Diáspora
EnciCato
(o Dispersión)
Diáspora fue el nombre dado a aquellos países fuera de Palestina en los que
había judíos dispersos, y secundariamente a las comunidades judías de aquellos
países. Diáspora, un término griego, corresponde a la palabra hebrea que
significa "exilio" (cfr. Jr., xxiv, 5). Se presenta en la versión griega del
Antiguo Testamento, p. ej. en Dt., xxviii, 25; xxx, 4, en donde la dispersión
del pueblo judío entre las naciones es manifestada como el castigo a su
apostasía. En Jn. vii, 35, la palabra se utiliza con un dejo de desdeño: "Se
decían entre sí los judíos: «¿A dónde se irá éste que nosotros no le podamos
encontrar? ¿Se irá a los que viven dispersos entre los griegos para enseñar a
los griegos?»". Dos de las epístolas católicas, la de Santiago y la primera de
Pedro, están dirigidas a los neófitos de la diáspora. En Hechos de los
Apóstoles, ii, se enumeran los principales países de los que provenían los
judíos que escucharon, cada uno en su propia lengua, la predicación de los
Apóstoles en Pentecostés. La diáspora fue el resultado de las varias
deportaciones de judíos que invariablemente siguieron las invasiones o
conquistas de Palestina. La primera deportación tomó lugar tras la captura de
Samaria por Salmanasar y Sargón, cuando una porción de las diez tribus fue
llevada a las regiones del Éufrates y a las ciudades de los medos, en el 721 a.
de JC. (Libro segundo de los Reyes, xvii, 5-6; xviii, 9-11). En 587 a. de JC. El
Reino de Judea fue transportado a Mesopotamia. Cuando, cerca de cincuenta años
después, Ciro permitió el retorno de los judíos a su país, sólo los pobres y los
más fervientes sacaron provecho del permiso, pues las familias más ricas
permanecieron en Babilonia formando el origen de una comunidad numerosa e
influyente. La conquista de Alejandro Magno causó la dispersión de los judíos
por Asia y Siria. Seleucus Nicator convirtió a los judíos en ciudadanos de las
ciudades que construyó en sus dominios, y les dio igualdad de derechos con los
griegos y macedonios (Flavio Josefo, Antigüedades, XII, iii, 1). Un poco después
de la transportación del reino de Judea a Babilonia un grupo de judíos que había
sido dejado en Palestina emigró voluntariamente a Egipto (Jr., xlii-xliv). Ellos
formaron el núcleo de una famosa colonia alejandrina, pero la gran
transportación a egipto fue efectuada por Tolomeo Soter: "Y Tolomeo tomó muchos
cautivos de las regiones montañosas de Judea, y de los lugares cercanos a
Jerusalén y Samaria, y los condujo a Egipto, estableciéndolos ahí" (Flavio
Josefo, Antigüedades, XII, i, 1). En Roma ya había una comunidad de judíos en
los tiempos de César, que es mencionada en un decreto de César citado por Josefo
(Ant. XLV, x, 8). Tras la destrucción de Jerusalén por Tito, miles de esclavos
judíos fueron vendidos, y formaron el núcleo de asentamientos en África, Italia,
España y las Galias. En tiempos de los Apóstoles, el número de judíos en la
diáspora era enorme. El autor judío Sibilino Oráculo (siglo segundo antes de
Jesucristo) pudo decir de sus compatriotas: "Cada tierra y cada mar están llenos
de ellos" (Or. Sib., III, 271). Josefo, mencionando las riquezas del templo,
decía: "que nadie se extrañe por que haya tanta riqueza en nuestro templo, pues
todos los judíos de toda tierra habitable envían sus contribuciones" (Ant., XIV,
vii, 2). Los judíos de la diáspora pagaban un impuesto del templo, similar a un
Peter’s-Pence inglés (tributo que se cobraba antiguamente en Inglaterra, para el
Papa); cada hombre adulto tributaba un didracma. Las sumas enviadas a Jerusalén
eran tan importantes en aquel tiempo que en ocasiones causaban una inconveniente
escasez de oro, que indujo en más de una ocasión al gobierno romano a detener la
colecta o, incluso, a confiscarla.
Aunque los judíos de la diáspora eran, en general, fieles a su religión, había
una prominente diferencia de opiniones teológicas entre los judíos babilonios y
alejandrinos. En Mesopotamia los judíos leían y estudiaban la Biblia en hebreo,
lo que era comparativamente sencillo por la similitud del caldeo, su idioma
vernáculo, con el Hebreo. Los judíos en Egipto y por toda Europa, llamados
comúnmente "helenistas", olvidaron rápidamente el hebreo. Para ellos se tradujo
una versión griega de la Biblia, la de los Setenta. La consecuencia fue que
ellos fueron menos ardientes en la pundonorosa observancia de la Ley. Como los
samaritanos, los helenistas mostraron una tendencia cismática al erigir un
templo rival al de Jerusalén. Fue construido por el hijo del Sumo Sacerdote
Onías en Leontopolis, en el Bajo Egipto durante el reino de Tolomeo Filometor,
en el 160 a. de JC., y fue destruido el 70 a. de JC. (Ant. XIII, iii, 2-3). Es
un dato curioso que mientras el judaísmo helenista se convirtió en la parcela en
la que el cristianismo echó raíces y tomó fuerza, la colonia de Babilonia
permaneció como un bastión del judaísmo ortodoxo y produjo el famoso Talmud. El
antagonismo fuertemente enraizado entre los judíos y los griegos hizo que el
amalgamiento de ambas razas fuese imposible. Aunque algunos de los Seléucidas y
Tolomeos, como Seleuco Nicator y Antíoco Magno, fueron favorables para los
judíos, hubo fricción constante entre los elementos de Siria y Egipto. El
pillaje ocasional y las masacres fueron el resultado inevitable, por lo que en
una ocasión los griegos en Seleuco y Siria masacraron a unos 50,000 judíos (Ant.,
XVIII, ix, 9). En otra ocasión los judíos asesinaron a los habitantes griegos de
Salamis, en Chipre, y fueron en consecuencia expulsados de la isla (Dio Casio,
LXVIII, 23). En Alejandría se juzgó necesario confinar a los judíos a un gueto.
El Imperio Romano, por el contrario, estuvo en términos generales bien dispuesto
hacia los judíos de la diáspora, quienes tuvieron en todos los territorios el
derecho de residencia y no podían ser echados. Las dos excepciones fueron la
expulsión de los judíos de Roma bajo Tiberio (Ant., XVIII, iii, 5) y bajo
Claudio (Hechos de los Apóstoles, xviii, 2), pero ambas fueron de corta
duración. Su culto fue declarado una religio licita. Todas las comunidades
tenían su sinagoga, proseuchai o sabbateia, que funcionaban también como
librerías y lugares de asamblea. La más famosa fue la de Antioquia (De bell. Jud.,
VII, iii 3). También tenían sus cementerios; en Roma, como los cristianos,
sepultaban a sus muertos en catacumbas. Tenían el permiso para observar
libremente sus ordenanzas religiosas, como el sabbath (descanso sabático), sus
festivales y sus leyes dietéticas. Estaban exentos del culto al emperador y del
servicio militar. Muchos judíos gozaron de la ciudadanía romana, como San Pablo
(Hechos de los Apóstoles, xvi, 37-39). En muchos lugares la comunidad judía
formaba una organización reconocida con sus propios poderes administrativos,
judiciales y financieros. Ésta era gobernada por un consejo llamado gerousia,
compuesto por ancianos, presbiteroi, a la cabeza de lo que era un Arconte
propio. Otra muestra de la libertad que gozaron los judíos en todo el imperio
fue su propagandismo activo (cfr. Mt., xxiii, 15). Los neófitos eran llamados
phoboumenoi o sebomenoi, lo que significaba "temerosos de Dios" (Hechos de los
Apóstoles, xiii, 16, 26, 43; Flavio Josefo, Antigüedades, XIV, vii, 2). Su
número fue aparentemente muy grande. San Pablo se reunía con ellos en casi todas
las ciudades a las que visitaba. Flavio Josefo, elogiando la excelencia de la
Ley, dice: "la multitud de la humanidad misma ha tenido una gran inclinación a
seguir nuestras observancias religiosas. No hay una sola ciudad de los griegos o
los etíopes, en donde nuestras costumbres y nuestra prohibición sobre los
alimentos no sea observada" (Contra Apion., II, xl). Muchos de los conversos
eran personas distinguidas, como Aguila, el mayordomo de la reina de Candace
(Hechos de los Apóstoles, viii, 26 ss.); Azizo, rey de Emesa, y Polemo, rey de
Cilicia (Ant.,.xx, vii); la dama patricia Fulvia (Ant., XVIII, iii, 5), etc.
Jewish Encyc. s. v. Dispersion; SCHURER, Geschichte des judischen Volkes (Leipzig,
1890); GRATZ, Geschichte der Juden; RENAN, Les Apétres; MOMMSEN, The Provinces
of the Roman Empire (tr. Londres, l886). Una lista de los países de la diáspora
es dada por PHILO, Leg. ad Caium, 36.
C. VAN DEN BIESEN
Transcribió Joseph E. O'Connor
Traducido por Francisco Con G.