CREER DESDE LA NOCHE OSCURA


1. La enfermedad me hace más humano: Carlos Bravo
2. Mi experiencia en la enfermedad: Federico Bellido
3. Mi evolución religiosa: Miguel Benzo
4. Vivencias de un médico sobre el sufrimiento: Ángel García Forcada
5. Dios en la basura: Fernando García Gutiérrez
6. Heavy!: Maria García Maseda
7. Ser cura en medio de ellos: Guy Gilbert
8. Carta a mi hijo que nunca nació: Marisol
9. Por qué me hice cristiano: Paul O. Unha
10. De la muerte a la vida: Historia de Somaratne
Conclusión: Las pasividades de disminución: José A. García

El presente Cuaderno continúa al nº 57 de nuestra colección (Creer desde la noche oscura), que apareció hace ahora cuatro años. La enorme resonancia de aquel cuaderno nos decidió a preparar una segunda parte, que deseamos sacar también en las inmediaciones de Semana Santa.

Sospechamos que el éxito de aquel Cuaderno se debió a que, en un tipo de escritos como éste, hablan los que habitualmente no suelen tener voz. Cuando hablan los que no tienen voz, por lo general sólo pueden hablar de experiencias. Y la experiencia es lo que más nos acerca a los hombres.

Además este tipo de testimonios suelen ser relatos: los teólogos han hablado mucho de la teología narrativa, pero no saben ponerla en práctica: y la narración tiene una dosis de verdad "teologal" que no cabe en la teoría: pues la narración comunica esperanza y, a la vez, integra el dolor que no suele tener lugar en la especulación, pero tiene mucho espacio en la vida.

Hemos procurado sistematizar los testionios recogidos, de la siguiente manera:

— Hay una primera parte que habla desde la enfermedad: son los tres primeros testimonios. El cuarto, en el que se entrelazan paro y depresión, nos lleva desde la enfermedad a otra forma de marginación mucho más culpable, porque no sólo no es bien combatida por nosotros sino que es producida por nosotros, a pesar de nuestras excusas.

— Entramos así en una segunda parte que gira en torno a la marginación: la exclusión social y la (más disimulada) exclusión educacional: si nuestra sociedad no está montada para los más necesitados, nuestra educación tampoco está montada para los que más necesitarían ser educados. Entran aquí los testionios 5-7, que se cierran con otra forma de marginación: la autoexclusión por los demás que supone el celibato.

— Finalmente una tercera parte nos habla desde el Asia lejana. Allí encontraremos no sólo "cómo creen" sino cómo han llegado a la fe, gentes de otro universo y otras culturas pero cuyo dolor y cuyas posibilidades de bondad y maldad son (como muestran los testimonios) muy semejantes a las nuestras.

Al final el lector tiene derecho a quedarse con la pregunta: ¿montaje subjetivo o camino real de salvación?

Quizá percibirá también que, si se lo toma como montaje, se trata de una escapatoria bien extraña puesto que no parece liberar del dolor sino, en todo caso, capacitar para él. Y si se lo toma como realidad no se trata de una realidad material, palpable, como las que se nos imponen, sino que demanda un salto no fácil de dar: a él alude J. A. García en la conclusión.

En medio de este dilema creemos que todo lector podrá aceptar la conclusión de que la pregunta por Dios es profundamente razonable y perteneciente a nuestra realidad. Y muchos podrán dar un segundo paso: la respuesta afirmativa a esa pregunta también es razonable.

Cristianisme i Justícia marzo 1998

* * * * *

1. LA ENFERMEDAD ME HACE MÁS HUMANO
Carlos Bravo, sj.

(Carta a los amigos tras la operación de un tumor cerebral)

México, abril 1995.

... No sé si lograré expresar adecuadamente todos los sentimientos que tengo y que apenas voy ordenando internamente. Sólo puedo decirles que la experiencia de mi enfermedad, dentro de lo desconcertante, va resultando profundamente humana y humanizante.

Con muchos de ustedes he tenido la oportunidad de compartir mi esperanza en un milagro, pero no de manera ingenua. Varias veces le he preguntado al Señor si es que ya se le acabaron los milagros de los tiempos antiguos. Espero poder mantener una actitud de confianza incondicional en Dios, suceda lo que suceda, y una esperanza con algo de reto al Señor o, si se quiere, con la terquedad de aquella viuda del evangelio que logró que el juez le hiciera justicia simplemente porque lo hartó. Yo siento que todavía me falta mucho para hartarlo. En eso espero la ayuda de ustedes: para que asaltemos el cielo.

Pero al mismo tiempo sin ponerle condiciones al Señor. Si algo me queda evidente, es que a Dios no podemos ponerle condiciones, pero no porque él se ponga sus moños, ni porque nos quiera hacer sufrir, sino porque en verdad él es el único que sabe de la vida en plenitud. Una comparación: el sol lo único que produce es luz; si hay sombra, no viene del sol, sino de algo que se interpone. Así con Dios: lo único que produce es vida; todo lo que frena o debilita la vida viene de otro lado, de nuestra propia debilidad, de nuestro propio pecado, de nuestra propia limitación. Y Dios lo que hace es confirmar nuestra debilidad para siempre con su fuerza resucitadora.

Esto para mí va siendo así como una evidencia. Y doy gracias a Dios por esta certeza que va generando en mi corazón. Pero esta esperanza no me disminuye en nada ni mi deseo de vivir todavía con ustedes, ni mi decisión de seguir luchando por la vida, que amo más que antes.

Sí ha habido momentos en los que se me ha hecho un hueco en el estómago. Momentos en los que me surge de dentro una pregunta que, cuando la pienso bien, me parece que esa pregunta ni se pregunta. Porque no tiene respuesta. ¿Por qué yo? Es que esa pregunta en el fondo sigue culpabilizando a Dios de lo que sucede. Y entonces caigo en la cuenta, desde lo más profundo de mi fe, de que no es Dios quien nos manda la muerte, sino quien, en nuestra muerte, está con nosotros, a nuestro lado, para que la vivamos con fe y con garbo, con profunda esperanza, incluso con profunda alegría.

Al ir pasando el tiempo, la rutina se va haciendo más pesada: los esfuerzos por mantener una misma tónica espiritual, y la misma incertidumbre sobre el futuro se hacen más dificultosos. Sin embargo, creo que si algo debo agradecer al Señor, es el hecho de mantenerme en una actitud esperanzada y disponible al mismo tiempo: ni le pongo condiciones al Señor, ni bajo las manos y me doy por vencido. No me ha sido fácil mantener esa doble actitud, pero creo que voy logrando una disponibilidad que me mantiene con las velas extendidas esperando sólo el rumbo que el Señor diga.

Esa es mi situación actual que he querido compartir con ustedes, con bastantes trabajos, pero también he creído como una obligación de gratitud expresarles mis sentimientos más hondos en estos momentos. Les agradezco su solidaridad y la compañía que he sentido de todos ustedes. Les agradezo también profundamente las oraciones que me han confortado en estos tiempos y que han sido una fuerza muy grande durante estos días.

(Carlos Bravo murió en México el día 29.10.97)

 

2. MI EXPERIENCIA EN LA ENFERMEDAD

Federico Bellido

(Escrito tras recibir la unción de los enfermos, el 14.10.91)

¿Dios mío, por qué me has abandonado?

El dolor, realidad insoslayable, es parte de la condición humana. Todos heredamos, al nacer, una capacidad de sufrimiento. Nadie se libra de esta terrible esclavitud. Aparte de las enfermedades, que nos visitan alguna vez en la vida, está siempre en el futuro la ancianidad, el desgaste natural del organismo y, al final, la muerte. Es nuestro destino universal. Somos seres mortales.

Si a esto añadimos otros males de mil géneros, que producen dolor, el balance es sencillamente aterrador. Con verdad puede decirse que habitamos en un "valle de lágrimas". Yo he podido hacer una durísima experiencia con motivo de la enfermedad última, que dura ya 26 meses. He sufrido mucho. Y me he preguntado: ¿Por qué, Señor? Me ha sobrepasado el misterio del dolor; aunque siempre mantuve la paz y la confianza en Dios, vi cómo la "muerte en vida" me invadía. Todo esto lo he vivido a palo seco, sin experimentar Su presencia, aunque pidiéndola, deseándola. Tuve que habérmelas con mi sustancial finitud, contingencia, pura impotencia, radical pobreza. Me encontré con mi "mortalidad" a secas. Ya todo había terminado. Sólo me queda "morir".

¿Qué respuesta dar a esta situación, a tantos interrogantes como se le presentan a uno? Una vez el maligno me susurró: "No existe Jesús, te has engañado, no le importas". Me quedé estremecido de miedo, de temor, de espanto. Era lo último que me podía pasar, fue un compartir el abandono del Hijo en la cruz. Me acordé de aquel grito: "Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" Ante el sufrimiento del hombre, no hay respuestas humanas. Se impone el "misterio", el silencio.

Sin embargo y, a pesar de todo, hay salida

La muerte de Cristo, Hijo de Dios, hecho hombre, como nosotros, y aceptando plenamente la condición humana, nos explica, sin ahorrarnos el sufrimiento y aun la muerte, el sentido profundo de la vida. La Resurrección gloriosa es la palabra última. A esta luz cobra razón de ser toda la debilidad humana, incluso el drama del sufrimiento y la misma muerte.

¿Qué he aprendido yo en esta enfermedad, en la que sentí muchas veces deseo de morir? He aprendido a Jesús Crucificado. Todo está dicho: sabiduría, comunión hasta gozosa con el Misterio, paciencia, esperanza, paz, solidaridad con todos los hombres, especialmente con los necesitados; amor pleno, suave, eterno, libertad, liberación. He podido casi transcender mi condición mortal, para instalarme ya en el Reino, viéndolo todo "desde la eternidad", clavado ya en el corazón del tiempo, de la tierra, de la vida humana, peregrino y anhelante de plenitud. Como si tuviera parte en la vida gozosa de Jesús Resucitado, dueño del Universo y cabeza de la Iglesia.

¡Qué bien está "Cristo Crucificado" a la cabecera del enfermo! Puede transformar el dolor en gozo, en alegría, en esperanza, en felicidad, e irradiar en torno a cuanto nos rodea un sentido de salvación humana. Ojalá se nos dé a todos el don de asociar la vida y la muerte a Jesús Crucificado y Resucitado "por la salvación del mundo".

Es un hecho: Dios sigue viviendo y sufriendo en el mundo con todos los que sufren. Dice el Concilio Vaticano II: "Cristo no suprimió el sufrimiento y tampoco ha querido desvelar enteramente su misterio. El lo tomó sobre sí, y eso es bastante para que nosotros comprendamos todo su valor".

Me queda algo importante que decir. En mi enfermedad, muchas personas me han ayudado y acompañado, por ellas se me ha revelado el rostro de Dios. Un día, el maligno me dijo: "¿Dónde está tu Dios?, te ha abandonado, te deja en esta mortal soledad". En seguida, el Señor me responde: "Yo estoy en los hermanos que te rodean", y me vino al recuerdo aquello de San Juan: "Donde hay caridad y amor, allí esta Dios". El malo se marchó. Dios está en la comunidad, en los hermanos, habitados por Dios, por el Espíritu.

Todavía os quiero hacer otra confidencia íntima. Hace sólo unos días creo haber tenido una inefable experiencia de Dios. Tomo de mi cuaderno: "Me invadiste, Señor, sentí como si se me rompiese el cuerpo, tuve que respirar hondo para sobrevivir, pues se me salía el alma del cuerpo. Vi, de repente, como algo hecho en mi vida: la síntesis de cielo y tierra, de materia y de espíritu, de creación y gracia. Esperé 68 años, pero ya está, apareció en mí la plenitud, la felicidad, la armonía, la paz, el gozo, el Reino de Dios, el amor. Ahora comprendo a Teresa de Ávila: "Vivo sin vivir en mí y tan alta vida espero, que muero porque no muero". O aquello de Juan de la Cruz: "Oh, llama de amor viva, que tiernamente hieres de mi alma el más profundo centro. Pues ya no eres esquiva, acaba ya si quieres, rompe la tela de este dulce encuentro". Como nunca, he sentido en mi vida la juntura de la Creación y de la Gracia. Gracias, gracias, gracias, Padre.

La última gracia de Dios: Siempre venía, en el fondo, creyendo que el cielo me lo tenía que ganar yo, con mis puños. Sin casi percibirlo, he comprendido interiormente. Mi confianza, en el presente la tengo puesta, no en mí, sino en DiosEllo me ha traído un cambio profundísimo: "No vivo yo, Cristo vive en mí". Enfermedad, ¿castigo o regalo?. No hay duda, en mi caso la enfermedad de los tres últimos años y medio ha sido y es un gran regalo de Dios. Sólo el Señor y yo sabemos lo que ha supuesto de bien, de bienes para mi vida personal, para mi trato y relación con los demás, para mi acción evangelizadora. He sufrido mucho, pero he gozado, he aprovechado también mucho. Me he convertido, me hice más apóstol, más humano, más comprensivo. Me he acercado más a los pobres, a los que sufren, al misterio de Cristo resucitado, al misterio de la Iglesia, al corazón del mundo. Soy mucho más feliz que jamás en la vida. Yo creo que en la enfermedad me he purificado más, me he vuelto más transparente, más humilde, más verdadero.

La enfermedad me ha transformado. No, no ha sido un castigo de Dios, ha sido un regalo, un don precioso de Dios, de mi Padre Dios. Es cierto que yo no sé explicar el misterio del mal en el mundo, pero sí que he experimentado el valor humanizado y santificador del sufrimiento. Nadie me lo puede negar, pues yo he tenido y tengo experiencia de ello. ¿Cómo es esto así? Yo no lo sé, pero lo es.

Ahora me explico mejor el misterio de la cruz de Cristo, de la muerte. Ahora, entiendo algo más la sabiduría que viene de la Cruz, de la que habla Pablo y que es una sabiduría sobrehumana.

(Federico Bellido murió en Madrid el 26.7.93)

 

3. MI EVOLUCIÓN RELIGIOSA

Miguel Benzo

Creo que mi religiosidad a lo largo de mi existencia ha estado marcada por siete notas, no queridas por mí, sino dadas por mi psiquismo y las circunstancias de mi vida; un fuerte sentido del misterio del ser; una incapacidad para encontrar un símbolo de Dios que me satisfaciera aun mínimamente; un deslumbramiento ante la humanidad del Jesús del Evangelio; una preocupación central por la naturaleza y destino del hombre; una escasa sensibilidad para la culpa y sus secuelas penitenciales; un interés relativamente reducido por los temas eclesiásticos y litúrgicos; un permanente escándalo, que he sido incapaz de superar ante el sufrimiento humano. Examinémoslas.

1. Mi asombro ante el ser

Creo que siempre, mucho antes de saberlo formular, he sentido el asombro ante el ser. Que haya ser, en vez de nada; y que el ser sea así, y no de otro modo que a la razón le parece igualmente posible, es la admiración que está en la raíz de mis fascinaciones infantiles ante la naturaleza. Por eso, mucho más adelante, sintonicé de inmediato con el segundo Heidegger, el de la Carta sobre el humanismo, para mí el mejor libro sobre poesía que se haya escrito: "El hombre no es el dueño de lo que existe. El hombre es el pastor del ser". Esas palabras constituyen para mí el máximo enunciado de una concepción poética y religiosa del mundo... que es la mía. Incluso me siento cercano a la famosa página de La Náusea en la que Sartre nos pinta la estupefacción de Roquetin ante lo absurdo del castaño que se yergue ante él en el jardín público. Lo que ocurre es que lo que para Sartre es motivo de repugnancia, para mí, como para Heidegger, es la esencia misma de la vivencia estética.

Y esa fue también mi experiencia radical en el viaje a la India del agosto pasado. Ya sé que los teólogos del hinduismo han dicho que sólo lo Absoluto es real. Pero lo que el pueblo indio experimenta es justamente lo inverso: sólo lo real es absoluto. Montañas y ríos, animales y plantas, hombres y acontecimientos, nacimiento y muerte, sexo y juego, palabras y gestos... todo es sagrado, todo es absoluto. Por eso dicen los hindúes que hay tres millones de dioses. Las privaciones de los ascetas y las infinitas variaciones de lo erótico en los relieves de los templos de Khajurabo, todo es igualmente sagrado.

Quizá donde culminó mi interpretación del hinduismo primigenio fue en el supremo santuario nepalí de Pashupatinath: el río sagrado Bagmati con sus empinadas márgenes, cubiertas de espesa vegetación poblada de monos, los cadáveres incinerándose o aguardando turno en las orillas, los niños bañándose entre risas y juegos a un paso de ellos, la multitud de capillas consagradas a los símbolos sexuales, los buitres y cuervos cerniéndose en mi cielo... todo integrado en la sacralidad. Pero no en una única divinidad totalizadora, que todo lo absorbe, con la que todo se identifica, en la que los seres concretos pierden su individualidad. Ese es el tercer grado de abstracción de los Upanishads.

Cada ser concreto es divino en sí mismo, sagrado, misterioso, adorable, único... por el simple hecho de ser. Podría expresarse también así: existir es divino. Junto al deslumbramiento ante el ser está el asombro ante la contingencia: ese asombro ante el hecho de que el ser sea así y no de otro modo, es la raíz de la doctrina de la creación. Si pudo ser de otro modo y es así, sólo puede explicarse porque este modo concreto de ser ha sido elegido. Elegido por un Ser que, él sí, no puede ser más que como es. Lo cual requiere que el concepto de Dios no sea afectado por ninguna determinación positiva, por ninguna cualificación delimitativa, porque, en caso contrario, también sobre él se plantearía la cuestión de por qué así y no de otro modo.

El dogma supremo del positivismo es la concepción contraria: sólo es posible lo real. La estructura del objeto es la estructura del pensamiento. El único raciocinio verdadero es el reflejo de la causalidad fáctica. Todo pensamiento que parta o que desemboque en lo meramente posible es vano. El concepto mismo de posibilidad pura es un sinsentido. Pero el dogma positivista exige un supremo acto de fe. Que sea intrínsecamente imposible que las constelaciones estuvieran diferentemente distribuidas en el espacio, que hubiera otras clases de insectos, que existieran otros hombres que los que de hecho existen... que, en última consideración, el big-bang se hubiera producido un instante antes o un instante después, que la intensidad de la energía primigenia hubiera sido algo mayor o algo menor, que la naturaleza de "lo que empezó todo" no pudiera ser otra que la que fue, son proposiciones que parecen puramente gratuitas.

2. Dios no cabe en los símbolos

Quizá ese mismo sentido del misterio me ha hecho imposible encontrar un símbolo de lo divino en el que descansar. Nunca he sabido a quien me dirigía cuando interpelaba a Dios. Por eso, me he sentido identificado con el libro de Panikkar "El silencio del Dios". El antiguo Testamento prohibía toda representación de la divinidad, y el Nuevo insiste en que "a Dios nadie lo ha visto nunca". Cierto que Jesús dice: "quien me ha visto a mí, ha visto al Padre". Pero él mismo se dirige constantemente a ese Padre.

La Iglesia ha rechazado el monofisismo: la naturaleza humana de Jesús no es la naturaleza divina. Bonhoeffer ha dicho muy profundamente que la transcendencia cristiana no es la de la metafísica, sino la del amor de Jesús, capaz de transcender todos los límites. Quizá ese Amor absolutizado sea el único símbolo de Dios que un cristiano puede permitirse. "Dios es amor" (1Jn 4,8)

3. Jesús me sedujo

La figura de Jesús en el Nuevo Testamento me deslumbró en mis años de Granada. Quizá podría decirse en sentido muy estricto que me enamoré de él. Por aquel tiempo cayó en mis manos, el bello dibujo de la cabeza de Jesús de Kahil Gibran, ilustrado con un texto que durante mucho tiempo me fascinó:

"Anoche vi de nuevo su rostro; claro y preciso como nunca lo había visto. No estaba vuelto hacia mí: miraba profundamente a la vasta noche. Yo le vi su perfil. Era a la vez sereno y austero; y pensé por un momento que sonreiría, pero no sonrió. Era joven, eterno e inmortal; no Dios, no; era el hijo del Hombre, enfrentándose a todo lo que el hombre tiene que enfrentarse, conociendo todo lo que el hombre ha conocido y ha de conocer. Era su rostro el de un invencible; era el rostro de un Hermano, de un Amigo. Su cabellera ondeaba hacia atrás de su rostro y semejaba alas luminosas a los lados de su cabeza. Su cuello era moreno y fuerte; sus ojos, como oscuros rescoldos. Ahora, amigo mío, por vez primera me siento seguro de poder dibujar ese rostro. Será como un bello rostro para la proa de un gran navío. Caminaba como un hombre que va contra un fuerte viento, siendo él más fuerte que el viento. Llevaba otra vez la tosca vestidura de lana y otra vez los pies desnudos y cubiertos del polvo de los duros caminos. Yo vi nuevamente sus manos firmes y grandes, y vi sus robustas muñecas, fuertes como las ramas de un árbol. Llevaba la frente erguida, y en su rostro pude notar una gran determinación, a la vez que una expresión de infinita y silenciosa melancolía... Hoy no puedo escribir ni dibujar una sola línea; pero mañana, cuando regrese, dibujaré ese rostro".

Yo siempre digo que si me he encontrado con Dios ha sido en el Jesús del Evangelio. Por eso no me ha apasionado excesivamente la controversia entre el Jesús de la fe y el Jesús de la historia. Aunque, por una hipótesis absurda, no hubiera existido el Jesús histórico, me seguiría pareciendo que Dios hablaba en las páginas del Evangelio. Si la Palabra no se hubiera hecho carne, seguiría habiéndose hecho letra. Si Jesús no hubiera estado inspirado por Dios, sin duda lo estuvieron Mateo, Marcos, Lucas, Juan y la comunidad primitiva de los que el Nuevo Testamento procede.

4. No juzguéis y no seréis juzgados.

Ya me he referido a mi reducida sensibilidad para los sentimientos de culpa y, por tanto, para las experiencias penitenciales. Siento tan profunda compasión por el hombre, comenzando por mí mismo, que disculpo muy fácilmente hasta los mayores crímenes. Es tan dura la vida humana, que nadie puede constituirse en su juez. Ningún hombre ha infligido a otro torturas tan refinadas como las que nos inflige la naturaleza. La sociedad puede y debe impedir que se haga daño, pero ni ella ni nadie puede juzgar la interioridad. No juzguéis, y no seréis juzgados.

5. La iglesia servidora del hombre

Nunca me he exaltado por los temas eclesiásticos, ni siquiera por los eclesiológicos. Quizá el anticlericalismo que me rodeó en la infancia y adolescencia, al que se han ido añadiendo el estudio de la historia de la Iglesia, las experiencias del Seminario, de Roma, de la crisis de la Acción Católica... me han hecho sentir como un milagro el que este material humano que constituimos la Iglesia de Jesucristo siga siendo capaz de profesar y propagar su ideal, aunque sus miembros en tan escasa medida lo vivamos. Por ello, nada de cuanto negativo surge en nuestra comunidad puede escandalizarme, y todo lo que de positivo aparece en ella me parece un prodigio del Espíritu. Sólo me preocupa lo eclesiástico-eclesiológico en cuantopueda repercutir en el sufrimiento o en la felicidad de los miembros de la Iglesia y de la humanidad toda.

6. La liturgia es la vida

Tampoco he encontrado lafuente principal de mi espiritualidad en la liturgia, sino en la lectura bíblica, en la reflexión teológica y en la oración contemplativa. Un ejemplo servirá para comprender mejor la naturaleza de mi religiosidad. Tal vez la vivencia más intensa de lo sagrado que he tenido en muchos años ha sido la siguiente: estando una vez en Barcelona, salí al atardecer a dar un paseo por la carretera de Sarrià. No había nadie. De pronto, en una curva del camino, apareció a mis pies una grandiosa visión de la ciudad, ya con alguna luz encendida. Al fondo, la gran mancha azul del mar fundiéndose en el horizonte con el cielo del que el sol ya había desaparecido. Pensé de pronto en aquellos millones de seres humanos, buscando desesperadamente la felicidad en todas direcciones: el amor, el placer, el dinero, el poder, el alcohol, la droga... Y todos encaminándose fatalmente hacia la noche de la desaparición; hacia la oscuridad del sufrimiento; hacia la mar, que es el morir. Lo experimenté como el tremendo clamor de la humanidad en busca de un sentido. Era como el envés de Dios. El estaba presente en su insoportable ausencia. Volví sobrecogido al monasterio, y estuve largo rato absorto en la iglesia.

7. El problema del sufrimiento

Este escrito quedaría sin sentido sin esta clave que, junto con el ansia de amor, de verdad, de bien y de belleza, define mi existencia: el problema del sufrimiento. Y he de plantearlo con todo el rigor con que tantos años de meditar sobre él, lo han configurado. Si alguien de los que me leen, teólogo, místico o simplemente cristiano que ha sufrido, tiene alguna luz que aportarme, que no deje de hacerlo. Es mi demonio familiar. El bufón que me interpela inoportunamente cuando creo haber encontrado reposo. "Es el aguijón de mi carne" (S. Pablo), que me abofetea. Tanto más insoportable estos últimos años en los que el dolor se me ha hecho tan cotidiano.

En la actualidad, el dilema teológico se me plantea así:

— "Si Dios no sufre con mi sufrimiento, no querrá salvarme".

— "Si Dios sufre con mi sufrimiento, no podrá salvarme".

Que Dios no sufra con el sufrimiento humano, parece inaceptable por tres razones: metafísica, ética y soteriológicamente.

a) Metafísicamente, si Dios es sabiduría no puede ignorar un aspecto tan esencial de su creación como es el dolor. Pero el dolor es una vivencia. No se le puede conocer más que experimentandolo. No cabe un conocimiento abstracto del dolor. Si Dios sabe lo que es el dolor, es que sufre.

b) Si Dios no sufre, no es bueno. Cualquier criatura que sufre por amor a otra o por amor a un ideal, sería superior a ese Dios impasible. Moltmann lo ha expresado con elocuencia en "El Dios crucificado": "Me indigno, luego existimos", dice Camus. Existimos en cuanto sufrientes e indignados por la injusticia, y somos incluso más que los dioses o el Dios de teísmo. Pues tales dioses "caminan arriba en la luz como genios dichosos" (Hölderlin) son inmortales y omnipotentes.

¡Qué ser más desgraciado es el dios que no puede sufrir ni morir! "La experiencia de la muerte es el superávit y la ventaja que lleva a toda sabiduría divina" (H. G. Geyer). El culmen de la rebelión metafísica contra el dios que no puede morir consiste, pues, en la muerte libre llamada suicidio. Es la suprema posibilidad del ateísmo de protesta, porque únicamente ella hace al hombre dios de sí mismo, de modo que los dioses sobran. Mas incluso prescindiendo de esta posición extrema, a la que Dostoievski alude una y otra vez en su novela Demonios, un dios que no puede sufrir es más desgraciado que cualquier hombre. Pues un dios incapaz de sufrimiento es un ser indolente.

El Dios de Aristóteles no puede amar: lo único que puede hacer es que le amen todos los seres no divinos a causa de su perfección y belleza, atrayéndolos hacia sí. El "motor inmóvil" es un "amante egoísta". Es el fundamento del amor de todas las cosas hacia él, y al mismo tiempo razón de sí mismo, de modo que es el amante-enamorado de sí mismo; un narcisista en potencia metafísica: "Deus incurvatus in se". ¿Pero es entonces más bien un dios o una piedra?... ¿Qué clase de ser será, pues, un "Dios omnipotente" tan sólo?. Un ser sin experiencia, sin destino, un ser al que nadie ama. Un hombre que experimenta la impotencia, un hombre que sufre porque ama, un hombre que puede morir, es, por lo tanto, un ser más rico que un dios omnipotente, incapaz de sufrir y de amar, inmortal.

c) De aquí, una razón soteriológica: si Dios no sufre, si no sabe lo que es el dolor, ¿por qué y de qué va a querer salvarme? Será como un zar que ignora las penalidades de su pueblo? Y este problema no se resuelve, como muchos teólogos parecen creer, sólo con la afirmación de que Dios se hace sufriente en Cristo. No cabe duda de que la proclamación del "escándalo de la Cruz", de que Dios se ha hecho hombre para mostrarnos su amor compartiendo nuestros sufrimientos y nuestra muerte, constituye la grandeza del Cristianismo. Dios ha elegido a lo que no es para destruir a lo que es, dirá Pablo. Pero la reflexión cristiana ha comprendido que al hacerse Dios hombre, al tomar forma de siervo, no puede haber dejado de ser Dios. Que, por tanto, en Cristo hay que distinguir una dimensión humana y una dimensión divina. Y entonces, la pregunta sobre el sufrimiento rebrota: ¿Quien sufre en Jesús, la naturaleza humana sólo o también la naturaleza divina? Si sufre únicamente la naturaleza humana mientras que la divina permanece sumida en una dicha infinita e indestructible, entonces nada se ha resuelto en el problema que nos ocupa: Jesús es otro hombre más que sufre, aunque ese hombre ontológicamente fuera el hijo de Dios.

Pero si optamos con algunos teólogos contemporáneos por la respuesta de que Dios sufre con nuestros sufrimientos, ¿con qué nos encontramos? Puesto que Dios no olvida, sino que para él todo es presente, habremos de imaginar un Dios que, acurrucado en el transfondo del ser, padece perennemente los dolores de cuantos seres vivientes han existido, existen y existirán. Dios sería el corazón sufriente de la realidad. El latido último de lo existente es un sollozo. Pero entonces ponemos el sufrimiento como última estructura metafísica, de la que por consiguiente es imposible salir.

Muchos amigos me han preguntado, claro es, cómo ha incidido la fe religiosa en la vivencia de la enfermedad. He pensado mucho en ello. Y he de responder que en mí la experiencia patológica y la esperanza cristiana se han mantenido en dos planos totalmente distintos. Ahora he comprendido bien aquel texto de Bonhoeffer de que "la resurrección no es la solución al problema de la muerte". La enfermedad se vive en la inmediatez de lo palpable, de lo presente, de lo habitual, de lo mundano; la fe es "de lo que no vemos"; es oscura, libre, sujeta a tentación. La fe y la esperanza requieren el permanente esfuerzo de una opción por el más allá; de un jugárselo todo a una carta. En la fe y la esperanza no se reposa, no se descansa. Creer es un permanente combate mientras vivimos. Cierto que la esperanza ilumina pero no elimina la experiencia de la finitud. El creyente, como Jesús en Getsemaní, se siente igualmente angustiado que el no creyente; pero en su angustia hay un misterioso ángel que le acompaña sin que su presencia evite el sudor de sangre.

(Miguel Benzó falleció en agosto del 1989).

 

4. VIVENCIAS DE UN MÉDICO SOBRE EL SUFRIMIENTO PROPIO Y AJENO

Ángel García Forcada

Quisiera comenzar explicando por qué y para quién escribo. Lo hago porque he llegado a la conclusión de que compartir mis experiencias y vivencias con otros puede resultar una ayuda, tanto para ellos como para mí. Con respecto a para quién escribo, quisiera decir que este artículo no va dirigido al "establecimiento" de la Iglesia. En este sentido, hago mías las palabras del Nobel de Literatura de 1994, Kenzaburo Oé: "Temo la fe transformada en institución, pero respeto al hombre que reza, sea quien sea el Dios al que se dirija". Escribo para los hombres y mujeres de esta sociedad que sufren o acompañan a los sufrientes. Y escribo porque siento que es tiempo ya de que la Iglesia, el sencillo pueblo de Dios, haga oír su voz y hable –si puede y se atreve– con palabras de esperanza, de autenticidad y de justicia.

Comenzaré narrando experiencias de sufrimiento ajeno vividas en mis trece años de ejercicio de la medicina. A continuación, compartiré mi experiencia de dieciocho meses de paro, de todos los sentimientos que fueron brotando a lo largo de este tiempo, desde el odio hasta la esperanza, y de cómo el paro puede ser un lugar de encuentro con Dios.

1. Vivencias sobre el sufrimiento ajeno

Como médico, he atendido a cientos de enfermos. He trabajado en salas de enfermos cancerosos y en la sala de pacientes de SIDA, en uno de los hospitales con mayor número de estos enfermos en la ciudad de Barcelona. Comenzaré por estos últimos. En el pabellón de enfermos de SIDA realicé mi particular "paseo por la resurrección y la muerte" (tal como reza el título de un libro de González Faus). La muerte se hizo cotidiana.

Prácticamente cada día moría algún muchacho o alguna muchacha, entre la desesperación de los padres y del personal sanitario. Las preguntas que la mayoría nos formulábamos eran: ¿Hasta dónde llegar en los tratamientos?, ¿cuándo detenernos en la administración de antibióticos, de suero, de transfusiones?... La respuesta me la dieron los propios enfermos: mientras ellos querían luchar, nosotros luchábamos. Cuando, a veces de forma sutil, te indicaban que ya no podían más, que ya no merecía la pena, entonces nos deteníamos y aguardábamos la venida liberadora de la muerte.

La segunda vivencia que quiero transmitir se refiere a un paciente canceroso. Sufría un cáncer de lengua, y en sucesivas intervenciones quirúrgicas, perdió lengua, mandíbula y mejillas. Ya muy al final, cuando no podía hablar, nos comunicábamos por escrito. Recuerdo cuando lo visité tras haber contraído yo matrimonio. Él pidió un papel y escribió: "Doctor, veo un anillo en su mano, parece que se ha casado, le felicito. Y no me llame más de usted" (yo tengo por costumbre tratar de usted a los pacientes). Aquel hombre, con una sonda por la nariz y un goteo continuo de morfina, fue capaz de salir de sí mismo e interesarse por mí, por mi reciente matrimonio. Salí de su cuarto, fui al despacho y rompí a llorar.

Yo era soltero y vivía solo. Como toda soledad no deseada, ésta me resultaba dolorosa y profundamente amarga. Ulteriormente acabé mi especialidad, volví a mi ciudad de origen, encontré a mi pareja y me casé. Todas las experiencias provocaron en mí y en los pacientes múltiples preguntas sobre el sufrimiento: ¿Por qué me toca esto a mí? ¿Dónde está Dios? ¿Por qué nos manda esta enfermedad? ¿Qué he hecho yo para merecerlo?... Obviamente, ahí entra en cuestión la imagen de Dios. En la medida en que he podido, les he comunicado mi propia imagen de Dios, que con el tiempo ha ido cambiando.

Durante un tiempo, yo no hallaba a Dios por ninguna parte. Sólo había silencio dentro y fuera de mí. El sufrimiento ajeno era algo que el otro vivía en soledad, con esa soledad impresionante y profunda del sufriente, a la que es imposible acceder por más que uno sujete una mano o acaricie una frente. Luego, acudí al libro de Job, y sus palabras resonaron en mi interior: "Si aceptamos de Dios el bien, ¿no aceptaremos el mal?" (Job 2, 10). Esa posible respuesta me valió por un tiempo; pero me di cuento de que no bastaba: ponía a Dios lejos de nosotros, como un "Deus ex machina" que envía bienes y males. Ulteriormente, fui al Evangelio de Marcos y releí el capítulo 15, la muerte de Jesús. Ahora mis respuestas son otras, y otras también mis oraciones. A veces, desesperadamente, digo: "¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué nos has abandonado?"

2. El sufrimiento propio: la depresión y el paro

Las líneas anteriores tendrían poco valor si no estuvieran acompañadas de mi propia experiencia de dolor. No ha sido un dolor físico, sino más bien dolor del alma. Han sido dieciocho meses de paro en el curso de tres años, con doce meses de pleno empleo y el resto trabajando subempleado. Esta situación trajo consigo una depresión clínica. Como médico, sabía las repercusiones somáticas y psicológicas que el paro tiene para quienes lo sufren: mayor incidencia de depresión, infecciones, ataques cardíacos, cáncer... Sin embargo, una cosa es saberlo, y otra padecerlo. Contaré mis propias vivencias a lo largo de estos tres últimos años, desde que acabé la especialidad en un hospital catalán.

Pretendo con ello compartir mis vivencias con las personas que hayan pasado por una situación similar, para que todos aquellos que conviven con parados, pero nunca lo han sido ellos mismos, escuchen y se decidan a dar voz a quienes suelen carecer de ella. Procedo de una formación jesuítica, lo cual quiere decir, en mi caso, expediente escolar y universitario brillante, una buena dosis de voluntarismo y un fuerte super-yo, expectativas de triunfo social...; todo ello en el contexto de un "magis" ignaciano posiblemente mal entendido. En 1993 terminé mi especialización en un hospital barcelonés y decidí volver a mi tierra. Traía conmigo ilusiones, proyectos, técnicas y conocimientos que sabía no existían en mi región de origen. Sin embargo, comencé el año sin trabajo, y cada entrevista que mantenía concluía con un "sus propuestas no resultan prioritarias en este momento".

Tampoco había puestos de trabajo para hacer guardias o sustituciones, ni posibilidades de integrarme en una consulta; de modo que comencé a aceptar la situación: estaba en paro y necesitaba cobrar el seguro de desempleo.

Comenzaron entonces las visitas repetidas al INEM, con el trato displicente y muchas veces descortés de los funcionarios. Comenzaron las colas a principios de mes para cobrar el subsidio, rodeado de hombres y mujeres con el color terroso de la desesperanza. Comenzó la angustia al salir de casa, el sentir por dentro: ¿qué pensará la gente de mí, paseando a mediodía?; ¿se darán cuenta de que estoy en paro?... Comenzó el sentimiento de culpabilidad por no poder encontrar empleo, el agotar expectativas, el deseo de que el lunes por la mañana no llegase nunca.

Durante estos tres años he trabajado 13 meses, muchas veces con los llamados "contratos basura". Me he acostumbrado a hacer guardias los días que nadie quiere, a tener malos horarios, a que te notifiquen el cese, una vez tras otra, sin una palabra amable, sin un signo de agradecimiento por la tarea desarrollada o un signo de esperanza de futuros contratos.

He sentido odio hacia los que gozan de trabajo estable, me he sentido mal al tratar con ellos. De esto me di cuenta un día en que me invitaron a un concierto. Me encontré en medio de toda suerte de "gente guapa" de la ciudad, altos funcionarios, todos ellos con un sueldo seguro a final de mes y pudiéndose permitir un buen coche y unas buenas vacaciones (en los últimos años, todos mis veranos los he pasado haciendo guardias). Me sentí enfermo y abandoné la sala de conciertos. Y entendí en carne propia el certero análisis que el último congreso para la pobreza pergeñó, y que transcribo: "...se está consolidando entre nosotros una dualización social: mientras aquellos que disfrutan de empleos estables y bien remunerados viven cada vez mejor, otros muchos carecen de trabajo, viven bajo el miedo a perderlo o bien se ven obligados a aceptar empleos precarios, con escasa o nula protección social".

Asimismo, aprendí lo doloroso que resulta compararse, y la rabia interna que eso puede generar. Me encontré con antiguos compañeros de universidad que ocupaban buenos puestos en las instituciones públicas sin haber concurrido a ninguna oposición, simplemente porque supieron aprovechar el momento político. Personas que ahora olvidan antiguos lazos, antiguas relaciones. De qualquier modo, el odio, la ira y la rabia son sentimientos que hacen daño, y he procurado dejarlos atrás.

En todo este devenir me he sentido abandonado por la Iglesia. Raramente la Iglesia habla con verdad y justicia del paro. He intentado comprender este hecho, y la única explicación que encuentro es que nunca antes han vivido ni van a vivir una situación semejante (salvo algunas honrosas excepciones de curas obreros). Pero no me he sentido abandonado sólo por la Iglesia; tampoco los sindicatos mencionan apenas a los parados, salvo para hacer demagogia con ellos.

Sin embargo, no todo ha sido dolor y desesperanza. He podido sentirme hermano de cientos de miles de compatriotas. Yo no sabía quiénes eran, no hablaba directamente con ellos, pero comprendía que vivían una realidad similar a la mía, y eso hacía que me sintiese solidario. El paro también humaniza: me ha hecho esperar menos de mí mismo de cara a un éxito social, me ha hecho comprender que lo más importante en la vida son la compasión y la misericordia. En el paro, entre el cansancio y la desilusión, pude volver a rezar, aunque fuera el "¿Dios mío, Dios mío! ¿Por qué nos has abandonado?"

He sentido en carne propia los efectos de una depresión clínica, que en tantos pacientes había visto de lejos. El cansancio al levantarse por la mañana, el vivir permanentemente con unas "gafas negras" que tiñen de oscuro el presente, el pasado y el futuro, así como las relaciones humanas y la relación de pareja. He vivido el deterioro de la propia autoestima y la propia valía. Es en ese contexto donde puede surgir la tentación del suicidio, cuando, en la soledad y oscuridad de la habitación, uno oye en su interior decirse a sí mismo:"ya no tengo ánimos para vivir". En dos ocasiones me ha ocurrido, y en ambas pensé en la hoja del bisturí que guardo en mi pequeño equipo quirúrgico. Sin embargo, creo que el mismo temor a lo que pasaba por mi cabeza me salvó. Afortunadamente, esos momentos pasaron, y hoy puedo estar escribiendo estas líneas.

Los medicamentos me ayudaron. También el cariño de quien hoy es mi esposa, que me quería y aceptaba mi realidad de este momento. Ahora no estoy en paro aunque me encuentro subempleado. Me hice autónomo y tengo un par de días de consulta en una policlínica. Sigo acudiendo a entrevistas y entregando currículums...

Es en este contexto, de más de dos millones de compatriotas sin empleo, en el que pido a los hombres y mujeres de Iglesia que no callen. Que den voz a los que no la tienen. Que denuncien las cuantiosas ganancias de los grandes bancos, las corruptelas del poder, con desfalcos continuados, con el uso criminal de los "fondos reservados", la construcción de obras para disfrute de unos pocos (auditorios, instalaciones deportivas de élite), los gastos millonarios en fichajes por parte de lo clubes de fútbol, el excesivo sueldo de altos cargos y parlamentarios, la insolidaridad de muchos, que disfrutan de ingresos elevados y suficientes y cada vez exigen más...

Concluyo con esta convicción: A través del hecho de vivenciar la solidaridad, la compasión y la misericordia, el sufrimiento y el paro pueden ser lugar de encuentro con Dios.

 

5. DIOS EN LA BASURA

(De una carta de Fernado García Gutiérrez a los jesuitas de Andalucía)

El pasado día 29 de septiembre, tuvo lugar en Asunción (Paraguay) la Ordenación Sacerdotal de Fernando López Pérez, a la que tuve la alegría de poder asistir. La ceremonia se celebró en el vertedero municipal de Asunción, junto al barrio en que él trabaja y donde vive con otros dos jesuitas...

Las circunstancias de la ordenación, por el lugar y los asistentes, fueron muy emotivas: al lado mismo de los inmensos montones de basura, en un descampado, y rodeado de aquellos pobres que se buscan la vida escarbando en la basura que vierten allí los camiones que la llevan desde Asunción, se habían encontrado seis fetos humanos, como resultado de abortos arrojados a la basura, y un niño todavía con vida acabado de nacer.

Aquella pobre gente los había recogido, y el niño con vida había sido adoptado por un matrimonio. En el acto penitencial iban seis niños pequeños llevando seis imágenes de angelitos, que representaban a los fetos encontrados en la basura y que habían sido enterrados cariñosamente en las casas del barrio. También iba el matrimonio con el niño adoptado en los brazos: se pidió perdón por éstos y tantos pecados de injusticias que estaban presentes allí.

La ceremonia se realizaba ante un altar, que era un cajón boca abajo, cubierto con un saco; delante había unos cartones, sacados de la basura, que servían de alfombra. En ellos se postró Fernando en el momento de las Letanías de los Santos. Durante la ceremonia estaba descalzo, como abrumado por la presencia divina, manifestada en sus pobres que le rodeaban; llevaba cruzada la estola de diácono, que estaba hecha de un trozo de saco. Después de presentar el P. Provincial al obispo ordenante a Fernando, lo hicieron también varios hombres y mujeres del barrio que, espontáneamente, pidieron que fuera ordenado sacerdote por el testimonio de su vida entregada a ellos. Su padre también dio testimonio de su hijo, y pidió que fuera ordenado. Msr. Piña le impuso las manos y dijo la fórmula de la ordenación. E1 ambiente se quedó en silencio, sólo roto por el ruido de los camiones que seguían pasando para verter allí la basura. De pronto, un enorme aplauso corroboró todo lo que allí acababa de realizarse. Parecía que se palpaba la presencia del Espíritu Santo.

Al terminar esta primera parte de la ceremonia, nos dirigimos todos a un barracón en medio del barrio, en donde iba a continuar la Eucaristía. Concelebramos con el Obispo y Fernando, y ellos dieron la comunión a aquel enorme grupo de vecinos que llenaban el espacio cubierto y sus alrededores.

La prensa de Asunción publicó reportajes amplios sobre esta ceremonia: "Un jesuita español fue ordenado en Cateura en opción vertical por los más pobres"; "Ordenan a un sacerdote en el vertedero municipal"; "Valoran ejemplo de humildad y entrega total a los pobres"; "En original ceremonia, un jesuita fue ordenado sacerdote en el vertedero"... A uno de estos periodistas, declaraba Fernando al final de la ceremonia, como aparecía en uno de los periódicos: "Estoy agradecido al Señor por permitir que el basural se convierta hoy en una gran catedral. Eso creo que fue un designio de Dios con sus pobres, porque el Señor siempre está presente entre los más humildes y necesitados. Los pobres fueron los que me ayudaron a descubrir mi vocación, mi sacerdocio, y a ellos les debo esta gracia de Dios. Me siento uno más en esta comunidad. Mis padres me apoyaron, al igual que mis otros dos hermanos que también son sacerdotes". Y después de decir el periodista que Fernando era licenciado en Física Nuclear en España, él añade: "Dejé eso de lado porque he sentido una llamada mucho mejor, una opción mucho mejor"...

 

6. HEAVY!

María García Maseda, rscj

(A un alumno)

Este año me he parado a pensar lo difícil que es para ti, alumno nº x, del grupo n, situarte y sobrevivir en un centro público, pretendidamente educativo. Yo lo sé muy bien. También he llegado nueva al Instituto y también este año me confundieron con una alumna el primer día. El año pasado cuando me pasó lo mismo me avergoncé y me hice la loca, pero esta vez he querido pararme un momento a pensar.

No sé cómo agradecer que nos hayamos sentado por fin en esta esquina fría, sucia y húmeda del Instituto que a ti parece resultarte tan confortable... Dices que eres "heavy" y todos te llaman así. Yo veo un pantalón vaquero muy ceñido hacia dentro de unas botazas todo-terreno, la cazadora de cuero agresivo y una camiseta que nunca sabré de qué color es, rizos encima de los ojos como los perros lanitas que parece que no ven, cara ausente, pocas veces media sonrisa, al cuello un cordón con todos esos símbolos que yo desconozco a excepción de un yin-yang y una cruz al revés... Yo soy cristiana, soy la profe de religión y todos me llamáis "a monxa" (la monja), ¿qué ves tú?...

Desde principio de curso, cuando apenas venías a clase, te había pedido que me dejases una cinta de heavy. Te lo pedía de verdad, quería oírla. Tú venías poco y no decías nada. Supongo que lo de la cinta te resultó un desafío desde "mi autoridad" porque sabes que yo sé que tus grupos insultan a Dios y la Iglesia en sus canciones. No era un reto, tal vez no te lo creas y lo puedo comprender viendo cómo el sistema educativo tiende más a expulsarte que a acercarse a ti. Yo sólo quiero oír tu música y cuando no vienes te echo de menos.

Hoy pasó. Pones una canción a la que yo bajo instintivamente el volumen. Aceptas y sonríes con la mitad de la boca. Empezamos a hablar de música: heavy, punky, rock...; yo no sé nada y escucho discípula encantada de cambiar contigo los papeles. Para ti toda música es importante y "mola", me asombras cuando confiesas que también escuchas a Haendel y Mozart, te gusta el flamenco. Lo único que no soportas es el Bakalao porque "eso no es música" sino mezclas hechas por una máquina, sin ningún sentimiento, sin personalidad, sin mensaje; y hasta va contra tus principios escucharla porque es todo un estilo "pijo" que rechazas visceralmente.

Hablas de heavy y de punky, por lo visto se preocupan de los problemas mundiales y cantan contra el consumo de droga (y nosotros pensando que vuestro lema era "sexo, droga y rock and roll"). Hacen denuncia fuerte y no se casan con nadie.

La forma del heavy está mas trabajada musicalmente que la del punky porque los punkys están mas "colgaos" pero ésta es más suave, más fácil al principio. Se puede escuchar así hablando con alguien, pero también se puede "sentir" cuando estás solo y vibras hasta el escalofrío... Me das tu testimonio heavy e intentas la catequesis. Es la primera vez que me fijo cuánto te brillan los ojos y me siento interpelada por esa corriente de conexión que siempre sabe –y hoy más– a milagro y maravilla.

No te digo nada pero comprendes, con mucho tacto y delicadeza, que me va a costar mucho escuchar la cinta que me prestas y que no me gusta nada. Te muestras paciente y pedagogo y me recomiendas empezar por algo más suave para poder cogerle el rollo porque al principio "es normal que cueste", dices que ¡a ti también te costó!.

Toca el timbre y nos vamos; yo con tu cinta y tú no se con qué, creo que con un poco de calor expansivo desde ese centro vital de interés. Intento escuchar de vez en cuando a "Kreator" pero nunca lo aguanto más de tres minutos (a pesar de echarle mucho empeño), cada vez que siento el alivio de apagar el cassette con la cabeza como un bombo y el estómago revuelto, descubro qué no darías tú por "apagar" la clase y que yo parase de hablar de historia de la Iglesia.

Experimentando la dificultad de entrar en tu mundo he comprendido de prontolo grande que debe ser la tuya para llegar al mío. Me hago cargo de lo lejos que puedo estar de cada uno de vosotros y lo cerca de esos misioneros que critico tanto porque no saben lo que es inculturación.

A partir de aquel día se corrió la voz y varios alumnos se acercaron a mi por el pasillo con cintas de sus grupos preferidos y me han ayudado a escuchar bastantes tendencias. Heavy tenia razón, es "un poco mas suave" pero aún así es muy duro, difícil, pero dice cosas que pienso que deberíamos escuchar si queremos entender algo. Tal vez sólo tengan pánico de que se sepa que no son indestructibles, y que no se sienten nada bien en el sistema que todos padecemos, aunque algunos estemos mejor domesticados que otros.



"Voy arrastrando mi decepción
de un escenario a otro escenario.
Voy arrastrándome sin nada que decir
y lo que digo lo tienes bien sabido.
Ríete de mi que soy tu espejo,
tu y yo estamos bajo control
romper es nuestra única venganza
Estamos demostrando que nada nos motiva
somos pequeñas bombas de odio,
es nuestra única solución,
somos los últimos, los peores,
somos obras de esta civilización.
Montando bronca nos desahogamos,
cuanto más fuerte, más molestamos,
no quieren vernos pero aquí estamos.
Nada nos mueve, no hay esperanza,
¡VENGANZA!"

El Instituto donde yo trabajo acoge a alumnos/as bastante marginales pero muy privilegiados/as por estar escolarizados/as y –sobre todo– por mantenerse dentro: ¡En lo que va de curso ha habido 12 bajas, 12 adolescentes a la calle! El sistema escolar está dispuesto de tal manera que expulsa a los que más necesitan ser educados.

Los profesores tenemos mucho miedo de vosotros; quizá nunca lo lleguéis a sospechar pero hasta a los más jóvenes nos asusta el pendiente, el cuero y las muy pretenciosas interpretaciones de todo lo que pintarrajeáis en lugares que no deben ser pintados. Tenemos miedo y por eso marcamos tanto las distancias con un tono imperativo –que casi nunca escucha del todo– para que os quedéis quietos dentro del círculo de tiza que pintamos en el suelo.

Aquí también hay niños de la calle que, aunque no corren peligro de ser asesinados por escuadrones siniestros, van camino de delincuencia o de marginación, y nos dicen a nosotros si la verdadera delincuencia no será la nuestra:

"Cargados, la delincuencia es una plaga social, 
una raza despreciable, una raza a exterminar, 
¡banqueros! unos ladrones sin palancas y de día, 
¡políticos! estafadores, juegan a vivir de ti, 
¡fabricantes de armamentos! esto es geta de cemento, 
las religiones calmantes y las bandas uniformes, 
la droga publicitaria, delito premeditado. 
y la estafa inmobiliaria... 
Delincuencia, delincuencia, 
es la vuestra, vosotros hacéis la ley.
Explotadores, profesionales, delincuencia es todo aquello
que os puede quitar el chollo."

Algunos de mis alumnos son heavys o punkys (no todos, claro, también los tengo bakalao) y son alumnos de religión pero por nada especial, no eligieron, están por estar. Yo estaba acostumbrada y convivo perfectamente con el ateísmo de los "filósofos"; es decir, con un ateísmo que se plantea la existencia de Dios, que cuestiona desde la psicología la experiencia espiritual; entre otras cosas, porque es el ambiente que me ha formado y siempre me ha estimulado la fe; y porque como ser humano creyente, tengo dentro de mi esas mismas preguntas de búsqueda.

Pero ahora han llegado, ya están aquí, todos los que no se plantean nada porquepara ellos la no existencia de Dios es tan natural como lo era su existencia para tanta gente nacida y educada antes del año 50 (que tampoco se planteaban nada) y que por si fuera poco miran por encima del hombro y con desprecio a toda generación posterior que llaman de "yogur" y que no hacen mas que padecer el mundo que los adultos habían creado (con la mejor voluntad).

Más de una vez me pregunto que hago yo predicando en este ambiente; "sí por lo menos lográsemos transmitir experiencia fuerte de Dios", decía una compañera, también profesora de religión... pero la mediocridad de nuestras vidas y de nuestro testimonio viene a corroborar la cerrazón y el aburguesamiento reinante; más que nada es que oscurecemos a Dios, no dejamos ver a Dios, ¿es qué puede Dios ser cerrado?, ¿es qué puede Dios ser mediocre?, ¿cómo nos atrevemos a ir de Su parte así?... Son tantas las preguntas que la gente se hace que lo peor de todo es que a veces no llegamos a imaginárnoslas, pero pensamos que Sí y tapamos la boca con respuestas hechas a modo de catecismo, en lugar de bendecir y alentar la pregunta.

Otras veces me pregunto, ¿cómo podéis con tanto?... Necesito todo mi valor para estar enfrente de unos ojos heridos y profundos a los que preguntar, así como si nada: "¿Acaso puede una madre olvidarse de su niño de pecho?" Is 49,15). Y ver como contestan en silencio: "Sí, la mía me abandonó". Entonces es cuando hay que empezar a buscar y buscar la manera de decir: Pues aunque ella te olvide, Dios no se olvida; pero es muy difícil, ya lo sé...

En medio de todo esto está Sandra, tiene 15 años, es muy guapa y es la delegada de su clase. Nunca antes había estado matriculada en religión, y nunca le ha hablado nadie de Dios. Este año decidió que quería saber de que iba el "rollo" y ahí está sentada en primera fila. Escucha como si estuviera bebiendo y hace muchas preguntas (tan elementales, que me ha ido llevando ella sola a lo esencial: ¿por qué mataron a Jesús?). Al principio sus "colegas" se reían de ella y hacían gestos cuando ella levantaba la mano, pero a fuerza de personalidad y libertad, les ha contagiado el interés y en esta clase todos beben y yo no me lo puedo creer...

Yo soy de las que veo y padezco con dolor como la brecha fe-cultura es cada vez más grande. Parecerá una tontería pero me dió esperanza escuchar esta canción, –por cuya letra ya pido perdón anticipado a quien pueda herir– según la cual es profundamente indignante confundir el amor de Dios con ciertas ideologías y, mira, tal vez quiera decir que aún puede saltar esa chispa que llevamos todos dentro y que es como un radar para detectar lo bueno, lo verdadero, lo que es justo:

"SALVE...
A cuenta de prometer el Reino de los Cielos
algunos vivillos, lo que están haciendo,
es su propio cielo particular en la tierra
–compre un pedazo de cielo pagando la cuota mensual–.

SALVE...
Hay que estar majareto para hablar de amor de Dios
y al mismo tiempo en sus escuelas
preparar los cuadros de mando de la represión fascista.
¿Cómo se puede ser tan fariseo?

SALVE...
Control económico es control del poder
control mental, control sexual. 
Realmente tíos, nunca he visto religión
que nos quiera salvar a ... (golpes).

SALVE... 
Opus Dei, oh no."

El rótulo del título es original puño y letra de J. A. H., alias "heavy" y se puede encontrar a modo de pintada grafiti por todas las paredes del Instituto, en especial las de 2°B y puertas del W.C.

 

7. SER CURA EN MEDIO DE ELLOS

Guy Gilbert

"¿Y el cura allí en medio?" ¿Quién soy yo, quiénes somos nosotros, cristianos o curas, perdidos en esta ciudad gigante en medio de los jóvenes de la calle? ¿Quiénes son ellos? ¿Qué viven? ¿Cuáles son sus aspiraciones? ¿Qué nos hacen descubrir?

Un 80% no están bautizados. La mitad son musulmanes. La inmensa mayoría son ateos. Dios está absolutamente fuera de sus preocupaciones: No puede existir! "Un Dios que os ama, es cómico. Tu Dios bueno y padre no me habla nunca; a mí, mi padre me abandonó, tu comprendes!"... Sí, yo comprendo, y la calle nos lo enseña cada día: si un hombre no ha sido verdaderamente amado en su vida con un amor verdadero y gratuito no puede conocer a Dios.

"¿Tú haces el amor?" Los muchachos con esta pregunta, atacan mi sacerdocio, para ellos es inconcebible que un hombre no tenga contactos sexuales. Yo les contesto que la Iglesia me ha impuesto el celibato y que lo he aceptado. Me hacen estas preguntas hasta los límites de mi paciencia, entonces contesto: "Yo respeto lo que tú vives, te pido hagas lo mismo conmigo. No es extraño que un muchacho recién llegado me haga esta pregunta delante de uno más antiguo, y es el antiguo el que contesta: "Son las tres de la mañana, Guy está a punto de escuchar tu mierda. Si él ha escogido vivir así es por ti, colega, y por tus otros colegas. Entonces, déjalo en paz". Yo pienso que ellos son los que mejor han defendido mi celibato.

Destaco que los jóvenes de la calle son muy sensibles al testimonio de fidelidad vivida. Frente a las graves carencias afectivas que han vivido casi todos, buscan a su alrededor personas que se amen, que no tengan miedo de haberlo puesto todo en la fidelidad a una palabra dicha. Una noche, acabando un día agobiante, comprendí claramente esta reflexión de un muchacho: "Tienes suerte de haber podido poner tu vida al servicio de alguien". Era algo a lo que no podía poner nombre, pero que intuía a través del don de una vida.

Por mi parte me siento cura dentro de la Iglesia. Veo todo lo que hay que cambiar, comprendo que algunos quieran hacerlo desde fuera, yo he escogido hacerlo desde dentro. Formo parte de un equipo de sacerdotes con el que me entiendo bien (mejor que cuando vivía con ellos y los chicos venían a aporrear la puerta a las tres de la mañana). Fui delegado en el "consejo presbiterial". Intento mantener fuertemente mi vinculo con el obispo, cada jueves santo, voy a Notre-Dame de París para sentir y expresar físicamente esta unión. Por la noche antes de dormir, leo un trozo del breviario, hay salmos maravillosos, es mi manera de reencontar la Iglesia entera. Pero yo huyo de ser el tranquilizante de las buenas conciencias cristianas frente a los jóvenes delincuentes. En todo caso, para los muchachos, la Iglesia son los cepillos para robar. En este punto les digo que tienen una manera graciosa de apreciar la crisis de la Iglesia: para ellos lo denota el hecho que cada vez hay menos dinero en los cepillos. De aquí esta reflexión de un muchacho "La última vez que abrí el cepillo de San José encontré veinte céntimos. Realmente la Iglesia está mal administrada..."

Para ellos la Iglesia son fundamentalmente los curas y las buenas hermanas. Después pueden constatar: que la Iglesia es rica y está al lado de los ricos. La prueba es que los curas les dan siempre limosna. Conozco un muchacho que, durante un año, consiguió alrededor de mil quinientos francos solamente visitando a los presbíteros. Es una de las peores cosas que se puede hacer, la limosna incita a la mendicidad, la promociona, hunde a los muchachos.

Cuando predico en una iglesia hay, a menudo, muchachos que vienen a escucharme. Sus reacciones son de todo tipo: "No se ven nunca muchachos pobres en una iglesia". "Nos miran como a bichos raros."

Un domingo, uno de ellos se sentó al lado de una señora, que cogió rápidamente su bolso y se agarró a el: "No te preocupes, vieja, no he venido para robarte tus cosas, he venido para escuchar a mi colega, el cura.". Y la abuela, cambiando de opinión, en el momento de la paz, alargó una mano al muchacho que se aturdió de ver una mano tendida después de aquel comienzo.

Al principio, cuando acababa de predicar, aceptaba que la gente me diera dinero después de la misa. Pero, un día, cuando charlaba fuera con unas cuantas personas, se aproxima un muchacho y me dice : "¿Es que aún no han acabado de lamerte el culo?". Comprendí lo que quería decir : "No te dan dinero para nosotros, te lo dan para ti, para tus buenas obras, para ellas meten los billetes en tus bolsillos" Ahora, huyo de ser la caja fuerte de la buena conciencia, no acepto el dinero atado a la palabra de Dios.

Varias veces he tenido la ocasión de celebrar la Eucaristía en una salida de fin de semana. Pensaba que era mucho mejor celebrar en cualquier sala, más que ver los muchachos llenar la iglesia del pueblo donde habrían sembrado el pánico. En estas ocasiones nos reunimos alrededor de la mesa y creo que tienen una verdadera actitud de oración. Un verdadero silencio, al principio; después, en el momento del Evangelio, hacen comentarios especialmente interesantes que surgen espontáneamente a propósito de María Magdalena o del Buen Samaritano. Después de una de estas "misas" uno de ellos le dijo a un compañero cuando yo llegaba : "Después de esto me siento nuevo, totalmente nuevo."

Sólo los que comparten verdaderamente en la vida saben vivencialmente lo que es la Eucaristía: un compartir desde el amor. Cuántas veces he escuchado de uno y otro, que viven como parias en nuestra sociedad, ahogados en su propia miseria, decirme: "Guy, ocúpate de éste, está más hundido que yo...". Solo los pobres comparten de verdad. Sólo ellos podrán participar un día en una verdadera Eucaristía.

En cuanto a nosotros, los potentados de la tierra, hemos acaparado el mensaje de Cristo y lo consumimos diluyéndolo, felices y tranquilos frente a los hambrientos de justicia y amor que se quedan a las puertas.

Cura en medio de ellos, con ellos, cura salvaje sin comunidad cristiana, pero enviado por la Iglesia, trabajando en su nombre y en unión con ella, hombre de contradicción, totalmente lanzado a la lucha social y política, sabiendo mojarme cuando hace falta, cura para un pueblo que no lo espera. Yo quiero ser, con mis compañeros de equipo, testimonio de la justicia y del amor. Con todos los hombres de buena voluntad que han comprendido que estos jóvenes, que nosotros hemos rechazado tienen necesidad, para vivir de pie y libres, de un verdadero rostro de hermano. Esto es para mi, en pleno corazón de la Iglesia, vivir mi sacerdocio.

(Tomado de G. Gilbert
Un prêtre chez les loubards
 Ed. Stock, París)

 

8. CARTA A MI HIJO QUE NUNCA NACIÓ

Marisol, rscj

Querido hijo: Aunque no sé si llamarte hijo, porque tú nunca has existido sino en mi imaginación de mujer y en mis deseos de madre. Pero hoy necesito hablar contigo, desearte, amarte y tenerte como siempre te he soñado. Y es que muchas veces te he concebido en mi vientre, he añorado tenerte entre mis brazos, acariciarte, besarte y pellizcarte las mejillas.

Hoy, mientras besaba con ternura y reverencia tus piececitos, me has hecho una pregunta muy íntima (yo diría que casi indiscreta): "Mamá, ¿por qué yo nunca nací?, ¿por qué yo nunca he vivido en tu mundo real?" Me has dejado casi sin aliento, pero sé que tienes derecho a saberlo y te lo diré, aunque antes debes saber que tú existes en mi imaginación, en mi corazón y en mis entrañas de madre con capacidad de ser fecundas; y que te he visto en muchos niños que corren al encuentro de su madre, en muchos otros que ellas llevan apoyados en su pecho, en algunos que buscan ansiosamente el contacto físico del amor materno...

No creas que quiero esquivar tu pregunta, no. Hoy quiero, deseo... confesarte mi secreto ¿por qué tú nunca llegaste a nacer como Álvaro, Carlos, Soraya, Belén, Jordi...? ¿por qué jamás llegaste a existir con un cuerpo propio? Pero antes déjame que te hable del hombre que sin duda pudo haber sido tu padre. Era y es un ser de ojos claros y corazón lleno de amor; un ser que cuando mira hace estremecer todo tu ser de mujer. Es un ser al que he amado, sí, al que he amado mucho, y quizás hoy lo sigo amando a mi manera. Es alguien que ha dado vida a mis entrañas femeninas, que ha vivificado mi ser y el tuyo con armonía, sin dolor.

Pero la verdad es que tú no naciste porque tu madre, ¡y esa soy yo!, siempre fue una soñadora, una mujer inquieta, que buscaba lo mejor en su vida y un día lo encontró. Descubrió que quería entregarse a los demás, que quería tener a muchos "tús" y para eso tenía que amar, amar a muchos "otros"... ¡lo siento!, pero no soy mujer de un hijo, un hombre, un amigo... soy mujer de relación y de soledad acompañada, habitada, compartida. No creas que por ello no te amo, no te siento en mis entrañas de madre, pues, cada vez que tengo la oportunidad de ayudar a un niño a descubrir algo nuevo, cuando le enseño a respetar y a querer a los demás, cuando cuidamos juntos la vida y le sonreímos por dura que ésta sea... eres tú quien vive, se mueve y crece dentro de mí.

Cada vez que acompaño el proceso de salvación de Dios en la vida de un amigo/a es a ti a quien acompaño y guío en su caminar hacia la VIDA en mayúsculas.

Cada vez que cuido una planta, contemplo el cielo, mimo la naturaleza... es a ti a quien estrecho entre mis brazos. Cuando nació Álvaro, mi sobrino, sentí la necesidad de derramar sobre él todo mi amor de madre acumulado, pero tú te encargaste de hacerme gozar como una loca dándole sólo el amor de tía que me correspondía ¡gracias!

Cada vez que he llorado tu ausencia física, me has llenado de energía positiva y he sentido la necesidad de trasmitirla a los demás con gozo.

Como ves, tú no has nacido una sola vez, sino que naces cada día dándome la oportunidad de dejarte crecer en cada acontecimiento de mi vida. Me has ayudado a intuir lo que significa amar, amar como una madre, entregándome toda entera, sin reservas ni medidas. Y eso es lo que yo intento hacer por ti ¡entregarme toda entera a Jesús!, a ese hombre que no veo con mis ojos (como veía a tu padre), pero que siento y me siente con el corazón; que no toco con mis manos, pero que me hace estremecer cuando intuyo su presencia; que me ama silenciosa pero apasionadamente.

Hoy, después de hablar contigo, de escucharte en mi silencio sonoro, mi ser de mujer se llena de gozo, porque puede ser feliz imaginándote, pensándote, teniéndote y amándote en mi mundo Gracias porque tu mirada profunda acaricia y da vida a mi maternidad. ¡Ah!, olvidaba decirte que cada día paso largos ratos en la intimidad con Él y que es ese espacio, ese tiempo gratuito el que te mantiene vivo dentro de mí; sin Él, hace mucho tiempo que tú habrías dejado de existir.

Espero haber respondido a tu pregunta.

Un abrazo de madre

Marisol

 

9. POR QUÉ ME HICE CRISTIANO

Paul O. Unha

Era el mes de febrero de 1988. Mi hijo acababa de ser hospitalizado. El diagnóstico era claro: ¡Leucemia! Las esperanzas de sobrevivencia eran mínimas. Yo tenía 38 años. Teníamos dos hijos: una hija de 12 años y este hijo de 10 años. ¡Él era el niño de mis ojos!

Yo no creía en nada y no tenía ningún interés en las cuestiones religiosas. Quería ganar dinero, mucho dinero, para poder disfrutar de la vida. Para ello, por el momento, hasta vivía alejado de mi esposa: ella se quedó en el campo y yo vivía en Seúl, pensionario donde una familia, para tener la libertad de actuar y hacer dinero.

¡Y he aquí la novedad de la enfermedad de mi hijo! Lo había hecho venir a Seúl y lo había hecho examinar en uno de los hospitales más célebres de la capital. Se me derrumbó el mundo. Tuve una crisis horrible de desesperación: mi hijo iba a morir y yo no podía hacer nada. Me sentía totalmente perdido, impotente...

Entonces algunas personas que me rodeaban me hablaron de Dios: era para consolarme. De lo que puedo recordar, me hablaban de la providencia, de la gracia, de la llamada de Dios, de medios que le son propios... ¿Por qué presté atención a estas palabras? Eso yo no lo sé. En otros tiempos yo no habría siquiera escuchado. Pero la verdad es que escuché y que se me vino la idea que mi hijo pertenecía tal vez más a Dios que a mí mismo. Era algo insensato. Y el 8 de marzo de 1988, por primera vez en mi vida, entré en una iglesia: era un domingo, en la catedral de Seúl. Miré una gran cruz y dije a Dios que mi hijo, mis bienes, todo lo que pensaba que era mío, no era mío sino de Él. Le dije que podía hacer lo que Él quería, y si Él tomaba a mi hijo, que era suyo, yo no protestaría.

Este mismo día me hice inscribir en una clase de catecismo y deseaba que todo fuera rápido. Mi tiempo de catecumenado fue un tiempo de gracia como nunca había vivido: yo pasaba mucho tiempo en el hospital. Me concentraba en mi familia y aprendía a orar. Me volvía otro hombre y llegué a tener experiencias sorprendentes. Fuí bautizado muy rápido y tomé el nombre de Pablo: fue el 15 de agosto del mismo año. Mi hijo, antes de que muriera fue bautizado y confirmado, el 3 de abril. Era el día de Pascua. Una religiosa venía a verlo regularmente para prepararlo. Y lo increible llegó. Mi hijo se curó. Hoy en día ha terminado su ciclo secundario.

Mi vida cristiana no es tan ferviente como lo quisiera. Pido perdón a Dios por ello. Pero soy de su família, soy feliz y esto durará –no lo dudo– hasta mi muerte..

 

10. DE LA MUERTE A LA VIDA

La historia de Somaratne

Nací en un pueblecito del distrito de Gampaha (Sri Lanka). Éramos dos hijos y un hija. Yo era el segundo. Mi padre y mi madre eran ambos muy individualistas, egoístas, personas con corazón de piedra. Jamás nos sentimos amados. Además, mi padre era borracho. Desde nuestra tierna edad, mi hermano y yo huimos de esta casa sin amor. Nos las arreglamos para vivir por aquí y por allá: nadie se ocupaba de nosotros.

Mi hermano menor regresó a casa un día, cuando mi padre estaba agonizando. Sentía tanto odio que tomó un trozo de madera y lo hundió en los ojos del moribundo. Eso muestra muy bien hasta qué punto había llegado su odio hacia él. Joven todavía, encontré a una muchacha con la que me casé y formamos una familia. Yo tenía dos hijas. A inicios de los años 70, me adherí a un grupo rebelde llamado "Frente de Liberación Popular" (Janatha Vimukthi Peramuna). En esa época yo tenía alrededor de 35 años. Vivía entonces en la Provincia del centro-norte y consagraba todo mi tiempo y mi energía a trabajar por esta organización. Nuestra meta era tumbar al gobierno por cualquier medio. Yo había frecuentado muy poco la escuela y no era capaz de leer y escribir bien, pero tenía el don de la palabra. Por ello, durante numerosos encuentros, tomaba la palabra para adoctrinar con nuestra ideología a los otros jóvenes. Tras el fracaso de la insurrección de 1975, me capturaron y pusieron en prisión. Fui transferido a una prisión de Colombo. Y fué allí donde encontré mi liberación.

Mi celda se encontraba frente al pequeño vestíbulo donde las hermanas tenían la costumbre de encontrarse con los prisioneros católicos. Todos los domingos, yo veía a dos hermanas que les visitaban. Yo era budista y por lo tanto no tenía derecho a juntarme con los prisioneros católicos para hablar con ellos. Sin embargo, lo deseaba, pero al mismo tiempo me causaba miedo hacerlo. Estas hermanas me atraían, despertaban mu curiosidad. Ellas eran las únicas personas extranjeras que podían entrar en la prisión. Felizmente para mí, una hermana vino a visitar a los enfermos en el hospital de la prisión; yo me encontraba allí por una infección menor y tuve la posibilidad de hablarle. Ella me dijo que no tuviera miedo. Me despojé de todo temor y quise estar presente en el vestíbulo cuando las hermanas vinieran.

Me había dado cuenta de que una hermana tenía un pequeño libro del cual se servía para enseñarnos y que lo entregaba al sacerdote para que lo leyera durante la misa. Yo tenía muchas ganas de ver este libro, que contenía mensajes tan pertinentes que me ponían a reflexionar. Se lo pedí y ella me lo prestó. Jamás lo recuperó. Como yo no tenía nada que hacer, me puse a leer el Nuevo Testamento con pasión. Leía un pasaje por la mañana y otro en la noche, y, a partir de allí, reflexionaba sobre mi vida. La conversión aparecía lentamente en mí. Nadie sabía nada, ni siquiera las hermanas. Yo no hablaba a nadie de esta transformación interior que estaba operando.

Durante este tiempo, mi hermano había regresado a mi casa y había abusado de mi esposa. Ella me escribió diciéndome que no había tenido opción: ella debió someterse a él ya que su vida y la de los niños estaban en peligro. Le respondí que no se preocupara, que yo no tenía ningún sentimiento negativo para ella. De hecho, era yo el responsable de su soledad. Comprendí que ella estaba en una situación difícil y me sentía cercano a ella. Seguía leyendo el Nuevo Testamento, de donde sacaba mucha inspiración para mi vida.

Trataba de ponerlo en práctica. Regresé a mi casa. Al saber que yo estaba libre, mi hermano había desaparecido. Mi mujer había tenido un niño suyo. Retomé mi vida. Con muy pocos recursos y la ayuda de las hermanas, me puse a cultivar la tierra. Todos los del pueblo estaban sorprendidos de semejante cambio. Yo les hablaba mucho de perdón. Un día me fuí al convento de las hermanas y les expresé mi deseo y el de mi familia de ser bautizados. Eso ocurrió sin ningún problema y toda mi familia se hizo cristiana. Comencé a vivir mi vida de cristiano sabiendo muy bien que ya lo hacía desde hace mucho tiempo en mi corazón. Me volví muy ferviente y sentí una paz interior profunda.

Un día que estaba de visita en otra casa, alguien llegó gritando que mi esposa había sido apuñalada. Corrí a mi casa y descubrí a mi mujer bañada en su sangre. La cuchillada de mi hermano había sido fatal. La llevamos al hospital pero, en el camino, murió en mis brazos. Es aquí donde el Nuevo Testamento me tocó profundamente. Me enseñó la paciencia y me permitió perdonar. Comprendí hasta qué punto Cristo había perdonado en su vida. Siguiendo a Él aprendí a perdonar a aquellos que me habían herido profundamente. Perdoné a mi hermano por ese gran crimen. Me negué ir a testificar contra él al tribunal. ¡Que Dios se ocupe de todo eso! Mi hermano sigue en prisión hasta el día de hoy. Yo no tengo ningún resentimiento contra él.

Ahora tengo más de 50 años. Mis dos hijas estudian donde las hermanas. Trato de ganar un poco de dinero para poder dejarles algo. Aparte de eso trato de practicar lo que Jesús nos enseña: "Amad a vuestros enemigos. Rogad por los que os persiguen... Si alguien te golpea en la mejilla derecha, déjale golpear la mejilla izquierda también". Y, a pesar de mis problemas, –porque no estoy bien en este momento–, estoy en paz.

 

CONCLUSIÓN: LAS PASIVIDADES DE DISMINUCIÓN

José A. García, sj.

Las pasividades, es decir, aquello que nos sobreviene sin que nosotros lo hayamos causado, ocupan más del cincuenta por ciento de nuestra vida. "Me recibo más que me hago a mi mismo" (Teilhard). Algo avisa, por tanto, que, si bien hemos de prepararnos para un primer tiempo de acción, es igualmente importante que nos preparemos para procesar bien el tiempo de recepción. Pues bien, de esas pasividades que se nos echan encima sin que nosotros las hayamos causado, unas son de "crecimiento", como la amistad, el amor, etc. y otras son de disminución. Aparentemente no crean nada, no sirven para nada, más que para destruir: enfermedades, complejos, envejecimiento, muerte... ¿Puede ese sufrimiento para-nada integrarse en el establecimiento del Reino de Dios, ser "medio divino"?

Habría que afirmar en primer lugar, y sin miedo alguno, que las pasividades de disminución tienen más potencial de maldición que de bendición, que están más abiertas a la blasfemia que a la plegaria. Quien se escandalice de ello, no hace más que repetir la historia insensata de los amigos de Job. Pero, dicho esto, hay que afirmar también que en esas pasividades de disminución –que no las causa Dios ni las permite, pero que llega hasta nosotros en ellas–, Dios emerge para nosotros en forma de pregunta y de oportunidad: como timón de profundidad que opera un cambio de ruta, como podadera que dirige el crecimiento, como canalizador de la savia interior. Así lo vio el propio Teihard de Chardin. Las pasividades de disminución están abiertas a lo peor que llevamos dentro, la maldición, y a lo mejor. ¿Cuál es el precio que hay que pagar para que suceda esto segundo? Entregarse al misterio. Acogerlo. Adorarlo.

Unirse a alguien es emigrar de uno mismo. Es perderse. Es entregarle toda la iniciativa, quedándonos sólo con la pura adoración. Es vaciarse para dejarse invadir. Es comulgar con Dios por disminución hasta que él sea todo en nosotros. El P. Arrupe lo expresó preciosamente en su testamento espiritual que ya no pudo leer personalmente: "Mi pasión ha sido la de estar siempre disponible para Dios, pero sobre todo ahora, cuando toda la iniciativa es ya suya".

Vivido y procesado así, este tipo de sufrimiento genera no maldición, sino silencio y adoración. Nos baja de nuestros caballos, a los que nos subimos con tanta frecuencia para oprimir a los otros. Re-orienta nuestra autocomprensión. Ya no nos deja apoyar nuestro yo en nuestra valía, en nuestros poderes o nuestras obras sino sólo en Él y en su amor. Sólo en Él. No nos deja tampoco apoyar nuestro yo en nuestros fracasos y en nuestro sufrimiento. Nos entrega en manos de un misterio, al que tantas veces hemos experimentado como misterio acogedor.

— Entregarse a Dios y a su Reino en la acción, en los trabajos, en el cansancio, y entregarle el sufrimiento que todo ello pueda conllevar, no es lo más difícil. Menos aún lo es entregarse a Dios y a su Reino en las pasividades de crecimiento que suponen una inmensa alegría. Pero, entregarse a Dios y a su Reino en las pasividades de disminución, es un milagro total. Por eso nos causan tanto asombro quienes lo hacen: esos ancianos, por ejemplo, que envejecen con paz, bendiciendo, o esos hombres o mujeres injustamente tratados, humillados, que no reaccionan desde las heridas que les han infligido, sino desde la bondad y el perdón. Que suceda algo así es un auténtico milagro.

— Las pasividades de disminución que nos envejecen, nos llenan de complejos y heridas, y finalmente nos matan, nos ponen ante los limites sagrados de nuestro ser (A. Tornos). Y una de dos: o las rechazamos y entonces rechazas al mundo y a Dios, tal como son, o las elaboramos cristianamente y entonces entramos en una aceptación, finalmente adorante, del mundo como es y de Dios como es. La no elaboración religiosa de las pasividades de disminución va a provocar en nosotros reacciones peligrosas, ya que tales disminuciones no nos van a dejar amar bien a la vida ni amar bien a Dios.

— Unirse a otro es saciarse de él, emigrar a él, sin dejar de ser uno mismo. La muerte es la definitiva emigración al Otro, la unión total con El, sin dejar de ser nosotros mismos.

— En una cultura como la nuestra, en la que se produce una "hiperinversión de energías en las cuestiones del yo", hemos de estar atentos a que esta tercera forma de dolor, por lo que tiene de muy personal, no nos haga perder de vista el dolor de los demás, el dolor del mundo. Para vivirla bien, hay que conectarla con la primera y segunda. Porque si nuestro propio dolor copa la escena, ¿qué nos va a quedar para tener compasión del mundo? _

CRISTIANISME