DIEZ DIAS DE EJERCICIOS 6


Día 5º.
María, o la respuesta perfecta


PLAN DEL DÍA: 
LOS MISTERIOS... EL DE MARÍA 

Con el espíritu de la meditación del Reino, comenzamos a 
contemplar los misterios de la vida de Cristo para empaparnos de su 
espíritu y conocer de esta manera su voluntad. El ideal seria disponer 
de mucho tiempo para que se vaya haciendo esta impregnación. Una 
de las ventajas de los Ejercicios, cuando se hace el mes completo, es 
que hace posible esta contemplación pausada. A fuerza de 
contemplar se acaba por hacerse una sola cosa con lo que se 
contempla. 
En este día de Ejercicios voy a escuchar de María la respuesta 
perfecta, el «fiat» de la criatura a su Criador. Es la respuesta de 
aquella que no cesa de recibir de Dios todo lo que ella es, y cuya 
libertad no tiene para él un si y un no. Ella encuentra en su humildad 
lo que realmente es. También en ella la Trinidad encuentra su obra 
cumplida. Por eso María es el ejemplar perfecto de toda vida 
espiritual, de la respuesta a toda vocación, del ser humano que se 
deja transformar por el Espíritu. En ella el juego de la libertad y de la 
gracia se realiza a la perfección. 
Al impulso del Señor que atrae, responde el de la criatura que 
acepta. 
Contemplando el misterio de María, comprendemos el nuestro y la 
manera cómo por la acción del Espíritu se opera en nosotros 
semejante transformación. La oración se afina y se simplifica. Se hace 
aceptación, apertura, pausa e intimidad. La afinación que se realiza 
es a la vez causa y efecto de esta contemplación. 


LA CONTEMPLACIÓN 

Esta palabra es una de las más usadas en la literatura religiosa, y 
como muchos de los términos de este vocabulario, se presta a 
múltiples equívocos 
No se trata de hacer aquí una reconstrucción del pasado, 
imaginaciones piadosas o aplicaciones morales a partir del relato 
evangélico. A través de esas narraciones, empleadas como medios y 
signos, se trata de penetrar en la presencia viva y actual del Señor, a 
fin de recibir la gracia y la luz de «Cristo que vive en nuestros 
corazones por la fe». 
Para conseguir esto es cierto que podemos hablar de un método. 
San Ignacio invita a «ver las personas», a «mirar, observar y 
contemplar lo que dicen», a «mirar y considerar lo que hacen» 
[114-116]. Pero lo más importante es captar el sentido de los 
consejos que se nos dan. Tienen como fin conseguir que pasemos, a 
través de lo visible, a la realidad invisible, que sintamos «la 
profundidad silenciosa» (Paul Evdokimov) de los sucesos que relata 
el Evangelio 
Hay, pues, en la contemplación, como en todos los acontecimientos 
vividos por el Verbo hecho carne, dos elementos: 
—Uno sensible, de representación. Este elemento, como la carne 
de Cristo, es indispensable para que vayamos a Dios. Pero es preciso 
situarlo en su puesto. Tan peligroso es detenerse demasiado en él 
como desatenderle. Los Judíos se quedaban en lo sensible y pedían 
milagros; los Griegos despreciaban la carne y se escandalizaban de 
la Encarnación. Unos y otros seguían ajenos al misterio del Verbo 
encarnado. Hoy día somos nosotros los que todavía oscilamos entre 
los dos extremos. 
—Otro invisible. El acontecimiento temporal, sobre el que trabajan 
los historiadores y los exegetas, tiene un valor de signo. No puedo 
hasta tal punto quedar adherido a él que no discierna al Hijo de Dios. 
Como en la liturgia, me adhiero más al misterio que al acontecimiento. 
Es cierto que el día de hoy no puede satisfacerme la forma ingenua 
con que hacían estas contemplaciones los autores de la antigüedad: 
me hace el efecto de que se entregaban a meros juegos 
conceptuales. Pero esos autores de la antigüedad, en la medida en 
que hacían verdadera contemplación, no se dejaban engañar en los 
medios que utilizaban. Su auténtica oración se desarrollaba en el 
ámbito de la fe y de lo que ellos llamaban «los sentidos espirituales» 
Les bastaba un detalle cualquiera para fijar la atención. De ahí 
pasaban a una actitud de adoración, de arrobamiento, de respeto, de 
aceptación, de deseo. Así es como llegaban a reconocer a Cristo. 
Tengo que intentar yo vivir cada acontecimiento, como lo vivieron los 
apóstoles, como los primeros cristianos que leían su relato: la fe les 
hacia presente a Cristo resucitado, perennemente vivo en medio de 
ellos. 
Lo que así voy buscando yo también es el conocimiento de 
Jesucristo. Este conocimiento se presenta en mi oración con las dos 
siguientes características: 
En primer lugar, va descubriendo en cada acontecimiento su 
dimensión divina y universal. Es la lectura del hecho en su 
profundidad e interioridad. Así, al contemplar la Anunciación, me 
elevo hasta la Trinidad, que decreta la salvación del género humano, 
mientras mi mirada abarca el universo con «toda la planicie o 
redondez de todo el mundo llena de hombres». Al contemplar la 
Natividad, extiendo mi mirada hacia la cruz. Me fijo más en el sentido 
del acontecimiento como parte del misterio único de Cristo, que en los 
detalles o en la forma en que me llega la narración. 
Sobre todo, lo que voy buscando es «el conocimiento interno» del 
Señor. No un conocimiento que deje el objeto conocido fuera de la 
persona que lo conoce, y que, por exacto que sea, no puede darme la 
realidad del ser, sino que sólo me permite utilizarlo. Pero nosotros no 
conocemos a una persona utilizándola; así, no hacemos sino poseerla 
o dominarla; en realidad, ella se nos escapa. 
No puede haber conocimiento personal verdadero si el que aspira a 
conocer a otro no se sitúa ante él completamente desarmado: «Déjalo 
todo», «Descálzate», «Sé mío», son otras tantas fórmulas que 
expresan este primer tiempo imprescindible para el conocimiento del 
otro. En la medida que yo esté dispuesto a bajar a las profundidades 
de mi ser, estaré en condiciones de penetrar la profundidad de aquel 
a quien deseo conocer. Pero ahora es Dios el que se entrega a 
través de Cristo, y Dios es inagotable. Me encuentro encaminado en 
un camino cuyo final es inasequible. Lo maravilloso es que entre este 
yo que se vacía de si mismo, y este Dios que se manifiesta como 
infinito, se realiza un verdadero encuentro. Realmente a lo que 
estamos llamados es a dejar que Cristo viva en nosotros. Se trata de 
un conocimiento en el Espíritu, que es otra cosa completamente 
distinta de una simple imitación exterior. Cristo se une a nosotros y se 
prolonga en nosotros. Y esto en el fondo no es más que el comienzo. 

En realidad el conocimiento de Cristo es una aventura amorosa. La 
experiencia humana del amor puede dar alguna idea de este 
descubrimiento que Jesús nos ha concedido hacer.
Pero a Jesucristo no puedo yo verle. A la persona que se ofrece a 
mi amor yo la veo. Pero hay que reconocer que esta visión no es mas 
que el primer contacto. Es verdad que el nacimiento del amor 
comienza por la vista. Así se explica que yo comience a tener alguna 
idea de Dios por el amor que recibo de los demás o que yo les tengo 
a ellos. Pero lo mismo en el amor humano que en el de Jesucristo, 
bien pronto se penetra en un mundo que está mas allá de los 
sentidos. Tengo que pasar mas allá de lo que el otro representa en el 
mundo visible, hasta descubrir de él lo que no cae bajo el poder de 
los sentidos. Toda relación verdadera entre dos personas supone el 
penetrar en un mundo en que los sentidos y los estudios no tienen 
nada que hacer. Es el mundo de la libertad y de la originalidad de 
cada uno. En ese recinto es donde se llega a conocer al otro en una 
intimidad inexplicable.
Sólo en este nivel, que es el de la libertad que se despliega, es en 
el que hay que situarse para conseguir algo de ese «conocimiento 
interno del Señor» a que se refiere mi petición, «para más amarle y 
servirle» [104]. 
Es, pues, este conocimiento una experiencia total de todo el ser 
que se despierta a la realidad del amor en el Espíritu Santo a través 
de estos misterios. Quien se detiene en los sentimientos o en las 
representaciones se queda corto, como el que hace del amor a otro 
un entretenimiento de emociones pasajeras. Nunca en la vida se llega 
al fin en este ir penetrando en la realidad de aquel a quien amamos. 
Así es como nos vamos asimilando al otro mediante un esfuerzo de 
asimilación del corazón. Eso es lo que ocurre en el conocimiento de 
Jesucristo: se desarrolla en la oscuridad de la fe. Produce en 
nosotros una semejanza a él que nos transforma, bajo la acción del 
Padre y del Espíritu «Nadie viene a mí si el Padre no le atrae». «Sois 
vosotros una carta del Espíritu Santo». La «prodigiosa presencia» del 
Verbo hecho carne (Liturgia del 30 de diciembre) viene a hacerse 
entonces más real que la presencia misma de las personas, unas a 
otras, en nuestro mundo sensible. Así es como entramos nosotros en 
el corazón del Señor para participar de sus actividades y no formar ya 
más que una misma cosa con él. En este ir asemejándonos a él es 
donde verdaderamente le conocemos. 
En este campo, la experiencia es insustituible. Son útiles los 
consejos: facilitan el ir mas directamente hacia el objetivo y no 
desorientarse en ilusiones. Pero llega un momento en que cada uno 
tiene que entrar por si mismo en el secreto. La experiencia del amor 
no puede hacerse mediante personas interpuestas. Venid y ved (Jn 
1,39). «Ahora nosotros lo hemos visto; ya no tenemos que creer por 
tus palabras». (Jn 4,42). 


PARA LA ORACIÓN DE ESTE DIA 

1 LA ANUNCIACIÓN (/Lc/01/26-38)

M/ANUNCIACION: Esta narración, leída y releída por tantas 
generaciones, como la narración de la creación del hombre, nos sitúa en el 
centro mismo del misterio de Dios y de sus relaciones con la humanidad. A 
través de la exégesis que de él se ha hecho, el que ora trata de ponerse en 
contacto con la realidad que yace bajo estas palabras y con la actitud 
espiritual de María. No se puede por menos de pedir con insistencia el 
conocimiento intimo que tuvo María del Verbo Encarnado a fin de descubrir 
a través de él cuál es la propia vocación y la manera de responder a ella. 
Ante un misterio tan grande corremos el peligro de buscar sólo ideas y no 
gustar su sabor inagotable, 

Más allá de las palabras del Ángel se revela el plan de Dios sobre 
la humanidad: Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza. 
«Todos nosotros a cara descubierta, reflejamos como espejos la 
gloria del Señor y nos trasformamos en la misma imagen» (2 Cor 3, 
18). Nos da a conocer el misterio de su voluntad... para realizarlo al 
cumplirse los tiempos: «recapitulando todas las cosas en Cristo». (Ef 
1, 9-10). Con María, llena de los dones de Dios, la humanidad 
comienza a saber lo que es: el Señor está contigo. 
También comienza la humanidad a conocer a aquel por quien llega 
a ser lo que es: Tendrás un hijo... que será llamado Hijo del Altísimo. 
El Verbo hecho carne, fija su morada en medio de nosotros, y por él 
«nos vienen la gracia y la verdad». (Jn 1, 17). El hombre no puede 
decir la ultima palabra sobre sí mismo si no es reconociendo a aquel 
cuyo sello lleva impreso. 
Esa carne por la que él se convierte en nuestra vida y nos une con 
el Padre (Jn 6, 52-58) es en María la obra del Espíritu: «El Espíritu 
Santo descenderá sobre ti»; el Espíritu por quien son creadas todas 
las cosas, y por el que entramos en la intimidad de Dios. Está 
presente en María para formar la carne vivificante de Jesús. Esta 
presente en nosotros para formarnos a su imagen y semejanza 
La Anunciación inaugura los tiempos nuevos:
«La tierra se llenará del conocimiento de Dios». Las Tres divinas 
Personas están presentes: como dice san Ignacio, diciendo: 
«hagamos redención del genero humano» [102]. Todos los hombres 
están implicados en este proyecto: «ver las personas... y primero las 
de la haz de la tierra» [106]. María, como Eva, aparece aquí como la 
madre de los vivientes. 
Este parentesco que enlaza a Dios y al hombre por medio de la 
carne de Jesucristo es obra de la libertad. Porque no nació «de la 
sangre ni de la voluntad de la carne ni de la voluntad del varón, sino 
que Dios lo engendró» (Jn 1, 13). María se vuelve a Dios para dar su 
consentimiento a la obra del Espíritu. Concibe a su hijo en su corazón 
antes de engendrarlo en su cuerpo. Así es como habla la Tradición 
de este tema, manifestando así que el nacimiento del Hijo de Dios no 
se realiza sino mediante el consentimiento del hombre. ¿Quién es mi 
madre y quiénes son mis hermanos? El que hace la voluntad de mi 
Padre que está en los cielos (Mt 12, 46-50). También tú te haces hijo 
de aquel a quien has decidido asemejarte. María, que dirige a Dios el 
deseo de su corazón, se convierte en madre suya. Por eso, el 
anuncio que se hace a María de las maravillas que en ella se van a 
realizar toma la forma de una llamada y de una invitación. 
M/EVA EVA/M: María es el prototipo de la respuesta de la criatura 
al amor del Criador. Eva volvió su mirada sobre sí misma, se perdió 
en discusiones sobre las palabras de Dios, y se distanció de Dios. 
María no conoce este genero de insinceridad. Permanece autentica 
ante Dios: se considera a sí misma, y con toda verdad, como la obra 
de su amor. Perfecto espejo que se presenta ante la luz para dejar 
que en él se refleje; así vive ella del reconocimiento de los dones de 
Dios. Inmaculada la llamamos, y es ella la mujer que desbarata los 
esfuerzos de Satanás por conseguir que volvamos la vista hacia 
nosotros mismos y nos despreocupemos de Dios. 
Ni siquiera la promesa del fruto de sus entrañas la esclaviza. No se 
lanza sobre ella, ávida como Eva. Quiere primero discernir de dónde 
viene el Espíritu que le habla. Sólo después de haber reconocido la 
fuente de donde procede, es cuando pronuncia sus sorprendentes 
palabras: Yo soy esclava del Señor. Que se haga eso en mi, según tu 
palabra. Cuanto mas reservada estaba en un principio, tanto ahora se 
muestra mas entregada. Sin protestas de falsa modestia, sin temor 
por lo que ha de venir. Nada es imposible a Dios. Isabel, la estéril, se 
ha hecho fecunda. De ella, que es virgen, puede Dios hacer su 
madre. Ella no es mas que sierva. 
Queda entonces María anclada en su fe. No tiene otra luz que la 
que acaba de recibir: «Eres bienaventurada tu, porque has creído». 
(Lc 1, 45). Desde entonces ella no cesará de crecer en esa actitud 
fundamental, que la conducirá a estar en pie junto a la cruz. María no 
se detiene en los dones de Dios, mientras eso llega. Tan pronto como 
«el ángel se retira», ella «parte para las montañas». En ella, la 
donación a los demás brota espontáneamente del encuentro con 
Dios. 
En el misterio de la Anunciación está condensado todo el misterio 
de una vocación—y puede decirse que toda la vida humana es una 
vocación—. «¿Cómo puede hacerse eso?». Desde Abraham (Heb 11) 
la llamada de Dios siempre conduce al hombre hacia lo imposible, 
hacia lo increíble. El sol se ha escondido. El camino no existe. No 
encontramos las habituales seguridades. Para avanzar, como María, 
no contamos más que con la fe, y con sus consecuencias, 
consiguientemente con la cruz, las tinieblas y la soledad. Es el riesgo 
del amor. María ha correspondido a su fe. 

Con algún oculto designio, san Ignacio, tan parco en sus explanaciones, 
ha desarrollado esta contemplación de la Encarnación. En todo caso, este 
misterio tiene que ser reconsiderado en sus dimensiones divinas y 
universales. Por eso es posible que para nutrir la oración de este día, no 
convenga tomar ningún otro misterio. Cada uno debe acomodarse a la 
gracia que le guíe. 


2. LOS MISTERIOS DE MARÍA

A la luz de la Anunciación, se pueden ir recorriendo los demás 
misterios de María, pasando por la cruz, hasta la Resurrección, la 
Iglesia, la Asunción. En ellos se descubre el itinerario que Dios ha 
hecho recorrer a una persona a la que ha comunicado su vida. María 
es una criatura, a la que se le ha comunicado el conocimiento de 
Dios; y a partir de eso no cesa de avanzar y buscar en eso nuevas 
etapas. Como el Salmista, puede también ella decir: «¡Descúbreme 
tus caminos!». O como la esposa de los Cantares (2,16 a 3,5): 
¡Vuelve! El amado se ha entregado a ella, pero ella no le guarda de 
otro modo que siguiéndole buscando: es de noche, está sola, le 
busca; recorre las calles y las plazas y no le encuentra. Pregunta a 
los vigilantes de la ciudad; sólo después de haberlos dejado atrás, al 
fin, encuentra al que ama su corazón. Los místicos, entre ellos san 
Juan de la Cruz, han descrito, sirviéndose de estas imágenes, este 
incesante caminar dejando cosas atrás, estas continuas 
superaciones. Pueden aplicarse a María, a cada uno de nosotros, a la 
Iglesia. 
En estas superaciones, la libertad se despliega y se acrecienta. La 
hemos recibido de Dios para que se abra a nuevas empresas y para 
dejar que Dios manifieste en ella sus maravillas. Así entra en el orden 
sobrenatural: «Los que anima el Espíritu de Dios, esos son hijos de 
Dios» (Rm 8,14).


3. LA VIDA EN NAZARET Y EL NIÑO PERDIDO

Estos dos misterios, opuestos mutuamente, expresan dos aspectos 
de toda vocación y de toda vida en Cristo. 

La vida en Nazaret

NAZARET: Es la vida en el quehacer cotidiano; es lo humano, lo 
natural, donde debe buscarse a Dios en primer lugar. Nada 
trasparente del misterio que encierra. Hemos llegado al fondo de la 
humillación del hijo de Dios, bajo el peso del escándalo expresado por 
Job y por muchos de los Salmos: ¿Hasta cuándo nos vas a dejar así? 
En este transcurrir de lo cotidiano es donde la Virgen va 
descubriendo silenciosamente el rostro de Cristo, Verbo hecho carne 
según Filip 2. 
Esta es la vida de la Iglesia en humildad, no como se manifiesta a 
través de los apóstoles (vida pública), sino como vive su existencia 
diaria a través de los creyentes. Simplemente, existe. El Espíritu late 
en ella en esta forma escondida. Algo se desprende de ella que nos 
transforma, sin que nada se note. Es la cualidad descrita en Heb 11, 
que hemos recibido con la existencia y vivimos en la fe. 
Este vivir cotidiano no es rutinario, porque se vive en presencia del 
Padre y en el Espíritu Santo. Algo se va realizando secretamente bajo 
la acción de la Palabra que es «como la lámpara que brilla en un 
lugar oscuro hasta que el día comience a clarear» (2 Ptr 1, 19). Es el 
tiempo de la espera. Es un caminar en la noche bajo la luz de la fe. Es 
la presencia continua de lo que verdaderamente es. Abre tus ojos. 
Esta Ley «no esta mas allá de tus posibilidades ni fuera de tu 
alcance..., está muy cerca de ti, está en tu boca y en tu corazón para 
que la pongas en practica» (Dt 30, 11-14). 

El Niño perdido

Se trata de un acontecimiento que implica una ruptura y una 
perplejidad. Un relámpago repentino en un cielo sereno. ¿Por qué 
—si era la voluntad del Padre—Jesus no ha prevenido a sus padres 
de lo que iba a hacer? Ni María ni José se hubieran opuesto a Dios. 
Pero Dios, que manda amar a los padres, manda también dejarlos 
para volver a recibirlos de éI en un orden nuevo, el del amor 
universal. Es una invitación a esta superación lo que Jesús hace a 
María y a José. Una vez cumplido esto, todo vuelve al silencio. Pero el 
corazón les queda sellado por este hecho. 
Este hecho es un símbolo de lo que se realiza en María, desde la 
Anunciación, la Purificación (allí se habla de una espada de dolor), 
hasta la cruz. La Virgen acepta su oficio a través de esta vida 
cotidiana a la que luego se reintegra. Deja que penetre en su corazón 
la palabra de Dios que, como una espada que penetra hasta la 
médula, le inicia en el misterio de la Hora y le hace entrever en la cruz 
de su Hijo la victoria final de Dios. 
Al principio María no comprende las palabras de Jesús; pero las 
conserva en su corazón con veneración y amor. Permanece en la 
actitud de la Sabiduría. Finalmente, después de haber meditado 
largamente las cosas en su corazón, está de pie junto a la cruz, sin 
sorprenderse de lo que está ocurriendo. 
Toda la historia de María se resume en estos dos episodios que 
tienen valor de símbolos de lo que también ocurre en nuestras vidas y 
en la iglesia: el caminar en fe, a través de las realidades, unas veces 
triviales, otras sorprendentes. Siempre esta presente la cruz, no para 
contradecir la marcha, sino para darle sentido. 


4. EL MISTERIO DE LA VIRGINIDAD

M/VIRGINIDAD: La virginidad es el clima en que María vive su 
propio misterio. No por ignorancia o por temor a la naturaleza del 
hombre y la mujer. Si así fuese ¿qué sentido tendría su matrimonio 
con José? Lo que allí hubo fue una decisión libre de su corazón, 
según la palabra de Cristo (Mt 19, 10-11), consecuencia de la 
presencia del Reino de los cielos. 
La virginidad que vive María es signo de que ya se ha cumplido el 
Reino de los cielos. Como si en ella el amor que hay en el corazón de 
toda persona tendiese no sólo a personalizarse, sino a 
universalizarse. En Cristo Jesús, dice san Pablo, ya no hay varón ni 
mujer, ni judío ni griego, ni esclavo ni libre (Col 3, 11 y Gal 3, 28). Lo 
que equivale a decir: en Cristo ya no hay ningún signo de 
servidumbre de unos hombres a otros; ya no hay mas que seres 
libres, que consienten en el amor que mutuamente se otorgan. La 
humanidad—hombre y mujer a la vez—ha llegado a la plenitud de su 
madurez. Al mismo tiempo ha superado los tiempos «cuando los hijos 
de este mundo tomaban mujer o marido». El amor de Dios que los 
convierte en hijos suyos y los libra de la muerte deja transparentarse 
en ellos un amor, que siendo singular con cada uno, no se polariza 
sobre ninguno con exclusividad. Dios, por medio de Cristo, se ha 
hecho todas las cosas en todos (Lc 20, 2740). La virginidad no es 
simple soltería, es una opción del corazón que responde al don de 
Dios y consiste en una mejor manera de amar. Es aquello hacia 
donde tienden todos los amores. La virginidad en María no es 
simplemente la exclusión del acto matrimonial. Mas bien corresponde 
a la invitación que hace san Pablo (I Cor 7) de mantenerse en el 
estado en que a cada uno sorprende el llamamiento, y usar de este 
mundo, lo mismo en las relaciones de hombre y mujer que en las 
diversas condiciones sociales, como si no se usase de él. «El tiempo 
es breve», «pasa la figura de este mundo», «el Señor esta para 
llegar». Por eso el ejemplo de María, aunque se dirige mas 
principalmente a los que están llamados a ser «eunucos por el reino 
de los cielos»—esa divina locura—, se refiere también a todo cristiano 
que vive un amor humano. Todo verdadero amor tiende a virginizarse 
(Teilhard). Lo importante en esta materia no es tanto la realidad 
carnal como la tensión del corazón que se dirige a Dios y deja que en 
el se desarrolle todo amor. «Sólo aquella alma es verdaderamente 
casta que se dirige hacia Dios incesantemente». (San Basilio). 
Este amor, que reconoce a Dios como su fuente y su término, es 
del que la Iglesia debería vivir en la diversidad de su condición 
terrestre: Maridos, amad a vuestras esposas como Cristo ha amado a 
su Iglesia (Ef 5, 21-25). Todos los amores conocidos acá abajo se 
dirigen hacia el como a su culminación. Por eso la virginidad de María, 
nueva manera de amar de la humanidad que se realiza en Cristo, está 
ligada con el misterio mismo de la Iglesia. 


AFINAMIENTO Y SIMPLIFICACIÓN DE LA ORACIÓN 

Dentro de la experiencia que se está realizando, de una manera o 
de otra, se produce una profundización en la oración. La meditación 
de los días precedentes era obra de la inteligencia que recibe, 
desmenuza, gusta y se nutre de una sabiduría. La contemplación que 
ahora se propone supone un nuevo grado de interiorización. Porque 
la Sabiduría se ha encarnado y su Encarnación hace posible esta 
nueva especie de contemplación. Es una presencia entre personas, 
una transformación del corazón, un intercambio mutuo. Mediante ella, 
la persona de Cristo se incorpora a mí, se me da su Espíritu, y 
mediante su acción, el conocimiento de la voluntad del Padre. 
Para que esta profundización sea posible, cada uno debe descubrir 
su manera peculiar, aquella en que se le comunica a él el Espíritu. 
¿Qué necesidad hay de contemplar todos los misterios? Basta con 
unos cuantos; san Ignacio no propone más que dos para cada día 
Luego cada uno repite el uno o el otro en la forma que mejor le 
parezca. 
Los diversos consejos que más arriba hemos dado pueden ayudar 
a simplificar mas aún la oración, sin dejarnos llevar de vaguedades o 
fantasías. Será bueno repasar las indicaciones referentes a las 
distintas maneras de orar [238-260], en particular los consejos sobre 
la postura del cuerpo y la respiración. Todo esto deja entrever hasta 
qué punto puede mantenerse la atención al misterio durante la 
oración vocal. Esto es lo que se pretende con el rezo del rosario. 
Poco importa la reiteración de la plegaria. La repetición no aburre 
mas que a los que ignoran las riquezas de la oración del corazón 
También podemos entrever en qué consiste el ejercicio que san 
Ignacio llama «aplicación de sentidos». Nos incita a ejercitar nuestros 
sentidos espirituales, merced a los cuales, si Dios nos lo concede, 
llegamos a gustar «la infinita suavidad y dulzura de la divinidad, del 
anima y de sus virtudes, según fuere la persona que contempla» 
[124]. 
El corazón se purifica en gran manera con esta simplificación. Se 
olvida de sí mismo y realiza lo que Casiano llama la muerte: «La 
oración no es perfecta si el hombre conserva la conciencia de sí 
mismo y se da cuenta de que está orando». Sólo cuando ya todo 
pasó, el que ha permanecido como arrobado se da cuenta que algo 
ha ocurrido, algo vital, que a él le resulta difícil reconstruir. Y, sin 
embargo, si tiene que hablar con otros de eso, la experiencia, sin que 
él se dé cuenta, comunica a sus palabras un calor peculiar. 
Poco a poco vamos descubriendo lo que debió ser la simplicidad de 
la oración de la Virgen, que encontraba a Dios en todo. Esa 
simplicidad se realiza en la oración de todos nosotros, contemplativos 
o no, cuando nos impulsa el deseo de ser fieles al Espíritu. 


EL DISCERNIMIENTO 
EN ESTA CONTEMPLACIÓN

Esta oración tiende a la objetivación de la fe. En ella se nos 
propone un dato, los misterios de Cristo en el tiempo. Al mismo tiempo 
acepta que la revelación de ellos se nos hace en el transcurso del 
tiempo nuestro personal, según las etapas y las circunstancias en que 
este descubrimiento se nos hace. 
No queda encerrada en los límites de las sensaciones percibidas o 
en las ideas que de ellas brotan. Se deberá estar vigilante para no 
hacer el Evangelio a su medida ni interpretarlo a su manera. Se 
presenta el texto muy escueto, se desconfía un tanto de los 
sentimientos y de las aplicaciones; cierta sobriedad procurada facilita 
el descubrimiento de lo esencial. También ayuda a que nos 
mantengamos dentro de los limites de la objetividad necesaria a la 
oración, la Tradición de la Iglesia, para acomodarnos a ella, y a los 
conocimientos de la exégesis. 
Con todo, el objeto de nuestra fe lo penetramos aquí por otros 
caminos distintos del raciocinio, del estudio y de la reflexión dejados a 
sus propias fuerzas. Es la luz del Espíritu -la unción de que habla 
Juan (1 Jn 2)- lo que nos introduce en el gusto de su profundización.
Es también necesario, en el trabajo que se realiza, encontrar el 
término medio entre la atención tensa que conduce al nerviosismo y la 
inacción perezosa que degenera en ilusión. Como dice san Ignacio, la 
materia del discernimiento es ahora más delicada «más subtil» [9]. 
Hace falta ejercitarse tanto en un sentido como en el otro, de manera 
que en estas tentativas Dios nos dé a sentir lo que más nos conviene. 
En suma, que esta oración, que en un principio parecía más fácil, 
requiere, como todo lo que es elemental, un mayor discernimiento. 
En esta labor de búsqueda se lleva a cabo una purificación 
profunda lo mismo de la sensibilidad que de la inteligencia. No pueden 
satisfacernos ni las apariencias piadosas ni las construcciones 
teóricas. Esta oración de contemplación admirativa requiere que 
seamos profundamente humildes, desinteresados de nosotros 
mismos, y que tengamos mucha paciencia. Así no es de maravillar 
cómo se dominan las resistencias, las tristezas, los temores. Es un 
mundo nuevo que se descubre ante nuestros ojos, la manera como el 
Señor y la Virgen contemplan la existencia. Todo hay que 
reconsiderarlo de nuevo y las opiniones habituales tenidas hasta 
ahora sirven ya de bien poco. 
En todo este conjunto, la inteligencia adquiere una delicadeza 
nueva, un «tacto afinado», que le permite discernir lo mejor, un 
sentido o un gusto que le hace «sentir y gustar las cosas 
internamente». «Tenéis la unción: no tenéis necesidad de que se os 
instruya». Los caminos para entrar en este conocimiento suelen ser 
austeros, pero conducen a un mayor discernimiento. ¡De cuántos 
bienes se privan los que, llamados por el Espíritu, no se atreven a 
aventurarse! ¡De cuantos bienes privan a la Iglesia! 

JEAN LAPLACE
DIEZ DÍAS DE EJERCICIOS
Guía para una experiencia de la vida en el Espíritu
Sal Terrae, Santander 1987. Págs. 89-100