DISCERNIMIENTO EN TIEMPOS DESOLADOS

Toni CATALA
Profesor de Teología
en la Universidad Comillas
Madrid

Tiempo desolado y frío

Hace años, cantábamos aquello de Joan B. Humet que decía, más o menos: «habrá que
hacernos a la idea - que está subiendo la marea - y esto no da más de sí». Parece, en
efecto, que ha subido la marea y que realmente esto no da más de sí.

Está de más volver sobre las causas que nos han llevado a percibir este tiempo como
«extintor-de-muchos futuros». Ha subido la marea, y el fuego -la pasión- junto al que se
contaban las viejas historias sobre Dios y sus criaturas se ha extinguido. Vivimos épocas
oscuras, desoladas, porque el fuego se apagó, y lo de Dios y sus criaturas parece que no
da más de sí.

Cuando abrimos el libro de los Ejercicios Espirituales de Ignacio de Loyola y nos
encontramos con las reglas o criterios para discernir el paso del Espíritu de Vida por
nuestras personas y nuestra historia, nos encontramos con lo siguiente:

«Llamo desolación todo el contrario de la tercera regla (sobre la consolación); así como
oscuridad del ánima, turbación en ella, moción a las cosas baxas y terrenas, inquietud a
varias agitaciones y tentaciones, moviendo a infidencia, sin esperanza, sin amor,
hallándose toda perezosa, tibia, triste y como separada de su Criador y Señor», [EE. 317].

La descripción que hace Ignacio no necesita mucha glosa. Nuestro tiempo es oscuro,
turbado, con tendencia a la satisfacción inmediata de deseos, inquieto, con vacío de
fidelidades, sin esperanza, sin amor, perezoso, tibio y triste, «como separado de su
Criador y Señor».

Reconocer nuestro tiempo de este modo es molesto y parece ser asunto de «profetas
de calamidades» y de dinámicas de apocalipsis milenaristas (ya es casualidad que el año
2000 coincida con estos tiempos; no nos favorece absolutamente nada, porque el fin del
milenio se convierte en coartada para desplazar los problemas y favorecer el negocio de los
nuevos traficantes del dolor). Más bien reconocerlos así es un asunto de honradez con la
realidad.

En qué mundo vivimos, «no lo saben ni lo sabrán jamás quienes huyen del mundo, y
menos aún quienes se conforman según él» (J.B. Metz-T. Rainer)2. Posiblemente ahora
nos estemos dando cuenta de que muchos cristianos hemos descubierto el mundo «tarde y
mal» y pasamos precipitadamente de la «fuga mundi» a la «fascinatio mundi». Esta
precipitación no discernida -posiblemente no se podía hacer todo al mismo tiempo- nos ha
hecho personas muy conformadas con la realidad presente y sin posibilidad de percibir el
tiempo desolado y frío.

Personas y comunidades sin capacidad de resistirse a este mundo en el que se ha
enfriado el amor («Al crecer la maldad [anomía] se enfriará el amor en la mayoría, pero el
que resista hasta el final se salvará»: Mt 24,12-13). Un mundo en el que malvivimos sin
pasión y sin amor y ante el cual resistirse no merece la pena, porque ya no puede ser de
otra manera («El que esto pueda ser de otra manera» es ya cuestión de celebrarlo en
cumpleaños de épocas en que parecía posible).

¿Nos dice algo el Espíritu en estos tiempos?

Siguiendo los criterios de discernimiento de Ignacio de Loyola, aparece un indicador
clave: hemos perdido la capacidad de vivirnos desde la Gratuidad y de mantenernos en
una actitud «reverente» ante el Misterio de Dios, el mundo y los otros.

Las reglas de discernimiento de primera semana de los Ejercicios Espirituales pueden ser
leídas en la clave de haber perdido esta dimensión de Gratuidad «alzando nuestro
entendimiento en alguna soberbia o gloria vana, atribuyendo a nosotros...» [EE. 322].

El tiempo desolado nos tiene que hacer conscientes de que nos hemos hecho «tibios,
perezosos o negligentes» [EE.322] en el seguimiento de Jesús. Tenemos que responder
con lucidez y con una cierta crueldad a la pregunta lanzada hace dos mil años: «Y
vosotros, ¿quién decís que soy?» (Mc 8,29). Esta pregunta desenmascara nuestra tibieza y
pereza. Es una pregunta inquietante, porque lo menos que puede hacer el creyente,
personal y comunitariamente, es intentar responderla.

Es una pregunta muy difícil de contestar, porque «sabemos» mucho de Jesús y lo
estamos dando demasiado por sabido. Esta pregunta la contestamos recurriendo a
nuestras bibliotecas llenas de «cristologías», lo cual es muy peligroso. Existe el riesgo de
convertir la cristología en gnosis. Riesgo de creer que somos lo que sabemos y sentimos.

En la medida en que redescubramos que Jesús de Nazaret no es una «percha»
(Bonhoeffer) en la que colocar nuestros deseos y frustraciones, y en la que también
podemos colgar nuestras percepciones -muchas veces blasfemas e idolátricas- de la
divinidad y de la condición humana; en la medida en que con una actitud «reverente» (en
alteridad) nos acerquemos a la Buena Noticia (evangelios), dejando que Jesús se exprese
en su contexto, volveremos a descubrir que Jesús de Nazaret es la radical expresión de la
pasión por el Padre y sus criaturas más amenazadas, des-viviéndose hasta el final en pura
y total Gratuidad.

Acercarse a Jesús en tiempos desolados con una actitud «reverente», (una de las
actitudes principales y fundamentales [EE.23]) supone, dando por supuesto que ya
tenemos y sabemos «cristología», mucha humildad por nuestra parte.

DESOLACION/HUMILDAD: Falta humildad cuando creemos
que es asunto nuestro «traer o tener devoción crescida, amor intenso... attribuyendo a
nosotros la devoción o las otras partes de la spiritual consolación» [EE.322]. Falta humildad
cuando creemos que es el propio yo personal e institucional el que va a llevar adelante la
Buena Noticia de Jesús. Desde el propio yo estamos abocados al fracaso. ¿No es un
fracaso de los seguidores de Jesús lo que acontece en Getsemaní? El evangelista no
puede ser más preciso: «Todos lo abandonaron y huyeron» (Mc 14,50). 704

La experiencia de fracaso en el seguimiento es inevitable cuando creemos que Jesús va
a satisfacer nuestros deseos. Los de Emaús lo expresan muy bien: «nosotros esperábamos
que él fuera el liberador de...» (/Lc/24/21). ¿Qué esperamos de Jesús, si es que seguimos
esperando algo de él? Tan sólo nos cabe esperar que nos dé fortaleza para desvivirnos,
por aquello de que el discípulo no es más que el maestro.

Muchas veces da la impresión de que no aprendemos de la experiencia. Conviene
recordar aquello de Ignacio en la 6ª regla de discernimiento de la segunda semana: «con
la tal experiencia conoscida y notada, se guarde para adelante de sus acostumbrados
engaños» [EE.334], y esta experiencia la tenemos «notada» hasta en los evangelios.

El Espíritu del Viviente nos dice en este tiempo: el mundo os ha seducido y os ha hecho
creer que el Reino de paz y justicia era asunto vuestro, cuando es de los que están
sufriendo vuestras perezas, tibiezas y en-si-mismamientos.

El Espíritu del Viviente nos empuja de nuevo al lugar de la prueba y a redescubrir la
Gratitud del Padre que en Jesús se manifiesta «aliviando todo achaque y enfermedad del
pueblo».

¿Qué hacer en estos tiempos?

Ignacio de Loyola nos sigue dando criterios para discernir en este tiempo. No reglas
automáticas -aplique esto y obtendrá esto-, sino criterios para configurar un talante de
discernimiento. (Tenemos que ser conscientes del riesgo de utilizar la palabra
«discernimiento»: dentro de poco no dirá nada, porque se usa para todo).

Configurar un talante es configurar un modo de estar en el seguimiento. A veces también
olvidamos que la Buena Noticia no es tanto un contenido doctrinal cuanto un modo de estar
en la vida desde la Vida. Insistimos en el modo de estar, porque podemos ser muy buena
gente, pero estar muy mal colocados en la realidad.

Lo primero que propone Ignacio es:

«En tiempo de desolación nunca hacer mudanza, mas estar firme y constante
en los propósitos y determinación en que estaba el día antecedente a la tal
desolación» [EE.3181.

Vivimos en un tiempo «extintor-de-tradiciones» (A. Alvarez Bolado). Se trata en estos
tiempos de no des-memoriarnos, de no perder memoria del «día antecedente a la tal
desolación». ¿Añoranza de paraísos perdidos? ¿Idealización del pasado? ¿Regresiones a
estadios perdidos? ¿Idealización del pasado? ¿Regresiones a estadios infantiles
personales y comunitarios? ¡De ninguna manera! Se trata de no pasar las páginas de
nuestra historia demasiado rápidamente y de mirar hacia atrás y captar, a condición de que
lo hagamos con los ojos limpios, que a lo largo de los siglos la Buena Noticia del
Dios-con-nosotros («Me refiero a Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del
Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo, porque
Dios estaba con Él": Hech 10,38) ha seguido visitando a su pueblo sufriente.

Para mirar hacia atrás y captar la historia de esta visita es necesario hacerlo hoy desde
abajo, desde los perdedores, y sólo vamos a poder estar «firmes y constantes» en la
medida en que nos dejemos afectar por la constante histórica del sufrimiento de los
humillados y ofendidos.

Ni la historia empieza ni termina con nosotros, como proponen hoy algunos. Nos tenemos
que resituar en esas tradiciones fecundas que a lo largo de los siglos, no estando exentas
de profundos desenfoques (pecado), han contribuido, por causa del «Santo Nombre de
Jesús», a aliviar e] sufrimiento de los oprimidos por tantos diablos.

No nos podemos permitir el lujo de la pérdida de memoria. En estos tiempos, los que
viven en el lujo son los desmemoriados, porque, como se nos ha recordado, un pueblo que
pierde la memoria se diluye (Bloch).

Ignacio propone para los tiempos desolados:

«Instar más en la oración, meditación, en mucho examinar y en alargarnos en
algún modo conveniente de hacer penitencia» [EE.3191.

Estas propuestas de Ignacio son para «el intenso mudarse contra la misma desolación».
La gran trampa en este tiempo es caer en el lamento y la gesticulación inoperantes. Nos
podemos pasar media vida esperando lo que nunca llega, y la otra media añorando lo que
pasó.

Ignacio nos dice que es posible, sin voluntarismos, «mudarnos» contra el tiempo
desolado. Se trata de no resignarnos, sino de percibir cómo el tiempo desolado se puede
convertir en un tiempo de gracia. Esta conversión no es un golpe de efecto ni un pase
mágico, sino la posibilidad de descolocarse y de abrirse a la realidad desolada; de poner de
nuestra parte para percibir el Espíritu que se nos ha dado.

Mucho examinar. En tiempos complejos, lo más fácil es caer en la simpleza al analizar lo
que acontece. Es aterrador ver cómo en muchos ambientes cristianos, no hablo de otros,
se simplifica la complejidad del ámbito político, económico, cultural, eclesial... Como muy
bien dice A. Alvarez Bolado:

«En vez de hacernos presentes los problemas para sentirlos como nuestros
en el corazón y pensar en su difícil resolución con la cabeza, es más fácil
derramar sobre la cabeza, sin discernimiento, los deseos del corazón».

Este «mucho examinar» puede parecer ocioso e inoperante ante lo urgente e inmediato;
pero, si no se hace, se cae en la pura gesticulación. No se trata de saber todos de todo,
sino de un talante de apertura a la complejidad; se trata de recibirla, de no quedar
blindados en esquemas raquíticos y tópicos al uso. Se trata de estar, más que en formación
permanente, en «probación permanente". En la mejor tradición ignaciana, formarse es
probarse. Sólo aquel que es puesto a prueba en su fe y en sus convicciones por lo que
ocurre a su alrededor, se forma y examina. El que se blinda en sus esquemas intelectuales,
o en nuestra cultura narcisista, o en un «yo grandioso" (J.B. Metz-T. Rainer), no percibe
amenazas ni examina.

Esta actitud nos «muda», porque al taladrar la realidad nos lleva a percibir nuestro tiempo
desolado como un tiempo necesitado de Buena Noticia. Cuando mucho se examina, se
descubre que este mundo es el mundo sobre el cual, como dice Ignacio, «las divinas
personas» siguen diciendo: «Hagamos redempción del género humano» [EE.107]. Si
permanecemos en los blindajes, este mundo siempre dará la impresión de que, en el fondo,
no va con nosotros.

Instar mas en la oración, meditación. Cuando mucho se examina más situaciones y
gentes caben en nuestra oración. El instar más en la oración nos lleva a referir nuestro
tiempo desolado a la Buena Noticia en su totalidad: vida-muerte-resurrección del Señor
Jesús. La oración está amenazada si oramos sólo cuando todo nos va bien. El reto es
saber orar con Jesús desde el Getsemaní personal e histórico.

Pasar por toda la Buena Noticia nuestro tiempo desolado supone caer en la cuenta de
que Buena Noticia es también la revelación de en qué consiste la condición humana.
Vivimos en una auténtica pérdida de humanidad: aquí ya nadie quiere mirar hacia donde
«no hay parecer, ni hermosura, ni belleza que agrade». El «mundo» se nos mete dentro
cuando nuestra oración deja de ser potenciadora de miradas, desde la ternura, hacia las
zonas oscuras, personales y sociales.

Cuando todo nos va bien, es fácil orar; pero el que todo vaya bien supone que nuestro yo
personal e institucional no se vive amenazado. Cuando la amenaza se barrunta, cuando se
experimentan en toda su crudeza las situaciones sin salida, entonces parece que el buen
Jesús desaparece, y dejamos de orar para caer en la frustración, o invocamos a Dios como
una potencia que puede cortocircuitar nuestro vivir en conflicto y en desolación.

La oración que se hace desde la totalidad de la Buena Noticia es una oración que pasa
con Jesús por Getsemaní. Es en ese lugar donde Jesús libera los mecanismos de su propia
supervivencia (Ch. Duquoc). Jesús no mantiene a ultranza los derechos del yo, sino que
libera su libertad para poner su vida en manos del Padre, rompiendo así los mecanismos de
toda agresión y crimen («cargó sobre sí nuestros pecados»: Is 53).

En tiempos desolados, vivir la oración con Jesús en Getsemaní supone el descubrimiento
del misterio último del Dios Trinidad, que es un Dios dolorido, porque entiende del
sufrimiento y de la sin salida de sus criaturas.

Instar más en la oración supone asumir el dolor del mundo. Esto no es retórica. Es un
reto. Es urgente abrirnos con actitud reverente al Misterio de Dios en este tiempo que,
paradójicamente, nos acerca más al Dios Trinidad que a un ídolo.

Alargarnos en algún modo conveniente de hacer penitencia.

Tenemos que reconocer que palabras como penitencia, mortificación, abnegación,
sacrificio, son palabras que en nuestra cultura resultan feas y de un auténtico mal gusto;
pero es necesario volver sobre ellas.

Sólo podemos volver sobre ellas si lo hacemos acompañados por Jesús de Nazaret, el
des-vivido por las criaturas más amenazadas. El intérprete de estas palabras sólo puede
ser Jesús y su Buena Noticia. Si las interpretamos nosotros, convertimos el Evangelio en
mala noticia. Este mundo frío y desolado, al igual que la comunidad cristiana, no debe
soportar ya más malas noticias.

La interpretación es la misma vida de Jesús. Toda ella es una vida puesta al servicio de
las criaturas al percibir al Dios de Israel, no como una potencia amenazante, sino como el
¡Abba! que siente ternura por su pueblo. Desde lo acontecido en Jesús, abnegarse es
des-centrarse para que las criaturas tengan vida. La mortificación de Jesús consistió en
morir a un mesianismo centrado en sí (tentaciones) para vivir en pro de los perdidos de la
casa de Israel.

La abnegación como autoconocimiento y como autodominio es algo santo y bueno, y
habrá que hacerlo, pero sin olvidar que «eso también lo hacen los paganos>. Cuando, en
tiempos oscuros, se descubre que esto «no da más de sí», existen más motivos para
desvivirse y abnegarse. Es aleccionador constatar cómo los seguidores y seguidoras del
Señor Jesús, que lo confesamos como el crucificado ante cualquier realidad crucificada,
caemos en el lamento y en el «esto no puede ser». No estamos entonando un canto a la
resignación; estamos afirmando que en una cultura narcisista no soportamos que nuestro
yo quede alterado y trastocado. A los seguidores de Jesús no nos cuesta emplear nuestro
trabajo en aliviar sufrimiento. Nos cuesta mucho más asumir el riesgo de que nuestro «yo
grandioso» quede en «su justo lugar de criatura agraciada» (J.I. González Faus).

Cuando sube la marea y esto no da más de sí», el seguidor de Jesús que procura
examinar lo que acontece, orar lo que se sufre y aliviar al que padece, sigue vislumbrando
esperanzadamente un «Cielo nuevo y una Tierra nueva».

SAL TERRAE 1993/10 Págs. 701-708

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1. A. ALVAREZ BOLADO, Lo Compañía de Jesús, misión abierta al futuro, Cuadernos «Aquí y Ahora»,
Sal Terrae, Santander 1991.
2.1.B. METZ - T. RAINER, Pasión de Dios. La existencia de las órdenes religiosas hoy Herder,
Barcelona 1991.