ESPERANZA
ISABEL GÓMEZ-ACEBO
1. Introducción
El espectáculo que ofrece nuestro mundo es desalentador y no
propicio a la esperanza. Cuando parecía que los campos de
concentración alemanes eran cosa de un pasado reciente, pasan ante
nuestros ojos las imágenes de la guerra de Yugoslavia, el hambre de
Somalia, las violaciones de niñas posteriormente asesinadas... Noticias de todos los días que contribuyen a crear en el hombre un pesimismo generalizado.
¿Puede este hombre violento e injusto tener alguna esperanza de
salvación y felicidad? ¿Somos una pasión inútil, como proclamaba
Sartre? Ante la vida sin sentido que defienden muchos filósofos, es
tarea del cristianismo abrir ventanas de esperanza en un mundo que
huele a muerte. La técnica, la ciencia y el progreso, donde depositaron su confianza numerosas personas, no han mostrado su capacidad para resolver los problemas del ser humano. El hombre postmoderno, frente a la oscuridad de su futuro, se aferra a vivir, a disfrutar al máximo del momento presente mientras cierra la puerta a preguntas para las que no encuentra respuesta.
H/UTOPIA: «Ser hombre es tener una utopía», decía ·Bloch-E.
Frase que cobra especial relevancia con el derrumbamiento de los
sistemas ideológicos comunistas, en los que el propio Bloch creía. Ha
quedado la utopía cristiana como única oferta de salvación en nuestra
sociedad occidental.
Pero la Buena Nueva, posiblemente por haber perdido su carácter
novedoso, ha visto desvanecerse la pujanza de los primeros tiempos y
contempla impotente el quebranto de las convicciones. Se ha
convertido en «una esperanza que nada espera» (1). Muchos
cristianos viven su fe sin ilusión, y la poca que les queda está
agonizante. Y sin embargo, urge salir de esta coyuntura y presentar
nuestro credo, fuente inagotable de gozo y esperanza, de forma
atractiva y ajustada al vocabulario y a los tiempos que vivimos.
El mundo entero se vuelve hacia los cristianos. Vosotros, ¿qué
ofrecéis? Preguntan los ricos saciados, los hombres sin rumbo, los
pobres sin pan, la tierra agostada y los animales en peligro de
extinción. Y se nos pregunta a las mujeres recién incorporadas al
mundo de la teología qué podemos aportar. Y nosotras, con nuestras
voces todavía balbucientes, intentamos buscar ángulos nuevos para
los cristianos viejos. Ofrecer caminos a los pueblos que se abren
desde el comunismo, a los pobres que mueren de hambre y a los que
ven sus derechos pisoteados, para que no sólo mejoren su nivel de
vida, sino que puedan esperar para ser.
Vivimos en un mundo donde han primado en exceso los valores
masculinos, relegando al olvido su complemento, que es el principio
femenino. La salvación para el varón se expresa con símbolos
ascensionales: hay que escalar, conquistar, y para ello es importante
el poder, y las cosas grandes son más útiles que las pequeñas (2). Por
el contrario, el mundo del simbolismo femenino no intenta huir para
salvarse. Frente a los símbolos ascensionales, valorará la penetración
de un centro, el calor acogedor de la sustancia, el retorno al claustro
materno; frente al gigantismo y la fuerza, mostrará debilidad por la
«gulliverización» y predilección por los débiles; frente a la luz y al sol,
será la noche el lugar privilegiado para la unión amorosa; frente a la
conquista, abogará por el bienestar, y Dios «no estará allá arriba,
lejano, sino alrededor, próximo, como fuente y renuevo de la vida»
(3).
El propósito de este trabajo es introducir valores del eterno femenino
en nuestra civilización, valores que aporta el cristianismo, pero que han
sido relegados. Para ello, empezaré analizando dos líneas de
esperanza que corren paralelas en la Sagrada Escritura. La primera
pone toda su confianza en el poder omnímodo de Dios; la segunda
crece en el corazón de los oprimidos y pone su acento sobre el
consuelo y la cercanía amorosa de la divinidad. La salvación no pasa
por el éxito y el poder, sino por la debilidad y la pequeñez.
Nuestro segundo paso será contemplar la llegada de la humanidad
nueva desde la perspectiva de una maternidad salvífica. La imagen del
nacimiento conlleva siempre cercana la presencia tranquilizadora de la
madre, tranquilidad que en este caso se acentúa, pues la madre es
Cristo. Para finalmente analizar a María, mujer nueva, y lo que las
mujeres actuales podemos ofrecer para presentar el cristianismo con
renovada pujanza.
Pero hay que ser conscientes de que no bastarán las palabras si no
van acompañadas de la acción, máxime en cuanto que «el discurso de
los saciados en temas de esperanza está abocado a la frivolidad» (4).
Se las llevará el viento, y el mensaje perderá credibilidad. Esperemos
que estos planteamientos intelectuales sirvan para activar actitudes
dormidas, salven estos escollos y puedan arrojar alguna luz.
2. La esperanza en el Antiguo Testamento EP/AT
Todo empezó cuando un Dios jardinero dedicó varios días a la
creación de un maravilloso planeta. Y satisfecho del vergel que había
creado, quiso compartir su obra con un ser a quien poder confiar su
cuidado. Tomó barro y sin utilizar el torno, para no dañar su trabajo,
con la suave presión de sus dedos fue dando forma al hombre (5).
Puso en ello todo su cariño de artesano y como colofón le concedió la
palabra a la nueva criatura. Con ella pretendía Dios que se
estableciera un diálogo de amor entre la humanidad y su creador. Un
diálogo que acabara, si el hombre daba su consentimiento, en la unión
de la humanidad con la divinidad. Lo inverosímil se convertía en
posibilidad.
Pero aquella experiencia falló, pues el hombre no quiso interpretar el
papel que se le había destinado. Desobedeció al creador, derramó la
sangre de sus hermanos, profanó la tierra... Y nos dice el Génesis que
«el Señor se arrepintió de haber creado al hombre en la tierra» (6,6).
¿Acabaría allí toda la posible esperanza humana?
No fue así. Comprendió el todopoderoso que tenía que buscar unos
interlocutores más cercanos a su persona, que frenaran este camino y
sirvieran de guía a los demás hombres. El primero, de cuya estirpe
nace el pueblo elegido, es Abrahán, al que se le pide que abandone su
país para asentarse en otro definitivo; allí se convertiría en una gran
nación. Y aquel cabeza de familia de un pequeño clan de nómadas
cree lo que parecía una quimera y se pone en camino. A este padre de
la fe se le concretiza por primera vez la promesa y la esperanza: Una
tierra y un pueblo; el pueblo de la promesa.
Hoy se siente un rechazo ante la idea de la elección, pues el
igualitarismo aboga por un tratamiento semejante para todos. Pero uno
de los motivos que pudo tener Dios para escoger al pueblo israelita fue
su implicación apasionada en la realidad, su incapacidad para flotar
valiéndose de ideologías y mitos, sus pies anclados en la tierra (6). Y
eso era importante, pues la esperanza en Dios no debe nunca alejar
su vista de la tierra.
La elección demuestra además que Dios es buen psicólogo, pues el
hombre necesita para afrontar la realidad dura de su vida saberse
querido y protegido. Son precisamente estas líneas del poder y del
consuelo las que utilizará Dios para mantener la esperanza de su
pueblo y las que vamos a analizar en este capítulo. Símbolos que
reflejan su doble faceta de hombre y mujer, de padre y madre, de la
humanidad y del mundo. «La realidad de Dios frente a mi vida tiene
tanto de poder como de maternidad», dice Olegario González de
Cardedal (7).
Desde el momento de la elección, desde la puesta en camino de
Abrahán, la vida de Dios se implica con la de su pueblo, y sus
vicisitudes no le son indiferentes. Precisamente es el sufrimiento que le
causa verle esclavo en Egipto lo que le empuja a su liberación. Un acto
liberador que es el primero de muchos y por el que se da a conocer a
Israel. Posteriormente, ese Dios que libera, muestra su cariño maternal
en el desierto, preocupándose del alimento y los cuidados elementales
del nuevo pueblo.
Cuando considera que ha llegado al momento de su madurez, le
pide, en la alianza del Sinaí, que se convierta en agente del proceso
esperanzador, y a partir de ese momento el hombre es parte activa de
la historia de la esperanza. Dios ha puesto en él una semilla que le
empuja hacia adelante, elementos cinéticos que no se pierden en el
choque con el estatismo cananeo (8), sino que perduran a lo largo de
toda la historia de Israel. Son ellos los que arrastran al pueblo a no dar
nunca por satisfechas sus esperanzas.
2.1 La esperanza en el poder
Los años que corresponden a la infiltración en la tierra, que era la
primera esperanza de los judíos, nos relatan una serie de sucesos más
beligerantes y guerreros de lo que comúnmente se piensa. La historia
de los patriarcas había sido pacífica (o se desposeyó de sus
elementos bélicos en la añoranza de tiempos pasados mejores), y
tampoco tenía el pueblo israelita en la descripción de sus orígenes una
mitología guerrera de los dioses o del caos.
Pero los pueblos de su entorno consideraban que sus dioses eran
potencias primordiales en cuyas manifestaciones numerosas se
apreciaba su fuerza, y esta fuerza la ponían a favor de sus fieles. Israel
pronto hizo estas ideas suyas y consideró que Yahvé ganaba sus
batallas.
Pero este poder guerrero de Yahvé se manifestó a menudo rodeado
de violencia. Hay unos 1.000 pasajes en el AT en los que se inflama la
cólera de Yahvé y «castiga con la ira y la ruina, entabla el juicio como
fuego devorador, toma venganza y amenaza con el exterminio» (9).
Este Dios guerrero fue el que consiguió para su pueblo la Tierra
Prometida, y convirtió su esperanza en realidad. Sobrevivir, hacerse
con «su tierra», neutralizar a los enemigos... justificaron las armas, el
poder y el liderazgo real (10).
Que Dios guerreaba quería decir que era el autor principal de la
salvación, pero no el único. Contribuyen también los hombres a la
realización de sus esperanzas. La fuerza del varón y la distribución de
las cargas hizo que el mundo del poder y de la vida pública estuviera
pronto en sus manos exclusivamente. Con todo, el AT ofrece una
pequeña lista de mujeres que, junto a los hombres, disfrutaron de un
poder que pusieron al servicio del pueblo para mantener sus
esperanzas.
MUJERES/BI:Débora es la única que aparece en el libro de los
Jueces como «madre de Israel», profetisa y líder de todo el pueblo; su
condición femenina no le impide proseguir la tarea bélica. Es ayudada
por otra mujer, Jael, que mata a Sísara, el enemigo de Israel. Ambas
contradicen la frase del Éxodo: «Vosotros, estad quietos, que Yahvé
luchará por vosotros» (14,14); y combaten junto «a los voluntarios del
pueblo que lucharon como héroes» (Jc 5,9).
Pero, más que las armas, tienen las mujeres en sus manos otro
poder: su belleza y atracción sexual. Hay otras dos mujeres que se
sirven de sus encantos para salvar a Israel poniendo en juego lo único
que tienen, su cuerpo. «Judit, tan bella estaba que atraía las miradas
de cuantos hombres se encontrase» (Jdt 10,4), emborracha a un
Holofernes seducido para, acto seguido, cortarle la cabeza. El caso de
la reina Ester no difiere mucho del anterior. «Radiante de hermosura»
se presentó frente al rey, y éste, tras un primer momento de furor, le
concede lo que quiere; Amán, enemigo acérrimo del pueblo judío,
muere en la horca.
Al lado de estas heroínas de Israel, aparecen quienes utilizaron su
atractivo para hacer el mal, y sin embargo aquello redundó en un bien
para el pueblo. Dalila al cortar el cabello de Sansón hizo que, preso
éste, derrumbara las columnas de una sala: «y los muertos que mató al
morir fueron más que los que había matado en vida» (Jc 16,30). Y
¿quién hubiera pensado jamás que la esperanza del nuevo reino
israelita pudiera surgir del fruto del asesinato? Murió el primer hijo de
David y Betsabé, pero el siguiente fue Salomón, «al que Dios amó»
(11).
Curiosamente, los hombres poderosos tienen mezcladas sus
biografías con relatos en los que queda de manifiesto que deben su
vida a personas humildes y débiles. Tal es el caso de Moisés, que no
muere en su niñez gracias a la acción de varias mujeres y, años más
tarde, a la rápida intervención de su mujer Séfora. Es como si Dios
quisiera recordar al hombre su entramado solidario, algo que tiene
tendencia a olvidar el poderoso.
No podemos escandalizarnos con exceso de todas estas
descripciones de violencia, de todos los pasajes donde casi se
confunden Dios y la guerra. Los pueblos, desde tiempo inmemorial,
han intentado legitimar los derramamientos de sangre y las extorsiones
cometidas poniendo a sus dioses por testigos. El hecho no es ajeno a
la propia historia de la Iglesia, y es bueno tener conciencia de ello para
no volver a caer en la tentación.
2.2. Dios es fiel
Hemos visto cómo gracias al brazo poderoso de Yahvé y a los
hombres que le secundaron obtuvieron los israelitas su primera
esperanza: la Tierra Prometida. Pero consiguieron algo mucho más
importante: descubrieron en estos actos continuos de asistencia que
su Dios es «el fiel».
«La palabra de nuestro Dios permanece para siempre» (Is 40,8).
«¿Lo ha dicho él y no lo hará? ¿Lo ha prometido y no lo mantendrá?»
(Nm 23,19).
Se elaboran pasajes y crónicas de todas las hazañas de Yahvé para
con su pueblo, pues lo que ha pasado una vez es promesa y garantía
del futuro, la base siempre renovada de la fe y la esperanza (12).
Cuando los momentos no sean favorables, estos recuerdos impulsarán
esa esperanza, y podrá gritar el salmista confiado:
«Aunque pase por valle tenebroso, nada temeré, porque tú vas
conmigo» (23, 4).
La esperanza entonces se convierte más en una idea sobre Dios
que sobre el destino del pueblo. Yahvé no es un Dios para sí mismo,
sino el de Abrahán, el de Isaac, el comprometido con unos hombres
determinados (13).
Esa experiencia de la fidelidad de Dios tiene como condición esencial
la fidelidad del propio pueblo exigida en el Sinaí. Numerosos salmos
son testigos de esta actitud y numerosos hombres viven esta fidelidad.
En esta obra escrita por mujeres, no podemos dejar de mencionar el
texto de Isaías que compara la fidelidad de Yahvé con la de una
madre:
«¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del
hijo de sus entrañas? Pues aunque ellas llegaran a olvidar, yo no te
olvido» (49,15).
Pero además aparece en el AT una mujer como el paradigma de la
fidelidad. Rut, que ha quedado viuda, sin hijos, comunica a su suegra:
«Donde tú vayas, yo iré; donde habites, habitaré. Tu pueblo será mi
pueblo, tu Dios será mi Dios». Son las palabras que Yahvé dice a los
suyos, y las pronuncia una mujer joven que renuncia a buscar marido y
ser madre por no abandonar a Noemí. Dios recompensa a Rut, y su
hijo con Booz será el abuelo de David. En cuanto a Noemí, su fe se
restaura y comprueba que la fidelidad de Dios se manifiesta a través
de agentes humanos.
La esperanza desde entonces se mezcla con una raza no deseada,
los moabitas; con una clase pobre, los que cosechan espigas en el
campo, y con el sexo débil que es proclamado: «Mejor para Noemí que
si tuviera siete hijos» (4,18). El relato nos recuerda a Gál 3,28, pues
caen las barreras del sexo, racismo o clase, y la esperanza surge de
los desposeídos.
Es esta fidelidad sin fisuras la que hace proclamar a Natán su
oráculo sobre la casa de David. Pase lo que pase, y cueste lo que
cueste, un descendiente de este rey gobernará sobre Israel. No asusta
el riesgo de los fracasos, pues se avanza siempre con la mirada puesta
en la fidelidad de Dios. Curiosamente, desde el poder que generó esta
idea se pasa a desdeñar el éxito momentáneo, ya que la victoria final
está asegurada.
2.3. La esperanza que nace del sufrimiento
Muy pronto descubrió Israel que «su Tierra Prometida» no
correspondía a sus esperanzas. Se había obtenido una riqueza cuyo
reparto era desigual, y mientras los marginados por la sociedad no
gozaban de sus frutos, el estómago saciado de los ricos había hecho
que numerosos israelitas olvidaran a Dios. El peligro que anunciaba el
proverbio se había hecho realidad: «Dame, Señor, el pan de cada día,
no vaya a ser que me sacie y te olvide» PATER/PAN-CADA-DIA.
Fueron los profetas los primeros en elevar sus voces discordantes,
mientras que se va abriendo paso la idea de colocar la esperanza en
un bien más integral: «Tu gracia es mejor que la vida» (Sal 63,4) (14).
Se abre un nuevo camino en el que el Gran Dios, el creador
todopoderoso, el guerrero no desaparece, como dice Bloch, pero sí
cede terreno a otras imágenes de Dios menos grandiosas, pero más
próximas. La debilidad, el destierro, el sufrimiento hacen que unos
valores nuevos entren en consideración. Al lado de los sueños de
conquista, se valoran como esperanzadores los momentos de la
intimidad con Dios:
«Como jadea la cierva tras las corrientes de agua, así jadea mi alma
en pos de ti, mi Dios» (Sal 42,1); «Con tal de tenerte, no me importa ni
el cielo ni la tierra» (Sal 73).
El Dios de la promesa y la promesa se empiezan a identificar. Dios
se convierte en Deus spes, y el hombre no espera nada sino a Dios
mismo. Santo Tomás muchos años después dirá que: «Todo tiende a
asemejarse a Dios», y ·Malraux en lenguaje de nuestro tiempo: «El
que os pide fuego para su cigarrillo, si aguardáis cinco minutos, os
acabará pidiendo a Dios».
Las imágenes guerreras ceden su sitio a descripciones de la nueva
tierra, donde las lanzas serán sustituidas por podaderas y donde los
animales convivirán en paz, el león junto al cordero. El deseo de
violencia ya no tiene que ejercitarse contra los hombres, pues ha
encontrado en la víctima sacrificial, que derrama su sangre en el
templo, su escape y su venganza (15). Incluso por primera vez se
piensa, en los cantos del siervo, que el sufrimiento humano a modo de
sacrificio puede tener un sentido vicario:
«El soportó el castigo que nos trae la paz y con sus cardenales
hemos sido curados» (Is 53,5).
¿Quiénes eran las personas que sufrían en el AT? Todo ser humano
tiene su parte de sufrimiento, pero la Biblia hace especial mención de
las viudas, los esclavos, los niños, los pobres, los enfermos... A
nosotras, mujeres, hay un texto que nos sobrecoge leer:
«Aquí está mi hija que es doncella. Os la entregaré. Abusad de ella y
haced con ella lo que os parezca» (Jc 20,24).
Todo este dolor exige una explicación, que es la que pide Job, y
aunque Dios no le ofrece argumentos justificadores, queda tranquilo
cuando oye su voz; le sabe cercano, y eso le basta. Pero, además,
este compartir la suerte de los desposeídos hace que Job cambie su
actitud frente a la vida. Cuando todo le sonreía, no participaba en las
celebraciones de su familia y su única preocupación era que se
purificaran sus hijos ante Dios.
SFT/HUMANIZA Pasado su calvario, comparte su mesa y cambia
radicalmente su actitud en relación con la mujer. El hombre que
silenció a su esposa en los diálogos y que clamó contra el cuerpo que
le dio a luz, quiere ahora escoger el nombre de sus tres nuevas hijas,
algo totalmente inusual: Canela, Paloma y Perfume, exóticos nombres
que demuestran que Job ha descubierto la naturaleza, la belleza, la
fragancia... Fue el dolor lo que le abrió los ojos al atractivo de ese otro
mundo que antes despreciaba y comprendió que volver la vista a Dios
no exige desviarla de esta tierra (16).
Escojo otro relato de sufrimiento cuya protagonista es una mujer,
Ana, «que acongojada desahogaba su alma ante Yahvé» (1 Sm 1,15).
Era estéril y por esa causa vejada y preterida de continuo por la otra
esposa de su marido Elcaná. Cuando su oración es escuchada y da a
luz un hijo, cumple su promesa y entrega a Samuel, su primogénito, al
templo. Le devuelve a Dios lo que graciosamente le ha concedido,
convirtiéndose su gesto en paradigma de la generosidad de los pobres
que dan todo lo que tienen.
Gozosa en su generosidad, entona un canto de alabanza a Dios,
que describe el reino que muchos años después proclama Jesucristo.
Un reino donde los arcos de los poderosos se han quebrado, donde
los hartos se contratan por pan y los humildes se levantan del polvo.
Una mujer ignorante sólo podía expresar estas ideas desde su
conocimiento profundo del Dios de los que sufren.
Experiencias de sufrimiento personal obligaron a buscar una
esperanza para los justos individualmente, y no sólo como miembros
del pueblo. Y próximos de nuestra era, la injusticia cometida en los
mártires de Yahvé reivindicó una esperanza después de la muerte. No
abandonará Dios a los que derramaron la sangre por su causa (Dn
12,2).
2.4. Dios sufre
Si las manifestaciones de poder en favor del pueblo habían
generado la idea de la fidelidad de Dios, la experiencia del exilio y del
sufrimiento le hicieron comprender que ese Dios fiel no podía
permanecer indiferente. Son fundamentalmente los profetas los que
nos introducen, como dice Abraham Heschel, en el «pathos divino», en
los sentimientos de Dios.
Yahvé contempla la aflicción de su pueblo en Egipto y decide
liberarlo (Ex 3,7); sufre y protesta por la opresión de los débiles (Am
4,1); «se duele del quebranto de la hija de su pueblo» (Jr 8, 21); y
expresa la situación en que se encuentra: «Mi corazón está en mí
trastornado y a la vez se estremecen mis entrañas» (Os 11,8). Está
dispuesto a defender a su pueblo: «Yahvé será un refugio para su
pueblo... y los extranjeros no pasarán más por ella» (Joel 4,16-17), y a
castigar a los propios israelitas injustos: «Prepárate, Israel, a afrontar a
tu Dios» (Am 4,12). Pero su corazón acaba ablandándose siempre:
«¿Cómo voy a dejarte Efraín; cómo entregarte, Israel?» (Os 11,8).
Incluso otros sentimientos acompañan a la compasión y a la cólera,
los celos que siente Yahvé, impotente ante el desdeño de Israel. Dice
Cervantes en La casa de los celos (CELOS/A): «Aquel que celos no
tiene, no tiene amor verdadero». Un nuevo motivo de afianzamiento de
la esperanza de Israel: sabe que cuenta con el amor apasionado de su
Dios.
2.5. La esperanza: maternidad salvífica
Hemos visto cómo el poder de Dios, su fidelidad, la necesidad de
acabar con el sufrimiento y las desigualdades, «el pathos divino»...
movieron las esperanzas de Israel. Todos estaban de acuerdo en que
era necesario un cambio, y la experiencia pasada servía para entender
algo de lo nuevo que se avecinaba. Categorías de antaño se utilizaron
para expresarlo: Nueva Tierra, Nueva Jerusalén, Nuevo Paraíso, Nueva
Alianza, Nuevo Éxodo..., pero faltaba acuerdo en la consistencia de
esa nueva creación. Unos creían en la resurrección de los muertos,
otros en un juicio; se piensa que afectará a todas las naciones, que
vendrá de la mano de un mesías: ¿sacerdote, guerrero, profeta?
Confluyen dos líneas de pensamiento en estos momentos previos al
nacimiento de Cristo. La escatológica, que sigue el camino del
profetismo y no piensa en una ruptura con el viejo mundo; el futuro es
para ella la conversión en el presente. Y la apocalíptica, para quien
hay una cesura total, pues el presente es radicalmente malo y tiene
que venir algo fundamentalmente distinto.
«Sin la apocalíptica, la escatología hubiera quedado limitada por la
historia de los pueblos o del individuo... mientras que ésta la ha abierto
hacia el espacio situado más allá de la realidad cósmica dada» (l7).
Dentro de esas categorías del pasado, yo voy a escoger un símil
femenino para reflejar la situación de la tierra en estos momentos, el
de la maternidad salvífica. La idea me es especialmente querida,
desde mi doble condición de mujer y de madre, pero pienso que
también puede ser muy sugerente para todos aquellos que hayan
mantenido una buena relación materno-filial.
El tema es muy utilizado por la SE, que ya desde Abrahán considera
todo nacimiento como un signo de la bendición divina. Incluso
anteriormente oímos exclamar a Eva: «He producido un hombre con la
ayuda de Dios» (Gn 4,1). Con frecuencia, las concepciones de
personas importantes en la historia de Israel tenían su origen en
intervenciones especiales de Yahvé.
Al principio, se valoraba sólo la cantidad de hijos, para más tarde
considerar su calidad. Los miembros del pueblo elegido están
destinados, primero y sobre todo, a dar frutos de santidad en su vida
personal (18), Esto limita el número de los elegidos a ese «resto», en
su mayor parte pobre, humilde e incluso, paradoja de las paradojas,
estéril: «Dichosa la estéril sin mancilla» (Sab 3,13).
El tema se amplía cuando se atribuye una maternidad salvífica
especial a la hija de Sión. La ciudad ve a sus hijos muertos y es
incapaz de concebir nueva vida, pero cuando la gloria de Israel vuelva
a su casa, sus calles rebosarán de seres humanos, convirtiendo su
parto doloroso en signo claro de libertad y redención del nuevo Israel:
«Tuvo dolores y dio a luz Sión a sus hijos» (Is 66,8).
Pero es el texto de Is 42,13-14 al que yo quiero referirme. Allí se nos
habla de una mujer encinta que es el mismo Dios, Yahvé que ha
guardado silencio durante los meses de gestación y que ahora rompe
su mutismo con los dolores de parto. El dios guerrero grita y vocifera y
se presenta en paralelo con esta mujer que gime y se retuerce, llegada
su hora. Pero ni el poder, ni el silencio, ni los gritos, ni las convulsiones
consiguen traer al mundo a la humanidad nueva.
La culpa es «del hijo necio que no se presenta a tiempo por donde
rompen los hijos» (Os 13,13). No sabe colocarse en el cuello del útero
y por su incapacidad la tierra nueva se retrasa. Y es que la historia de
los hombres necesita un «novum» que cambie sus corazones de
piedra. La nueva tierra es esa donación graciosa del Espíritu de
Yahvé. Hasta que éste llegue, no se producirá ese parto esperado, esa
salvación venidera, nueva y jamás contemplada (19).
3. La esperanza en el Nuevo Testamento EP/NT
«Se mantenía sin haber tú nacido, en el vacío nuestra madre la
tierra, vacilante, colgando sobre nada» (M. de Unamuno) (20).
Si la espiral del alejamiento entre creador y criatura se empezó a
estrechar con la fe de Abrahán en las palabras de Yahvé, ahora es
una mujer, casi una niña, la que descorre el velo definitivo de lo que
ofrecía Dios. Su «fiat» a lo inverosímil da luz verde al proyecto divino, y
Dios se hace hombre.
Veíamos cómo antes de su nacimiento toda la creación estaba en
fase de gestación.
«Mientras la esperanza judía se mueve desde lo no cumplido a un
cumplimiento que va haciéndose, la esperanza cristiana ilumina desde
el cumplimiento conseguido en Cristo a lo dolorosamente no cumplido
en el hombre y en el mundo» (21).
Ese «novum» que era necesario para que llegara el «dies natalis»,
llega con Cristo; nos llega dejándonos su Espíritu, capaz de
transformar al hombre y la tierra.
El rostro de Dios, tradicionalmente tapado por la nube, resplandece
en el rostro de Jesús: «Quien me ve a mí, ve a mi Padre» (Jn 14,9). Un
Padre que nos describe con los brazos abiertos, en los que puede
refugiarse el hombre al final de la cucaña de su vida. Esa es, en suma,
la esperanza cristiana que tiene su comienzo en esta vida.
3.1. La esperanza en el poder de Jesucristo
«¿Qué es esto? Una nueva doctrina llena de poder» (Mc 1,27),
exclaman todos al ver que los espíritus le obedecen. Jesús tiene una
personalidad en la que sus contemporáneos descubren una gran
autoridad moral. Desde pequeño, sus preguntas y respuestas
admiraron a los doctores de Jerusalén, y a lo largo de su vida pública
su palabra se convierte en la autoridad del mismo Dios: «Se os ha
dicho, pero YO os digo».
Un Dios que anuncia por boca de Jesús que ha llegado su reino,
liberando la idea de todos los malentendidos de su tiempo, políticos y
nacionales. Es una donación graciosa de Dios, que en efecto
establece su poder, pero frente al dominio del mal, del pecado y de la
muerte.
¿Hubiera bastado la autoridad que emanaba de su persona para
hacer su mensaje creíble? ¿Tenía que recurrir a las demostraciones
de poder? ¿No se había movido el AT en una línea cada vez más
abierta a la salvación, que llega desde lo oculto, desde figuras como e}
siervo de Yahvé, como los mártires? La verdad es que Dios es buen
conocedor de la naturaleza humana y sabe que «la reacción primaria,
casi instintiva, de las capas profundas de nuestra sensibilidad prefiere
negar, o dejar en la sombra, la bondad de Dios antes que poner en
cuestión su omnipotencia; evidentemente da menos miedo» (22). Ya lo
decía Machado: «No quiero cantar ni puedo a ese Jesús del madero,
sino al que anduvo en la mar».
El hombre que se sabe débil pone su confianza en el poderoso, pero
para ello tiene que saber quién detenta ese poder. Por ello, Jesucristo
acompaña su palabra con gestos prodigiosos que dan fe de que la
llegada del reino es auténtica. Pero su recurso al poder nunca va
acompañado de violencia, ni lo utiliza en provecho propio; busca llamar
la atención, convencer, pero no avasallar. Incluso la condena, cuando
uno de sus discípulos intenta defenderle y corta la oreja de un criado
(Mt 26,52). En el recurso al poder violento no está la clave del reino.
Con todo, y para no dejar lugar a los malentendidos, colocan los
evangelistas el bautismo del Señor y las tentaciones del desierto al
inicio de la vida pública. La voz de Dios que alude a su Hijo predilecto
nos remite a las profecías del siervo, a la víctima vicaria que sustituye
a todo el pueblo; y el episodio de las tentaciones nos advierte que
Jesús renuncia al camino fácil del poder. Ceder a ellas hubiera sido
optar por la inmediatez del reino, hubiera desnaturalizado la
comunicación divina que es lo contrario de la prisa y del poder (23).
Dios quiere que el hombre le ame y no que le tema.
Incluso la muerte de Cristo en la cruz nos habla de la propia
debilidad de Dios que se niega a jugar el juego de este mundo y que
se hace solidario con todos los oprimidos y los que sufren. No es
casual que el que renuncia al poder se vea condenado por la
conjunción de dos poderes: el religioso y el político.
Hemos visto que Dios siempre pide la colaboración de los hombres.
La faceta poderosa está en gran medida ejercida por varones, pero
próximas al poder aparecen en el NT dos mujeres. Una de ellas, la
mujer de Poncio Pilato, solicita misericordia para el condenado. Una
palabra que en hebreo (rahamim) significa entrañas maternas. ¿De
qué esperanza hablaríamos si Pilato le hubiera hecho caso?
La otra, Salomé, hija de Herodías, tiene, como las dos heroínas del
AT, Judit y Ester, el poder de su belleza y atractivo: «Danzó y gustó
mucho a Herodes y los comensales» (Mc 6,22). Pero su éxito
desembocó en la violencia: aconsejada por su madre, pidió la cabeza
de Juan el Bautista.
3.2. Esperanza en el servicio y la entrega
Antes de empezar la vida pública de Jesús, una mujer había intuido
en qué consistía el mensaje de su hijo. Algo que no es de extrañar en
una madre. Se había acabado el vino de una boda, y el hecho no pasa
inadvertido para un ama de casa, que sabe medir la vergüenza de los
anfitriones. Se lo hace saber a Jesús, y aunque éste no parece que
está dispuesto a intervenir, ella ordena a los criados que hagan lo que
él les diga. Maravilloso poder el de la madre que sabe que su hijo no
dejará de complacerla. Poder que pone al servicio de los demás.
FELICIDAD/SERVICIO SERVICIO/FELICIDAD Pero hay un gesto de
Cristo que resume mejor que cualquier palabra en qué consiste esta
actitud del poderoso hacia el débil. Lo cuenta Juan durante la última
cena. La introducción al pasaje nos habla de «que el Padre lo había
puesto todo en sus manos» (Jn 13,3); el mundo era suyo. Podía hacer
que la humanidad entera se arrodillara a sus pies, y escogió ponerse
él de rodillas y lavar los pies de sus discípulos. Conociéndoles, temió
que no entendieran el gesto. «¿Comprendéis lo que he hecho con
vosotros?» (13,12), y después de pedirles «que también vosotros
hagáis como yo he hecho», les aseguró que allí encontrarían la
felicidad. «Dichosos seréis si lo cumplís» (13,17). Es decir, que el
camino del reino, la esperanza del hombre, para cualquiera que
ostente la menor parcela de poder, pasa por ponerla a los pies de los
demás.
Otra mujer, mucho más modesta y de la que poco sabemos, había
asimilado bien cuál era la doctrina de Jesús antes de que se dieran
estos hechos. A raíz de su curación, la suegra de Pedro, nos narran
los evangelistas, «se levantó y se puso a servirles» (Mt 8,15). Poco se
dice de ella, no importa siquiera la descripción de su persona. Había
convivido mucho con el Maestro y no dudó, una vez curada, acerca de
cuál tenía que ser su actuación.
Pero hay otras muchas mujeres en el evangelio que comprenden
que el cristianismo es una doctrina solidaria. La Virgen María no se
queda en casa meditando las grandes cosas que han ocurrido en su
vida, sino que corre a visitar a Isabel, que necesita su presencia.
Marta, después de la catequesis que le hace el Maestro sobre la
resurrección, no sopesa sus palabras en soledad y llama a su hermana
para que ella también se haga partícipe de la Buena Nueva. La misma
samaritana, sospechando que Jesús pudiera ser el Cristo, no tardó
mucho en comunicarlo en el pueblo para que todos pudieran
conocerle. A María Magdalena, es el mismo Jesús el que le pide que
vaya a los hermanos a decirles que le ha visto resucitado. Todas
comprendieron, desde su propia debilidad, que la llegada del reino se
hace en comunión y solidaridad.
3.3. Esperanza en lo pequeño
Aquella casi-niña que dijo sí, aquel pequeño pueblo donde se
produjo el mayor nacimiento del mundo, eran para los baremos de este
mundo personas y lugares insignificantes. Pero el que renuncia al
poder ya sabe que entra en el mundo de lo pequeño.
RD/PODER:PODER/RD Y por ello, todas las comparaciones del
reino nos hablan de una pequeña semilla de mostaza que se convierte
en la mayor de todas las hortalizas, de un reino que crece solo, de una
mujer que encuentra una pequeña moneda al barrer, de una perla
chiquita pero de gran valor, una semilla que fructifica, brota y crece sin
que el sembrador sepa cómo... Mensajes que, desde un presente
pequeño, nos remiten a un futuro glorioso. La propia vida de Jesús no
apresura la llegada del reino, pues utiliza unos modestísimos medios
para su implantación: su actitud, su palabra, sus seguidores. Los
mismos que tenemos nosotros hoy.
Los «grandes» de este mundo, los poderosos, para entrar en el
reino tienen que hacerse pequeños, pues sólo los que son como niños
tienen cabida dentro de él. Esos, que no se fían de sí mismos, sino que
tienen la vista puesta en la voluntad del Padre.
La abundancia de las riquezas tampoco sirve. La limosna de la viuda
que echó dos moneditas, todo lo que tenía, se pone como ejemplo de
generosidad. El Padre revela los secretos del reino a los sencillos. La
puerta de entrada no es monumental, sino estrecha, y el último asiento
tiene primacía sobre el primero. Pero el tamaño pequeño, incluso
insignificante, no implica falta de eficacia; la sal de este mundo no se
puede desvirtuar.
Desde esta línea de lo pequeño que crece, debemos contemplar
todos los imperativos que hace Jesús sobre la vigilancia, la espera, la
preparación, la lucha:
«Sólo por la esperanza somos salvados, pero una esperanza que se
ve cumplida no es esperanza. Esperando lo que todavía no vemos,
perseveremos en la paciencia» (Rom 8,24-25).
Y fue la paciencia de una mujer, Ana, y su confianza, las que premió
Dios haciéndola contemplar «al salvador de Jerusalén». Viuda tras sólo
siete años de matrimonio, se había pasado la vida sin apartarse del
templo. Esperaba, aunque pasaban los años, con la confianza puesta
en Dios, sabiendo que éste actuaría según lo prometido. Pasó mucho
tiempo, y ella se mantuvo sirviendo en espera activa y sin desfallecer.
Fue su firme relación con Dios y su vida oculta y sencilla los que le
permitieron reconocer, junto a Simeón, en aquel niño de pecho, la
redención de su pueblo.
3.4. Esperanza desde el sufrimiento
Todo el mensaje de Jesús se centra en el anuncio de que con él ha
llegado lo que se esperaba, el reino. Allí hay prioridad absoluta para
los que sufren. Esa es la respuesta que da a los enviados de Juan el
Bautista:
«Los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los
sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la Buena
Nueva» (Mt 11, 5).
«Todos los designados coinciden en el denominador común de la
desesperanza: son desheredados de esta tierra» (24).
La respuesta desconcierta, pues no era la esperada.
Se especifica en las bienaventuranzas, por si no estaba claro, de
quién será el reino de los cielos: los pobres, los que lloran, los que
tienen hambre, los pacíficos. Es el reverso de una sociedad que
proclama el éxito de los ricos, poderosos y violentos.
Para ellos, esos «... bienes y valores profanos desaparecen ante la
dicha de la participación en el reino de Dios» (25). Para garantizar que
la palabra es cierta, los milagros actúan sobre estas personas y
anuncian que lo realizado sobre unos pocos es una muestra de lo que
pasará con todo el que sufre.
Los desgraciados de este mundo son los primeros que se dan
cuenta de sus privilegios: «... en su angustia me buscarán...» (Os
5,15). No nos debe extrañar, pues para ellos el anuncio supone la
restauración de su humanidad y la entrada en una nueva era que
rompe la vara del dolor. Los privilegiados, en cambio, tienen que pasar
por una fase previa de perplejidad, de ruptura de sus sistemas de
privilegio, de caída de sus ideologías y verdades.
Corre como la pólvora por todo Israel que hay un hombre llamado
Jesús que atiende a los pobres, les trata con cariño, les cura y hace de
sus problemas los suyos. Y de todas partes vienen los miserables y
marginados de la sociedad buscando esos dones especiales que
Jesús pone a su disposición. Unos vienen por su cuenta, otros
transportados por sus familiares, algunos tropiezan con Cristo de
casualidad; todos buscan ser comprendidos y depositan su confianza
en él.
Entre la numerosa lista de milagros que relata el NT, escojo dos
realizados sobre mujeres, pues las mujeres, dentro de los oprimidos y
marginados, son las representantes más genuinas de los pobres:
«Cargan con el doble fardo de ser de clase social pobre y del sexo
débil» (26). Relata Lucas (8,40s) que una mujer que padecía flujo de
sangre desde hacía doce años se acercó a Jesús, sin atreverse a
hablarle, pues su enfermedad la hacía impura. Cree en sus palabras,
confía que su fuerza le puede curar y le toca, esperando pasar
inadvertida, tanto si se realizaba el milagro como si no. Incluso calla
aterrada cuando Jesús que ha notado la fuerza del milagro pregunta
quién le ha tocado.
Sólo la evidencia le hace salir del anonimato y confiesa temblorosa
su historia. Cristo le había restaurado la salud, y con ella la confianza
en sí misma. El contacto con Jesús le reintegró a la vida social y le
devolvió su dignidad humana.
No difiere mucho el caso de la mujer cananea de Mc 7,24, que tiene
una hija poseída por espíritus inmundos. Ella se postra a sus pies e
implora. Incluso se atreve a razonar con el Maestro (muchas mujeres
en los evangelios lo hacen), ella, una ignorante pagana, pues Jesús no
atiende en primera instancia su petición. Consigue con su insistencia
que Cristo se avenga a redimir a los gentiles.
Un ejemplo que ilustra que el reino no es paternalista. Dios acepta el
diálogo con el hombre, le convence su razonar e incluso está dispuesto
a salir de su camino y a cambiar sus planes.
Si los pobres, contemporáneos de Jesús, pusieron su confianza
plena en el Maestro, los desheredados de la sociedad pueden poner
también su esperanza en los seguidores de Cristo: «Tened los mismos
sentimientos que tuvo Cristo» (Flp 2,5). Jesús fue el primero de una
larga serie de hermanos (Rom 8,29), y su seguimiento se convierte en
el nuevo principio de la conducta moral y la regla por la que se dictará
sentencia en el juicio final (Mt 25,40) (27). Lo más novedoso de esta
doctrina es que el discípulo que atiende las necesidades de pan,
vestido, sed, enfermedad... de los hermanos, está socorriendo al
mismo Cristo.
3.5. La esperanza en un Dios que sufre
La sucesión de actos en beneficio de los más necesitados tuvo
necesariamente que suscitar entre los contemporáneos de Jesús la
pregunta sobre el por qué de esas actuaciones. Una de las respuestas
que nos dan los evangelistas era que Jesús sufría ante la miseria
humana.
Numerosos textos nos abren el corazón de Cristo. Dicen que sintió
compasión de los que le seguían, pues andaban como ovejas sin
pastor, porque no tenían nada que comer o habían perdido a un hijo.
Describen cómo su vista se posó en el joven rico y le amó, y que lloró
ante la muerte de Lázaro. Cristo aparece haciéndose solidario del
dolor de toda la humanidad, pues el dolor tiene dimensión universal, y
lo hace desde la profundidad de su corazón que sufre viendo sufrir.
Y es precisamente esta facilidad que tiene Jesús para vibrar ante el
sufrimiento humano la que hace pensar a los afligidos que pueden
confiar en él. Como diría Lutero, la suya es la ética del amor enraizado
en el dolor.
Pero no sólo contempla el sufrimiento desde la barrera, sino que le
vemos en el huerto de los olivos sudando sangre y acongojándose
ante el trance por el que debe pasar. Incluso en la cruz se siente lejano
del Padre, oprimido por la ausencia de Dios y el fracaso aparente de
su vida. Pero el dolor y el sinsentido no le hacen perder la esperanza,
y sus últimas palabras lo confirman: «Padre, en tus manos encomiendo
mi espíritu» (Lc 23,46).
Y si Cristo sufrió, ¿qué supuso para el mismo Dios la muerte de su
Hijo? Es natural el pensar que la muerte de Jesús tuvo que resultar
una agonía espiritual para el Padre; que sufrieron ambos, el Hijo
muriendo y el Padre viendo morir al Hijo. Un sufrimiento que hace tan
importante el dolor de uno como la muerte del otro; que Dios al perder
al Hijo perdía de alguna manera su categoría de Padre (28).
Y es desde esta perspectiva desde donde nace con más fuerza la
esperanza del cristiano. Ante la cruz del Hijo, ante su propio dolor, Dios
le resucitó, y en esa resurrección el hombre adquirió la certeza de que
la muerte no podía separarle de Dios. Y desde allí, el sufrimiento se
convierte en alegría, y el resucitado en el principio de una nueva
creación en la que se acaban las lágrimas
4. La humanidad nueva
Llegada la hora, nació Jesús de Nazaret. El nacimiento tuvo lugar en
una cueva pobre y oscura, un simbolismo que sirve para anunciar
desde el principio que no hay poche oscura para Dios. La hora de la
madre hizo irrumpir en el mundo a la trascendencia, colmó las
esperanzas de Israel y aportó la fuerza capaz de renovar a la
humanidad. Años más tarde, con otros dolores, los de Cristo en la cruz,
parió Dios a un hombre nuevo y se lo entregó a su madre que
representaba a la Iglesia (/Jn/19/26). Unamuno lo expresa en El
Cristo de Velázquez con estas palabras: «La humanidad en doloroso
parto, de última muerte que salvó a la vida».
Veíamos cómo al final del AT gemía la creación entera con dolores
de parto. Ahora la gestación ha terminado y podemos imaginar la
esperanza como un misterio de alumbramiento. Esto nos permite
abordarla con confianza, ante la seguridad de que la madre está
cerca.
Ha sido la irrupción del Espíritu, primero en María y luego en los
hermanos de Cristo, el que ha producido la rotura de las aguas y ha
dejado el camino expedito. Pierde el nuevo ser con la placenta, el
molde endurecido de arcilla para dejar al descubierto su meollo
secreto, un corazón de carne. Y a ese corazón se le encomienda que
viva haciendo el bien como hizo Cristo, en comunión con el Padre; así
empezará a vivir su cielo en la tierra.
El proceso empieza a partir de la adhesión a Cristo por la fe. Pero se
nace niño y pequeño, aunque nuestro genoma sea el de la plenitud.
Cuidados, alimentos, educación, abrigo, cariño, reprensión, miedos...
son todas las fases por las que tiene que pasar el niño-hombre
cristiano para llegar a ser hombre auténtico. Es un progreso que
avanza hasta la consumación del hombre nuevo. Se ha dado el
cumplimiento, pero falta la magnificencia, que es el llegar a ser imagen
de Dios.
Son la gracia de Dios y el poder del Espíritu los que deben hacer el
papel de madre para convertir el alma de cada uno y la tierra entera en
una novia resplandeciente. La vida es el período del noviazgo de Dios
con cada ser humano. El día de los desposorios, la prometida
abandonará su país y la plenitud de este mundo, y será visitada por la
plenitud de Dios (Sal 45,14) (29). Es la muerte del hombre su condición
para dar este paso superior. El mismo Cristo tuvo que sufrirla, pasar
por la incertidumbre y aguardar tres días para que el Padre le
escuchara; pero esa muerte hizo posible el camino que todos los
hombres tienen que ratificar. Los desasimientos continuos a los que
nos somete la vida nos preparan para ese momento final, para ese
entorno que desconocemos. Cansados del largo camino,
pronunciaremos como santa Teresa ·TEREJ: «Ha llegado el tiempo de
vernos, mi Bien Amado». MU/TEREJ
Pero la esperanza de un futuro individual no debe hacernos olvidar
el planeta en que vivimos. Hay que entender el cuerpo resucitado
dentro de una textura, de una tierra y de una multitud que dan soporte
al individuo. Aunque sólo fuera desde una reflexión interesada, no
debemos olvidar que las plantas pueden producir su proceso de
fotosíntesis sin el hombre, pero nosotros no podemos vivir sin la
fotosíntesis de las plantas. La naturaleza está involucrada y toma parte
de la maldad o bondad del desarrollo humano. No olvidemos que aquel
Dios jardinero de los orígenes estaba enamorado de su obra y quería
que el hombre se ocupara de ella.
«La esperanza de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más
bien avivar, la preocupación de perfeccionar esta tierra, donde crece el
cuerpo de la nueva familia humana» (30).
Encuentro sugerente la idea de Clara Lubich:
«La tierra nos come como nosotros comemos la eucaristía, no tanto
para transformarnos en tierra, sino la tierra en cielos nuevos y tierra
nueva» (31).
Relaciona humanidad, tierra y Cristo, y los conduce a un destino
común.
Es claro que el plan salvador de Dios tiene carácter cósmico.
Aunque ignoremos el tiempo de la consumación de la tierra, sabemos
que tiene estructura cristológica y que eso supone la reunión de la
humanidad en el Cristo total. Para Teilhard, la historia natural y la
humana son fases de un mismo proceso que avanza desde lo sencillo
a lo complejo, y Cristo es la cabeza de ambos. Todo el universo está
sometido al influjo de Cristo salvador, pues en caso contrario Dios
sería el gran ausente de la historia.
Con la palabra reino designamos el destino social de tierra y
hombre, mientras que con la palabra resurrección hablamos del
destino particular de cada uno. Los cristianos esperamos ambas cosas
a la vez, pues el regreso de Cristo trae la plenitud del reino (32).
- María y la humanidad nueva M/MUNDO-NUEVO
Hemos visto el origen de la humanidad nueva, el nacimiento del ser.
humano que debe culminar, en la medida de sus capacidades, en la
plenitud. La compañía de Dios, la experiencia del amor a través de la
relación con Cristo y la gracia del Espíritu hacen posible la empresa
para todo ser humano. Nadie como Cristo realizó el camino antes que
nosotros, pero «si la condición divina de Jesús nos dejara dudas» (33),
podemos seguir el camino de una mujer, María, que también ha sido
glorificada en cuerpo y alma, para quien las puertas del cielo se
abrieron de par en par. En ella se contempla el proyecto divino para la
humanidad, y cómo ésta sabe responder a la iniciativa.
M/FE:No le dedica mucho espacio el NT a la madre del Señor. Dice
Rahner que «es una mujer pobre, del pueblo, que aprende y vive
inmersa en la situación histórica, social y religiosa de su pueblo». Visitó
a parientes y fue a bodas; hizo el bien y fue solidaria con los
necesitados.
Su camino comenzó aceptando que su pequeñez fuera
engrandecida, que la gracia del Espíritu actuara y que de su seno de
anawim surgiera la esperanza de la humanidad. Su «fiat» no fue
irresponsable, sino razonado; pidió explicaciones y, una vez
satisfechas, se embarcó en el proyecto divino con su corazón y su
cerebro. Un proyecto que le obligaba a poner su amor y obediencia a
Dios por encima de su respetabilidad.
El itinerario no fue fácil, nunca lo es. El Hijo pronto creció y le vino
grande, viviendo una tensa relación entre ellos (34). Ella no
comprende que la familia de los hijos de Dios pase antes que la familia
natural; no quiere que se arriesgue en aventuras irresponsables que le
pueden llevar a la muerte, y es proclive a la tentación de que traiga el
reino mediante su poder taumatúrgico. Qué madre no caería en esa
tentación: ver al hijo admirado y venerado por parientes, amigos y
desconocidos.
Su poder de madre lo puso en juego para atender las necesidades
de los demás. Su corazón abierto al prójimo le hizo descubrir que una
simple falta de vino podría ensombrecer la alegría de unos novios.
Su fe, su disponibilidad para con Dios y su docilidad a la palabra le
hicieron comprender poco a poco, paso a paso, cuál era el camino
auténtico del reino que desde el principio ella había barruntado como
liberador de los pobres y destructor de los planes de los orgullosos.
Y descubierto el camino, lo siguió con fidelidad absoluta, aunque le
llevara al pie de la cruz. Allí, de pie, como un árbol, asistió sin
desmayos exteriores a la humillación del Hijo, sin perder su esperanza.
Ella, podemos estar seguros de que no lo hubiera hecho así, pero lo
aceptó, posiblemente sin comprender.
«Posteriormente, continuó en la comunidad sin colocarse por encima
de nadie, ni capitalizar su dolor, simplemente ocupada en la aventura
de vivir» (35).
Y no hay que saber demasiado de su vida para constatar que sufrió
mucho. Sintió miedo de que mataran a su bebé recién nacido, tuvo que
emigrar a una nación extraña, enviudó joven sintiendo la soledad del
que ha perdido a su media vida, para finalmente perder también al hijo
único, que es el mayor desgarro que puede sufrir una madre.
Y barruntando este sufrimiento, comprendió que era labor de todos
acabar con el de los demás y entonó un canto medio revolucionario de
solidaridad con los necesitados (36); un programa de liberación que
descarta el odio, mientras que asegura la necesidad de que se
terminen todas las relaciones de poder opresoras que defienden los
grandes de este mundo.
Y de esta mujer dice Pablo VI:
«La figura de la virgen no defrauda esperanza alguna profunda de
los hombres de nuestro tiempo y les ofrece el modelo perfecto del
discípulo del Señor» (37).
Pero esa figura de mujer es muy distinta de la reina refulgente, de la
mujer etérea que nos han pintado tantos teólogos varones; es una
mujer corriente, inculta de saberes profanos, pero sabia de Dios, que
busca comprender y pregunta, que afronta los problemas del diario
vivir con serenidad, que respeta la personalidad del hijo sin
comprenderla, que asume la tragedia sin perder la esperanza y que
por encima de todo tiene su vida fuertemente anclada en Dios. Desde
ahí, no hay huracán que arranque la esperanza de su alma.
5. Mujer y esperanza cristiana MUJER/EP-CR
Describíamos al principio de este capítulo la situación de
desesperanza en la que vivía nuestro mundo y cómo era deber de los
cristianos presentar el evangelio de forma nueva y atractiva. Hemos
visto cómo la esperanza en el poder de Dios ha sido compañera de
viaje del hombre bíblico y cómo a su lado crecían también otras
esperanzas que desgraciadamente han sido relegadas.
Fue sobre todo a raíz del matrimonio de la Iglesia con el imperio
cuando se acentuaron los signos de la omnipotencia de Dios. Incluso
se cayó en el error histórico de colocar en el césar, en los césares, los
atributos de poder y dominio que sólo eran de Dios. Con ello se
reforzaba el deseo humano, siempre latente, de un poder absoluto,
pero se desatendía el mundo de la esperanza que nace de los débiles,
de las mujeres, de los que sufren.
Palacios-iglesias para Dios-rey, objetos de oro y plata en el culto,
una clase sacerdotal apartada, unos ritos que no entendía el pueblo...
contribuyeron a que sólo se escucharan las voces de los poderosos.
Pero cuando el poder, aunque se ejerza de buena voluntad, no logra
las metas esenciales de paz, libertad y justicia para todos, puede caer
en la desesperación. Acostumbrado a vencer, le desilusionan las
victorias parciales, le producen cinismo los parches a los grandes
problemas y acaba aceptando, al no contemplar otra alternativa, los
triunfos del poder injusto.
No fiemos nuestra esperanza en grandes planteamientos. Tengamos
fe en ese reino que se hace poco a poco, en el mundo de los humildes,
en el rostro materno de Dios que tiene sus preferencias por los niños.
Ahí está la sal de la tierra, y muy poca cantidad, tan poca que no se
advierte a simple vista, sirve para dar sabor.
Sería bueno que utilizáramos nuevos signos y símbolos adaptados a
esta idea. Quizá habría que sustituir el concepto de reino de Dios,
pues cuando hablamos de reino inmediatamente pensamos en
conquistas y victoria final, costando admitir las limitaciones. Tenemos
que referirnos al pueblo de Dios unido en el amor. Es un concepto más
modesto, que permite celebrar la vida, potenciar el cariño y considerar
que las victorias parciales son eslabones colocados desde donde
intentar nuevos logros (38).
Ese pueblo está unido entre sí y con Dios mediante los lazos del
amor, un amor que sale del mismo Dios. A través suyo participamos de
la divinidad, y eso nos permite deleitarnos con la belleza de la
humanidad y sufrir con la destrucción de cualquier forma de vida. Esa
fue precisamente la intención del creador.
La participación activa del ser humano en la esperanza exige que se
trabaje en varios frentes. Hoy se ha puesto el énfasis sobre el amor
que actúa sobre los desamparados, pero no se debe olvidar una fase
previa: la relación amorosa de cada individuo con el Padre común.
Habiéndose socializado en nuestras sociedades industrializadas
muchas formas de amor al prójimo, es más fácil llegar a Dios, al amor
desinteresado por él. Podemos emanciparle, en parte, de sus
funciones de salvamento a la humanidad, de su faceta de Dios
tapa-agujeros, y amarle por sí mismo, sin esperar nada a cambio.
Las mujeres podemos ofrecer nuestras experiencias en este campo.
Alejadas tradicionalmente del poder, supimos mantener la imagen
tierna y acogedora de Dios en medio de un cristianismo que temblaba
ante la imagen del Dios juez. Jugamos con ventaja, pues el anima
religiosa femenina es más sensible que el animus del varón y puede
entrar mejor en las profundidades de Dios.
Allí la persona intenta querer y deleitarse con el Otro, y su esfuerzo
se premia cuando encuentra alegría en darse, salir de sí y recibir el
flujo de vuelta. Aquí nos introducimos de lleno en el mundo de la
mística, donde la sensación primordial es el deseo de estar unido con
el Todo; una unión casi física, donde no hay una respectividad
distante, pero donde se respeta la identidad del alma mística. No hay
un simbolismo mejor para explicar este estado que la relación de la
madre encinta con el hijo que lleva en su seno; la nueva vida comporta
una unión con la vida divina, sin eliminar las distinciones entre creador
y criatura.
Desde la fortaleza que nos da este castillo interior, podemos dar el
siguiente paso: usar nuestra limitada vida temporal para mejorar la
situación de los hombres que conviven con nosotros y el entorno en el
que van a vivir nuestros hijos.
Tradicionalmente, manos femeninas se han dedicado durante siglos
a curar las heridas externas del hombre, su desnutrición y
desamparo.
«Ningún remedio de los nuestros, pobres médicos, tiene el poder
maravilloso de una mano de mujer que se posa sobre la frente
dolorida», dice ·Marañón-G (39).MUJER/CURADORA
Mientras el hombre se dedicaba a la caza y a la guerra, la mujer
estaba inmersa en la experiencia cumbre de su vida: el nacimiento, la
nutrición y el cuidado de los nuevos seres que emergen en la tierra.
Eso nos ha hecho expertas en remediar las situaciones injustas de la
humanidad, que es uno de los quehaceres primordiales del cristiano:
hacer que el reino se vaya implantando en la tierra. La esperanza en
un futuro mejor asegurado nos debe llevar a esta espera activa,
laboriosa, en beneficio de los demás. Pero todo ello, con la tranquilidad
de encajar que lo que no se puede eliminar, sí se puede afrontar y
sobrevivir; que incluso la muerte se puede contemplar como una parte
del ciclo de la vida, como algo que hay que llorar, pero que sirve para
que otros puedan participar de esta misma vida.
El hecho de que Cristo haya vencido a la muerte debe dar al
cristiano un impulso suplementario que le haga capaz de vencer
cualquier frustración, que le permita permanecer en la brecha cuando
los esfuerzos por mejorar resultan una y otra vez infructuosos, e
incluso que celebre la satisfacción de la vida bajo condiciones injustas,
pues todo sufrimiento integrado en Cristo es aceptado.
Su acción no estará motivada por el deber o la conciencia, sino por
el amor y la esperanza que nacen de su seno. Esa esperanza activa irá
acompañada de una alegría profunda a los que dan cobijo y alimento,
educan a los niños y festejan la belleza de la vida; «a los que se
empeñan en una labor transformadora del mundo y consiguen
porvenires provisionales que van quedando superados» (40).
La experiencia de ese amor proporciona unos momentos que Maslow
llama «experiencias cumbre» y que nos aproximan a lo que será la
plenitud final.
«La persona que se encuentra en la cumbre deviene deiforme en el
sentido que acepta completa, amorosamente, compasiva y gozosa el
mundo y la persona... Los efectos posteriores se pueden definir como
el regreso a la tierra desde una visita a un cielo personal» (41).
Son estas experiencias de plenitud, adquiridas en el servicio y la
entrega a los demás, las que nos hacen empezar a gustar de la
esperanza aquí en la tierra.
Desdibujada la imagen de Dios omnipotente, la podemos sustituir por
la que le contempla como dador de vida mediante el amor. Pero ese
amor es frágil, el Dios encarnado entre los hombres tampoco quiso
imponerse, y el poder relacional que pone en nosotros se puede
romper con facilidad. Tanto se puede romper, que se llega incluso a
los genocidios en los que tantas veces ha incurrido la humanidad. Pero
cuando perdura, es un espejo de la trascendencia, pues apuesta por
la vida, por el pobre, por el que nos ha hecho un mal, por las flores,
por el desamparo... en una cultura que vive el mundo, humano y
natural, exclusivamente en términos de valor.
La actividad del cristiano no debe ir sólo a liberar a la humanidad de
sus problemas políticos o económicos; debe enseñar a cada hombre a
recorrer el camino que él ha descubierto, a entrar en su interior y allí
encontrar a Dios. El verdadero viaje de la esperanza comienza
adentrándonos en la profundidad de nuestro ser, para allí descubrir el
sentido de la vida y encontrar a Cristo como respuesta.
Atender al hombre no debe hacernos olvidar al mundo en el que
vivimos. La cadena del mando que se implantó en la tierra: Dios,
hombre, mujer, vida no humana, materia, nos ha colocado
tradicionalmente a las mujeres más cercanas al mundo animal y
material. Las propias transformaciones que sufre nuestro cuerpo:
menstruaciones, embarazos, lactancias nos hacen comprender mejor
los cambios y mutaciones que sufre la naturaleza.
Flores y plantas han adornado nuestra casa, aunque ello no
reportara beneficio alguno. La belleza del color, de la fragancia, del
tacto han impresionado nuestras almas femeninas. A nosotras nos
corresponde abrir los ojos del mundo, como los abrió Job, a la
naturaleza que nos rodea; mentalizar a niños y grandes de que nuestra
suerte es común y que el agua cristalina y el aire puro, el canto de los
pájaros y el rumor de las hojas contribuyen a nuestra felicidad.
Si somos capaces de vivir todo esto, comprenderemos «que el
fracaso histórico no es la última palabra, que incluso en los casos más
adversos podemos seguir confiando en Dios» (42). Descubriremos que
el cielo prometido no es un lugar, sino una actitud de comunión con el
Padre y que su gozo se empieza a disfrutar en esta tierra. Que quien
está en diálogo con Dios no muere y que el alma es una dinámica de
apertura sin fin, que a la vez participa en lo infinito (43).
Y si creemos esto de verdad, podremos cantar con Rubén Darío
que, gracias a Cristo, «siempre hay futuros de esperanza en el útero
eterno».
..............
N O T A S
1. J. B. Metz, El dios de mi irreductible esperanza mesiánica: Vida religiosa 66
(1989) 26.
2. Para el mundo simbólico y sus claves se pueden consultar los libros de G.
Durand, Les structures anthropologiques de l'imaginaire. París 1969 y de R.
Guenon, Symboles fondamentaux de la science sacrée. París 1962.
3. R. Radford Ruether, Sexism and God Talk. Londres 1983, 49.
4. M. Fraijó, Fragmentos de esperanza. Estella 1992, 126.
5. H. Bloom, The book of J. Nueva York 1990, 28. Una de las tesis que
defiende el libro es que el yahvista es una mujer, una mujer que trata a sus
personajes como si fueran niños, por eso hace que Yahvé trabaje la arcilla sin
torno.
6. J B. Metz, El dios de mi irreductible esperanza mesiánica: Vida religiosa 66
(1989) 28.
7. O. González de Cardedal, Un dios: regazo, madre y gloria: Vida religiosa 66
(1989) 54.
8. J J. Tamayo, Religión, razón y esperanza. Estella 1992, 269.
9. N. Lohfink, Violencia y pacifismo en el Antiguo Testamento. Bilbao 1990,
13.
10. R. Haugthon, ¿Un dios con caracteres masculinos?: Concilium 161-163
(1981) 76.
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revolucionario que contiene» J L. Martín Descalzo, Vida y misterio de Jesús de
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(·GOMEZ-ACEBO-I._10-MUJERES.Págs. 131-166)
Isabel Gómez-Acebo
Licenciada en ciencias políticas por la U. Complutense de Madrid y
en teología por la U. P. de Comillas, es profesora de teología en dicha
universidad. Es miembro fundador de la Asociación de Teólogas
Españolas.
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