Esclavitud y Cristianismo
EnciCato
Es notorio cuán numerosos eran los esclavos en la sociedad Romana cuando el
Cristianismo hizo su aparición, cuán dura era su suerte, y cómo la competencia
del trabajo esclavo aplastaba el trabajo libre. Es el objeto de este artículo
mostrar qué ha hecho el Cristianismo por los esclavos y contra la esclavitud,
primero en el mundo Romano, luego en la sociedad resultante de las invasiones
bárbaras, y finalmente en el mundo moderno.
I. La Iglesia y la esclavitud romana.
Los primeros misioneros del Evangelio, hombres de origen Judío, provenían de un
país donde existía la esclavitud. Pero en Judea existía bajo una forma muy
diferente a la Romana. La Ley Mosaica era misericordiosa con los esclavos (Ex.,
xxi; Lev., xxv; Deut., xv, xxi) y cuidadosamente aseguraba su salario justo al
trabajador (Deut., xxiv, 15). En la sociedad Judía el esclavo no era objeto de
desprecio, porque el trabajo no era despreciado como lo era en otros lados.
Ningún hombre era considerado inferior por practicar un trabajo manual. Estas
fueron ideas y hábitos de vida que los Apóstoles llevaron a la nueva sociedad
que tan rápidamente creció como efecto de su prédica. Como esta sociedad
incluyó, desde el principio, creyentes de toda condición – ricos y pobres,
esclavos y seres libres – los Apóstoles estuvieron obligados a expresar sus
creencias sobre las desigualdades sociales que tan profundamente dividían el
mundo Romano. “Como tantos de vosotros cuantos habéis sido bautizados en Cristo,
habéis sido puestos en Cristo. No hay ni Judíos ni Griegos; no hay ni esclavo ni
libre; no hay ni hombre ni mujer. Porque todos vosotros sois uno en Cristo
Jesús” (Gal., iii, 27-28; cf. I Cor., xii, 13). Desde este principio San Pablo
no extrajo ninguna conclusión política. No era su deseo, ni estaba en su poder,
realizar la igualdad Cristiana por la fuerza o por una revuelta. Tales
revoluciones no son resultados de lo repentino. El Cristianismo acepta la
sociedad como es, influenciándola para su transformación a través, y sólo a
través de almas individuales. Lo que demanda en primer lugar de los amos y de
los esclavos es, vivir como hermanos – conduciéndose con equidad, sin amenazas,
recordando que Dios es el amo de todos – obedeciendo con temor, pero sin halagos
serviles, en la simplicidad de la atención, como obedecerían a Cristo (cf. Ef.,
vi, 9; Col. iii, 22-4; iv, 1).
Este idioma era entendido por amos y por esclavos quienes se convirtieron al
Cristianismo. Pero muchos esclavos que eran Cristianos tenían amos paganos para
quienes estos sentimientos de fraternidad eran desconocidos, y quienes a veces
exhibían aquella crueldad de la cual tan a menudo hablan moralistas y poetas. A
tales esclavos San Pedro les indicó su obligación: ser sumisos “no sólo con los
buenos y gentiles, sino también con los contrarios”, no con una mera resignación
inerte, sino para dar un buen ejemplo y para imitar a Cristo, Quien también
sufrió injustamente (I Pedro, ii, 18, 23-4).
A ojos de los Apóstoles, la condición de los esclavos, particularmente
desdichada, peculiarmente expuesta a tentaciones, conllevaba el más eficaz
testimonio de la nueva religión. San Pablo, recomienda a los esclavos tratar de
complacer a sus amos en todas las cosas, no contradecirlos, no hacerle ningún
mal, honrarlos, serles leales, de modo de hacer brillar ante los ojos de todos,
la enseñanza de Dios Nuestro Salvador, y para prevenir que ese nombre y
enseñanza sea blasfemada (cf. I Ti., vi, 1; Tit., ii, 9, 10).
Los escritos apostólicos muestran cuán gran lugar ocupaban los esclavos en la
Iglesia. Prácticamente todos los nombres de los Cristianos a los que San Pablo
saluda en sus Epístolas a los Romanos son serviles cognomina: los dos grupos a
los que llama “aquellos de la casa de Aristóbulo” y “aquellos de la casa de
Narciso” indican sirvientes Cristianos de la casa de esos dos contemporáneos de
Nerón. Su Epístola, escrita desde Roma a los Filipenses (iv,22) les lleva
saludos de los santos de la casa de César, i.e. esclavos conversos del palacio
imperial.
Un hecho que, en la Iglesia, aliviaba la condición del esclavo, fue la ausencia
del antiguo desprecio por el trabajo entre los Cristianos (Ciceron, "De off.",
I, xlii; Pro Flacco", xviii; "pro domo", xxxiii; Suetonius, "Claudius, xxii;
Seneca, "De beneficiis", xviii; Valerius Maximus, V, ii, 10). Los conversos a la
nueva religión sabían que Jesús había sido carpintero; vieron a San Pablo
ejercitar la ocupación de tendero (Hch, xviii, 3; I Cor, iv, 12). “Ni comimos de
balde el pan de nadie, sino que trabajamos con afán y fatiga día y noche, para
no ser gravosos a ninguno de vosotros (II Ts., iii, 8; cf. Hch, xx, 33, 34). Tal
ejemplo, dado en un tiempo en que aquellos que trabajaban eran considerados “la
escoria de la ciudad”, y aquellos que no trabajaban vivían de la generosidad
pública, constituyó una muy eficaz manera de predicar. Un nuevo sentimiento fue
por tanto introducido en el mundo Romano, mientras que al mismo tiempo fue
establecida una disciplina formal en la Iglesia. No hubiera sido ninguna
curiosidad en las ciudades Griegas y Romanas aquellos que alardearan de su ocio
(II Ts., iii, 11). Se declaró que aquellos que no trabajaran no merecían ser
alimentados (ibid, 10). No le estaba permitido a un Cristiano vivir sin una
ocupación (Didache, xii).
La igualdad religiosa fue la negación de la esclavitud como era practicada por
la sociedad pagana. Debe haber sido una exageración, sin duda, decir, como dijo
un autor del siglo primero, que “los esclavos no tienen religión, o tienen
solamente religiones extranjeras” (Tácito, “Anales”, XIV, xliv): muchos eran
miembros del collegia funeraria bajo la invocación de las divinidades Romanas
(Estatutos del Colegio de "Corp. Inscr. lat.", XIV, 2112). Pero en muchas
circunstancias, esta religión altanera y formalista, excluía a los esclavos de
sus funciones, ya que se sostenía que su presencia la hubiera profanado.
(Cicerón, "Octavio", xxiv). La igualdad religiosa absoluta, como proclamó el
Cristianismo, fue por lo tanto una novedad. La Iglesia no tomaba en cuenta la
condición social de los creyentes. Esclavos y libres recibían los mismos
sacramentos. Eran numerosos los clérigos de origen servil (San Jerónimo, Ep.
Lxxxii). La mismísima Silla de San Pablo fue ocupada por hombres que habían sido
esclavos : Pío en el siglo segundo, Calisto en el tercero. Uno podría casi
decir, que esta igualdad Cristiana era tan completa, tan niveladora, que San
Pablo (I Ti., vi, 2), y posteriormente, San Igancio (Polyc., iv), se ven
obligados a amonestar a los esclavos y siervas para que no amenacen a sus amos,
“creyentes como ellos y compartiendo los mismos beneficios”. Al darles un lugar
en la sociedad religiosa, la Iglesia les restituyó a los esclavos la familia y
el matrimonio. La ley Romana no legitimaba el matrimonio, ni la paternidad
regular, ni siquiera tenía impedimentos para las uniones más antinaturales para
los esclavos (Digesto, XXXVIII, viii, i, (secc) 2; X, 10, (secc) 5). A través de
innumerables inscripciones mortuorias está conmovedoramente comprobado que los
esclavos intentaron superar esta abominable situación, pero el nombre de uxor
que las mujeres esclavas tienen en estas inscripciones es muy precario, ya que
ninguna ley protege su honor y con ellas no hay adulterio (Digesto, XLVIII, v,
6; Cod. Justin., IX, ix, 23). En laIglesia, el matrimonio de esclavos es un
sacramento; posee “la solidez” de tal (San Basilio, Ep. cxcix, 42). La
Constitución Apostólica impone al amo el deber de hacer contraer a su esclavo
“un matrimonio legítimo” (III, iv; VIII, xxxii). San Juan Crisóstomo declara que
los esclavos tienen el poder marital sobre sus esposas y el paternal sobre sus
niños (In Ep. ad Ephes.", Hom. xxii, 2). El dice que “aquel que tiene relaciones
inmorales con la esposa de un esclavo es tan culpable como aquel que tiene las
mismas relaciones con la esposa del hombre de alto rango: ambos son adúlteros,
porque no es la condición de las partes lo que hace el crimen ("En I Tes.", Hom.
v, 2; "En II Tes.", Hom. iii, 2).
En los cementerios Cristianos no hay diferencia entre las tumbas de los esclavos
y las de los libres. Las inscripciones en los sepulcros paganos – ya sea el
columbarium común a todos los sirvientes de una casa, la parcela para el
entierro de un collegium funerario de un esclavo o liberto, o tumbas aisladas,
siempre indicaban la condición servil. En los epitafios Cristianos difícilmente
puedan ser vistos ("Bull. di archeol. christiana", 1866, p. 24), aunque los
esclavos formaran una parte considerable de la población Cristiana. A veces
encontramos esclavos honrados con un sepulcro más pretencioso que los de otros
creyentes, como aquella de Ampliatus en el cementerio de Domitilla ( "Bull. di
archeol. christ.", 1881, pp. 57-54, y pl. III, IV). Esto es particularmente así
en el caso de esclavos que fueron mártires: las cenizas de dos esclavos, Protus
y Hyacinthus, quemados vivos en la persecución Valeriana habían sido envueltos
en una sabana mortuoria de tejido de oro (ibid., 1894, p. 28). El martirio
manifiesta elocuentemente la igualdad religiosa de los esclavos: él despliega
tanta firmeza ante la amenaza de los perseguidores como lo hace el hombre libre.
A veces no es por la Fe solamente que la mujer esclava muere, sino por la fe y
la castidad igualmente amenazadas "pro fide et castitate occisa est" ("Acta S.
Dulae" in Acta SS., III Marzo, p. 552). Se hallan bellas aseveraciones de esta
libertad moral en los relatos de los martirios de las esclavas Ariadne, Blandina,
Evelpistus, Potamienna, Felicitas, Sabina, Vitalis, Porphyrus y muchas otras
(ver Allard, "Dix leçons sur le martyre", 4th ed., pp. 155-- 64). La Iglesia
hizo la liberación del esclavo un acto de caridad desinteresada. Los amos
paganos usualmente les vendían su libertad por su precio de mercado, al recibir
sus ahorros penosamente amasados (Cicerón, "Philipp. VIII", xi; Séneca "Ep. lxxx");
los verdaderos Cristianos se la daban a ellos como almas. A veces la Iglesia
redimió esclavos con sus recursos comunes (San Ignacio, "Polyc.", 4; Apos.
Const., IV, iii). Se sabe de Cristianos heroicos que se vendieron a si mismos en
esclavitud para liberar esclavos (San Clemente, "Cor.", 4; "Vita S. Joannis
Eleemosynarii" in Acts SS., Jan., II, p. 506). Muchos liberaron a todos los
esclavos que tenían. En la antigüedad pagana son frecuentes las liberaciones al
por mayor, pero nunca incluyen a todos los esclavos del propietario, y siempre
son por disposición testamentaria, que es cuando el propietario no puede ser
empobrecido por su propia generosidad (Justiniano, "Inst.", I, vii; "Cod. Just.",
VII, iii, 1). Solamente los Cristianos liberaban todos sus esclavos en vida,
despojándose por tanto a si mismos de una considerable parte de su fortuna (ver
Allard, "Les esclaves chrétiens", 4th ed., p. 338). A comienzos del siglo
quinto, Santa Melania, una millonaria Romana, garantizó gratuitamente la
libertad a tantos miles de esclavos que su biógrafo se declara incapaz de dar su
número exacto (Vita S. Melaniae, xxxiv). Palladius menciona ocho mil esclavos
liberados, lo que, tomando el precio promedio de un esclavo como de alrededor de
$ 100, representaría un valor de $800.000 (1912 dólares). Pero Palladius
escribió antes de 406, que fue mucho antes de que Melania hubiera agotado
completamente su inmensa fortuna en actos de liberalidad de todo tipo (Rampolla,
"S. Melania Giuniore", 1905, p. 221).
El Cristianismo primitivo no atacaba a la esclavitud directamente; actuaba como
si la esclavitud no existiera. Inspirando lo mejor de sus niños con esta caridad
heroica, ejemplos de los cuales han sido dados mas arriba, preparaba a lo lejos
el camino para la abolición de la esclavitud. Reprochar a la Iglesia de los
primeros tiempos por no haber condenado a la esclavitud en el principio, y por
haberla tolerado de facto es culparla por no haber permitido desatar una
espantosa revolución, en la cual quizás, toda la civilización habría perecido
con la sociedad romana. Pero decir, con Ciccotti (Il tramonto della schiavitù,
Fr. tr., 1910, pp. 18, 20), que el Cristianismo primitivo no tenía ni aún “una
visión embrionaria” de la sociedad en la cual no debería haber esclavitud, decir
que los Padres de la Iglesia no sentían “el horror de la esclavitud”, es
demostrar o una extraña ignorancia o una injusticia singular. Puede encontrarse
en San Gregorio de Niza (In Ecclesiastem, hom. iv), la más enérgica y absoluta
reprobación a la esclavitud, y nuevamente en numerosos pasajes del discurso de
San Crisóstomo tenemos imágenes de una sociedad sin esclavos: una sociedad
compuesta solamente de trabajadores libres, un retrato ideal que traza con la
mas elocuente insistencia (ver los textos citados en Allard ''Les esclaves
chrétiens", p. 416-23).
II. La Iglesia y la esclavitud despues de las invasiones de los barbaros
Está mas allá del objetivo de este artículo discutir el movimiento legislativo
que tuvo lugar durante este período con relación a los esclavos. Desde Augusto a
Constantino los estatutos y la jurisprudencia tendieron a proveerles una mayor
protección contra la enfermedad, su tratamiento y a facilitarles la liberación.
Bajo los emperadores Cristianos esta tendencia, y a pesar de recaídas en ciertos
puntos, se hizo diariamente más marcada y finalizó, en el siglo sexto, en la muy
liberal legislación de Justiniano (ver Wallon, "Hist. de l'esclavage dans
l'antiquité", III, ii and x). Aunque la ley civil sobre esclavitud permaneció
rezagada a las demandas Cristianas (Las leyes de César son una cosa, las leyes
de Cristo otra”, escribía San Jerónimo en “Ep. lxxvii"), sin embargo se habían
hecho grandes progresos. Continuó en el Imperio de Oriente (leyes de Basilio el
Macedonio, de León el Sabio, de Constantino Porphirogenitus), pero en el Oeste
fue abruptamente frenado por las invasiones bárbaras.
Estas invasiones fueron calamitosas para los esclavos incrementando su número,
el que había comenzado a disminuir, y sujetándolos a una legislación y a
costumbres mucho más duras que aquellas que obtuvieron bajo la ley Romana del
período (ver Allard "Les origines du servage" in "Rev. des questions historiques",
Abril, 1911). Aquí nuevamente la Iglesia intervino. Lo hizo de tres formas:
liberando esclavos, legislando para su beneficio en sus concilios; dando un
ejemplo de buen trato. Los documentos de los siglos quinto al séptimo están
llenos de instancias de cautivos sacados de las ciudades conquistadas por los
bárbaros y condenados a la esclavitud, a los que obispos, sacerdotes y monjes, y
píos laicos liberaron. Los cautivos liberados fueron a veces mandados de a miles
de regreso a su propio país (ibid., p. 393-7, y Lesne, "Hist de la propriété
ecclésiastique en France", 1910, pp. 357-69).
Las Iglesias de Galia, España, Bretaña e Italia, estaban incesantemente
ocupadas, en numerosos concilios, con los asuntos de los esclavos; protección
del esclavo maltratado que ha buscado refugio en una iglesia (Concilios de
Orleans, 511, 538, 549; Concilio de Epona, 517); aquellos manumitted in
ecclesiis, pero también aquellos liberados por cualquier otro proceso (Concilio
de Arles 452; de Agde, 506; de Orleans, 549; de Mâcon, 585; de Toledo, 589, 633;
de Paris, 615); validez del matrimonio contraído con completo conocimiento de
las circunstancias entre personas libres y esclavos (Concilios de Verberie, 752,
de Compiègne, 759); descanso de los esclavos los Domingos y días festivos
(Concilio de Auxerrre, 578 o 585; de Ch&acric;lon-sur-Saône, mediados del siglo
séptimo; de Rouen, 650; de Wessex, 691; de Berghamsted, 697); prohibición a los
Judíos a poseer esclavos Cristianos (Concilio de Orléans, 541; de Mâcon, 581; de
Clichy, 625; de Toledo, 589, 633, 656); supresión del tráfico de esclavos
mediante la prohibición de su venta fuera del reino (Concilio de Châlon-sur-Saône,
entre 644 y 650); prohibición contra la reducción de un hombre libre a la
esclavitud(Concilio de Clichy, 625).
Menos liberal en este aspecto que Justiniano (Novella cxxiii, 17), quien hizo el
consentimiento tácito una condición suficiente, la disciplina Occidental no
permite al esclavo ser elevado al sacerdocio sin el consentimiento formal de su
amo; sin embargo los concilios llevados a cabo en Orléans en 511, 538, 549,
aunque imponiendo penalidades canónicas al obispo que excedía su autoridad en
esta materia, declara tales ordenaciones como válidas. Un concilio celebrado en
Roma en 595 bajo la presidencia de San Gregorio Magno permite al esclavo
convertirse en monje sin ningún consentimiento, expreso o tácito, de su amo.
En este período la Iglesia se encontró convirtiéndose en una gran propietaria.
Los bárbaros conversos la dotaron en gran parte con propiedades inmuebles. Como
estas propiedades estaban provistas de siervos asignados al cultivo del suelo,
la Iglesia se convirtió por la fuerza de las circunstancias en una gran
propietaria de seres humanos, para quienes, en esos tiempos tumultuosos, esta
relación fue una gran bendición. Las leyes de los bárbaros, enmendadas a través
de la influencia Cristiana, les dio a los siervos eclesiásticos una posición
privilegiada: sus rentas fueron fijadas; ordinariamente estaban obligados a dar
la propietario la mitad de su trabajo o la mitad de sus productos, lo restante
se les dejaba a ellos (Lex Alemannorum, xxii; Lex Bajuvariorum, I, xiv, 6). Un
concilio del siglo sexto (Eauze, 551) ordena a los obispos a exigir a sus
siervos un servicio más liviano que el desempeñado por los siervos de
propietarios laicos, y remitirles a ellos un cuarto de sus rentas.
Otra ventaja de los siervos eclesiásticos era su permanencia en sus lugares. Una
ley Romana de mitad del siglo cuarto (Cod.Just.,XI, xlvii, 2) había prohibido
que los esclavos rurales fueran sacados de las tierras a las que pertenecían;
este fue el origen de la servidumbre, una condición mucho mejor que la
esclavitud propiamente dicha. Pero los bárbaros virtualmente suprimieron esta
benéfica ley (Gregorio of Tours, "Hist. Franc.", VI, 45); hasta había sido
abrogada formalmente entre los Godos de Italia por el edicto de Teodorico (sect.142).
No obstante, como un privilegio excepcional, permaneció vigente para los siervos
de la Iglesia, los que, como la Iglesia misma, permanecieron bajo la ley Romana
(Lex Burgondionum, LVIII, i; Louis I, "Add. ad legem Langobard.", III, i).
Compartían además, la inalienabilidad de todas las propiedades eclesiásticas,
que había sido establecida por los concilios (Roma, 50; Orléans, 511, 538; Epone,
517; Clichy, 625; Toledo, 589); estaban protegidos de las exacciones de los
oficiales reales por la inmunidad garantizada a casi todas las tierras de la
iglesia (Kroell, "L'immunité franque", 19110); por tanto su posición era
generalmente envidiada (Flodoard, "Hist eccl. Remensis", I, xiv), y cuando la
liberalidad real asignaba a una iglesia una porción de tierra de propiedad
estatal, los siervos que la cultivaban eran ruidosos en su expresión de alegría
(Vita S. Eligii, I, xv).
Ha sido aseverado que los siervos eclesiásticos estaban en una situación menos
afortunada debido a que la inalienabilidad de las propiedades de la iglesia
impedía que fueran liberados. Pero esto es inexacto. San Gregorio Magno liberó
siervos de la Iglesia Romana (Ep.vi, 12), y hay una frecuente discusión en los
concilios con referencia a los liberados eclesiásticos. El Concilio de Agde
(506) da al obispo el derecho de liberar esos siervos “quienes debían merecerlo”
y dejarles un pequeño patrimonio. Un Concilio de Orléans (541) declara que aún
si el obispo ha derrochado la propiedad de su iglesia, los siervos que haya
liberado en un número razonable (numero competenti) permanecerán libres. Una
fórmula Merovingia muestra a un obispo liberando un décimo de sus siervos (Formulae
Biturgenses, viii). Los concilios Españoles impusieron restricciones mayores,
reconociendo el derecho de un obispo a liberar los siervos de su iglesia a
condición de que la indemnización saliera de su propiedad privada (Concilio de
Sevilla, 590; de Toledo, 633; de Mérida, 666). Pero hicieron obligatorio liberar
a los siervos en los que se detectara una seria vocación (Concilio de Zaragoza,
593). Un concilio Inglés (Celchyte, 816) ordena que a la muerte de un obispo
todos lo otros obispos y todos los abades debían liberar a tres esclavos cada
uno por el reposo de su alma. Esta última cláusula muestra nuevamente el error
de afirmar que los monjes no tenían el derecho de manumisión. El canon del
Concilio de Epone (517) que prohibe a los abades a liberar a sus siervos fue
promulgado con el objeto que los monjes no pudieran ser dejados sin asistencia
en sus trabajos y ha sido tomado demasiado literalmente. Está inspirado no sólo
por prudencia agrícola, sino también por la consideración de que los siervos
pertenecen a la comunidad de monjes y no al abad individualmente. Más aún, la
regla de San Ferréol (siglo sexto) permite al abad liberar siervos con el
consentimiento de los monjes, o sin su consentimiento si, en este último caso,
reemplaza de su propio pecunio a los que ha liberado. La afirmación de que los
liberados eclesiásticos no eran tan libres como los liberados por propietarios
laicos no resiste un examen a la luz de los hechos, que muestran que la
situación de las dos clases era idéntica, excepto que los liberados de la
iglesia ganaban un wergheld más alto que los liberados por laicos, y por tanto
su vida estaba mejor protegida. El "Polyptych of Irminon", una detallada
descripción de las tierras de la abadía de Saint-Germain-des-Prés muestra que en
el siglo noveno los siervos de este dominio no eran numerosos y llevaban en
todos los sentidos la vida de un campesino libre
III. La iglesia y la esclavitud moderna
En la Edad Media la esclavitud propiamente dicha, no existió más en los países
Cristianos; había sido reemplazada por la servidumbre, una condición intermedia
en la cual el hombre disfrutaba de todos sus derechos personales, excepto el
derecho a dejar la tierra que cultivaba y el derecho a disponer libremente de su
propiedad. La servidumbre pronto desapareció en los países Católicos, durando
más tiempo solamente donde la Reforma Protestante prevaleció. Pero mientras que
la servidumbre se iba extinguiendo, el curso de los acontecimientos dio paso a
un renacimiento de la esclavitud. Como una consecuencia de las guerras contra
los Musulmanes y el comercio mantenido con el Este, los países Europeos linderos
al Mediterráneo, particularmente España e Italia, tuvieron una vez más esclavos;
prisioneros Turcos y también, desafortunadamente, cautivos importados por
comerciantes sin conciencia. Aunque estos esclavos eran en general bien tratados
y puestos en libertad si solicitaban el bautismo, este renacimiento de la
esclavitud, que duró hasta el siglo diecisiete, es una mancha para la
civilización Cristiana. Pero el número de estos esclavos fue siempre muy pequeño
en comparación con el de los Cristianos cautivos reducidos a esclavitud en los
países Musulmanes, particularmente en los estados Bárbaros desde Trípoli a la
costa atlántica de Marruecos. Estos cautivos eran tratados cruelmente y estaban
en peligro constante de perder su fe. Muchos realmente renegaron de su fe o, al
menos, fueron conducidos por la desesperación a abandonar toda religión y toda
moralidad. Fueron fundadas órdenes religiosas para socorrerlos y redimirlos.
Los Trinitarios, fundados en 1189 por San Juan de Matha y San Félix de Valois,
establecieron hospitales para esclavos en Argelia y Túnez en los siglos
dieciseis y diecisiete, y desde su fundación hasta el año 1787 liberaron 900.000
esclavos. La Orden de Nuestra Señora del Rescate (Mercedarios), fundados en el
siglo trece por San Pedro Nolasco, y establecida más especialmente en Francia y
España, liberó 490.736 esclavos entre los años 1218 y 1632. A los tres votos
regulares su fundador agregó un cuarto, “Convertirse en un rehén en manos de los
infieles, si esto es necesario para la liberación de un fiel a Cristo.” Muchos
Mercedarios mantuvieron este voto aún hasta el martirio
Otra orden emprendió la tarea no solo de redimir a cautivos, sino de darles
además asistencia espiritual y material. San Vicente de Paul había sido un
esclavo en Argelia en 1605, había sido testigo de los sufrimientos y peligros de
los esclavos Cristianos. A pedido de Luis XIV, les envió, en 1642, sacerdotes de
la congregación que había fundado. Muchos de estos sacerdotes, en verdad, fueron
investidos de funciones consulares en Túnez y Argelia. Desde 1642 a 1660
redimieron alrededor de 1200 esclavos a un costo de 1.200.000 livres. Pero su
mayor logro fue la enseñanza del Catecismo y la conversión de miles, y en la
preparación de muchos de los cautivos para sufrir el más cruel martirio antes de
renegar de la Fe. Como ha dicho recientemente un historiador Protestante,
ninguna de las expediciones enviadas contra los Estados Bárbaros por los Poderes
de Europa, o aún América, igualó “el efecto moral producido por el ministerio de
consuelo, y abnegación, llegando aún hasta el sacrificio de la libertad y la
vida, que fue ejercido por los humildes hermanos de San Juan de Matha, San Pedro
Nolasco, y San Vicente de Paul” (Bonet-Maury, "France, christianisme et
civilisation", 1907, p. 142).
Un segundo resurgimiento de la esclavitud tuvo lugar después del descubrimiento
del Nuevo Mundo por los Españoles en 1492. Relatar la historia del mismo
excedería los límites de este artículo. Será suficiente recordar los esfuerzos
de Las Casas en favor de los aborígenes de América y las protestas de los papas
contra la esclavización de esos aborígenes y el tráfico de esclavos negros.
Inglaterra, Francia, Portugal y España, todas participaron del nefasto tráfico.
Inglaterra sólo hizo correcciones para sus transgresiones cuando, en 1815, tomó
la iniciativa en la supresión del comercio de esclavos. En 1871, un escritor
tuvo la temeridad de aseverar que el Papado “no tenía en mente condenar la
esclavitud” (Ernest Havet, "Le christianisme et ses origines", I, p. xxi).
Olvidó que, en 1462, Pío II declaró a la esclavitud como “un gran crimen” (magnum
scelus); que, en 1537, Pablo III prohibió la esclavización de los indios; que
Urbano VIII la prohibió en 1639 y Benedicto XIV en 1741; que Pío VII demandó del
Congreso de Viena, en 1815, la supresión del tráfico de esclavos y Gregorio XVI
lo condenó en 1839; que en la Bula de Canonización del Jesuita Pedro Claver, uno
de los más ilustrado adversarios de la esclavitud, Pío IX estigmatizó la
“suprema villanía” (summum nefas) de los traficantes de esclavos. Todos conocen
la hermosa carta que dirigió León XIII, en 1888, a los obispos Brasileros,
exhortándolos a desterrar de su país los remanentes de la esclavitud; carta a la
cual los obispos respondieron con sus más enérgicos esfuerzos, como algunos
propietarios de esclavos generosos que liberaron sus esclavos en masa, como en
los primeros tiempos de la Iglesia.
En nuestros tiempos el tráfico de esclavos todavía continúa devastando Africa,
no ya para beneficio de los estados Cristianos, de los cuales toda la esclavitud
ha desaparecido, sino por parte de los países Musulmanes. Pero a medida que la
penetración Europea progresa en África, los misioneros, que son siempre sus
precursores – Padres del Espíritu Santo, Oblatos, Padres Blancos, Franciscanos,
Jesuitas, Padres de la Misión de Lyons – trabajan en el Sudan, Guinea, Gabón, en
la región de los Grandes Lagos, liberando esclavos y estableciendo “villas de la
libertad”. Encabezando este movimiento aparecen dos hombres: el Cardenal
Lavigerie quien en 1888 fundó la Société Antiesclavagiste y en 1889 promovió la
conferencia de Bruselas; León XIII, quien alentó a Lavierie en todos sus
proyectos, y, en 1890, a través de una Encíclica, condenando una vez más a los
traficantes de esclavos y la “maldita peste de la servidumbre”, ordenó una
colecta anual para ser hecha en todas las iglesias Católicas en beneficio del
trabajo anti-esclavista. Algunos escritores modernos, la mayoría de la Escuela
Socialista – Karl Marx, Engel, Ciccotti, y en alguna medida Seligman – atribuyen
la hoy casi completa desaparición de la esclavitud solamente a la evolución de
intereses y a causas económicas. La precedente exposición del tema es una
respuesta a su concepción materialista de la historia, y está mostrando que, si
no la única, al menos la principal causa de esa desaparición es el Cristianismo
actuando a través de la autoridad de su magisterio y la influencia de su
caridad.
PAUL ALLARD
Transcripto por Michael C. Tinkler
Traducido por Luis Alberto Alvarez Bianchi