¿En qué consiste la tibieza?

 
 

            Dios mío, yo quisiera saber bien en qué consiste la tibieza, de que con tanta frecuencia se me habla en son de amenaza; quisiera saber bien si me encuentro yo, débil como soy, entre esos mediocres que te desagradan, entre esos heridos vulgares, víctimas de disputas fútiles, de tenebrosos conflictos callejeros y de encrucijadas.

 

            Cuando se me dice que la tibieza es una fatiga, una saciedad, una languidez del alma, me acuerdo de que he pasado por todos esos estados y se apodera de mí la inquietud. ¿Quizá también para mí, fatigado hasta el hastío, sin bríos, sin fuego y sin vigor, cuando me siento de mal humor, van a resonar también las ásperas recriminaciones dirigidas contra todos los cobardes; y debo considerarme como un tibio, cuando me encuentro triste y decaído?

 

            La tibieza no es en primer término un sentimiento, y se la define mal cuando se habla de ella como de un estado afectivo. La tibieza es principalmente una actitud de la voluntad, una decisión consciente, un estado admitido a sabiendas. No consiste en un melancólico decaimiento, sino en un rechazo deliberado de seguir hasta el fin la voluntad del único Maestro. Se encuentra en todas las almas que sin reparos aceptan el pecado venial, y que hacen de él, por lo tanto, una costumbre.

 

            Para conocer si soy tibio, lo primero que debo observar no es el número de mis faltas. Ese número puede aumentar o disminuir sin que se modifique mi disposición interior. Basta que cambien las circunstancias. El más impaciente de los hombres tendrá menos accesos de ira si se le transporta en medio de la pacífica Sión, y si no se halla rodeado más que de benévola docilidad. Su impaciencia, aunque se manifieste menos, no por eso ha disminuido, y la mirada que escudriña los corazones no reconoce progresos en él. Puede incluso decirse que la gravedad de las faltas no es absoluta e inmediatamente indicio seguro de tibieza. San Pedro no era tibio la tarde de la negación, y hay caídas profundas y bruscas, que las almas fervorosas han de temer lo mismo que los demás.

 

            En cambio, la facilidad con que se peca revela una complicidad antecedente con el enemigo de las almas, y el que el mal entre en nosotros dejándonos insensibles muestra a las claras que nuestra voluntad lo había secretamente aceptado de antemano. El que puede decir sinceramente a Dios: Señor, estoy decidido a no rehusarte nada; quiero cumplir todos mis deberes y todos tus deseos; no me reservo nada, nada disimulo, te hago entrega de toda mi capacidad de querer, ese tal es un buen servidor y un fiel discípulo. No es, no puede ser un tibio, y sin embargo, caerá aún. Sus caídas serán, empero, accidentes locales, infidelidades pasajeras a sus buenas disposiciones anteriores; para repararlas le bastará restaurar, con la gracia de Dios, la voluntad inicial, y cerrar, por decirlo así, el paréntesis que había abierto en su vida la caída.

 

            El tibio, por el contrario, no quiere pronunciar sinceramente la palabra del abandono absoluto. Dará, pero hasta tal límite; se someterá, excepto en tales casos; prevé y acepta su déficit espiritual, y se decide a no renunciar a tal cosa que el precepto divino, aunque no con obligación grave, le ordena que deje. El apego puede ser en sí de ninguna importancia: una pereza consentida, un rencor mantenido, una irregularidad que llega a arraigar en nosotros como algo permanente, el objeto preciso no importa; lo que hace de un alma cristiana un alma tibia es el cautiverio voluntario en manos de un tirano terrestre.

 

            Dos hombres pasean por un camino. El primero marcha derecho, pero tropieza en un obstáculo y cae. Una vez levantado continúa caminando derecho; el principio de la marcha no está viciado en él. El otro es cojo; no tropieza contra ninguna piedra, ni cae gravemente, pero ninguno de sus pasos es correcto; el principio de la marcha de este tal es defectuoso. Ahora bien: el principio de nuestras acciones morales es nuestra libre voluntad. Cuando esta voluntad es correcta, obedece a su ley suprema y se somete deliberada y totalmente a sólo Dios. Esta sumisión no suprime los defectos, pero los desaprueba; no hace imposibles las caídas, pero las convierte en ilógicas. Este hombre puede caer, pero no cojea, y levantando marcha aún derecho.

 

            Cuando, por el contrario, la voluntad es incorrecta, y deliberadamente rehúsa a Dios la total sumisión, cualesquiera que sean las obediencias parciales, esa voluntad es la de un alma coja e imperfecta, y las malas acciones que de ella procedan se seguirán lógicamente. No está quitado el defecto, ni siquiera desaprobado.

 

            Por eso, Dios mío, quiero echar una mirada sobre mí mismo. Puede ser que sea yo uno de esos adormecidos que nunca han pensado en tomar una resolución respecto de tu voluntad; puede ser que mi conciencia esté profundamente aletargada - gravi corde - e incapaz de enderezarse, si tu trueno no la despierta.

 

               Hazme salir de mi tumba. Pero quizá he hecho yo también a sabiendas, como Ananías y Safira, dos partes de hacienda, y guardando tal vez en mi mano codiciosa una porción de mi voluntad, no estoy dispuesto a ofrecerte más que una mentida sumisión. Puede ser que te haya dicho: todo, pero esto no; imaginándome que tenía derechos que debía hacer valer, y bienes personales que defender, temiendo de parte de Dios un despojo excesivo. Si así fuera, me encuentro verdaderamente entre esos tibios cuya absurda cobardía te disgusta, y no me he dado cuenta de no haber sembrado en mis surcos más que la nada.

 

                Esta certera reflexión, la tenía entre mis archivos, y como se tocó el tema de la tibieza, lo busqué para publicarlo, la fuente es Catholic.Net, el autor no lo anoté, trataré de conseguirlo. Alabado sea el Resucitado: Jesucristo, en los cielos y en la tierra.