El
examen, una vía de acceso al discernimiento
Carlos
R. CABARRÚS
Jesuita
Director del ICE
(Instituto Centroamericano de Espiritualidad)
Guatemala.
Discernir es
aprender a reconocer por dónde nos quiere llevar Dios para «dejarnos llevar
por Él», para colaborar con Él o, por lo menos, para no estorbarle. Por eso
no es algo
simple, sino un proceso que supone, en primer lugar, que como persona me haya
acostumbrado a optar por principio por la vida1. Requiere tener el hábito de
buscar y elegir
lo que nos da vida y lo que da vida a otros; implica que me importen los demás
y, sobre
todo, los que son mayoría en este mundo.
Esa opción por la vida tiene muchas manifestaciones. Una de ellas es la
autoestima
positiva, que se refleja, entre otras muchas actitudes, en el trabajo
equilibrado, la capacidad
de descansar y recuperar las fuerzas físicas, psíquicas y espirituales, la
disposición para el
diálogo y el perdón, la apertura a descubrir lo positivo en todo y en todos.
Esto conlleva un
cambio radical en mi persona y, sobre todo, en mi comportamiento.
Para que esta opción por la vida sea posible, es necesario haberla descubierto
dentro
de mí y, sobre todo, dejarla brotar desde mi propio pozo, desde el manantial
que tengo
dentro, desde el Agua Viva que hay en mi interior y que es la vida misma de Dios
en mí.
Sólo al captarme desde mis potencialidades, solamente desde el reconocer mi
manantial,
podré descubrir que lo que lo sostiene es el Agua Viva, es Dios mismo en lo
más íntimo de
mi intimidad. Es desde ese descubrimiento tan interno, tan hecho carne en mí
mismo, como
de verdad puedo abrirme a la experiencia de Dios, que es vida para todos y vida
en
abundancia. Pero reconocer esa fuente de vitalidad en mi interior exige haber
hecho
previamente un proceso de sanación de los traumas y los golpes personales,
haber sanado
la propia herida2.
Discernir el
Dios de Jesús: el primer discernimiento
D/IMAGENES-FALSAS: Al conocer el barro del que
estoy hecho, me doy cuenta de que
tengo una serie de miedos y compulsiones que me fabrican fetiches, falsas
imágenes de
Dios. Por eso un primer examen, un primer discernimiento, tiene que encaminarse
a
verificar si eso que yo llamo «Dios» refleja en realidad la imagen del Dios
que Jesús nos
revelara, o si es una pobre percepción de Dios, producto mi propia fragilidad
humana.
Así voy comprendiendo que discernir es una lucha: una lucha por reivindicar el
verdadero rostro de Dios:
Nuestros miedos y compulsiones nos han fabricado un dios—con minúscula,
porque
pobre es su realidad—que provoca el perfeccionismo y, por tanto, se vuelve
implacable.
Nuestros miedos y compulsiones nos han hecho rendir culto a un dios—también
en
minúscula, porque su presencia nos aplasta—que nos exige cosas que cuesten,
cosas que
sangren, cosas que duelan, por principio: mientras más difícil sea, ¡más
signo es de dios!
Nuestros miedos y compulsiones nos hacen creer en un dios fetiche—siempre en
minúscula—que exige obras, que exige cultivar la imagen, que es algo que
puede
mercarse. Por eso la relación con ese dios se torna mercantilista: «te hago
para que me
des»...
Nuestros miedos y compulsiones fabrican un dios fetiche—continuamos con
minúscula—hecho a mi pobre medida. Es el dios de mi propiedad, a quien
manejo: lo hago
a «mi imagen y semejanza» para mí.
Nuestros miedos y compulsiones nos hacen fabricar un dios—en minúscula,
porque es
muy pequeño—a quien se le puede manipular con ciertos ritos, oraciones o
conocimientos
esotéricos.
Nuestros miedos y compulsiones nos han generado la imagen de un dios—en
minúscula, por su mezquindad—juez implacable que está listo para juzgarnos y
castigarnos,
sobre todo en lo que respecta a nuestro cuerpo y nuestra sexualidad.
Nuestros miedos y compulsiones nos fabrican un dios—en minúscula, por
supuesto—del puro placer, un dios facilitón. El dios del niño, que es imagen
de sus
proyecciones y de sus miedos.
Nuestros miedos y compulsiones nos fabrican un dios—sin variar, en minúscula—que
se confunde con el poder, que se coloca en la prepotencia y que entonces nos
arma los
mayores embrollos: no podemos explicarnos el mal ni el dolor frente a ese
fetiche.
Nuestros miedos y compulsiones nos fabrican un dios en minúscula, por su
cobardía—de la falsa conciliación y de la falsa paz. De una paz, por
ejemplo, sin justicia.
Todas estas imágenes fetichistas nos exigen que el primer trabajo de
discernimiento
sea descubrir si estamos o no estamos hablando del Dios que Jesús nos reveló;
si es el
Dios—¡siempre con mayúscula!— que se parece a Aquel con el que Jesús
mantuvo su
relación filial:
El Dios de Jesús es el Dios de la Alegre Misericordia, como lo encontramos en
el Hijo
Pródigo.
El Dios de Jesús es el del amor incondicional, que nos quiere no por lo que
hacemos,
sino por lo que somos, y precisamente cuando hemos sido más alejados de lo que
nosotros
hemos captado como «su camino».
El Dios de Jesús es el de la gracia. Es la palabra que quizá lo representa
más. Todo en
Él es gratuito. No se le compra con nada, no se nos vende por nada. Todo en
Él, todo Él,
es regalo.
El Dios de Jesús es el Dios del Reino, es decir, de un proyecto histórico suyo
para con
la humanidad, proyecto que implica la paz, la justicia, la concordia, la
solidaridad, la
igualdad, el respeto entre todas las personas y el equilibrio con el universo.
ES un proyecto
que comienza ahora y termina en Dios también.
El Dios de Jesús es el Dios que se experimenta, es decir, se le conoce y se le
comprende desde la experiencia y no desde el conocimiento. No hay pasos ni
gradaciones
en su comprensión. La clave exegética para estar en su sombra es el
reconocimiento de
nuestra condición de limitados y pecadores, de pobres y necesitados. Ésta es
la condición
de su experiencia.
El Dios de Jesús apuesta por nuestra libertad y nos insta a ser libres. Nos
pone el amor
como único criterio normativo.
El Dios de Jesús nos enseña algo radicalmente nuevo: que si el grano de trigo
no
muere, no da fruto; es decir, da un sentido al saber entregarse hasta el fondo.
El Dios de Jesús es el que escoge lo débil, lo pobre, lo pequeño, como primer
canal de
revelación: la encarnación antes que toda otra formulación teofánica.
El Dios de Jesús es quien provoca en nosotros la esperanza, que moviliza la
historia...
Como decíamos, nuestro primer discernimiento debe llevarnos a distinguir si
estamos
adorando ídolos o estamos en la dimensión del Dios de Jesús. Vale entonces
preguntarse:
¿a quién busco: a dios o a Dios—así, entre minúscula y mayúscula—?
Discernir entre
mis deseos y los deseos de Dios
Ya de cara al Dios de Jesús, tendremos que clarificar—discernir— otro
aspecto: si El
nos puede imponer su voluntad, si tiene una «voluntad específica» para cada
quien y en
todo tiempo, o si lo que tenemos que hacer es reconocer en nuestros deseos y
aspiraciones aquellos que se pueden atribuir a Dios3. Es decir, el
discernimiento nos
prepara para dar una respuesta personal e inédita a los llamamientos del
Evangelio, del
Reino de Dios, teniendo en cuenta lo que soy, lo que he vivido, lo que quiero
ser y hacer, lo
que reconozco como urgencia en el mundo. Por tanto, el discernimiento es
inventar
«nuestra» respuesta: la mía y la de Dios. Es una creación común.
Sin embargo, en esta invención común puedo encontrarme con dos dificultades:
en
primer lugar, puedo confundir las cosas de Dios con mis cosas, y con mis cosas
muchas
veces mal ubicadas; y en segundo lugar, constatar que no es fácil distinguir
cuándo algo
puede ser «en la onda de Dios». De ahí que sea necesario tener un
conocimiento profundo
de mí mismo(a)—somos reiterativos en esto—y un conocimiento básico de
cuáles son los
gustos de Dios, cómo es su modo.
Los gustos de Dios y su modo quedan muy patentes en una imagen simbólica que
sintetiza todo lo del Reino: el Banquete, la comida compartida alegremente4.
Algo es de
Dios cuando se pueden encontrar los cuatro pedestales de la mesa del banquete
del Reino:
realizar las obras de justicia solidaria (Mt 25,31ss), aceptar la invitación a
la misericordia de
Dios (Lc 6,36), asumir que por realizar estas dos tareas venga la incomprensión
y hasta la
persecución y la muerte (Mc 8,38), y cuidar de mí mismo(a) con la misma
dedicación con
que quiero y cuido de los demás (Mt 19,19).
Todo lo que me lleve a la mesa de Banquete del Reino va en la onda de los deseos
de
Dios. Éste es, por tanto, el gran criterio de discernimiento. En torno a éste
se genera lo que
es su metodología específica. Ahora bien, aunque lo básico es conocer el
derrotero de lo
que experimentamos—adónde nos lleva eso que sentimos o pensamos—, es muy
importante captar toda la riqueza que tiene la experiencia, sabiendo tener en
cuenta varios
elementos. Estos elementos, puestos a funcionar cada día, constituirían el
«examen
cotidiano». Es decir, el examen diario se convierte en un medio privilegiado
para confrontar
mis deseos con los deseos de Dios, un medio eficaz para revisar continuamente la
respuesta conjunta que estamos inventando Dios y yo.
Los personajes
del discernimiento
Es importante caer en la cuenta de que en el discernimiento intervienen tres
personajes:
yo con mi libertad —con el peso de mis heridas y la riqueza de mi manantial—;
el espíritu
de Dios, cuyos gustos e imagen hemos ya presentado y cuyas invitaciones
denominamos
«mociones», y el espíritu del mundo, cuyas invitaciones denominamos
«tretas» o trampas,
sobre el que diremos unas cuantas palabras.
Para percatarnos de que hay un mal espíritu podemos recurrir al texto
evangélico; pero
esto nos puede confundir. En el NT hay dos palabras que para nosotros pueden
significar
lo mismo, y no es así. Está en primer lugar el término «demonio(s)», y
luego la palabra
«Satán»5. «Demonio» significa en el Evangelio toda fuerza que ingiere sobre
la humanidad
o sobre el mundo y cuyas causas son desconocidas. La enfermedad, por ejemplo, se
identifica o se analiza como fruto de «algún demonio». Es decir, que
«demonio» es lo que
no se conoce y ejerce una acción maligna para con los seres humanos,
principalmente. Por
otra parte, está «Satán», que, éste sí, es el «padre de la mentira», el
«enemigo de la
naturaleza humana». Pero siempre está sometido a Dios. Eso lo muestra
vivamente Jesús
en su actuación contra él.
Ahora bien, nosotros sólo podemos creer en Dios. El mal no es ningún principio
ontológico. Pero esto no significa que la desmitificación de Satanás como un
cuasi Dios del
mal nos lleve a la trivialización del mal, a la pérdida de seriedad y gravedad
que entraña. La
seriedad y gravedad del mal aparece siempre en sus víctimas insoslayables.
La existencia del mal en el mundo—más allá de la injusticia social, más
allá de las
opresiones de toda índole—no puede explicarse con facilidad. Es el «misterio
de la
iniquidad». Sin embargo, para decirlo de una manera simple, es un «excedente»
de maldad
que supera la individual capacidad que tenemos de hacer el mal. Los
espectáculos
históricos como el holocausto—a nivel del mundo occidental—, los escenarios
de
destrucción y matanzas en pueblos indígenas y campesinos en América Latina,
como las
luchas intra-étnicas en Africa, son prueba de ese excedente de maldad que ha
coagulado
en la historia de la humanidad. Sin embargo, los tentáculos de ese mal no se
muestran sólo
en su fealdad. Siempre el dinero fácil, la comodidad, el sacar de quicio los
instintos, han
funcionado como atractivos fundamentales. El mundo de la droga—con todo lo que
esto
implica—es una manifestación de ese «excedente de maldad», de alguna manera
imparable, al que asistimos actualmente.
En definitiva, el mal existe, nos atrae, y nos ataca. Resaltamos dos maneras
fundamentales que emplea el mal para alejarnos del Dios de Jesús y la
construcción de su
Reino: una consiste en aprovecharse de nuestros instintos (haciéndonos
incapaces de
manejarlos) y de nuestras heridas (agrandándolas, haciéndonoslas sentir con
más dolor)
para hundirnos más en el momento presente. Otra—que es encubierta— consiste
en
aprovecharse de lo mejor nuestro, de una cualidad muy importante (nos la saca de
quicio,
haciéndonos caer en nuestro propio encumbramiento, convirtiéndonos con ella en
jueces y
criterio de verdad para los otros), o haciéndonos ver como virtud nuestras
propias
compulsiones y mecanismos de defensa. Estos dos modos de ataque del mal
constituye lo
que denominamos dos «épocas espirituales» o dos tácticas fundamentales.
La columna
vertebral del proceso del discernimiento
Todo eso que hemos ido presentando son elementos constitutivos del
discernimiento.
Pero, si quisiéramos pormenorizar sucintamente su proceso, tendríamos que
decir que
consta de seis partes esenciales: la experiencia que se vive, la ocasión que la
provoca, la
vinculación psicológica que tiene, el derrotero, la reacción y la
confrontación. Miremos un
poco más despacio cada uno de estos elementos.
1. La
experiencia que se vive
Todo discernimiento tiene que tener un momento de conexión profunda con
nosotros. No
podemos comenzar un discernimiento si no tomamos en cuenta lo que en realidad
nos está
pasando. Ahora bien, lo que nos pasa es siempre una mezcla: hay cosas agradables
o
desagradables, hay también imágenes, pensamientos, sensaciones. El solo
adueñarnos de
lo que nos pasa, el solo poner nombre a lo que nos habita, es ya una victoria
frente al caos
interior que a veces nos domina.
Dentro del ámbito del discernimiento hay que saber que, si una persona es apta
para
hacerlo, podrá tener sensaciones negativas, pero siempre puede encontrar
positividad en
sus sentimientos y pensamientos, sencillamente porque está viva, porque no
está enferma.
Alguien que sistemáticamente sólo encuentra negatividad en su interior no
sería apto para
discenir: estaría más bien en situación de ser atendido psicológicamente.
Dentro de eso
que se vive, debe escogerse algo que sea lo que se quiere examinar.
2. La ocasión
que provoca eso que se vive
Las cosas espirituales, como las simplemente psíquicas, se generan, se gestan,
no
están desvinculadas de una serie de acontecimientos previos. ¿Qué
circunstancias
provocaron esta experiencia que estoy viviendo? Aquí es muy importante
percatarnos de
que en la vida hay circunstancias, redes sociales, amistades, cosas, que
mecánicamente
me llevan hacia el bien o hacia el mal. Eso es lo que—glosando unas palabras
empleadas
por San Ignacio—hemos denominado «Babilonia» cuando me llevan al mal; y
«Jerusalén»
cuando es lo contrario: cuando me invitan a las cosas de Dios.
También en la vida espiritual es importante caer en la cuenta de que ciertas
circunstancias juegan un papel en una dirección, y otras lo contrario. Es
relevante
establecer el «cuándo» suceden las cosas. el hecho de la comparación entre
diversos
tiempos. El discernimiento es una película, más que una fotografía de lo que
me acaece. La
película es un conjunto de fotos captadas en secuencia, da más datos, permite
reconocer el
antes, el durante y el después.
3. Vinculación
psíquica
Aun cuando las cosas de Dios son invitaciones suyas, sin embargo, no se nos
comunica
el Señor sino empleando nuestro material propio. Es decir, utiliza nuestro ser
golpeado y
potente como material para su revelación y para darle cuerpo a sus invitaciones
(mociones). Obviamente, nuestra parte herida encuentra en las invitaciones del
Señor un
bálsamo, mientras nuestras riquezas hallan planificación. Por el contrario, el
espíritu del mal
utiliza mi propio material psíquico, pero para agrandar mis heridas o para
darle rienda suelta
a mis fervores indiscretos o compulsiones. Así como la acción del mal en
nuestras heridas
es para agrandarlas y hacerlas sangrar, la acción de Dios en ellas es para
sanarlas y
ayudar a integrarlas. Y así como la acción del mal en nuestras cualidades es
para
sacárnoslas de quicio, la acción de Dios es para potenciarlas y llevarnos al
servicio con
ellas.
4. El derrotero
Todo discernimiento debe dar razón de «adónde me lleva» lo que experimento.
Si me
lleva a la mesa del banquete del Reino, con sus cuatro pedestales, si me lleva a
la imagen
del Dios que Jesús me regaló, eso es de Dios, eso va en la línea de sus
deseos. Es decir,
si lo que experimento me lleva a la justicia solidaria, a la alegre
misericordia, a la aceptación
de la persecución como consecuencia de las dos primeras actitudes, y al cuidado
justo,
solidario, alegre y misericordioso de mí mismo(a), estamos, sin duda alguna,
ante la
presencia de Dios, pues estas manifestaciones son la prueba de que se trasciende
mi
propia psicología, porque se superan las tendencias de mis compulsiones y mis
heridas. Si,
por et contrario, me separa de esa mesa del banquete del Reino y de la imagen
del Dios de
Jesús, eso proviene del espíritu del mundo.
5. La reacción
Todo discernimiento implica una respuesta de mi parte. Las invitaciones que me
hace
Dios—las mociones—son para que contribuya en la venida del Reino, no son un
adorno
para embellecerme. Es el momento propiamente moral del discernimiento. Las
tretas—las
invitaciones del mal—, por su parte, hay que rechazarlas; evitar que estorben
y dificulten la
venida del Reino. De ahí que las mociones tenga que ser historizadas, hay que
poner los
medios para que hagan historia, mientras que las tretas hay que detenerlas,
tengo que
evitar precisamente que se hagan realidad.
Hay una serie de acciones que se tienen que realizar para evitar que las tretas
tomen
cuerpo: una acción sumamente eficaz es precisamente el examen que desmonta y
quita
fuerza a la treta. Otra es hacer justamente lo contrario a lo que me propone.
Una más es
denunciar sus «invitaciones» frente a alguien que me pueda acompañar en estos
vericuetos del espíritu. Lo que es más difícil de vencer es una de esas
tretas encubiertas,
porque, como decíamos, siempre están disfrazadas de lo positivo. Más aún,
utilizan la
misma palabra de Dios, el deseo de mantener la institución «religiosa» y una
falsa
preocupación por lo divino como vehículos de su veneno. ¡Jesús en el
desierto desmonta
este tipo de insinuaciones! Jesús frente a Pedro, que ha sido movido por
Satanás,
descubre que los pensamientos del discípulo —¡que quería aparentemente
defenderle!—no
son de Dios, sino del malo.
6. La necesaria
confrontación
Todo discernimiento necesita y exige que se contraste con alguien que tenga
«densidad
eclesial»—nótese que no se dice «autoridad eclesiástica»—. Se precisa
de «alguien» que
represente, de algún modo, el núcleo de iglesia en el que me muevo, y me pueda
contrastar
con objetividad si esas mociones recibidas—que siempre tienen que ver con la
construcción del Reino, sirviéndose probablemente de esa plataforma eclesial
donde me
muevo—en realidad facilitan o promueven el Reino. No hay discernimiento sin
cotejamiento
con alguien que sepa optar por la vida y sepa reconocer en su propia historia, y
en la
historia del mundo, los deseos de Dios, sus gustos, su modo. Obviamente, a mayor
repercusión socio-política de lo que estoy discerniendo, más necesidad hay de
cotejamiento, y viceversa.
El examen
diario como ejercicio de discernimiento
Con lo visto hasta aquí, es posible concluir que discernir no es fácil.
Implica muchas
cosas. Supone muchos requisitos. Eso sí, me coloca en una linea de crecimiento
continuo,
pues hace que me importen los deseos de Dios, que siempre tienen que ver con mi
propio
bien y con la construcción del Reino. Me hace introducirme en la onda de Dios
que es la
onda de la vida en abundancia para todos.
Aunque discernir es un proceso, un arte, una actitud vital y, fundamentalmente,
una
gracia, implica una metodología que nos ayude a disponernos a reconocer a Dios
y, sobre
todo, nos enseñe a hacer hábito en nosotros el modo de Él, a hacer nuestros
sus gustos, a
empalmar sus deseos con los propios. Dentro de esta metodología, consideramos
el
examen cotidiano un medio bastante eficaz para lograrlo.
Ofrecemos ahora un pequeño esquema de lo que podría constituir el examen
cotidiano
como ejercicio de discernimiento.
* Ponerse en la presencia del Señor. Para esto me ayuda cualquier tipo de
respiración y
relajamiento. Le pido al Señor que me ayude a desentrañar mi día. Que me dé
su luz para
comprender cuál ha sido su revelación para mí en este día. Es importante
pedir la gracia de
ver nuestra vida desde su propio querer y no desde nuestras compulsiones,
voluntarismos
o percepciones moralistas de «bueno/malo».
* Recoger las vivencias internas del día. Me doy el tiempo para revivir las
vivencias
interiores del día. No me fijo únicamente en lo que pasó externamente, sino
en las
sensaciones que me habitaron durante el día. Las miro, las revivo.
* Escoger algo que me parezca una moción. Tomo algo del día que me suene a
Dios,
que me haya dado cierta tranquilidad, que pueda reconocer como una invitación a
la vida, y
la analizo haciendo pasar esa experiencia por los seis elementos constitutivos
de un
discernimiento: lo que me pasa, establecer las circunstancias, hacer la
relación con mi
psicología, ponderar el derrotero, ver la reacción que tuve ante ella.
* Hacer lo mismo que lo anterior con algo que suene a treta o trampa del
espíritu del mal
en mí.
*Analizar el momento presente con los mismos elementos. Es lo que denominamos un
«discernimiento en caliente». Ver lo que pasa en el momento en que hago el
examen, hace
que sea consciente de la acción de Dios en diversos tiempos, y permite
desentrañar las
tretas para descubrir, en las mismas circunstancias, invitaciones de Dios que no
habían
sido percibidas.
* Ver qué es lo que, entonces, ha significado este día. ¿Cuál es el mensaje
que Dios me
ha querido dar? ¿Qué paso me ha invitado el Señor a dar en concreto? ¿Por
dónde se me
abre camino hacia el futuro? ¿Qué pequeñas cosas se me impone realizar,
emanadas de la
fuerza con la que Dios me expresa sus deseos? Es el momento propio para
disponerme a
irme haciendo cada vez más persona integrada, puesto que el camino de Dios
siempre
tiene que ver con la sanación de mis heridas y la planificación de mis
potencialidades, de
tal manera que me vaya haciendo cada día más un instrumento al servicio de la
venida del
Reino.
* Terminar con una oración de acción de gracias y de petición de ayuda. Es el
momento
de decirle a Dios que nuestro deseo es dejarnos conducir por Él...
Para acceder a
la experiencia de Dios...
Hemos presentado hasta aquí en forma bastante sucinta lo que, a nuestro modo de
ver,
es fundamental para vivir el discernimiento como una vía de acceso a la
experiencia de
Dios. Un supuesto básico: tener capacidad humana para hacerlo. Un punto de
partida
imprescindible: estar tras la búsqueda del Dios que nos reveló Jesús. Una
convicción
necesaria: saber que mis deseos auténticos (los que brotan de mi manantial) y
los deseos
de Dios son convergentes. Una realidad innegable: el mal existe, me seduce y se
me
impone. Ante esto, unos elementos constitutivos de lo que debe ser un proceso de
discernimiento y una metodología concreta para adiestrarnos en ello.
Lo que sigue... ¡hacerlo práctica! Recordemos que el Dios de Jesús sólo se
conoce en
el encuentro personal e intimo con Él, en el descubrimiento del modo como me ha
llevado,
como me quiere llevar, como me promete seguir llevándome para hacerme cada día
más en
mí para los otros.
SAL TERRAE 1998/12 págs. 897-907
........................
1. Cfr. CABARRÚS, C.R., «Aprender a discernir para elegir bien», en 14
aprendizajes
vitales, DDB, Bilbao 1997. Este artículo presenta ampliamente las
características de esta
opción por la vida, por principio.
2. Cfr. CABARRUS, C.F., Crecer bebiendo del propio pozo, DDB, Bilbao 1998. En
este
texto es posible encontrar elementos para llevar a cabo este proceso de sanar la
herida y
reconocer el manantial.
3. Cfr. RONDET, M., «¿Tiene Dios una voluntad salvadora para cada uno de
nosotros?
Sólo el amor empalma las voluntades», en Apuntes ignacianos, Colombia,
enero-abril 1992.
Este articulo plantea nuestra libertad y responsabilidad ante la voluntad de
Dios.
4. Cfr. CABARRÚS, C.F., La mesa del banquete del Reino, ICE, Guatemala 1997.
5. Para este aspecto, cfr. GONZÁLEZ FAUS, J.l., «Jesús y los demonios», en
Fe y
justicia, Sígueme, Salamanca 1981, pp. 136-140.