¿Todavía hay cielo?

Antoni Carol i Hostench
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El cielo: no podemos describirlo

En el libro Atravesando el umbral de la Esperanza, el entrevistador - Vittorio Messori - pregunta a Juan Pablo II si todavía existe la vida eterna. La pregunta puede parecer que está de más, sin embargo el hecho es que el Papa lamenta la “frialdad escatológica” del hombre contemporáneo. Aun trazando un paralelismo denodado, podemos preguntarnos si todavía existe el cielo. Se habla poco y tendría que hablarse mucho: es nuestro futuro. El problema es que tampoco es fácil hablar, porque no podemos imaginarlo. Sin embargo, qué podemos decir?

''Mientras que toda imaginación fracasa frente a la muerte, la Iglesia, aleccionada por la Revelación divina, afirma que el hombre ha sido creado por Dios en vista a un destino feliz situado más allá (...) de este mundo'' (Gaudium te spes 18). Empezamos con esta cita del Concilio con el fin de destacar que el recurso a la imaginación es completamente insuficiente para afrontar las cuestiones del más allá. Con todo, la contemplación de nuestra propia naturaleza puede ayudarnos a entender algunas cosas del más allá, y la reflexión sobre la Revelación nos permitirá ampliar este conocimiento.

No es difícil hacerse cargo de que la articulación concreta de la vida en la eternidad (sea en comunión con Dios, sea apartada de Dios) es inimaginable: ''Resulta demasiado evidente que - a base de las experiencias y conocimientos del hombre en la temporalidad - es difícil construir una imagen plenamente adecuada del “futuro mundo”'' (JUAN PABLO II, Audiencia General 13.I.82, n. 7). La eternidad se encuentra más allá de las dimensiones de espacio y de tiempo, por lo que nuestra imaginación (que “trabaja” a nivel de imágenes) no abarca: no podemos formarnos imágenes concretas de la vida en régimen de eternidad. Eso es lo que justamente intenta transmitir el san Pablo en el famoso pasaje de 1 Cor 2, 9: ''Aquello que el ojo no ha visto nunca, ni la oreja no ha oído, ni ha entrado nunca en un corazón de hombre, Dios lo tiene preparado para quienes lo amen''. Él no encuentra palabras para describir lo que ha “visto”: con categorías humanas sólo puede afirmar que la vida del más allá en comunión con Dios es indescriptible.

Pese a todo, esta aseveración no es una mala noticia: poco cielo sería si pudiéramos describirlo con imágenes terrenales. Eso, sin embargo, no significa que no podamos saber nada de la vida eterna o de que no podamos entender nada de ella. Una cosa es imaginar y otra (y muy distinta!) es saber o entender.

A título de simple ilustración, aun salvando las distancias, Platón - unos cuatro siglos antes de Cristo! - manifiesta en su diálogo Fedón el convencimiento de una vida de inmortalidad del alma humana en un “mundo”que no se ve capaz de describir. Platón pone sus pensamientos en las palabras de su querido maestro: es el propio Sócrates, instantes antes de la ejecución de su pena de muerte, quien habla de estas cuestiones a quienes lo acompañan en aquel dramático momento. No duda que el destino de las almas más allá de la muerte está en función del comportamiento mantenido en esta vida (hay una continuidad!): ''Aquellos a quien se los reconoce una vida santa (...) son recibidos en las alturas, en aquella Tierra pura donde habitarán''. Efectivamente, Sócrates augura para los hombres virtuosos un más allá que, incluso, intenta describir con imágenes: ''Son acogidos en parajes todavía más admirables que no es fácil describir», aunque - añade - aquellas imágenes no triunfan al mostrar lo que en realidad se encontrarán; es más, ''lo que un hombre juicioso no tiene que hacer es sostener que estas cosas son tal como se las he descrito''.

Hasta aquí Platón con el sentido común. Pero el Verbo de Dios, con su Encarnación, nos transmitió verdades que no estaban al alcance de nuestro entendimiento natural. Entre estas verdades, no faltan “pistas” para entender un poco más qué es el cielo y como ama al hombre en régimen de eternidad.

Cristo, modelo y causa ejemplar de nuestra resurrección

No podemos imaginar el cielo, pero sí que podemos entender algunos de los aspectos del amor en el cielo, es decir, del amor del hombre escatológico (el hombre que vive en la eternidad, tal como lo denomina Juan Pablo II): «No hay duda de que, con la ayuda de las palabras de Cristo, es posible y asequible, al menos, una cierta aproximación a esta imagen [del cielo]» (Audiencia General 13.I.82, 7). De entrada, con la luz natural de la razón podemos comprender (incluso demostrar) que nuestra propia alma -que es espiritual, es decir, totalmente inmaterial- tiene una pervivencia más allá de la muerte (que para el hombre no es aniquilación, sino separación de su alma espiritual respecto de su cuerpo material).

El hecho es que el amor es ilimitado, en el sentido de que el amor auténtico no se acaba nunca, todo lo contrario, crece. Y, además, crece sin parar (sin límites). Esta dinámica reclama eternidad. Lo mismo pasa con el conocimiento («el saber no ocupa lugar»). Pues si nuestra voluntad es capaz de hacer, vivir y experimentar una actividad como ésta es porque ella misma es espiritual, esto es, no depende de la materia (aun cuando el hombre histórico sólo tiene experiencia de subsistir, conocer y amar a través del cuerpo).

Otras actividades que personalmente cada hombre puede experimentar (la autorreflexión, la abstracción, amar el dolor, etc.) son otras pruebas de que nuestra alma espiritual -en sí misma y por sí misma- es totalmente inmaterial y no depende de la materia. Si el hombre no tuviera este qué de espiritualidad huiría automáticamente del dolor, sería incapaz de conocerse a sí mismo, no podría formarse intelectualmente conceptos, etc. De la misma manera que nuestra alma es capaz de hacer todo eso, a la vez y lógicamente, es capaz de subsistir (o pervivir) más allá de la corrupción del cuerpo material.

Lo que hemos afirmado hasta aquí es válido para el alma humana, pero no precisamente para el cuerpo humano. A la inversa de lo que sucede con nuestro conocimiento y con nuestro amor, la experiencia más evidente que tenemos de nuestra vida corporal es la de un progresivo envejecimiento, agotamiento y desorganización que, al llegar a un determinado punto, ya no puede subsistir por más tiempo. A la vez, tampoco encontramos ningún elemento en nuestra propia naturaleza que exija o haga pensar en una necesaria recomposición o restitución corporal.

Más aún: entre los grandes pensadores antiguos, si bien no hay duda de la pervivencia del alma humana, en cambio, por lo que se refiere al cuerpo, el tema era muy distinto. En el caso de Platón, uno de los elementos de felicidad de la vida más allá de la muerte consiste -¡precisamente!- en sacudirse de encima el cuerpo, que consideraba como una especie de cárcel del alma. El propio san Pablo, cuando dialogaba en el Areópago de Atenas con toda aquella gente aficionada al pensamiento (epicúreos y estoicos), en el momento de mencionar la resurrección de la carne, vio como se diluía la expectación y atención que hasta aquel momento había logrado generar entre aquel difícil auditorio: «Cuando oyeron “resurrección de los muertos”, unos se reían y otros decían: ‘Te escucharemos sobre esto en otra ocasión’» (Hch 17, 32).

La resurrección del cuerpo la conocemos por Revelación. Así lo afirma expresamente el Magisterio: «¿Cómo resucitan los muertos? Este “cómo” sobrepasa nuestra imaginación y nuestro entendimiento; no es accesible más que en la fe» (Catecismo de la Iglesia Católica n. 1000). Además, la resurrección de Jesucristo con su propio Cuerpo es la mejor garantía para el hombre de su retorno final al árbol de la Vida, del que fue alejado en el momento del pecado original. A partir de este punto, todo lo que hayamos de reflexionar deberá respetar y ajustarse a tres principios básicos:

1. «Cristo, modelo y causa ejemplar de nuestra resurrección»

2. «Discontinuidad dentro de una fundamental continuidad»

3. «Justa ordenación y subordinación de las realidades».

Cristo es modelo y causa ejemplar de la resurrección de nuestro cuerpo. Hay una afirmación del Concilio Vaticano II que el Papa ha repetido una y mil veces: «El misterio del hombre no se ilumina verdaderamente, sino en el misterio del Verbo encarnado. Cristo muestra plenamente lo que es el hombre al hombre mismo» (Gaudium et spes 22). Esta afirmación es para nosotros un principio orientador básico. El hecho es que Jesucristo resucitó con cuerpo; más aún, con su propio Cuerpo. Y Él lo hace notar expresamente: mientras que, turbados y llenos de susto, los Apóstoles no acababan de hacerse cargo de lo que estaban viendo, Jesús resucitado les dijo: «Soy yo mismo» (Lc 24, 39).

En otros pasajes de la Sagrada Escritura (especialmente del Nuevo Testamento), gradualmente, es afirmada la resurrección del cuerpo: «La resurrección de los muertos fue revelada progresivamente por Dios a su Pueblo» (Catecismo de la Iglesia Católica n. 992). Pero, más allá de la revelación de la resurrección de los cuerpos humanos, lo que nos interesa particularmente es la resurrección del Cuerpo de Cristo. La contemplación del Cuerpo de Jesucristo resucitado abrirá paso al comentario de los otros dos principios básicos, vertebradores de lo que podamos decir acerca del amor del hombre escatológico.

En fin, «la resurrección de Cristo es la última y más plena palabra de la autorrevelación del Dios vivo como ‘Dios no de muertos, sino de vivos’ (Mc 12, 27)» (Audiencia General 27.I.82, 3). Por esto, el Señor resucitado se desgañita en mostrar y convencer a los Apóstoles que es Él mismo y no otro. Los signos que mostraba su Cuerpo resucitado eran inconfundibles e irrefutables: «‘Mirad mis manos y mis pies: soy yo mismo. Palpadme y comprended que un espíritu no tiene carne y huesos como veis que yo tengo’. Y dicho esto, les mostró las manos y los pies» (Lc 24, 39-40). ¡Las manos y los pies de Jesús!: marcados por las heridas que Él mismo había sufrido en el momento de la crucifixión, son como las pruebas más evidentes de la identidad de su propio Cuerpo. ¡No puede ser otro!

Con Tomás Apóstol, incrédulo todavía más allá de lo que habían sido sus compañeros, Jesucristo vuelve sobre el mismo argumento probatorio: «‘Trae aquí tu dedo y mira mis manos, y trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente’» (Juan 20, 27).

Cristo resucita con cuerpo, y con su propio Cuerpo. Además de darnos pruebas de ser su propio Cuerpo, el Señor se esfuerza en mostrarnos que es un cuerpo real de verdad: «Como no acabasen de creer por la alegría y estando llenos de admiración, les dijo: ‘¿Tenéis aquí algo que comer?’. Entonces ellos le ofrecieron parte de un pez asado. Y tomándolo comió delante de ellos» (Lucas 24, 41-42). Jesús resucitado es Aquél mismo que poco antes había sido crucificado y muerto. Pero, al mismo tiempo, ha sufrido ciertas transformaciones: es el mismo, pero no como antes. Se ha presentado en medio de ellos estando las puertas cerradas (cf. Juan 20, 29), cosa que no habría sido habitual antes de morir; María Magdalena lo ve, pero no alcanza a reconocerlo sino cuando Él, con su tono de voz tierno, pronuncia el nombre de ella (cf. Juan 20, 16); los dos discípulos de Emaús, a pesar de que le escuchan durante un buen rato por el camino, no le reconocen hasta ver el característico gesto de partir y distribuir el pan (cf. Lucas 24, 30-31); se aparece en la orilla del lago y, al verle, no le reconocen (al menos, no reaccionan) hasta que se consuma una nueva pesca extraordinaria (cf. Juan 21, 1-7).

Hay una continuidad, ya que se trata del mismo Cuerpo; pero, simultáneamente, hay discontinuidad: no es exactamente como antes (hay una diversidad cualitativa). Mejor dicho, hay como una cierta discontinuidad en medio de una fundamental continuidad. Este factor debe ser tomado en cuenta cuando reflexionemos sobre el amor del hombre histórico que deviene hombre escatológico...