DIEZ DIAS DE EJERCICIOS 9



TERCERA ETAPA: 

CRISTO VIVO EN LA IGLESIA

Diseñada ya la actitud necesaria para la elección, ¿no habremos de 
ir más allá? La experiencia de la vida del Espíritu no puede limitarse al 
hallazgo de un equilibrio interior, aunque sea el más dinámico posible. 
El hombre existe para entregarse. El que vive del Espíritu, lo mismo 
que quien es arrebatado por la inspiración del genio o por el amor, no 
puede cerrarse sobre si mismo. El que quiere salvar su vida, la pierde 
(Mt 16,25). 
Cuanto más profunda se hace la vida espiritual, tanto más exige al 
hombre el salir de si mismo para que consiga las dimensiones del 
Cristo universal. El objetivo de esta última etapa es, partiendo de la 
elección, hacer vivir este ensanchamiento del corazón humano a todo 
aquel que se deja arrebatar por el misterio de Cristo. La vida 
espiritual, como toda vida, se desarrolla en la tensión de estos dos 
impulsos contrarios, centrípeto y centrifugo. Llama al hombre a lo más 
profundo de sí mismo, pero nunca puede reducirse a una aventura en 
solitario. 
En la práctica, el hambre experimenta esta ley de vida como una 
distorsión de su ser. Por un lado, la preocupación por su vida 
personal le repliega sobre sí y le hace ajeno a la masa; por otro lado, 
el deseo de sintonizar con todos le conduce fácilmente a no servir en 
la humanidad más que como a una abstracción. ¿Cómo se puede ser 
a la vez personal y universal? En teoría es posible armonizar ambas 
cosas. En la práctica el hombre choca en uno y otro caso con su 
limitación, digamos con su pecado. Cristo es el único que supera ese 
limite y vive en sí la reconciliación. La meditación de estos tres días 
me sitúa frente a El. Cristo me conoce hasta lo más intimo de mi ser y 
al mismo tiempo en El encuentro yo a todos los hombres. Es el 
misterio de su cuerpo que se identifica con el misterio de la Iglesia.
En este misterio me encuentro a la vez en el término y en el origen 
de toda la vida espiritual. En el término porque todo mi esfuerzo se 
encamina a que yo adopte la opción de Cristo para llegar hasta su 
Pasión y por ella vivir hasta el extremo el amor del Padre. En el origen, 
porque no puedo ser fiel a ninguna opción y en ella progresar, si no 
bebo ya en las fuentes vivas del Cuerpo y de la Sangre de Cristo. 
En este estadio se advierte igualmente el doble carácter de toda 
vida espiritual en Cristo: ambiental y sacramental. En todos los 
estadios están presentes los mismos elementos, pero cada vez en un 
grado de unidad más profundo. Esta unidad se encuentra en el 
cuerpo de Cristo, donde la realidad terrestre se transforma en signo 
de otra unidad, invisible, donde todas las cosas encuentran su 
cohesión. 
Los días que siguen, introduciéndome en este misterio, me dan 
acceso a un nuevo estado de oración. Oración más elemental, más 
una, más contemplativa, más desinteresada y, a la vez 
paradójicamente, más próxima a la acción y a la vida cotidiana. 
Esto la hace más desconcertante y en ocasiones mas dócil. Exige 
que la desposesión de sí mismo sea más total; una concentración 
más profunda y más sosegada en torno al misterio del otro. Quien 
está agitado, distraído o tenso, deja que la gracia se desvanezca. Se 
nos pide que nos pongamos a prueba en este campo, a fin de 
entrever las maravillas con las que estamos llamados a convivir, y que, 
según la contemplación que cierra los Ejercicios, nos llevan a 
encontrar a Dios en todas las cosas. 


Día 8º.
El don de su Cuerpo:
la Eucaristía



PLAN PARA ESTE DÍA: 
EN UNIÓN CON CRISTO 

Todo lo que yo vivo en mi vida humana, sucede también en Cristo. 
Esta transposición se realiza a diario en la Eucaristía. El Espíritu que 
ha santificado el cuerpo de Cristo y lo ha glorificado en la 
resurrección, a través del don que el Señor me hace de su cuerpo, 
transforma nuestros miembros, nuestro cuerpo, nuestra acción y les 
comunica la vida eterna. En la Eucaristía yo me conmensuro con 
todas las dimensiones de la existencia humana, la mía y la de todos 
los hombres. Ya no soy yo solo quien vivo... Nuestros cuerpos son los 
miembros de Cristo. La Iglesia la construye la Eucaristía. 
La oración de este día me invita a situar la Eucaristía en el puesto 
debido en mi vida espiritual. Mediante ella, todo lo que yo hago se 
convierte en ocasión de un perpetuo intercambio de amor. Yo entrego 
todo lo que soy; él me da todo lo que el es. Este intercambio se 
realiza ya en el sacramento de la penitencia. Pero no es solamente el 
mal lo que Cristo recibe para convertirlo en bien, son también todas 
nuestras energías vitales las que se lleva consigo para completarlas, 
son también todos los carismas que el Espíritu distribuye para 
constituir la Iglesia. 
CR/MARTIR MARTIR/CR: ¿Cómo ha podido suceder que en tantos 
años de vida cristiana no hayamos sido capaces de mirar la Eucaristía 
más que como un rito o una devoción de tantas? En realidad es el 
centro de todo. Ella hace del cristiano un mártir, es decir, un hombre 
que da testimonio, en el corazón de la vida mortal, ya que esa es la 
suya, de la vida eterna que recibe de Cristo. 
¿Como orar ante semejante maravilla? 
En el sosiego de la sensibilidad y de la inteligencia, en que nos han 
situado los días precedentes, queda el gustar del amor del Señor. 
Hemos llegado, como dicen los autores, al tercer estadio de la vida 
espiritual: ya no hay más tema que la unión. Hay que tratar de 
gustarla. 
La oración, quede claro desde el principio, cambia. No es ya una 
simple contemplación para recibir las enseñanzas de nuestro Señor, 
sino una contemplación para adorar, orar, expresar amor, agradecer 
o callar. No pretende otro fruto que el hacernos existir en El y con El, 
quizás mejor aún gozarnos de lo que El es y de lo que hace. El Señor 
existe para mí, para todos, y esto basta. 
En esta clase de oración que quizás nos parece demasiado elevada 
a veces, demasiado sofocante, no podemos más que estar como el 
«pobrecito y esclavito indigno» de que habla san Ignacio en la 
contemplación del Nacimiento; entra en una fiesta suntuosa y no sabe 
como comportarse. Sólo podemos ofrecer nuestra impotencia, 
nuestros servicios y nuestros deseos. 
El resultado de nuestra elección ha sido, podríamos decir, el salir 
de sí y aceptar al otro. No es preciso esperar mucho para vivirlo. Esta 
oración ante la Eucaristía nos ofrece la ocasión de hacerlo. 
Como es natural, las sugerencias para la oración y las advertencias 
se simplifican: ya no son más que un leve comentario del misterio o 
del texto. Cada cual, una vez que los ha leído, debe sentirse libre 
para seguir en su oración el impulso del Espíritu. 


PARA LA ORACIÓN DE ESTE DÍA 

Más que nunca es conveniente ahora no seguir el texto más que en 
la medida que sea necesario para sostener nuestra atención en la 
oración. Lo que se pretende es llegar a gustar la Realidad expresada 
por el signo. Los textos referentes a la Eucaristía nos ayudarán a 
descubrir esta Realidad. 

1. PÓRTICO SOLEMNE: EL LAVATORIO DE LOS PIES (Juan 13) 
Con estilo solemne se hace la introducción a una acción bien 
sencilla: de una parte, la evocación de la trascendental despedida y 
de la consumación del amor; de otra parte, el lavatorio de los pies. En 
la perspectiva de la obra que Jesús realiza, el mas insignificante 
ademán toma una inmensa significación. «¿Comprendéis lo que yo os 
he hecho?. Así ocurre en nuestras relaciones humanas con las 
menores expresiones de ternura. 
El Creador se pone a los pies de su criatura para enseñarle con 
una sola acción cómo es amada y como debe amar. Jesús se pone a 
los pies de cada uno de nosotros. Pedro no puede soportarlo. Pero 
hace falta que ahora dejemos que nos lo hagan, para entenderlo mas 
tarde.. De ahora en adelante el hombre no puede ni despreciarse ni 
despreciar a su hermano. Lo que hagáis con el más pequeño, me lo 
hacéis a mi. Todo hombre se convierte para mí en Jesús. 
Para lograr encontrarle, dado que se va y de momento yo no puedo 
seguirle, me comunica el mandamiento del amor fraterno. Es el signo 
de que yo le pertenezco y de que éI está con nosotros (/Jn/13/33-35). 
La carta de san Juan desarrolla esta presencia de Dios en el amor 
que nos tenemos unos a otros (I Jn 4, 12). 
Pedro, siempre impaciente, permanece ajeno al misterio. Se resiste 
alegando su indignidad. «Déjate hacer», o mejor, «déjame que te 
haga», le dice Jesús. «Tu lo entenderás sólo más tarde». Este 
continuo «después» es el eco de aquel «en pos de mi». Pedro 
querría marchar delante. Le costará trabajo admitir de golpe que «tú 
me seguirás mas tarde» (v. 36). La educación de Pedro continúa: 
debe dejar que su maestro pase delante en el camino del amor. No 
somos nosotros los que hacemos las cosas; es él quien hace que las 
hagamos. El nos ha amado primero. 
Estas acciones y estas palabras se llevan a cabo y se dejan 
entender en el ambiente del juicio final: Satanás ya ha entrado en el 
corazón de Judas. Cuando él sale ya es de noche. Pero Jesús se 
alegra: el Hijo del hombre es glorificado. Es el momento del gran 
enfrentamiento, de la definitiva participación. Jesús, sumergiéndose 
en el mal, lo aniquila. 
Todos estos hechos y sentimientos, que me hacen penetrar en el 
corazón del misterio, me indican en qué ambiente debo yo participar 
en la Eucaristía. 

2. EL DON DE SU CUERPO (Lucas 22, 1-20)
San Lucas, al narrar los preparativos de la cena pascual, me da las 
dimensiones de esta Cena. El verdadero drama se produce en el 
corazón, invisiblemente: Satanás es aquí el protagonista, el Príncipe 
de este mundo a quien el Verbo encarnado viene a arrojar fuera del 
corazón de su criatura. Sobre todo se trata de una actuación de la 
libertad. Jesús organiza una escenificación con la que manifiesta que 
no le sorprenden los acontecimientos: «Id a la ciudad—dice a Pedro y 
a Juan—y encontrareis...». Sabe lo que va a hacer y lo que le va a 
ocurrir (Jn 18, 4). Yo doy mi vida cuando quiero: la vida que ha 
recibido del Padre y que él devuelve; la hora ha llegado. 
Además él así se inserta de lleno libremente en esta historia 
humana nuestra. Celebra la Cena en el aniversario de la Pascua y del 
Éxodo. Esta conexión da el sentido de su actuación: la Eucaristía es 
una Pascua—un tránsito—y una comida de caminantes. En el tiempo 
que vivimos, el cuerpo de Cristo es viático de vida eterna. Nos llega 
en el tiempo para conducirnos con el hasta el fin de los tiempos. 
Con la entrega de su cuerpo Jesús manifiesta libremente su amor. 
Con gran deseo he deseado comer esta Pascua. He aquí mi cuerpo 
entregado por vosotros. El cuerpo es para el hombre el medio de 
expresarse a si mismo, es lo que le define en el universo, mediante el 
cuerpo el hombre se sitúa en él. Es sobre todo el medio de traducir el 
amor que lleva en el corazón; se pronuncia mediante el gesto, se 
entrega mediante la unión y mediante la muerte. Jesús entrega su 
cuerpo para significar el intercambio de amor que se ha consumado 
entre él y nosotros. El cuerpo de Jesús ya no es suyo, sino mío; mi 
cuerpo ya no es mío, sino suyo. El don de su cuerpo que se hacen 
marido y mujer para significar el amor que hay entre ellos es imagen 
de este don que Cristo y cada uno de nosotros nos hacemos 
mutuamente de nuestro cuerpo. «Ofreced vuestras personas como 
hostia viva, santa y agradable a Dios: este es vuestro culto espiritual. 
(Rm 12, 1). «Vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo..., ya no os 
pertenecéis a vosotros mismos. Glorificad a Dios en vuestro cuerpo» 
(I Cor 6, 19-20). Y en este intercambio de amor comunica a nuestros 
cuerpos mortales la inmortalidad del suyo. «No ha sido abandonado 
en el Infierno y su carne no ha sufrido la corrupción» (Hech 2, 31). Da 
su cuerpo para que nosotros tengamos la vida que hay en El, la del 
Padre y del Espíritu. 
Este don es la nueva alianza, la definitiva. Su sacrificio hace inútiles 
todos los demás, los de los paganos, los del Antiguo Testamento, y 
todos los que realizan los hombres para salvar la humanidad. Todos 
son vanos porque son incapaces de librar de la muerte. El, ofrecido 
en el amor y resucitado por el Espíritu, entra mediante su sangre «en 
el cielo, ante el rostro de Dios» (Hb 8 y 9). Su sacrificio es el único, 
porque es un sacrificio de victoria. Si nosotros aceptamos con él 
ofrecer en amor nuestros cuerpos mortales, es para que seamos con 
él todos revestidos de inmortalidad. Mediante la victoria de la cruz se 
da ya un sentido nuevo a los sacrificios realizados por los hombres. 
Consagrando el cuerpo de Cristo y anunciando su muerte, entramos 
a tomar parte en su victoria. 

3. EL MEMORIAL: LA FRACCIÓN DEL PAN (Hech 2, 42) 
y LA CENA DEL SEÑOR (/1Co/11/17-34) 
EU/TRIPLE-DIMENSION: Este don está presente en todas y cada 
una de las reuniones en que los discípulos de Jesús se encuentran 
para la fracción del pan. ¿Qué hemos hecho nosotros de la Cena del 
Señor?, una práctica, un rito oficial, una comida ordinaria, una 
ocasión de disputas... Esto es menospreciar la Iglesia de Dios, dice 
Pablo. Vosotros habéis metido en ella vuestra divisiones y vuestras 
diferencias. ¿Es que no tenéis vuestras casas para comer y beber? 
Nuestro alimento habitual es la Cena del Señor. Cada vez que le 
comemos, anunciamos la muerte del Señor hasta que vuelva. Nuestra 
reunión de hoy hace referencia a aquel día en que el Señor dio su 
cuerpo y su sangre, al mismo tiempo que anunciaba el día en que 
todo su cuerpo se reunirá en El. Triple dimensión de la Eucaristía: el 
día de hoy, la muerte de Jesús y el día de su venida. El Señor está en 
el corazón de los discípulos reunidos. Es sin duda inevitable que entre 
ellos surjan disensiones. Pero es escandaloso que entre nosotros se 
desgarre el cuerpo del Señor. 
EU/JUICIO: La Cena del Señor, como su muerte, constituye un 
verdadero juicio. En ella cada uno manifiesta de qué espíritu es. Si no 
discierne el cuerpo, se come y se bebe su propia condenación. 
Discernir el cuerpo es a un mismo tiempo reconocer la Cabeza y los 
miembros, el que nos reúne y los que están reunidos. El que no 
reconoce ni lo uno ni lo otro en el partir del pan, habrá de responder 
del cuerpo y de la sangre del Señor. Si cuando te acercas al altar te 
acuerdas de que tu hermano tiene alguna cosa contra ti, ve primero a 
reconciliarte con él (/Mt/05/23-24). En la asamblea cristiana van 
juntas la enseñanza de los apóstoles, la comunión fraterna, la fracción 
del pan y la oración (Hech 2, 42). 
Así, la Iglesia toma forma por la Eucaristía. Todo el contexto de la 
carta a los Corintios, donde Pablo habla de la Cena del Señor, es un 
contexto eclesial. Lo que funda la Iglesia es la fe en un único Señor y 
no la adhesión a Pablo, a Cefas o a Apolo. Lo que la manifiesta es la 
vida del Espíritu, mediante la variedad de carismas y la unidad de la 
caridad. A partir de eso, cada uno resuelve los problemas que se 
plantean en el curso de la existencia de la comunidad: el escándalo 
del incestuoso, el recurso a los tribunales paganos, la manera de vivir 
en matrimonio, la virginidad, las situaciones sociales, los manjares 
inmolados a los ídolos, el orden en las asambleas... 
Lo que vamos buscando cada vez que nos reunimos es crecer en la 
vida del Espíritu, cuyas dimensiones se nos dan en la Cena del 
Señor. Es nuevamente el cuerpo del Señor lo que fundamenta 
nuestra fe en la resurrección universal (I Cor 15). 
El sentido de la reunión eucarística, tal como Pablo la expone en la 
primera carta a los Corintios, subsana las diversas aberraciones que 
deterioran el culto de los cristianos. Debería ser éste el culto espiritual 
descrito en el capitulo 12 de la carta a los Romanos, capaz de 
embargar todo el ser y desarrollarlo en el amor universal. Por el 
cuerpo de Cristo, llega la hora «cuando los verdaderos adoradores 
adorarán al Padre en espíritu y en verdad» (Jn 4, 23). 

4. LA CARNE Y EL ESPÍRITU (Juan 6)
/Jn/06/CARNE-ESPIRITU: La meditación del capitulo 6 del 
evangelio de san Juan es una nueva manera de penetrar las riquezas 
del cuerpo y de la sangre de Cristo. Con respecto a él, conviene 
recordar este consejo: no hemos de buscar en sus palabras una 
ilación lógica; dejémonos penetrar por ellas para que podamos 
descubrir su unidad, que es toda espiritual. 
Este cuerpo que éI entrega y del que los judíos piensan que es del 
hijo de José, es en realidad obra del Espíritu. Por eso él da la vida al 
mundo. Esa virtud la tiene por el misterio de su nacimiento: nacido de 
la Virgen por obra del Espíritu. Todo hombre que nace, viene al 
mundo de la semilla del hombre. El hombre mortal no puede 
comunicar más de lo que él tiene, una vida sellada por la muerte. En 
el proceso de las generaciones mortales aparece esta carne que el 
Verbo ha tomado con la libertad del amor. Pero además esta carne 
que le hace semejante a nosotros, comunica a la nuestra, la vida y la 
inmortalidad. El que come mi carne vivirá para siempre. El Espíritu 
esta en ella 
El Señor mismo es Espíritu (2 Cor 3, 17).
Esta vida la recibimos con la fe. Como esta carne que vivifica fue 
concebida por la fe de María, así también por la fe produce su efecto 
en nosotros. La obra de Dios es que vosotros creáis en aquel que El 
ha enviado. «Nadie viene a mi si el Padre no le atrae». El hombre no 
se acerca a Dios si no es por la carne de su Hijo. Pero esta carne no 
nos comunica la vida del Padre más que cuando es reconocida como 
tal en el Espíritu. Los judíos no reconocen más que la carne del hijo 
de José y las palabras del Señor les escandalizan. Solamente 
aquellos que aceptan la enseñanza del Padre reconocen juntamente 
la carne y el Espíritu. 
Esta carne produce en ellos su gracia: es un signo para unirse al 
Espíritu. Se les comunica la vida del Padre. Como yo vivo por el 
Padre, así los que reciben mi carne viven por mi. Se opera en ellos 
una asimilación divina, una transformación de su ser mortal en Cristo. 
La vida del Padre se les da, se les comunica mediante el Hijo y la 
viven en el Espíritu. Esta vida es la vida del mundo. Mediante su 
carne glorificada y entregada. Cristo arrastra hacia si al universo. 
¿Qué diréis cuando veáis al Hijo del hombre subir allá donde estaba 
desde el principio? 
¿Quién podré soportar semejantes afirmaciones? Es un lenguaje 
demasiado duro. Este cambio realizado en la carne del Verbo 
encarnado es un escándalo para la inteligencia: Dios en carne y 
viviendo entre nosotros. Es el escándalo del Verbo encarnado que 
continúa: «Ya te escucharemos sobre esto en otra ocasión», decían 
los Atenienses oyendo hablar de la resurrección de los muertos (Hech 
17, 32). Solamente la fe de los pequeñuelos, a los que el Padre se 
complace en revelarse (Lc 10, 21), supera todo obstáculo y acepta 
con Pedro el don de Dios: «¿A quién iremos? Tu tienes palabras de 
vida eterna». 

5. EL DISCURSO DESPUÉS DE LA CENA (Jn 14-17)
En la irradiación del cuerpo de Cristo se han de leer «todas las 
frases de amor que hay en la Escritura». (Bossuet). Las más 
ardientes son las que nos refiere Juan después de la institución de la 
Eucaristía. Pueden servir de melodía de fondo o de acción de gracias 
en la oración de este día. 
Estas frases misteriosas podemos irlas dejando caer una tras otra 
sobre nuestro corazón, de acuerdo con lo que hemos aconsejado 
antes sobre el modo de orar: con corazón atento y sosegado, 
contagiado el cuerpo de esta compostura, y al ritmo de la respiración. 
La palabra del Señor, leída con fe, nos une a El. 
Del mismo modo podemos también tomar una vez mas la plegaria 
de los Salmos y volver a cantarlos en presencia de la Eucaristía: 
Salmos de la historia de Israel, o del deseo de Dios o de la creación. 
La liturgia nos invita continuamente a hacerlo así. 

Esta manera de orar nos alecciona en el desinterés en la oración. 
El espíritu ansioso de sacar provecho de todo, no tiene nada que 
sacar de aquí, a no ser que acepte el estar presente ante Dios y 
recibir su misterio, según la medida de la gracia que en ese momento 
se le comunique. 

JEAN LAPLACE
DIEZ DÍAS DE EJERCICIOS
Guía para una experiencia de la vida en el Espíritu
Sal Terrae, Santander 1987. Págs. 135-143