La espiritualidad laica

Afirmación y ruptura de la vida secular
«desde dentro»


Josep Mª. RAMBLA
Jesuita
Delegado de Formación
de la Provincia jesuítica
de Cataluña. Barcelona


La vida eclesial es polifónica. La presentación que de ella nos hace 
Pablo en la Primera Carta a los cristianos de Corinto (capítulo 12) es 
la de una comunidad en la que una gran variedad de dones compone 
una sola obra. ¿Cuál es el lugar del laico en esta «composición» 
eclesial? ¿Qué es, de hecho, un laico y cuál es su espiritualidad? 
Como parte activa de esta Iglesia polifónica, me permito expresar mi 
pensamiento sobre la «voz» del laico. Mi reflexión se funda en la 
experiencia cristiana compartida con seglares y en mis sinceras 
expectativas respecto de ellos. Lo que sigue tiene, pues, su 
justificación en la cercana diferencia: soy jesuita, sacerdote, pero no 
me considero lejano ni ajeno a lo que muchos laicos hacen y viven1. 


La redención en el corazón del mundo 2

La afirmación de Jesús a Nicodemo: «Tanto amó Dios al mundo que 
entregó a su Hijo único» (Jn 3,16) es fundamental para la 
comprensión cristiana de la realidad mundana. Desde que el Verbo 
«plantó su tienda entre nosotros», toda la creación ha quedado 
bañada en el amor de Dios, que se desborda plenamente en la 
Resurrección. Jesucristo es ya el sí rotundo y definitivo de Dios al 
mundo y a la historia, por muy limitados y precarios que éstos sean. 
La redención implica, pues, lo mundano, todo lo creado, como uno de 
sus componentes, de modo que la redención, aunque no puede 
reducirse al desarrollo del mundo, es ya inseparable de él. La acción 
de Dios, interior al mismo mundo, anima y transforma el mundo y la 
historia desde dentro, conduciéndolo todo, incluso la realidad 
material, hacia la perfecta liberación (cf. Rm 8,18-25), porque todo 
tiene ya su plena consistencia en Cristo, «primogénito de toda la 
creación» (Col 1,15-20). Consecuentemente, el mundo y las 
realidades materiales tienen «carácter medial»3.

Toda una antigua tradición teológica que arranca de Tomás de 
Aquino y que ha sido recuperada en tiempos recientes (Pierre 
Teilhard de Chardin, Dominique-M. Chenu, Yves-M. Congar, Karl 
Rahner, Johannes-B. Metz, por ejemplo) corrobora esta manera de 
pensar. Posteriormente, la teología de la liberación y todas las 
corrientes de pensamiento afines han destacado con fuerza cómo no 
hay dos historias, una profana y otra de salvación, sino que la historia 
de salvación acontece en la historia de la humanidad. Sin embargo, si 
hoy este tipo de pensamiento no ofrece especiales resistencias entre 
muchos cristianos, no podemos todavía afirmar que sea ya un 
patrimonio plenamente adquirido de la praxis y la espiritualidad 
cristianas comunes. 

D/MUNDANO: Hasta aquí, sólo he destacado la mundanización o 
secularización de la obra de Dios. Con todo, queda dicho 
implícitamente que la mundanización es obra divina. Dios, de algún 
modo, se mundaniza, ya que es él mismo quien, sin disolverse en el 
mundo, se abaja hasta el mundo, desciende por iniciativa propia, para 
elevarlo e incorporarlo al misterio de Cristo. De este modo, comunica 
una densidad y un dinamismo divinos al mundo, haciéndolo más 
mundo (es decir. sin desnaturalizar lo natural). 


La Iglesia de un Dios «mundano»

De acuerdo con todo lo que precede, podemos afirmar que la 
Iglesia «tiene una auténtica dimensión secular inherente a su íntima 
naturaleza y a su misión, que hunde sus raíces en el misterio del 
Verbo encarnado»4. Aunque su misión se orienta hacia el punto 
culminante de la historia, cuando Dios lo será «todo en todo» (1 Cor 
15,2), dicha misión abarca también la transformación del mundo, del 
orden temporal. Y, aun cuando el cristianismo como tal debe hacerse 
visible en la sociedad y en el mundo, su presencia no se reduce a 
estos espacios o tiempos de visibilidad, sino que debe seguir 
operante cuando cesan las manifestaciones exteriores de la vida y 
acción de los cristianos y de la Iglesia. Porque la realidad cristiana 
propiamente tal, como realidad que tiene en Dios su origen y su 
término, también debe desarrollarse en la vida secular y profana. 

La vida de cada cristiano, por el bautismo, se inserta, pues, 
lógicamente en este misterio. De modo que no hay vida cristiana 
donde no se da algún modo de afirmación real de este mundo amado 
por Dios y donde, a la vez, no se da reconocimiento creyente del don 
de Dios mismo a este nuestro mundo. Un ermitaño que viva su 
soledad como efecto de un desengaño humano, en forma de 
alejamiento desdeñoso de la civilización e insolidariamente con este 
mundo, no es cristiano. Y esto, por mucha literatura religiosa que 
consuma y por muchas palabras y signos de piedad que llenen sus 
días y años... Una asistente social inmersa en los problemas de un 
barrio suburbial, entregada a la acción y a la lucha por cambiar la 
sociedad, sólo vivirá y expresará su cristianismo en la medida en que, 
en el silencio de su corazón y con los signos exteriores más 
connaturales a su profesión, exprese su vinculación a la acción del 
Espíritu del Señor que todo lo renueva (cf. Ap 21,5). Afirmación activa 
del mundo y reconocimiento creyente se dan la mano en toda 
existencia cristiana auténtica. 


Dos voces con distintas variaciones

Con todo, en la polifonía de carismas presentes en la Iglesia se da 
una polarización no exclusiva alrededor de cada uno de estos dos 
extremos: afirmación del mundo y reconocimiento creyente. La vida de 
unas cristianas o cristianos entregados en cuerpo y alma a la política, 
al ejercicio serio de la profesión médica o de la cátedra universitaria, 
al trabajo mecánico en una fábrica o a una actividad sindical, a la 
paternidad o a la maternidad, es una existencia articulada alrededor 
de la afirmación del mundo, de lo secular. En cambio, la vida de 
personas consagradas a la oración o unidas en estrecha vida 
comunitaria, o entregadas al apostolado en pobreza, castidad y 
obediencia, es una existencia más polarizada, mediante un cierto 
distanciamiento de lo mundano, alrededor del reconocimiento 
creyente de la irrupción gratuita de Dios en nuestro mundo. La 
diferencia es debida fundamentalmente al carácter limitado de la vida 
humana: la misma y única vida de fe, al inclinarse hacia una forma de 
realización más secular, no puede realizar un estilo de vida más 
centrado en actos que expresen visiblemente la acción gratuitamente 
decisiva de Dios en el mundo, y viceversa. 

No se trata de dos tipos de vida excluyentes: ni unos pueden negar 
u ocultar la primacía absoluta del Dios-Amor, que se nos da y nos 
salva, ni otros pueden dejar de lado el hecho de que este nuestro 
mundo es el lugar donde Dios se nos ha dado y permanece para 
siempre. 


¿Qué es, pues, un laico? 

LAICO/QUIEN-ES: En lo que precede, aparece cómo la vida laical 
es la vida cristiana estructurada alrededor de la realidad secular. La 
vocación del laico «afecta precisamente a su situación 
intramundana»5. La vida consagrada tiene su polo estructurador en 
los elementos evangélicos más religiosos (oración, comunidad de vida 
y de bienes, disponibilidad plena para el servicio del evangelio, etc. ), 
posibilitado por la renuncia a determinadas formas de vivir lo 
económico (pobreza), la sexualidad y la afectividad (castidad) y la 
libertad personal (obediencia). 

Lo que caracteriza la vida laical es, pues, la condición secular. «El 
carácter secular es propio y peculiar de los laicos»6. Esta condición 
secular, iluminada y animada por la fe, debería presentar estos 
rasgos: 

a) Afirmación de la vida secular. Obviamente, es el primer rasgo 
distintivo. «El mundo se convierte en el ámbito y el medio de la 
vocación cristiana de los laicos»7. El mundo, es decir, el lugar que no 
es propio de la Iglesia, aunque tampoco le es ajeno. Una cristiana o 
un cristiano laicos centran su vida en realidades como el matrimonio y 
la familia, la profesión, la acción social o política, la cultura o la 
investigación científica, etc. Y en esta condición secular tiene a 
menudo un papel primordial la vida sexual, el placer y el goce de la 
vida. Ahora bien, un laico, y sólo él, puede expresar, a través de lo 
que es y sin prácticas sobreañadidas, algo de la originalidad 
evangélica: un inequívoco sí a este mundo, a lo terreno y temporal, al 
cuerpo y a la vida. «El ser y el actuar en el mundo son para los fieles 
laicos no sólo una realidad antropológica y sociológica, sino también, 
y específicamente, una realidad teológica y eclesial»8. 

b) Ruptura «desde dentro». Dios ha afirmado nuestro mundo, pero 
éste no tiene un proceso rectilíneo hacia la plenitud. El mundo nuevo 
y definitivo, el Reino de Dios, hemos de «buscarlo» y «batallarlo» con 
amor y entrega perseverantes, a la vez que hemos de esperar «que 
venga» como don de Dios. De ahí que la mundanidad de la vida laical 
—afirmación del sí de Dios al mundo—no pueda confundirse con el 
error de fundar el éxito de nuestra historia pura y simplemente en el 
esfuerzo humano, quizá prometeico. 

LAICO/MUNDANO/SI-NO: Los laicos contribuyen a superar este 
error mediante alguna forma de ruptura «desde dentro»9, expresión 
de la cualidad profética de la que están investidos por el bautismo. Es 
decir, sin alejarse de la realidad secular y siendo fieles al dinamismo 
propio de las realidades seculares (economía, cultura, sexualidad, 
sociedad...). Esto implica siempre una entrega a fondo, pero «a 
contracorriente» de los pseudovalores imperantes (aspecto negativo) 
y en coherencia con los valores que la novedad del evangelio 
proyecta sobre la realidad humana (aspecto positivo). Así, por 
ejemplo, la vida laical exige no claudicar cuando en un tipo de 
sociedad se impone la ecuación «abundancia de dinero = valor 
personal», cuando se considera al débil como a un enfermo, cuando 
el individualismo y la insolidaridad se convierten en ideal de vida, etc. 
Al mismo tiempo, la ruptura «desde dentro» se ha de vivir en la 
fidelidad a una serie de formas de entender la vida en el mundo que, 
de modo muy relevante, dimanan del evangelio: considerar a los 
pobres como horizonte determinante de todas las opciones 
(económicas, laborales, sociopolíticas, eclesiales...); amar a los 
enemigos; no sucumbir a la «idolatría» del dinero; desarrollar 
actitudes como la gratuidad, la solidaridad eficaz y la humilde 
confianza cuando parece que se hunden las promesas que el mundo 
ofrece; alimentar la experiencia evangélica del Dios «con nosotros» 
«en todas las cosas»; etc. No es suficiente para un cristiano la 
hipótesis de la fidelidad a un mundo «químicamente» puro con el 
suplemento de determinados actos «religiosos» o eclesiales. El 
cristiano ha de ser, a la vez, «mundano y supramundano» (Clemente 
de Alejandría). 

c) Una manera de vivir «lo otro». En esta positiva ruptura «desde 
dentro», el laico deberá encontrar su estilo propio. Pero, además, su 
vida cristiana, en lo que es más característica o incluso 
específicamente cristiano («lo otro»), tendrá también su originalidad. 
La vida eclesial de un laico no comporta necesariamente que éste 
deba prestar colaboración en instituciones eclesiales (parroquias, 
asociaciones, organismos, etc.), ni que su vida de oración haya de 
modelarse según las prácticas corrientes en el clero o en los 
monasterios, ni que su apostolado deba ser la catequesis o la 
participación activa en algún movimiento apostólico.... Sin excluir, 
desde luego, que la vida y acción laicales puedan configurarse según 
alguno de estos modos, lo cierto es que implica la búsqueda creativa 
de estilos y ritmos de vida cristiana que dimanen con cierta 
connaturalidad de la vida secular de cada uno y nutran esta vida 
secular como tal. Así, la ruptura laical de un cierto monolitismo 
dominante en la Iglesia se convierte en un bello enriquecimiento de la 
espiritualidad y la vida cristianas. 


Una espiritualidad laical: demandas del momento

a) Una vida simplemente cristiana. La espiritualidad de un laico es, 
simplemente, la espiritualidad cristiana: seguimiento de Jesús y, por 
tanto, participación en su novedad de vida, que pasa inevitablemente 
por la cruz; vida de amor entregado en la fe y en la esperanza; vida 
—toda ella, y no sólo la interioridad—según el Espíritu. De este modo, 
«todas sus obras, oraciones e iniciativas apostólicas, su vida conyugal 
y familiar, su trabajo cotidiano, su reposo espiritual y corporal, si son 
hechos en el Espíritu, e incluso las mismas pruebas de la vida, si se 
sobrellevan pacientemente» 10, se transforman en vida espiritual. De 
un laico debe esperarse todo lo que debe esperarse de un verdadero 
cristiano: oración, subversión de falsos valores vigentes en la 
sociedad, fidelidad a los criterios evangélicos de la vida, amor 
prioritario y práctico a los pobres, solidaridad, sentido de Iglesia 
(comunión, comunicación, vida sacramental...). Lo cual no significa 
que deba darse, por ejemplo, algo así como una oración laical y otra 
monacal. Aunque, a buen seguro, la oración de un laico tendrá 
connotaciones particulares. De modo parecido cabe hablar de su 
opción por los pobres o de su manera de vivir los valores del 
evangelio o la comunión eclesial. 

Sin embargo, puesta la forma de vida propia del laico y la realidad 
actual de nuestra sociedad e Iglesia, cabe esperar de él que 
desarrolle particularmente alguno de estos rasgos: 

- La interioridad: una oración más pegada a lo cotidiano y con 
modos y ritmos más flexibles, aunque buscando espacios apropiados 
de realimentación (grupos, retiros, etc.) para renovar la oración y 
revitalizar la fe, la esperanza y el amor. 

- La lucha: una ascesis y penitencia según las pasividades de 
crecimiento teilhardianas (honradez profesional, puesta al día 
profesional continua, asunción de las exigencias de la vida familiar, 
integración de lo social y político...). 

- La Iglesia: una participación eclesial (liturgia, movimientos, 
comunidad...) que se apoye más en la calidad que en la multiplicación 
de actos, reuniones, cursos, etc. 


b) Exorcizar el poder. El poder es, en sí mismo, algo indiferente. Su 
bondad o malicia depende en gran parte de su origen o de su uso. Y, 
ciertamente, no hay forma de intervenir en la política o en la 
economía, por ejemplo, sin alguna cota de poder. ¿Cómo hacerse 
presentes, de modo realmente eficaz, sin dar razón a los voceros de 
«el poder corrompe»? No ceder a la aparente fatalidad de «el recurso 
a la deslealtad y a la mentira, el despilfarro de la hacienda pública 
para que redunde en provecho de unos pocos y con intención de 
crear una masa de gente dependiente, el uso de medios equívocos o 
ilícitos para conquistar, mantener y aumentar el poder a cualquier 
precio»11. Y, en cambio, ordenar de verdad la política hacia el bien 
común (y no hacia intereses de grupo), hacia el cambio social (y no 
hacia la consolidación del desorden establecido o hacia la perversión 
del bien). Practicar una política marcada por los valores de libertad, 
justicia, solidaridad, sencillez de vida, labor desinteresada. Una 
política que trata de inspirarse en una fe y una esperanza en el 
hombre que se traducen en actuaciones verdaderamente audaces. 
Una economía fundada en la concepción de un progreso integral de la 
persona, al servicio de ésta, y que busque primariamente el bien 
social. Es decir, liberar el poder de los «demonios» que habitualmente 
lo poseen. 

c) Iluminar el campo de la sexualidad y la vida matrimonial. Debido a 
factores culturales y religiosos patentes y de sobra conocidos, el 
campo de la sexualidad y, consecuentemente, el de la vida 
matrimonial y familiar no están exentos de malentendidos y confusión. 
Se hallan necesitados de una reflexión y clarificación profundas, 
serenas y valientes. Si algún cristiano ha de ser experto en sexualidad 
y en matrimonio, ha de ser, evidentemente, el laico. No es poco lo ya 
realizado en este campo, aunque todavía sea insuficiente. Invitar al 
laico a aportar su experiencia y su reflexión en este terreno, no sólo 
es valorar su capacidad, sino introducirle en un camino lleno de 
obstáculos y fuente de sinsabores. Sin embargo, es necesario este 
intento, nuevo respecto de lo realizado hasta el presente. La vida, 
unida a la seria reflexión, ha de abrir nuevas posibilidades a una 
experiencia verdaderamente espiritual, que no ha de alejar el cuerpo 
de la acción plenificante del Espíritu del Señor. «El cuerpo... para el 
Señor, y el Señor para el cuerpo» (1 Cor 6,13). 

Además, el feminismo, aunque no sea sólo un movimiento de 
talante laical, es uno de los frentes de donde se espera especial 
aportación de los laicos. Efectivamente, el Espíritu ofrece un potencial 
tan grande que sería una injusticia contra la Iglesia y contra la 
humanidad sustraer a su acción las peculiares capacidades de la 
identidad femenina. La experiencia de fe de las mujeres es todavía 
una riqueza ignorada por unos y excluida por otros. En cualquier 
caso, ha de pasar a primer plano la mujer como sujeto activo y 
reconocido en la vida eclesial, y no tanto como objeto de liberación o 
de reflexión. 

En todo este capítulo de la sexualidad y el matrimonio debe 
destacarse la dimensión espiritual. Más allá de represiones o 
permisividades, ¿cómo ir introduciendo en este ámbito —en el cual 
ciertamente se hace presente el Espíritu—la luminosidad del 
evangelio, el goce del Espíritu, la riqueza inagotable del «Padre de las 
luces» (St 1,17)? Dicho de otro modo, ¿cómo ir trasladando la vida 
sexual desde el campo exclusivo de la moral (el bien y el mal) al de la 
experiencia saciante del Espiritu? 

d) Evangelizar el placer. El tema del placer se halla en íntima 
relación con el de la sexualidad. Con excesiva facilidad se afirma que 
Jesús ha resucitado y que el cristianismo es afirmación de vida. Los 
hechos, sin embargo, parecen más bien dar razón a los reproches 
nietzscheanos lanzados contra el cristianismo. En verdad, hay que 
recuperar el placer para el evangelio, es decir, para el tipo de 
existencia que se inspira en la vida y la palabra de Jesús de Nazaret. 
Jesús, que cargó con la cruz, también fue hombre de bodas y de 
banquetes, de amistad (incluso con mujeres) y de trabajo corriente y 
sencillo, de trato humano y amable... 

Están en total consonancia con el estilo de Jesús estas palabras de 
Jaume Bofill: «Una actitud que rechazase por principio la alegría del 
abrazo, o del comer y del beber, o de cualquier 'obsequio' material, no 
en la liberalidad del sacrificio, sino en la indiferencia del 'tanto da. . .', 
no resultaría redimida por el pretendido espiritualismo que habría 
querido exhibir más que practicar... La frigidez no es la castidad, la 
acidez de la 'insensibilidad' no es la austeridad, ni la 'apatheia' es la 
'indiferencia' cristiana: más biem son vicios opuestos a estas 
virtudes»13. 

Esto es pensamiento clásico cristiano. Y es cosa bien sabida y 
experimentada que, cuando se refrena con aquel «pretendido 
espiritualismo» el placer sensible, no se consigue ahogarlo, sino 
degradarlo. Entre nosotros, pues—y los laicos podrían ser 
pioneros—, se debería desarrollar lo que el mismo Bofill llama 
«sentido del domingo». Una forma de asumir, dentro de una órbita 
verdaderamente humana, y gozosamente, la materia y los instintos 
materiales, el cuerpo y el gesto, la relación corporal y espiritual... 
Porque en el placer sensible humano ha de implicarse toda la 
persona. Avanzando por esta senda, tal vez llegaríamos también a 
superar aquella sequedad que domina con excesiva frecuencia el 
ámbito de la oración y de muchas expresiones religiosas. 

e) Des-centrar la Iglesia. El es una amenaza constante para los 
cristianos (y no sólo para clérigos, religiosas y religiosos). La Iglesia, 
sin embargo, fue creada para el servicio del mundo y de la 
humanidad. Incluso la vida interna de la Iglesia (la oración y la liturgia, 
la catequesis y la predicación) es misionera, y en la misión encuentra 
su razón de ser. «Los fieles, y más precisamente los laicos, se 
encuentran en la Iínea más avanzada de la vida de la Iglesia; por ellos 
la Iglesia es el principio vital de la sociedad humana». Estas palabras 
ya antiguas (y quizá un tanto hiperbólicas) de Pio XI son recogidas por 
el papa actual en la Christifideles laici 14. Una Iglesia destinada a 
transmitir vida a la sociedad debe necesariamente descentrarse 
mediante un impulso centrifugador. 

Quizá aquí se le impongan al laico los esfuerzos más tenaces. 
Porque, sin desentenderse de la vida intraeclesial y, todavía más, sin 
romper la comunión eclesial, se moverá a menudo contra la corriente 
de las inercias y de los intereses y preocupaciones eclesiásticos. Es 
de esperar que el testimonio de laicos y laicas, situados en las 
fronteras de nuestra sociedad, recuerde a quienes se hallan más 
vinculados a tareas o servicios intraeclesiales que la Iglesia es para el 
mundo. Una vida cristiana plenamente laical puede ser el antídoto 
contra todo tipo de fanatismo eclesial. 

f) Desclericalización. «Los laicos son Iglesia», se ha venido 
repitiendo hasta la saciedad. Con todo, la Iglesia no circula todavía en 
esta dirección de modo decidido. Sin duda que el laico seguirá 
prestando servicios estrictamente eclesiales indispensables 
(catequesis, liturgia, equipos parroquiales, etc.). Aquí, sin embargo, 
deberá imprimir el sello de la laicidad—masculina o femenina—no sólo 
aportando un estilo de hacer las cosas (el propio de la persona 
no-clerical), sino también asumiendo responsabilidades no 
subordinadas a clérigos. 

Deberá también, sin renunciar en principio a realizar servicios 
eclesiales como los aducidos, servir a la Iglesia haciendo presentes 
los valores del evangelio en la universidad y en la política, en la 
familia y en la escuela; intervenir en la TV o en la prensa; vivir a fondo 
la condición obrera o participar activamente en una asociación de 
vecinos; etc. A este respecto son iluminadoras estas palabras de la 
Christifideles laici sobre una de las tentaciones a las que los laicos 
«no siempre han sabido sustraerse»: reservar un interés tan marcado 
por los servicios y tareas eclesiales, de tal modo que frecuentemente 
se ha llegado a una práctica dejación de sus responsabilidades 
específicas en el mundo profesional, social, económico, cultural y 
politico» 15. 

Toda forma de vida cristiana, también la del clero, religiosas y 
religiosos, ha de ser verdaderamente humana y «mundana», en el 
sentido de la primera parte de este articulo. Con todo, si la Iglesia ha 
de sobresalir en humanidad—«experta en humanidad» le llamó Pablo 
VI—, no puede negarse que en gran parte se deberá al peso que en 
ella tendrán los laicos. Ellos serán dentro de la Iglesia (quizá también 
en medio de determinados despertares «religiosos») el correctivo 
constante de los que «creen que aman a Dios porque no aman a 
nadie» (Léon Eloy).


RAMBLA-Josep-Maria
SAL TERRAE 1994/11 Págs. 771-781

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1. Ésta es, en el fondo, la única razón para aceptar la redacción de este 
articulo que me pide amistosamente el Director de la Revista. 
2. Titulo tomado del luminoso estudio de Karl RAHNER publicado en Misión y 
Gracia, vol. I, cap. 2. 
3. Cf. Jaume BOFILL, «Vers una espiritualitat familiar d'orientació 
contemplativa. El carácter medial de les realitats corporal», en Cuadernos de 
la Diáspora I (junio 1994), pp. 50-79. Edición catalana de la traducción 
castellana. 
4. PABLO VI a los miembros de Institutos Seculares (2 de febrero de 1972), 
citado en Christifideles laici, 15. 
5. Exhortación apostólica de JUAN PABLO II, Christifideles laici, 115.
6. Lumen Gentium, 31; cf. Christifideles laici, 9.7
7. Christifideles laici, 15. 
8. Ibídem. 
9. Cf. Lumen Gentium, 31.
10. Lumen Gentium, 34. Cf. también: «La vocación de los fieles laicos a la 
santidad implica que la vida según el Espíritu se exprese particularmente en 
su inserción en las realidades temporales y en su participación en las 
actividades terrenas» (Christifideles laici, 17). 
11. Christifideles laici, 42.
12. Notemos estas palabras de TOMÁS DE AQUINO: «El Hijo de Dios asumió 
la naturaleza humana con todos los elementos que la integran. Pero en la 
naturaleza humana también se incluye la naturaleza animal... Por tanto... 
asumió también los elementos que integran la naturaleza animal... Así que 
en Cristo existía el apetito sensual o sensualidad» (Summa Theologica III, q. 
18, a. 2). Citado por Maria Caterina JACOBELLI en Risus Paschalis. El 
fundamento teológico del placer sexual. Planeta, Madrid 1991, p. 139. 
13. Jaume BOFILL, loc. cit., pp. 64-65. Todo este estudio, comentario 
espléndido de Tomás de Aquino, ayuda a beber en una fuente lejana un agua 
en verdad tonificante para nuestra andadura en el mundo actual. 
14. Christifideles laici, 9. 
15. Ibid., 2. Más adelante, entre otros juicios críticos, se cita «la tendencia a la 
'clericalización' de los fieles laicos» (n. 23).