participa de la certeza de la fe y de la
caridad, las cuales residen en nuestro intelecto. Para nuestros propósitos, es
muy importante recordar qué es lo que, aprehendido por nuestro intelecto, sirve
como fundamento para la esperanza cristiana. Ya se ha dicho que ello es el
concepto de Dios, reconocido como nuestro auxilio al reflexionar sobre su
bondad, misericordia, omnipotencia y fidelidad a sus promesas. En forma
subordinada, nuestra esperanza se construye sobre nuestros propios méritos,
puesto que la recompensa eterna no será concedida sino a aquellos que emplearon
su libre albedrío para cooperar con el auxilio prestado por la bondad de Dios. Y
aquí se puede discernir una triple certeza.
Se dice que algo es cierto condicionalmente cuando acontece infaliblemente
siempre que acontece otra cosa. La fe sobrenatural es evidentemente cierta de
ese modo, puesto que, si una persona hace todo lo que es necesario para salvar
su alma, dicha persona puede estar segura de alcanzar la vida eterna. Esto queda
garantizado por el poder infinito, la bondad y la fidelidad de dios.
Existe una certeza que es propia de las virtudes en general en cuanto ellas
constituyen principios de acción. Así, por ejemplo, se puede pensar que un
hombre verdaderamente moderado estará generalmente sobrio. Siendo la esperanza
una virtud, también cuenta con esta certeza moral en la medida en que en forma
constante, y de forma establecida, nos anima a buscar la dicha eterna que se
tendrá gracias a la generosidad divina y como premio a los méritos que hayamos
acumulado con ayuda de la gracia.
Por último, se dice que algo es absolutamente cierto, o sea, cuando no está para
nada condicionado a la existencia de otro acontecimiento. En este caso, no queda
lugar para duda alguna. ¿También se aplica este grado de certeza a la
esperanza?. En lo que concierne al objeto material de la esperanza, o sea, a
aquellas gracias que son, por lo menos, remotamente apropiadas para nuestra
salvación, podemos confiar en que nos sean concedidas con toda certeza. En lo
concerniente al objeto material primario de la fe, la visión de Dios cara a
cara, la doctrina católica expuesta en la sexta sesión del Concilio de Trento
afirma que nuestra esperanza es cierta absolutamente si únicamente consideramos
los atributos divinos que la soportan y que no pueden fallar. Mas si limitamos
nuestra atención a la suma total de obras buenas con que contribuimos y en las
que fundamos las razones de nuestra expectativa, entonces, y exceptuando algún
caso especial de revelación individual, debemos aceptar que la esperanza es
incierta. Esto se deduce de nuestra imposibilidad de asegurar con antelación que
no seremos frágiles o que no seremos presa de la malicia de nuestra voluntad
libre.
Esta doctrina está en oposición directa a la afirmación básica de los
protestantes acerca de que nosotros podemos y debemos estar absolutamente
ciertos de nuestra salvación. La única condición que plantean los reformadores
es creer o confiar especialmente en las promesas que por si mismas, y sin
necesidad de obras buenas, justifican al hombre. Consecuentemente, aun si no
hubiera actos buenos en la historia personal de alguna persona, ella podría y
debería, con todo, sostener una esperanza firme, con la condición que no cesara
de creer.
Aceptando que la sede de la esperanza es la voluntad, podemos preguntarnos si,
una vez que ha sido infundida en nosotros, podemos perderla. La respuesta es que
sí; se puede destruir tanto por la comisión del pecado de desesperanza, que es
su antagonista, como por la cancelación del hábito de la fe, que es lo que da
los motivos para esperar. No está muy claro si el pecado de presunción expulsa
la virtud sobrenatural de la esperanza, aunque definitivamente no pueden
coexistir. No hace falta detenernos a considerar si es posible que alguien
continúe esperando si se le revelase que se habrá de condenar eternamente. Los
teólogos consideran que tal revelación es práctica, o quizás absolutamente,
imposible. En el caso de que, haciendo una hipótesis absurda, Dios todopoderoso
hubiese revelado a alguien que esa persona estaba destinada a la perdición
eterna, dicha persona no podría tener esperanza.
¿Tienen esperanza las almas del purgatorio?. La opinión más generalizada es que,
dado que esas almas aún no han sido admitidas a la visión intuitiva de Dios, y
que no hay nada en su circunstancia que afecte el concepto de esta virtud, ellas
deben tener el hábito y pueden hacer actos de esperanza. En cuanto a los
condenados, se considera que, siendo que han sido privados de todo don
sobrenatural, y conociendo perfectamente la perpetuidad de su castigo, ya no
pueden esperar nada. En referencia a los santos del cielo, santo Tomás sostiene
que, puesto que ya poseen aquello que esperaron, es ilógico decir que tengan la
virtud teologal de la esperanza. Las palabras de san Pablo (Rom 8, 24) van en
esa misma dirección: "Porque nuestra salvación está en la esperanza, y una
esperanza que se ve no es esperanza, pues ¿cómo es posible esperar una cosa que
se ve?". Los bienaventurados aún pueden desear la gloria propia de los cuerpos
resucitados y- por los lazos de la caridad- pueden desear la salvación de otros,
pero eso no es esperar en sentido estricto. El alma humana de Cristo es un buen
ejemplo. Gracias a la unión hipostática ya tenía la visión beatífica, pero, al
mismo tiempo, a causa de la naturaleza pasible (que era sujeto de pasiones
humanas, en el sentido teológico de la palabra) en la que Él se había encarnado,
Cristo tenía condición de peregrino (in statu viatoris) y, consecuentemente,
podía esperar el momento en que su cuerpo asumiera las cualidades del cuerpo
glorificado. Empero, esto no se puede llamar esperanza en sentido estricto,
porque la esperanza tiene como objeto primario la unión con Dios en el cielo.
WILHELM Y SCANNEL, Manual of Dogmatic Theology (Londres, 1909); MAZZELLA, De
Virtutibus Infusis (Roma, 1884), SLATER, Manual of Moral Theology (New York,
1908); ST. THOMAS AQUINAS Summa Theologica (Turín, 1885); BALLERINI, Opus
Theologicum Morale (Prato, 1901).
JOSEPH F. DELANY
Transcrito por Gerard Haffner
Traducido por Javier Algara Cossío