El tema de la alegría

La alegría es uno de los principales temas de las Escrituras; se le encuentra por todas partes en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. El mensaje de la Biblia es profundamente optimista: Dios quiere la felicidad de los hombres; su éxito, su expansión, los quiere colmados de abundancia y de plenitud. La alegría traduce, en el hombre, la conciencia de una realización ya efectiva o todavía por venir.

El mundo actual apenas conoce esta alegría integral, que supone una profunda unificación del ser en la línea de su existencia según Dios. Hay algunas alegrías propias del hombre moderno, por ejemplo, la que procura la transformación de la naturaleza. Pero estas alegrías quedan reservadas a unos pocos e incluso, generalmente, son dudosas. La mayor parte de los hombres buscan la alegría en la evasión, el sueño y el placer, y aceptan una vida cotidiana sin relieve y sin sentido. Las más de las veces el hombre se encuentra destrozado en todos los sentidos, y muy pocos son los que llegan a unir los múltiples hilos de existencia concreta.

Los cristianos deben saber que la Buena Nueva de la salvación es un mensaje de alegría. En un mundo rico en posibilidades, pero, al mismo tiempo, sometido a contradicciones y tenido como absurdo por algunos, deben comunicar a los que se encuentran a su alrededor la alegría que ellos viven: una alegría extraordinariamente realista y que expresa su certeza, basada en la victoria de Cristo, de que el futuro de la humanidad se irá construyendo a través de dificultades y contradicciones aparentes. El mundo no es absurdo, ya que Dios le ama, y el principio vital de su éxito se nos ha dado una vez por todas en Jesucristo.

Pero la alegría cristiana no importa cuál pueda ser. Lo que importa es conocer su significado profundo y manifestar su propio carácter.

La Alianza, fuente de alegría en Israel

La historia de la alegría bíblica sigue paso a paso a un conocimiento más profundo de la fe. Las alegrías más espontáneas son las que aportan la seguridad de la vida cotidiana, percibidas como otras tantas bendiciones de Yahvé: la alegría de la vendimia y de la siega, la alegría del trabajo bien hecho o del descanso merecido, la alegría de una comida familiar, la alegría que una mujer fiel y fecunda puede proporcionar a su marido, las alegrías ruidosas de las grandes fiestas, como la alegría íntima del corazón. Y el terreno por excelencia en que se experimenta y se expresa esta alegría es la fiesta y las múltiples formas de celebración cultual, en las que Yahvé invita a Israel a regocijarse en su presencia con la misma alegría que El experimenta al contemplar sus obras; la alegría de Israel es alabar a su Dios por las maravillas de su creación.

Pero es un hallazgo progresivo de la fe el hecho de que el Dios de la Alianza interviene en los acontecimientos y en la historia, y que sus intervenciones, a menudo imprevisibles, no aportan siempre la seguridad espontáneamente buscada. La alegría adquiere mayor profundidad a medida que deja de estar ligada a la posesión de un bien. Yahvé reserva la verdadera alegría a los que se hacen pobres ante El y lo esperan todo de su Dios y de la fidelidad a su Ley. Nada puede entonces empañar esta alegría: ni la angustia, ni el sufrimiento que, al contrario, pueden fomentarla. La alegría de Yahvé es la fuerza de aquellos que le buscan.

Por otra parte, el dinamismo de la fe invita al pobre de Yahvé a dirigir su mirada hacia el futuro. Dios interviene en los acontecimientos, y esto es para el pobre una causa de alegría; pero cuando, un día, se produzca la intervención divina, portadora de la salvación definitiva, entonces la alegría no conocerá límites y colmará la esperanza de los pobres con su superabundancia. Tierra y cielos pregonarán su alegría. Jerusalén, que verá reunirse en ella gente que procede de la dispersión y del destierro, solo será en adelante "Júbilo", y el Pueblo de Dios será exclusivamente "Alborozo".

 

Jesús de Nazareth y la alegría mesiánica

La intervención de Jesús en la historia, tal como los Evangelios nos la han contado, ha engendrado en torno a ella un clima de exultación y de alegría. Las páginas dedicadas por San Lucas a la infancia del Mesías son significativas en este aspecto: en el momento de la visitación, el Precursor se estremece de júbilo en el vientre de su madre, y la Virgen María salta de alegría ante su Dios que colma de bienes a los hambrientos y a los ricos los hace volver con las manos vacías; lo mismo sucede en el nacimiento de Jesús en la cueva de Belén; el propio cielo resuena de alegría anunciando la Buena Nueva a los pastores.

Es cierto, en todo caso, que el ministerio público de Jesús ha estado jalonado, hasta su última subida a Jerusalén, de momentos en que la muchedumbre que le seguía ha expresado su júbilo y su entusiasmo, reconociendo en El al Mesías. Es igualmente cierto que Jesús ha suscitado en torno a El reacciones de alegría mesiánica: si El es el Esposo, no hace falta que sus discípulos ayunen en su presencia.

Varias notas nos invitan a conocer más a fondo la alegría mesiánica en un sentido muy específico y que manifiesta la ambigüedad de las reacciones espontáneas de la muchedumbre. En primer lugar, la alegría mesiánica está reservada a los pobres y a los pecadores que se arrepienten, ya que son ellos los únicos que perciben la naturaleza de la salvación que Jesús trae consigo y que procura la alegría. Además, esta alegría tiene su fuente en el mismo Mesías: Jesús ofrece una alegría que es la suya y que ha engendrado en El la entrega total de Sí y la obediencia perfecta al Padre; pero solo reciben esta alegría aquellos que, a su vez, observan el mandamiento nuevo del amor sin límites. "Si observáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, como Yo he observado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Os digo esto para que mi alegría esté en vosotros y para que vuestra alegría sea perfecta" (Jn 15, 10-11).

La alegría del Evangelio es una alegría que viene de lo Alto, pero que, al mismo tiempo, debe surgir de un corazón de hombre: es una alegría divino-humana. Jesús es el iniciador definitivo de esta alegría: esta alegría es pascual, ya que está, necesariamente, ligada al acto último por el que Jesús expresa su obediencia al Padre dando su vida por todos los hombres.

 

La alegría del Espíritu en el Pueblo de Dios

La alegría de la Iglesia es la alegría del Espíritu. La venida del Espíritu que constituye la Iglesia atestigua que la salvación del mundo está definitivamente realizada con la muerte y resurrección de Cristo. Esta venida sella la verdadera alianza pactada entre Dios y la humanidad: entre Dios, que no ha dejado de advertir al hombre su amor, y la humanidad, que ha encontrado en Jesús de Nazareth su respuesta perfecta. La venida del Espíritu que engendra la alegría de los hombres se realiza juntamente por el Padre y el Resucitado; el Espíritu Santo solo puede intervenir al final de un itinerario en que el Hombre-Dios se hace obediente hasta la muerte en la cruz. Jesús debía, pues, pasar la prueba de la pasión para que la tristeza de sus discípulos se transformara, algún día, en gozo.

Los miembros del Pueblo de Dios no dejan de dar gracias por ese don del Espíritu. La alegría que experimentan se traduce espontáneamente en acción de gracias, ya que la salvación por la que se alegran es, en primer lugar y ante todo, un don. Esta dimensión de su alegría es completamente esencial: los cristianos saben que el triunfo definitivo de la aventura humana depende radicalmente de la misericordia obsequiosa de Dios Padre. "En esto consiste su amor: no es que nosotros hayamos amado a Dios, sino que El nos ha amado a nosotros..." (1 Jn 4, 10). El Magnificat de la Virgen María expresa maravillosamente la tonalidad fundamental de la alegría cristiana.

¡Que no haya, sin embargo, error en esto! La acción de gracias de la que se trata no es la actitud pasiva de alguien que reconociera que todo le viene de Arriba; esta acción de gracias manifiesta la alegría del participante. En el preciso momento en que le es dado al cristiano el Espíritu como herencia, aquel se encuentra llamado a contribuir, por su parte, a la edificación del Templo de Dios. Los miembros del Cuerpo de Cristo no conocen la alegría de los últimos tiempos más que dirigiendo sus pasos por el surco abierto por Jesús y recorriendo, a imitación de El, un idéntico itinerario de obediencia hasta la muerte, y, si es preciso, hasta la muerte en la cruz. El dinamismo de la alegría cristiana lleva consigo necesariamente este elemento de cooperación activa.

También la alegría del Espíritu que conoce la Iglesia en su condición terrena es la alegría propia del tiempo de la construcción. Esta no es todavía la alegría del perfecto cumplimiento, la que conocerá el hombre perfecto en el último día. El Nuevo Testamento expresa esto, declarando que nosotros solo poseemos aquí abajo las "arras" del Espíritu.

 

El testimonio de la alegría constante

Cada vez que San Pablo nos describe su vida misionera, insiste en las dificultades y obstáculos que ha encontrado, pero es para demostrar que la prueba ha sido para él fuente de alegría.

En el horizonte del ministerio paulino aparece siempre la pasión de Cristo, y en todas circunstancias Pablo trata de identificarse a la obediencia de su Salvador. El apóstol de las Naciones sabe que solo esta conformidad puede fecundar su acción y hacer fructuoso el papel que desempeña al servicio del Reino y en el que él está llamado a unificar su vida en la de Cristo. La predicación de la Buena Nueva de la salvación es indisociable de la vida del testigo: si la salvación procura gozo y alegría, es conveniente que sus pregoneros estén siempre contentos (2 Cor 6, 10), cualesquiera que sean los sufrimientos de su ministerio.

La alegría en el sufrimiento-que puede llegar hasta el martirio-es el signo por excelencia de la autenticidad cristiana. Esta alegría en manera alguna está dictada por ningún fanatismo; solo ella hace palpable un secreto cumplimiento; manifiesta que, en la experiencia, el camino real de la cruz conduce a la única vida que puede colmar al hombre. La alegría en el sufrimiento no es una alegría espontánea: solo puede engendrarla una obediencia al Padre cada vez más perfecta. Esta alegría expresa la absoluta certeza de que este camino de obediencia perfecta completa verdaderamente al hombre. De esta manera, lo importante para el cristiano no es estar con frecuencia con alegría, sino el ser siempre alegre. La alegría cristiana, especialmente la del misionero, debe ser una alegría constante; en esta constancia es donde radica su especificidad.

Es preciso subrayar, además, otra dimensión distinta de la alegría que debe irradiar en el propio semblante del misionero: es su necesaria actualidad. Quiero decir con ello que el secreto cumplimiento cuyo mensaje lleva la alegría del misionero debe aparecer como la respuesta, inesperada pero efectiva, a la esperanza más íntima de los hombres de nuestro tiempo. Desde este punto de vista, los misioneros de hoy deberán manifestar cada vez más su convicción de que la salvación de Jesucristo interesa directamente al éxito concreto de la aventura humana, de una aventura de cuya responsabilidad total los hombres se sienten portadores. Entre el desarrollo de la empresa misionera y la construcción del mundo tomada a su cargo por los hombres deberá manifestarse una unión cada vez más estrecha. El testimonio de la alegría constante debe concretarse en el servicio eclesial del mundo.

 

La alegría de la participación eucarística

La celebración eucarística constituye uno de los terrenos privilegiados en que debe comunicarse y experimentarse, de alguna manera, la verdadera alegría. La ambición que persigue la Iglesia al reunir a sus fieles en torno a las dos mesas de la Palabra y del Pan es hacerles vivir por anticipado la salvación propia del Reino y la fraternidad sin límites que lleva consigo. En este sentido, la participación eucarística es objetivamente fuente de alegría.

Pero ni qué decir tiene que la celebración eucarística no es automáticamente ese terreno privilegiado. Para que lo sea, es preciso, en primer lugar, que la misa sea una verdadera celebración: los cristianos reunidos deben verse en ella como penetrados por lo más profundo de ellos mismos, lo cual supone especialmente que la Palabra proclamada se incorpore, efectivamente, en la vida y las responsabilidades de los que la reciben. Es preciso, además, que la propia reunión simbolice el proyecto de catolicidad de la Iglesia: los cristianos convocados para la celebración deben poner de manifiesto que, dentro de su diversidad, están constituidos hermanos mediante la gracia de Cristo, que sobrepasa los muros de separación entre los hombres. Este punto es muy importante: una celebración eucarística, si no tiene en cuenta el punto anterior, puede que no produzca más que la alegría simplemente humana de un contacto entre hombres que son ya hermanos por afinidad de razas, de medio social o de intereses comunes; en este caso la celebración solo serviría para consagrar una proximidad previa recargándola después de un peso de afectividad profunda. Tal celebración puede preparar la experiencia de la hermandad propia del Reino; pero no puede uno quedarse ahí, y los pastores deben aprovechar todas las ocasiones para abrir sus comunidades eucarísticas a las riquezas de la diversidad humana. ¡La alegría fraguada en el sufrimiento será, tal vez, menos espontánea, pero cuánto más verdadera!

MAERTENS-FRISQUE
Nueva Guía de la Asamblea Cristiana I
Marova. Madrid 1969, pág. 117-122